Charles Durning nació en Nueva York el 28 de febrero de 1923. Su extensa carrera como actor comenzó con un papel en la película Harvey Middleman, bombero, de 1965, y siguió junto a grandes figuras de Hollywood, como Dustin Hoffman (Tootsie, 1982), Al Pacino (Tarde de perros, 1975) y Kirk Douglas (La furia, 1978).

César Troncoso, que nació el 5 de abril de 1963, se emociona cuando habla de Durning, mientras lo ve junto a su hija Clara en la tele de su casa interpretando al teniente William Snyder en El golpe (1973), un clásico del cine que decidió la fama de sus protagonistas, Robert Redford y Paul Newman. “Es uno de esos actores que viste toda tu vida, haciendo de policía, de cura, de gánster, y en películas de Navidad. Son tipos que me acompañaron todo el camino”, dice sobre el actor secundario y también sobre este tipo de emociones que reconoce como nuevas: “Es como la música, una escena del cine te resuena en un momento diferente y te evoca momentos personales y de otra época”.

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“¡La concha de tu madre, hijo de puta!”, grita su personaje en Infancia clandestina (2012), al tiempo que responde en la noche con disparos el ataque de una patrulla parapolicial, hasta que queda tirado en el piso. Es una de las escenas predilectas de su carrera. La secuencia comienza con la llegada de su familia a la puerta del hogar, cambia a un plano de César descubriendo el peligro en la oscuridad y sigue con el film transformado en viñetas de un cómic en las que se dibujan las explosiones y los fogonazos, entre los cuerpos hechos rayos. “Hay otra balacera en Faroeste caboclo [2013], la película de René Sampaio basada en una canción de Legião Urbana. Yo aparezco disparando, recibiendo balazos y muriendo ahí. Ese tipo de escenas me gustan, sobre todo porque no es lo que acostumbro hacer”, dice. “Cuando te aproximás al cine como espectador, de niño, lo que te llama la atención son los balazos, el duelo en el medio de la calle del pueblo. No pensás en películas con otro ritmo y con el relato de una historia cotidiana”.

El actor uruguayo ya superó la treintena de films, sin contar sus trabajos para televisión y plataformas digitales y su carrera teatral. En la lista hay producciones uruguayas, argentinas, brasileñas y españolas, películas costumbristas e inspiradoras, como El viaje hacia el mar (2003), dramáticas, como El baño del papa (2007) y La noche de doce años (2018), otras con tintes humorísticos, como El candidato (2016), Otra historia del mundo (2017) y Mateína (2021), y unas cuantas más difíciles de encasillar. 36 horas (2019) es un thriller con tanta acción como esgrima discursiva en el que interpreta a Pedro, “un tipo al que le pasan muchas cosas al mismo tiempo: tiene un lío con unos prestamistas que son unos malandras, se está separando de su mujer, que al mismo tiempo es su socia en un negocio, y es el cumpleaños de su hija y se olvidó de alquilar el salón para la fiesta”.

Cruzamos la avenida Millán al mediodía, a la altura de Luis Alberto de Herrera. Habíamos quedado en un café del centrito del barrio, pero cambió el plan a último momento. “¿Quieren venir a casa? Mi mujer salió a trabajar”. En pocos minutos llegamos al borde de un camino largo, sinuoso y rodeado de árboles. El día ya comenzó, aunque la tranquilidad del lugar contrasta con el ritmo del resto del mundo en diciembre. El actor cuenta las vueltas y los movimientos bancarios que desembocaron en la compra total del apartamento del Parque Posadas en el que vive junto a Adriana, su pareja, y su hija, Clara, desde hace 12 años.

Luego del parque, sigue una escalera de hormigón que permite ingresar en una zona comercial interna del complejo de viviendas. César dice que antes eran más los negocios allí, aunque siguen funcionando almacenes, una panadería, un local de regalos de urgencia, un taller de compostura de zapatos, una farmacia y una papelería con quiosco en la que compra revistas de crucigramas. Intercambia buenos días con los comerciantes y al vecino que llega al mismo tiempo a la puerta de su edificio le propone que elija uno de los dos ascensores disponibles.

