Trent Prescott, superespía al servicio del gobierno, cerró la puerta de la furgoneta y se dirigió a los miembros del equipo especializado que había seleccionado personalmente para infiltrarse en la isla del nefario doctor Rottings y sustraer los códigos nucleares:
—Excelente trabajo, equipo. Hemos salvado al mundo y además recibiremos un montón de dinero por ello.
Victor Wayne, veterano de guerra y segundo al mando de la operación, le puso un revólver en la sien a quien había sido su mejor amigo desde el secundario y le dijo:
—No tan rápido, Trent. Siempre fuiste un maldito idealista. Me llevaré el maletín con los códigos; hay otro gobierno dispuesto a pagar una fortuna mucho mayor. Y ¿sabes una cosa? No tendré que compartirla.
Anna Cheney, quien había suplantado a la esposa de Rottings durante varias semanas para poder darles acceso a la isla a sus compañeros, lo interrumpió:
—De nada te servirá, Victor. Ayer cambié los códigos nucleares por las soluciones de un libro de sudokus. Tengo mis propios planes para ellos.
Gloria Kim, experta en explosivos y medallista olímpica de unatlón, hizo fuerzas para contener la risa:
—Vaya que eres tonta, Anna. No notaste que volví a cambiarlos por los originales justo antes de volar el cuartel por los aires.
André López, encargado de comunicaciones de la misión, levantó la mano y solamente habló cuando le dieron la palabra:
—Gracias por hacerme el trabajo más fácil, Gloria. Un grupo de terroristas secuestró a mi familia y asaltarán esta furgoneta en cualquier momento. Les di nuestra ubicación porque sólo los liberarán cuando tengan los códigos.
Charles Poe, única persona en el mundo que había podido hackear los sistemas de seguridad de la isla, aclaró:
—Pues lo siento por tu familia, André. Tenías actitudes sospechosas, así que me metí en tu teléfono y, al descubrir lo que ocurría, les di a los terroristas las coordenadas equivocadas.
Belinda Shaw, que además de submarinista profesional era madrina de uno de los cinco hijos de André, no se mostró preocupada cuando habló:
—Ya cállate, Charles. Y el resto preste mucha atención, porque acabo de liberar gas venenoso en la furgoneta y ni siquiera yo tengo el antídoto. Eso les enseñará a llamarme solamente cuando las misiones requieren de submarinismo.
Patrick Potrick, piloto de helicópteros y gerente de Recursos Humanos de las misiones, repartió unas pastillas a los presentes y agregó con mucha calma:
—Belinda, Belinda, Belinda... ¿Acaso crees que no reviso los test psicotécnicos antes de cada misión? Tus resultados encendieron todas mis alarmas. Vamos, tomen el antídoto antes de que sea tarde. Agradezcan que mi esposo, además de guitarrista de rock, es químico.
Benny Lass, el primer occidental en haber sido aceptado por un clan ninja, preguntó desde las sombras:
—Patrick, ¿podrás decirme quién tiene los códigos nucleares? Iba a robarlos para destruirlos, pero ya me perdí.
Alan Dixon, francotirador ludópata, tomó el maletín con un rápido movimiento de muñeca y se disculpó:
—Benny, Trent, equipo… Lo siento. Ya se imaginan para qué necesito el dinero.
Chantal, quien además de una estrella pop internacional era una falsificadora capaz de impulsar su carrera con base en rankings adulterados, dijo algo irritada:
—No hablarás en serio, Alan. Te quebraron tantas veces las piernas que jamás podrías escapar de nosotros con los códigos.
Elton Anderson, paracaidista con claustrofobia, gritó:
—¡Cállate, Chantal! ¡Ya cállense todos! ¡Necesito salir de la furgoneta, con los códigos o sin ellos!
Campbell Soop, paramédico con conocimientos de filatelia, entendió que aquel era el momento para manifestarse:
—Nadie se mueva, y mucho menos tú, Elton. El único que bajará de la furgoneta seré yo, y lo haré con el maletín. Sepan que en mi bolsillo tengo... Esperen. En mi bolsillo tengo... Maldición, no tengo espacio para meter la mano en el bolsillo. Olvídenlo, mi plan se cancela.
Chelsea Strauss, odontóloga nominada al Óscar en la categoría de cortometraje documental, rompió el silencio después de varios segundos incómodos:
—Campbell me hizo reflexionar. ¿De verdad estamos seguros de lo que queremos hacer con los códigos? Es decir, yo todavía no estoy segura de querer robarlos, y en tal caso de a quién ofrecérselos.
Trent Prescott le ganó de mano a más de una docena de personas que todavía no se habían manifestado:
—¡Con un demonio, Chelsea! Cuando lleguemos al cuartel me encargaré de que todos los traidores reciban su merecido. A propósito, según mis cálculos deberíamos haber llegado al cuartel hace rato.
En la cabina, el nefario doctor Rottings sonrió. Conducía la furgoneta rumbo a su nueva guarida, donde lo esperaba su propio equipo especializado de asesinos, contrabandistas, maestros del engaño, instructores de tenis, domadores de leones, encantadores de serpientes, chefs, espeleólogos y escribanos.