Recién finalizado el tour vespertino por la Ópera Garnier decidí caminar el trayecto que me separaba del Louvre. De los seis días que iba a recorrer sola la ciudad, esa noche tenía programado cenar en la exposición barroca itinerante. Era mi primera vez en París y llevaba conmigo el mapa estudiado a fondo desde que planeé el viaje, meses atrás, en Montevideo.
Salí del teatro por la puerta sur. La tarde había empezado a caer y diluviaba. Por las calles los parisinos caminaban ataviados de forma elegante debajo de paraguas deambulantes. Recordé el consejo de andar siempre con paraguas; lo cierto es que nunca tuve gran tino para saber qué consejos ignorar. Miré mi mochila, la cámara de fotos, el mapa. Estaba de zapatos de yute y sin gabardina.
A lo lejos, cruzando los semáforos, podía ver la entrada lateral del Café de la Paix. Lo había pasado por alto en mi itinerario, ya que no creí que fuera de mi interés, pero allí estaba frente a mí, ofreciéndome refugio. Con la mochila en la cabeza corrí los cincuenta metros que me separaban de la entrada.
Decidí entrar al café a esperar a que se calmasen las aguas. El famoso lugar me abrió las puertas a una ambientación de principios del siglo XX, el salón revestido en madera, el piso alfombrado, decenas de enormes arañas de hierro y caireles colgaban encima de las mesas vestidas con manteles de jacquard y tres juegos de cubiertos. Las mesas accesorias tenían estatuas de mármol rodeadas de floreros con altísimos arreglos; una orquesta tocaba un delicioso jazz en vivo. Me acerqué al mostrador a mi izquierda.
―Café, s’il vous plaît ―pedí para lograr entrar en calor. Me quité la mochila y apoyé la cámara de fotos en la barra.
―Where are you from? ―preguntó en un correctísimo inglés el encargado de la barra.
―Uruguay ―contesté, y lo desafié a que supiese dónde quedaba.
―Claro que sí, un país pequeño entre Argentina y Brasil.
Fue entonces cuando lo miré. Era demasiado atractivo para haberlo ignorado, me sorprendí de no haberlo notado antes. Alto, delgado, rubio, llevaba el pelo corto, prolijo. Vestía una entallada camisa parisina. Una sonrisa acorde. Calculé por su porte que no era la primera vez que utilizaba su ingenio para atraer a féminas curiosas. Me siguió contando en inglés que se había vuelto hincha de la celeste durante el mundial de Sudáfrica. Comentó que era albanés. Lamenté no poder devolverle la gentileza tras intentar sin éxito ubicar Albania en algún lugar preciso del sur de Europa.
―I forgive you ―dijo, perdonando mi ignorancia. Sonrió, y yo debo haberle sonreído también, porque noté un cambio apenas perceptible en su actitud. Bajé la mirada y no la volví a subir hasta que me entregó el café. No sé por qué le mentí sobre mi nombre, supongo que la impunidad del anonimato resultaba tentadora; tampoco sé por qué le conté que esa era mi última noche en París.
Hacía muchos años que no ponía en práctica el arte de la conquista, pero al sonreírle mirándolo a los ojos noté la dilatación en sus pupilas, las fosas nasales engrosadas, los cabellos de la nuca empapados en sudor, su cuerpo inclinándose hacia mí sobre el mostrador que nos separaba; recordé cómo aun los hombres más cultos y refinados, en su afán de conquista, son incapaces de disimular las similitudes que comparten con un primate en celo. Me sorprendí al recordar mis habilidades: por más despliegue de pavo real que acontecía en el hombre, yo podía mantener la charla en dos idiomas, filosofando de religiones y política internacional, sin dejar de sonreírle y sin que nada cambiase en mi exterior. Sin dudas lo estaba disfrutando.
En algún punto de la conversación (recuerdo que todavía quedaba café) me sorprendí de mis propios pensamientos. No podía apartar mi mente del apartamento que había alquilado en el Barrio Latino.
Era un pequeño altillo en un antiguo edificio pegado a los Jardines de Luxemburgo. Lo renté temporalmente a un parisino llamado Sindbad, que para hacerse de un ingreso extra lo subalquilaba a turistas conocidos que buscaran alojamiento. Había conocido a Sindbad unos años antes en Buenos Aires, por un amigo en común. Mi amigo, casi un cliché homosexual que podía adivinar mis gustos al dedillo, a sabiendas de mi próximo viaje, me advirtió que ese altillo me iba a enamorar. Se encontraba en un típico edificio histórico con flores en los balcones, escaleras de hierro y ascensores con puertas corredizas. Para acceder había que subir por una escalera angosta después del quinto piso; tenía vista a la Torre Eiffel. Apenas cabían allí un escritorio con dos sillas, un ropero y un sillón cama destartalado. Recordé las azucenas que me había dejado Sindbad para darme la bienvenida y el papel higiénico rosado —un detalle muy amable de su parte— porque, aunque tuviésemos un amigo en común en Montevideo, su amabilidad había excedido largamente lo que yo había pagado. Pensé en que estaba cayendo la noche y desde el departamento se vería la Torre Eiffel iluminada. La noche anterior me había quedado mirando sus luces hasta quedarme dormida. Ahora se vería tan linda desde el sillón cama, pensé en el sillón vacío. Me pregunté si sería muy ruidoso. Son curiosos los detalles que uno llega a pensar cuando intenta no pensar. Recordé que esa mañana no había hecho la cama al salir.
Al mirarlo me di cuenta de que el rubio andaba adivinando mis pensamientos. Quedé expuesta y parcialmente sin aliento. Me excusé para ir al baño. Respiré profundo, me lavé la cara, las manos, la culpa. Volví y le pedí la cuenta.
―It’s on me ―dijo en su perfecto inglés―. Salgo en dos horas, te espero en la puerta. ―Y agregó con ojos suplicantes―: Necesito verte.
Sonreí sin responderle.
―Au revoir ―lo saludé. Tomó mi mano y me besó el dorso―. Merci, Albania ―le dije cuando salí. Ya no llovía.