Subimos y nos recibe su perra Quica. Viene de una semana de licencia y todavía tiene algunos días libres. Dice que es cada vez más difícil para estos pequeños comerciantes competir con las grandes cadenas de supermercados y que el mayor daño de esta inequidad es la identidad que se va perdiendo en medio de la acumulación de capitales. Algunos de estos cambios son más groseros y otros, más sutiles. Por ejemplo, una de las últimas veces que fue de paseo a su casa de Parque del Plata salió de compras directo al mercadito de toda la vida, y luego de pagar, leyó en el ticket el nombre de una gran tienda.

Sentado en el sillón más grande del living de su hogar, cuenta que todavía no pudo —y quiere— ver El visitante (2022), una película dirigida por el boliviano Martín Boulocq en la que interpreta, junto a la uruguaya Mirella Pascual, a una pareja de pastores evangélicos. Me pregunta dónde fue que pude ver El vendedor de sueños (2016) y menciono una plataforma en la que ese film brasileño se aprecia en notable calidad.

Parece la cosa más fácil del mundo hablar con él; a priori no hay nada en su expresión que delate las horas que ha acumulado frente a una cámara o el acostumbramiento a la tensión que genera una exigente platea de teatro. La casa tampoco tiene huellas de premios ni adornos alusivos a algún viaje. Sí hay una biblioteca con una colección de clásicos y, entre muchos otros libros, El último encuentro, de Sándor Márai. Su aplomo es el de un sujeto con algunos ahorros, con la vida resuelta por fin y sin ningún otro deseo que el de conservar la armoniosa rutina que armó a su alrededor, luego de trabajar 40 años en una oficina de un ente estatal, aunque su camino poco tiene que ver con dicha condición.

César prepara un viaje a España junto a Adriana y Clara: “Fuimos cuando mi hija tenía cinco años. Después de eso, Clara no volvió a ir. Ahora va a cumplir 25. La idea es que vaya y vea el lugar donde nacieron sus abuelos. Para mí ese tipo de experiencias te puede explicar muchas de las cosas que vos sos después”.

Los padres de César son de Pontevedra, Galicia. “Mi viejo es de Gondomar y mi vieja es más mediterránea, de un pueblo en mitad de la montaña”, dice acerca de Celso y María Teresa. “Siempre me impresionó mucho esa aldea. Acá viví con mis abuelos maternos, que me contaron muchos cuentos de ese lugar, ubicado en el monte Castro do Medio. La casa que fue de mi madre y de la que salió de Montevideo con 14 años todavía está”, dice sin disimular su entusiasmo. El paseo también será para visitar a su madre y sus hermanos.

Luego de prosperar y fracasar con negocios gastronómicos y almacenes y de algunos problemas de salud de Celso, sus padres decidieron volver a España. César tenía 18 años y una novia. No había resuelto nada pero sentía la decisión como algo ajeno, igual que ahora. Decidió no viajar, o simplemente no viajó y se quedó aquí con sus abuelos maternos, Clotilde y José, y también con una tía. “Mi abuelo era un gran contador de historias. Preparaba el mate en uno de esos vasitos de miel que había antes. Él se sentaba en un sillón de mimbre y yo en un banquito que habían hecho especialmente para mí. Nos poníamos a tomar mate y me contaba cuentos, historias de cuando él viajaba. Era picapedrero y canteiro, que es como un artesano de la piedra. Había trabajado en Galicia, pero también en Burgos, por ejemplo. Esos cuentos me resultaban fascinantes porque eran parte de otro mundo y otro tiempo”, recuerda.

En su niñez, César robaba, entre otras cosas, dulce de leche de los envases de lata del almacén de su padre. “Seguro que se daba cuenta”, dice ahora, aunque reconoce que había adquirido cierto talento para ejecutar el delito, extrayendo la sustancia azucarada de tal forma que no manchara la circunferencia en la que se colocaba, con perfección, la tapa protectora.

