Esa mañana, al abrir la puerta del estudio, siente el revoloteo cálido en el estómago. Como mariposas, claro, y con alas de color anaranjado, atravesadas por el sol. ¿Por qué? No tiene idea. Es temprano y sus compañeros del estudio ya están dedicados a lo suyo en las largas mesas de trabajo. Los saluda con el acostumbrado “hola” cantarín y se dirige a su propio sitio de trabajo.
Abre la Mac y unos segundos después aparece en la pantalla la imagen que tan bien conoce y que eligió como fondo desde el principio. Los hierros y chapas retorcidas de su antiguo coche componen el foco de la que se convirtió en la foto más icónica de su carrera profesional. Cuando alguien le pregunta de qué se trata ella se limita a responder: “De mi segundo nacimiento”.
Se sirve una taza de café sin azúcar ni edulcorante y mientras busca la carpeta de imágenes con las que va a trabajar en la portátil se dice que tal vez ese “mariposeo”, que ya empieza a diluirse, se deba al viaje inminente. Esa mañana comienza una semana de actividad intensa, en unas horas tomará el vuelo a Frankfurt, escala previa a su destino final, Helsinki. Pero antes de eso ha citado a una persona sobre la que, con el paso de los días, ha depositado expectativas cada vez mayores. Aunque no sabe muy bien por qué razón se entusiasmó tanto cuando un colega le habló de aquel extraño consultor que podía echar luz sobre rincones oscuros o invisibles de un pasado. Sí, sonaba un poco a aviso publicitario de tarotista, pero por algún motivo aquello la sedujo de inmediato.
Como solía hacer casi todas las mañanas, se llevó la taza de café hasta los amplios ventanales del estudio, miró sin mirar la vieja y señorial puerta de la Ciudadela, la plaza cuadrada de las palmeras, la perenne postal montevideana. Pero su mente vagaba por otros lugares, recónditos, casi olvidados, pertenecientes a hitos de memoria de mucho antes que su nombre se convirtiera casi en marca profesional en el mundo de la fotografía publicitaria y artística: Evelina Burgos.
Sus ojos estaban todavía llenos de paisaje interior cuando Gonzalo, el cadete del estudio, vino a avisarle que en la pequeña recepción la esperaba un tal Guido Fantoni. Al verlo unos segundos después pensó que el tipo bien merecía una sesión completa de fotos. Sombrero panamá con cinta granate, pañuelo de seda al cuello, unos lentes redondos muy oscuros, el bigotito elegante y recortado. Era casi un cliché, pero había algo más que parecía poner en cuestión toda esa primera impresión. Tal vez fuera el aura que a veces creía ver a través de la lente, aunque siempre había sido escéptica respecto de esas cosas.
Luego de los saludos de rigor llevó al invitado hasta el extremo más apartado del loft, que utilizaban como sala de reuniones. Se sentaron en los mullidos sillones de cuero y Evelina Burgos ofreció café a su invitado, pero Fantoni lo rechazó con amabilidad; nunca aceptaba el café de una oficina, lo consideraba simplemente ofensivo para su gusto.
—Bueno, estimada Evelina Burgos, tengo la impresión de estar hablando con una leyenda viviente de la fotografía y la publicidad, por tanto no me explico qué puede querer semejante figura de este modesto consultor —comenzó Fantoni sonriente.
—Yo misma estoy dudando todavía, pero realmente tengo mucho interés en explorar ciertos aspectos de mi pasado. No sé, creo que una tiene momentos como este, sobre todo cuando cree haber llegado a metas importantes en la vida.
—Bien, supongo que ya le habrán explicado que mi capacidad no es la de desenterrar cosas olvidadas en el pasado, sino visualizar las que pudieron haber sido. Una operación que la gran mayoría de las personas considera totalmente carente de interés o demasiado pretenciosa para su tren de vida.
—Sí, sí, lo sé, quiero decir, sé a qué se dedica, señor Fantoni, y eso es exactamente lo que me interesa. Verá, en pocos días voy a cumplir 45 años y ni siquiera estaré aquí, mi cumpleaños me encontrará de viaje por Europa. Pero antes de que continúe el vértigo con nuevos desafíos y todo eso, quiero echar una mirada hacia atrás. Vea, hay una parte de mi pasado que podría considerarse trágica y por alguna razón creo que entre las alternativas posibles me tocó la mejor, me siento una mujer afortunada.