No le gustaban los deportes y se veía a sí mismo como bastante tímido. Encontró en el dibujo uno de sus primeros y más valiosos entretenimientos, luego la televisión y después, en su adolescencia, el cine. Sus primeras obras las inventó en una mesa de cármica. A la par, leía revistas de historietas y libros como Robin Hood que le compraba a un vecino peluquero, cuando su familia pasaba en Parque del Plata.

Su padre, al que define como parco y de pocas palabras, un día le armó una biblioteca y le forró cada estante con papel color celeste. “Tal vez no sabía demostrar afecto cuando hablaba, pero por ahí te iba a tapar con una frazada cuando te estabas por dormir”, reflexiona. Más tarde descubrió que su padre lloraba, y que él se parecía más a su madre. “Esa primera vez que fuimos con mi mujer y mi hija a España, él nos fue a despedir al aeropuerto de Vigo y se quedó llorando y abrazándonos. Mi vieja, mientras tanto, decía ‘vayan, vayan’, con esa cosa de ‘vamos a liquidar esto rápidamente’. Ella siempre fue más dura, mucho más pragmática y escondedora”.

César se hizo fanático de las revistas, los diarios que llegaban al almacén y los libros. Recortaba críticas de cine de El Día y El País —recuerda particularmente las del periodista Jorge Abbondanza— y adoraba leer Crónicas de campo en el suplemento El Día de los Niños, firmadas por un tal Juancito de Por Allá. En esos días también ayudaba, bastante a disgusto, a su padre, cargando y vaciando cajones con botellas.

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Igual que el dibujo, la pantalla chica lo atrapó. Tiene registros nítidos de la impresión que le causó la película Baldazo de sangre (1959), de Roger Corman, y del miedo y la fascinación que sintió con El hombre que volvió de la muerte (1969): “Recuerdo quedarme totalmente tenso frente a la tele”, dice sobre la noche en que vio por primera vez el programa de Narciso Ibáñez Menta. “Después me di cuenta de que el tipo que parecía que se ahogaba en realidad estaba detrás de una pecera que se iba llenando”.

Sus primeras revistas fueron las del vaquero Roy Rogers, Archie y Patoruzito, pero la continuidad de su hábito, su adolescencia y una mudanza derivaron su gusto hacia otras publicaciones más salvajes y adultas, como las argentinas Fierro, Humor y Sex Humor, que compraba en un quiosco ubicado en San Martín y Domingo Aramburú. Su pasión por el cine y la cultura lo llevó a coleccionar el semanario Jaque y la revista de Cinemateca y otras menos conocidas, como El Carlanco (“salieron dos números, nada más”) y Barrio Jalouin (que llegó hasta las cinco ediciones).

Entre otros, fue al liceo 34, en la calle Cuareim, y repartía su tiempo entre el dibujo, las idas a Cinemateca (se hizo socio a los 15) y, sobre todo, “bobear” con amigos mientras deambulaba por las calles de Montevideo. “Uno se llamaba Gadea, pero con el que más andaba en esas vueltas, ya en preparatorio, era con Ruben Valverde, el Coco. Teníamos grandes charlas, íbamos por la zona del liceo Miranda, por Agraciada y La Paz, pero después nos recorríamos toda la ciudad. Me acuerdo de bobear mucho con el loco, cosa que me parece que mostraba un poco para dónde iba yo con este asunto de la imaginación, el delirio y el absurdo. Creo que inconscientemente todo eso me sirvió porque terminó siendo un modo de improvisación muy libre, muy bobeta pero muy valioso”.

A los 17 consiguió un trabajo en un estudio contable, se casó a los 23 y se separó al poco tiempo. Sus padres se habían ido y su abuela y su tía le decían que debía estudiar una carrera profesional para tener con qué vivir. Llegó a ir a la Facultad de Medicina. Casi por casualidad, algo deprimido y sin rumbo, escuchó en la radio sobre la apertura de clases en Teatro Uno, y le tocó empezar en un taller a cargo de Alberto Restuccia. Su prueba de admisión fue con un texto de Antonin Artaud, “El teatro y su doble”, que todavía puede recitar con precisión y conserva, subrayado, en un ejemplar del libro: “Sé que también las palabras tienen posibilidades como sonido, modos distintos de ser proyectadas en el espacio, las llamadas entonaciones, y mucho podría decirse en sí mismo del valor concreto de la entonación en el teatro, de esa facultad que tienen las palabras de crear una música propia según la manera como se las pronuncie, con independencia de su sentido concreto y a veces en contradicción con ese sentido, y de crear bajo el lenguaje una corriente subterránea de impresiones, de correspondencias, de analogías”.

El otro recuerdo de su ingreso al mundo formal de la actuación (además de sus destaques escolares interpretando un cuento de Wimpi) corresponde a la primera muestra del grupo comandado por Restuccia y Luis Bebe Cerminara. César leyó un texto extraído de los delirantes relatos incluidos en Espacios libres, de Mario Levrero, reducido finalmente a la frase “quiero salir”. En el lugar, había paredes reales e imaginarías, y entre el público estaba su abuela Clotilde, que, en el juego de ficción y realidad, no tuvo problemas en saludar afectuosamente a su nieto, mientras este se convencía de que podía ser otro, al menos por un rato.

De esa época, el actor todavía reconoce a un sujeto ansioso con el que puede seguir identificándose hasta el día de hoy. Aquel, con mañas parecidas a las del prestigioso actor, calculaba sus acciones con el fin de reducir su sufrimiento a la mínima expresión y contenía sus ganas de pasar primero al frente ante cualquier ejercicio.

En el estudio contable, que quedaba en el Centro, trabajó 25 años. Cuando tuvo que volver a su escritorio, después de todo lo que le había pasado (reconocimientos, festivales, esperanzas) como gran protagonista del film El baño del papa, le vino “tremenda depresión”. Faltaba un tiempo para que pudiera decidirse por optar sólo por la actuación y el contraste comenzaba a resultar insoportable. A la distancia, valora todas las vueltas de oficina con cierta —sólo cierta— simpatía, aunque reconoce que aprendió bastante del trajín cotidiano y sus protagonistas.

“Los contadores eran dos personajes en sí mismos. En muchas cosas cada cual estaba en las antípodas del otro, y sin embargo al principio tuvieron una sociedad y después compartieron el estudio contable a lo largo de 40 años. Uno era militante de un partido político y el otro de otro; habían sido compañeros en la facultad. Al principio fui empleado de ambos, después terminé trabajando para uno solo. Cualquiera de los dos, pero sobre todo uno de ellos, me dio una gran mano. Me habilitaron con licencias y facilidades para que yo pudiera desarrollar mi carrera en la actuación y nunca me generaron un conflicto”, recuerda.

“Cuando hice una suplencia en la obra ¡Ah, machos!, fui a los festivales de teatro de Caracas y Bogotá, porque al actor titular no le dieron licencia en su trabajo para que pudiera hacer esos viajes. Hay un montón de cosas, sobre todo películas, que pude hacer porque me dieron uno o dos meses de licencia”.

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De esa época también recuerda a un cliente que aparecía “cada tanto” en el estudio y se quedaba hablando con César. “El tipo iba al teatro todos los fines de semana y veía toda la cartelera, y también iba a ver ópera y cine. Cuando aparecía me llevaba todas las revistas Sábado Show que habían salido en ese ínterin y me las regalaba. Hablábamos todo el tiempo de teatro”.

Cuando le tocaba patear la calle en busca de cheques y dinero, a César le gustaba llegar a una ferretería de la calle Yaguarón, atendida por su dueña, otra clienta del estudio, la señora Basia Pass. “Había sobrevivido al Holocausto judío y era muy encantadora. La quería mucho. Por un lado, era muy dura, pero al mismo tiempo muy cariñosa. Yo la sentía muy próxima”.

En otra época, que rescata como una de las más complicadas de su vida, el reconocimiento de su trabajo se convirtió en un problema. Lo buscaba de sus colegas y también, y sobre todo, de su familia. Comenzó a ir a terapia. Mucho tiempo después supo que su padre llegó a hablar de él como “un artista de verdad” y hoy sabe que su madre está muy contenta con su carrera de actor y sus logros.