—No obstante...
—No obstante hay algo que me sigue movilizando. Veo que es muy agudo, Fantoni.
—Sólo estoy atento.
—A veces simplemente no puedo creer el haber contado con tanta suerte, es algo que me resulta extraño, y ni siquiera es que quiera pensar mucho en esas cosas, pero es una sensación recurrente.
—Bien, le explicaré lo que vamos a hacer ahora. Usted me dará un objeto que lleve hace mucho tiempo consigo, una parte de su pasado, digamos. Luego yo le iré resumiendo lo que veo y usted podrá interrumpirme tantas veces como quiera y hacerme las preguntas que desee. Incluso puede pedirme que me detenga en forma definitiva.
—Entiendo, pero lo que necesito es ir muy atrás, no sé si será posible. Mi idea es ir hasta lo que considero un punto de quiebre en mi vida, 25 años atrás. Tengo una pregunta que me obsesiona desde entonces y a veces una llega a un momento en su vida en que quiere algo parecido a respuestas, ¿cree que será posible?
—Claro que sí, me ayudaría mucho recibir de usted algún objeto personal que poseyera en aquella época o que conserve desde entonces.
Evelina Burgos se levantó del sillón y caminó hasta su escritorio en el otro extremo del piso. Al regresar, le tendió a Fantoni un anillo de oro con un minúsculo rubí engastado sobre una ojiva dorada. Fantoni lo tomó entre el pulgar y el índice para observarlo por un instante y luego lo encerró en el puño. Al cabo de unos segundos, con los ojos cerrados, comenzó a hablar en voz muy baja, a Evelina le costaba oírlo por momentos.
—La veo a usted muy joven, me costaría mucho reconocerla si la comparo con quien es ahora —comenzó Fantoni.
—Sí, con 20 recién cumplidos y probablemente junto a quien creía que sería el hombre de mi vida —respondió la mujer con la voz algo velada por los recuerdos.
—¿Se encontraba embarazada por entonces?
—Sí, es cierto, en el momento en que ocurrió el accidente llevaba tres meses de embarazo.
—Comprendo, ahora parece todo más claro. Déjeme hacerle unas preguntas más: ¿su pareja sabía que estaba embarazada?, ¿ya estaban casados en ese momento?
—Sí, Alberto lo sabía, y sí, estábamos casados desde hacía poco menos de un año. Alberto era mayor que yo, tenía un buen empleo y sus padres lo respaldaban económicamente. Teníamos nuestro apartamento y un Amazon que él había comprado de segunda mano, pero que para nosotros era fantástico. Creo que éramos muy felices, si se puede decir así.
—Sí, claro, es lo que ocurre cuando uno mira hacia atrás. Tengo una pregunta más antes de continuar: ¿la fecha del 7 de abril tiene algún significado especial para usted?
—No, esa fecha no, aunque el accidente con el auto ocurrió tres días después. De hecho, no recuerdo nada especial antes de esa fecha.
Fantoni asiente y se queda un momento en silencio mientras vuelve a enfocarse. No cree necesario explicarle a la mujer que es en ese día, precisamente, cuando él encuentra el hilo fantasmal de la trama, del que comienza a tirar para ver el pasado alternativo con claridad creciente. Fantoni no cree que aporte nada a quienes acuden a él en consulta explicarles los entresijos de todo lo que desfila ante sus ojos interiores cuando se enfocan en aquellos universos paralelos. Un llamado al caos del que a veces siente que será imposible volver. Pero el llamado es, al mismo tiempo, irresistible.
Entonces vuelve a aquel día cuando, aparentemente, nada extraordinario había ocurrido en el pasado real. Ve a Evelina en su versión joven enfrascada en una discusión con Alberto. Están en su pequeño y coqueto apartamento de recién casados, con la mayoría del mobiliario comprado. Sobre la cama está la ropa que Evelina dobla y coloca en pilas a un lado. La discusión parece arrastrarse desde hace varios minutos, aunque tal vez haya comenzado mucho antes. Alberto insiste en un viaje durante el fin de semana largo hasta el balneario donde sus padres tienen la casa de dos plantas y un amplio jardín de la que tanto se enorgullecen. Evelina no quiere ir y eso parece ser el eje de la disputa que va y viene en una especie de oleaje continuo y cada vez más encrespado.