La mayoría de las veces, César dice que no tiene “ni idea” ni conciencia de sus virtudes histriónicas, aunque sí reconoce que actuar es una de las dos cosas que sabe hacer bien, además de dibujar. En su discurso es casi imposible hallar la menor pista de premeditación al momento de poner en acción algunos de sus más logrados personajes. Muchos de ellos, como Walter, el informante de Zanahoria (2014), Heber, el periodista de Mal día para pescar (2009), y su comisario en La teoría de los vidrios rotos (2021), comparten la encantadora condición de la ambigüedad. Pueden ser crueles o muy tontos, mentes brillantes o absolutos charlatanes. El actor aprendió a dominar su tiempo en escena sin más apuros que los propios, siempre a punto de engañar al más astuto de los espectadores.

No muy convencido, piensa en la mezcla de varias cosas como una posible respuesta a la pregunta por el origen de esas destrezas. Sus dudas y su timidez, vueltas en algún momento a su favor en forma de pausas y miradas desconcertantes. Su tiempo de contemplación y observación. Por ejemplo, recuerda llegar a la sala que Cinemateca tenía en la calle Camacuá y semblantear junto a un amigo a cada una de las personas que pagaba su entrada para la misma función.

Dice que no sabe de qué estoy hablando cuando menciono su particular talento para las escenas en las que actúa sentado en un escritorio, aunque logramos llegar a un punto: “Creo que hay algo de la apropiación del espacio. No soy consciente de si hago algo particular o diferente. Lo que sí sé es que con los objetos con los que interactuás hay que tener algún vínculo especial, y lo mismo tiene que pasar con los espacios en los que el personaje vive diariamente. Precisás construir una sensación de que el espacio efectivamente es tuyo. A veces, corro alguna cosa de lugar; con permiso de la dirección de arte, claro. Por ejemplo, en vez de tener un pañuelo tan ordenado, lo muevo. O si pienso que mi personaje no tendría una lapicera en tal lugar, la saco”, explica.

“Parte del juego de la actuación es construir una verdad a partir de los pocos indicios que tenés. Y el personaje no puede no estar habitando el lugar en el que transcurre la escena. Yo me desparramo en una silla, y a veces te ponen una silla horripilante y tenés que fingir o esconder que la silla está rota, pero es parte del oficio del actor apropiarse en cinco minutos de las cosas. Lo mismo sucede con las pausas. Para ciertas cosas las necesitás, pero después de que las encontraste puede venir el director y decirte: ‘Hacelo más corto, viejo. Esa pausa me mata toda la escena, me la alarga gigantemente’. Así que a partir de lo que internamente encontraste en esa pausa larga, tenés que lograr una pausa más reducida. Esto es lo mismo: tenés cinco minutos para hacer de cuenta que tal cosa es tuya. Entonces, te desparramás donde no lo harías o tomás un vaso de whisky que jamás tomarías”.

Mapa de ruta

“Se puede escapar por completo. A veces vivís en una burbuja. Lo cual no quiere decir que esa burbuja esté libre de sus propias reglas e incidentes. Te olvidás de un montón de líos domésticos y otras cosas. Durante un tiempo me funcionó. Sobre todo cuando me iba a Brasil, por ejemplo, cuando hice la novela [Flor do Caribe, 2013]. De todas formas, la vida se encarga de corregir tu percepción del mundo a piñazos”. Habla de los rodajes, sobre todo de algunos muy ambiciosos, como los de las superproducciones del país norteño de las que ha sido parte en varias ocasiones.

Póster promocional chino de _El baño del papa_.

Póster promocional chino de El baño del papa.

Cuando se prepara para una nueva película, César hace una lista de las cosas que va a llevar consigo. Nunca son muchas: algo de literatura y sus materiales para dibujar: “No tengo muchos rituales. Al principio les pedía a mi mujer y mi hija un amuleto. Por ejemplo, podía ser una piedrita. Y tampoco es que siento que sea un gran cambio ni que para hacer tal personaje no tenga que colocarme en tal o cual lugar. De todas formas, con algunos personajes mi mujer se ha quejado porque dice que los traigo a casa. Es como una energía que no me pude quitar. Son cosas que te contaminan porque estás durante mucho tiempo con el personaje. Aunque yo creo que los dejo ni bien termino de trabajar”.

Sus pasatiempos favoritos siguen siendo los crucigramas y el dibujo. Al primero lo considera un ejercicio mental “suavetón” que “además entretiene”. En internet, además, juega en aplicaciones como Apensar, en las que el usuario debe adivinar una palabra, con pistas incluidas en cuatro fotos.

El dibujo en su vida es otro asunto más serio. Con cierto orgullo nos muestra su caja de marcadores de microfibra graduados, que contiene ocho unidades de distintos trazos, rellenas de tinta de secado rápido y resistente al agua. “Muchas veces, lo termino y lo tiro a la basura”, dice sobre cualquiera de sus intentos de dibujo. Algunos adornan, encuadrados, las paredes de su casa, otros se pueden ver en su Instagram, y este año se animó a exponer una selección de su obra en el Centro Cultural Dodecá. Tiene toda una serie, dibujada a lo largo de muchos años, con seres deformes, algo gigantes, monstruosos, con muchas bocas y pocos ojos.

Uno de sus mejores dibujos parece una ciudad vista desde arriba o desde una perspectiva alucinada o corrida de las posibilidades del ojo humano; entre calles y veredas torcidas transitan autos con manos, peces mecánicos, palabras sueltas, tuberías e instrumentos de viento, faroles caídos y sonrisas entre siniestras y risueñas.

Alguna vez hizo un afiche para una obra de Alberto Restuccia y otro para el espectáculo ¿Qué te comics-te? (1992), del que fue parte junto a La Tabaré Riverock Band. También se presentó a algunos concursos, y luego dice que se retiró de estas lides a nivel profesional, aunque sigue dibujando en su casa. Llegó a publicar sus dibujos en el fanzine Gas Subterráneo y en el semanario Mate Amargo y ganó una mención en un Salón de la Historieta.

“Para mí dibujar es un escape, y es la segunda cosa que hago bien, aparte de actuar, lo cual le da mucho valor ante mis propios ojos. Es una cosa que hago desde siempre, es un modo de expresión y un modo de distracción también. Me gustaría haber dibujado más y mejor, pero estoy satisfecho con mi capacidad de dibujar lo que dibujo. Muchas veces me ha ayudado en algunos viajes; siempre me llevo material para dibujar. A veces pasás acompañado y otras veces no. Y cuando es no, muchas veces me he apoyado en el dibujo para ocupar el tiempo y para extrañar menos también. Si no, te volvés loco”.

Reconoce que en sus dibujos ya existe un universo más o menos reconocible y también ciertos personajes que se han vuelto familiares. Empieza con la hoja en blanco, sin mucho plan, dibujando lo primero que le sale. “Es una especie de vómito de un montón de cosas que voy poniendo, sin mucho sentido, medio aleatoriamente; hay textos que se van ocurriendo en el momento; a veces los dibujos tienen que ver con lo que estoy escuchando en la radio, otras veces, con lo primero que me viene a la cabeza, un poco a la manera en la que trabajábamos en Teatro Uno cuando alguien improvisaba y Alberto nos hacía escribir sin razonar demasiado y en función de los estímulos recibidos. Es algo así como una escritura espontánea: un poco del mismo modo termino llenando la hoja de cosas, con algunas que se repiten y otras que me sorprenden. Hay unos personajes que son como tipos con armaduras, con unas estructuras que después pinto de gris. Tenemos psicóloga en casa, pero no está autorizada a interpretar eso. Pero es verdad que hay un mundo que se repite y no me resulta tan fácil correrme. Cuando me pongo a dibujar, casi siempre es una cuestión de ‘arranco y vemos hacia dónde va’, y así terminan apareciendo muchos de esos bichos que vienen de largo tiempo”.