Evelina continúa aparentemente inmersa en su tarea, pero tiene los ojos inundados de lágrimas. Siente rabia y deja escapar una larga puteada que remata arrojando una prenda bien lejos. Las cosas no mejoran en los dos días siguientes y cuando finalmente llega el viernes ya ni siquiera se hablan. Desde muy temprano Alberto ha preparado el bolso con su ropa, sus productos de higiene, algunos números del Gráfico y poco más. Evelina lo ve hacer desde la cama, hasta que tanta agitación en el cuarto le hace perder la paciencia y opta por encerrarse en el baño. Unos minutos después, lo oye al otro lado de la puerta, sabe que se ha detenido y toma aire para decirle que se va, pero finalmente no lo hace y, en cambio, hace un gesto airado con el brazo. Siente el golpe de la puerta principal y luego todo queda en silencio.
Tiene un mal presentimiento, una sensación extraña que le da náuseas y le aprieta el estómago. Se lo atribuye al embarazo, pero en el fondo sabe que no es eso. Algo así como una hora más tarde suena el teléfono del apartamento. Siente que la desagradable sensación vuelve fulminante y esta vez le llega como una aguja de hielo hasta el corazón encogido. Oye la noticia del accidente como a través de una pared de agua. Reconoce sin problemas la voz de su suegro como la de quien le está diciendo que fue solo dos kilómetros antes de llegar a su casa. El llanto le corta la voz por un instante, luego se disculpa y agrega compungido: “Nosotros nos ocupamos de todo, quedate tranquila que te vamos a buscar en cuanto sea posible”.
Cuando cuelga el teléfono está paralizada, ya no siente esa sensación, pero tampoco siente nada más, es como si la hubieran vaciado de sensorialidad.
Fantoni, aún con los ojos cerrados, sintió el apretón en el antebrazo y la única palabra que consiguió pronunciar Evelina antes de quedarse congelada: “Espere”. Permanecía con los ojos fijos en los grandes ventanales del estudio, sus iris castaños parecían casi dorados por la luz oblicua.
—Ahora lo recuerdo, es cierto, habíamos peleado con Alberto unos días antes. Es increíble cómo me había olvidado por completo de eso, lo había borrado, pero sí, realmente ocurrió —dijo por fin Evelina.
—¿Y recuerda ahora el motivo de esa discusión? —preguntó Fantoni, aunque en realidad conocía la respuesta.
—Fue eso, él estaba empeñado en pasar un fin de semana largo con su padres y yo no quería saber nada. Sobre todo porque no soportaba a la madre y con mi suegro, bueno, prefería mantener distancias.
Fantoni tampoco mencionó que sabía los motivos de esas “distancias” que prefería interponer con su suegro. Y comprendió mejor lo que sintió la joven Evelina cuando oyó la voz conmocionada del padre de su esposo trasmitiéndole la noticia. Evelina Burgos le pidió que continuara, pero se podía adivinar fácilmente que en su interior pugnaba con la voluntad opuesta.
Vuelve al momento en que Evelina cuelga el tubo y se queda inmóvil hasta que algo parecido a un aullido le sube caliente y espeso por la garganta y luego rompe en llanto. Durante la siguiente hora, o tal vez fueran dos, ha perdido toda conexión con el entorno. No puede moverse ni hacer otra cosa que hipar, moquear y volver a llorar hasta caer exhausta sobre el futón. Y se queda así, boca abajo, con un brazo colgando, la cara hendiendo los almohadones y el mundo en tinieblas hasta que suena el timbre de la puerta.
Es su suegro que viene a buscarla. Querría no abrirle, no responder, no tener que mirarlo a la cara, ni siquiera saber de su existencia. Pero está allí en la puerta, también con los ojos arrasados por el llanto, un temblor en la boca y la voz enronquecida. Así que abre la puerta para que entre y se resigna a recibir el abrazo.