Luego de ver sus dibujos más personales y con el recuerdo fresco y aún desafiante de su espectáculo insignia de principios de los 90 junto a Roberto Suárez, pensé que iba a estar de acuerdo en que Montevideo es una ciudad muy loca. En cambio, luego de pensarlo un rato responde: “Depende de los ojos con que la mires”. Habla de lo que les pasa a sus amigos brasileños cuando vienen por aquí y del embole con el que puede haber vivido en esta ciudad él mismo en otro tiempo, hasta verla oscura y deprimente.

Ahora le parece una ciudad “razonable”, pero antes cuenta sobre su antídoto: “En mi juventud, cuando me iba solo para Parque del Plata, hacía la ruta del ómnibus. Me tomaba el C3 o el C4, que agarran Avenida Italia, y olvidate. Ese era el único camino, y si lo hacés siempre igual vas a tener una percepción muy repetida del mundo. Se repite Montevideo todo el tiempo porque el que te marca el camino, en este caso, es el ómnibus, no vos. Cuando empecé a tener auto, para viajar a Parque del Plata primero iba por Propios, otras veces por Luis Alberto de Herrera, y ahora con mi mujer tenemos un caminito que es el que le gusta a ella y por tanto lo adoptamos: salimos por Luis Alberto de Herrera, seguimos hasta Rivera y vamos todo por ahí derecho hasta que se termina Rivera, en Carrasco, y ahí hacemos la ruta de la rambla de Canelones hasta llegar a El Pinar. Retomamos la Interbalnearia, cruzamos el peaje y seguimos. Es un camino un poco más largo, pero también un poco más lindo. A Carrasco la verdad es que voy muy poco, por ejemplo. No son los lugares que frecuento. Estos caminitos alternativos te dan un poco de aire”.

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Además, al igual que a su padre, a César le gusta manejar: “Nunca me prestó el coche. Tenía un Pontiac. Hizo bien en no prestármelo. Era como tener un dinosaurio. Mi exmujer tenía un Fiat 600 y ese lo manejaba. Con el divorcio el Fiat quedó con ella. Durante muchos años con Adriana no tuvimos automóvil, hasta que un día compramos un Renault Clio viejo, y ahora tenemos un Fiat Uno y nos gusta. Si puedo no las dejo manejar a mi mujer y mi hija, a veces tenemos lío por eso. Manejo bastante bien, soy prudente. Ya no me agarró esa de manejar a 130. Soy un señor grande, mayor, serio y responsable. Disfruto mucho manejar tranquilo, sin apuros”.

Casi cualquier cosa o recuerdo lo traslada como destino final a esa casa en Parque del Plata. Un vecino chusma le preguntó hace poco si no le convendría hacerle algún arreglo, una reforma, agregarle un baño más. “¿Para qué?”, se pregunta. Algo parecido dice cuando recuerda el cine del balneario: “Era bastante precario y se inundaba en el medio, pero qué importaba si teníamos 15 años. Me acuerdo de que ahí con mi primo de Buenos Aires vimos Tiburón por primera vez, y después nos fuimos a Montevideo a verla de vuelta en el cine Coventry”.

Un ser menos doméstico sobrevive en viejos registros subidos a YouTube. Es pariente de los bichos que caminan en sus dibujos y del humor que utiliza todo el tiempo para romper cualquier solemnidad; también podría ser el germen caricaturesco y escondido detrás de una trampa en algunos de sus personajes del cine, el teatro y la televisión.

“Es esa cosa del nene arrimando el dedo al enchufe”, dice sobre esa necesidad. “Esas cosas que te atemorizan, te generan tensión y te estresan pero que igual hacés. Haberme encontrado a Roberto Suárez reforzó la chance que tuve de salir a mostrarme, porque nos dábamos manija el uno al otro. La primera vez que hicimos Suárez-Troncoso en La Tramoya fue un poco algo así. Yo jamás me tiraría a una piscina con tres metros de profundidad sin saber nadar, pero sí sé que soy capaz de pararme delante del público a sondear si lo que estoy queriendo hacer puede tener, o no, una respuesta positiva. Eso tiene que ver con lo que vos sos y con los caminos que querés recorrer. Acá quiero ir. A ver si tiene sentido”.