Prácticamente no hablan en todo el viaje, algo más de 75 kilómetros en los que Evelina solo responde monosilábicamente de tanto en tanto y mira a través de la ventanilla. Fantoni ve cómo aquella forma de estar y no estar se consolida con el paso del tiempo. Nace el niño, lo llaman Alberto, viven con sus suegros porque sin los ingresos de su esposo Evelina no es capaz de mantener un lugar propio. Poco a poco va perdiendo el brillo que caracterizaba a su figura, se vuelve mustia y minúscula como una planta en un rincón sin sol.
No duerme bien. Tiene pesadillas recurrentes, se sueña girando en un torbellino dentro de la cabina del auto, el cuerpo atravesado por los hierros retorcidos y trozos de chapa que caen como cuchillas. El cielo está abajo y el pasto arriba. Quiere escapar de ese abrazo metálico con olor a nafta, pero no lo consigue. Y se despierta bañada en sudor, con taquicardia, jadeante. Así una y otra vez, con los años la pesadilla se va atenuando, es como si supiera que va a morir en ese vuelco pero ya no le importara.
Durante las horas diurnas vive como sonámbula. Atiende al niño, hace las tareas domésticas, sale de compras, todo bajo esa misma pátina plomiza que parece cubrirla de pies a cabeza y que también cubre el mundo y se devora el sol lentamente, bocado a bocado. Es como una lluvia gris que no deja de caer sin importar la estación. Tal vez por eso acepta todo, incluso las visitas de su suegro por las noches, aunque cada vez su ímpetu sexual es menor; a veces tan solo se limita a tocarla como si fuera su mascota. Y también acepta eso.
El pequeño Alberto crece y pronto ya es adolescente, a tropezones termina el bachillerato e ingresa en la facultad. Va a ser abogado como su abuelo, por el que siente una enorme admiración, y es, de hecho, la única figura paterna que conoce desde su nacimiento.
Mientras esto ocurre, Evelina Burgos ha ido construyendo los primeros peldaños de su postergada independencia. Ha conseguido un trabajo en una tienda de ropa y con el tiempo logra alquilar un pequeño apartamento. Para cuando el joven Alberto alcanza a su vez la independencia económica, ya lleva tiempo viviendo de ese modo. No es que hayan ocurrido grandes cambios en su vida, pero puede alcanzar el secreto goce de su intimidad. Las pesadillas continúan, pero se alternan con extraños sueños en los que se ve a otra mujer, y esa otra mujer es parecida a alguna de las que visitan la tienda, es resuelta, creativa, feroz a la hora de ir por sus propios objetivos. Es una mujer a la que mira con admiración, pero que al mismo tiempo, por alguna razón, la espanta.
—Puedo continuar, pero no sé si quiera oír lo que viene. De hecho, me pregunto por qué razón una mujer como usted querría explorar el hilo alternativo de una vida pasada tan deslucida —le dice Fantoni.
—No sé qué contestarle, realmente. Pero de un modo extraño siento que todo lo que me cuenta llena algún hueco interno, es como si hubiera estado abierto durante todo este tiempo. Es difícil de explicar, pero lo siento de ese modo.
—Según creo, algo de eso es exactamente lo que ocurre. De hecho, es la única explicación que encuentro en todos los casos que he atendido.
—Está bien, creo que he tenido suficiente. Me gustaría seguir mi vida creyendo que la otra Evelina sigue la suya hasta el final. Ser esa mujer de sus sueños y aferrarme a los míos.
—Creo que es lo más sabio que puede hacer.
Evelina Burgos se dirige de nuevo a su escritorio y toma la chequera de un cajón. Garabatea la cifra, firma y luego le extiende el cheque a Guido Fantoni. Se despiden con una sonrisa y cuando vuelve a quedar sola Evelina Burgos se queda mirando los ventanales. Afuera llueve. En tan solo unas horas estará abordando el avión que la llevará a Europa. Y allí será celebrada por los nórdicos como la fotógrafa sudamericana que ha conquistado el gusto de miles con sus composiciones, como una nueva Imogen Cunningham, como pretendió un periodista especializado en una revista británica. Pero ahora, mientras mira la lluvia gris que parece cubrirlo todo, sabe que también será en secreto la otra Evelina Burgos.