—Psst. ¡Psst!

—¿Qué pasa?

—Acercate, tengo que contarte algo.

—Me vas a escupir de nuevo, ya no caigo en esa.

—Te juro que no. Acercate.

—Está bien. ¿Qué tenés para contarme?

—Ya está. ¡Lo lograste!

—No te estoy entendiendo y me estás haciendo perder el tiempo.

—¿Notás algo diferente en mí? Como si finalmente mi vida tuviera sentido.

—Olés peor que otros días. Eso es diferente.

—¡Me convertí!

—Me estás jodiendo.

—En serio te digo. Años de las torturas más terribles finalmente hicieron efecto. Creo en el mismo dios que vos, así que ya podrías ir abriendo los grilletes, que quiero recuperar mi libertad y reinsertarme como un miembro útil de la sociedad.

—Mmm...

—¿Qué te pasa?

—Es que hasta ahora el método nunca había funcionado. Parece que solamente me traían a personas con convicciones muy fuertes o con organismos muy débiles.

—Jodeme que nunca habías convertido a nadie.

—Bueno, capaz que a un par en sus últimos suspiros. Pero no es algo de lo que me sienta orgulloso.

—Bueno, finalmente se cortó la racha. A partir de este día prometo ser un ejemplo; no dejaré de contarle a quien quiera escuchar que el castigo extremo fue capaz de modificar mi espiritualidad.

—Pensar que cuando te trajeron no daba dos pesos por vos. Estaba convencido de que esas articulaciones iban a reventar al primer estiramiento.

—Y acá me ves, un hombre nuevo y diez centímetros más alto.

—Bueno, dejame que busque la llave. Espero que funcione, hasta ahora nunca había tenido que abrir un grillete.

—¿Y los...?

—A los cuerpos se los llevan con cadenas y todo. Si me preguntás a mí, creo que la iglesia tiene alguna clase de convenio con el herrero.

—Esa parece ser la llave.

—Tranquilo. No te pongas ansioso. No será que...

—¿Qué?

—Que todo esto no es más que una mentira para poder zafar del encierro y los tormentos.

—¿A vos te parece que mentiría con algo tan importante como el ser que creó todo lo que conocemos?

—Mirá, al principio tuvimos a un montón de gente que al primer pellizco decía que aceptaba a Dios en su vida. La dejábamos ir y al poco tiempo aparecía de nuevo en la mazmorra.

—No es mi caso. Sabés la cantidad de tiempo que llevo acá adentro.

—Justamente. ¿Qué sucedió para que experimentaras ese cambio tan grande? Hace meses que los instrumentos de tortura son los mismos. Hasta trato de que la magnitud de los golpes sea más o menos parecida.

—No lo sé. Un día sucedió.

—¿Solamente sucedió? No voy a tragarme ese cuento.

—Seguí mi razonamiento.

—Pero rápido, que los brazos me duelen si no los uso.

—Realizás esta tarea ocho horas por día, cinco días a la semana, así que pensás que una persona que originalmente negaba a Dios puede terminar aceptando su presencia.

—Por supuesto.

—Y las torturas se prolongan en el tiempo, así que pensás que esa aceptación no necesariamente ocurre durante los primeros apremios físicos.

—Supongo que también tenés razón.

—Entonces, si un día manifiesto que el adoctrinamiento religioso con base en el sufrimiento carnal funcionó, deberías aceptarlo.

—¿Con qué evidencias?

—Las mismas con las que yo acepté a tu dios.

—¿Mi dios?

—Nuestro dios. Perdón si se me mezclan las palabras; llevo la mitad de mi vida adulta haciendo mis necesidades en un balde.

—¿Cómo sé que no vas a atacarme cuando te libere?

—Nuestro dios es misericordioso.

—También me ordenó que me pusiera esta capucha y te golpeara hasta hacerte perder el sentido. Bueno, no directamente.

—Tendrás que confiar en mí.

—Listo. Ya sos libre. Tus harapos originales deben quedarte enormes, así que servite unos harapos de tu talle de la pila de ropa de los muertos.

—Muchas gracias. Hay una cosa más que me gustaría pedirte...

—Plata no tengo. El banco me retiene casi todo lo que gano.

—Lo que preciso es un empleo. Dudo que vuelvan a tomarme en la empresa que vende los libros de ciencia.

—Además de que estarías aquí de nuevo en un santiamén. ¿Qué se te ocurre?

—Que podría darte una mano aquí abajo. Todavía quedan personas encadenadas a las paredes, y calculo que seguirán llegando.

—Muy bien. Ahí están las herramientas. Es fundamental que no fallezca ninguno de los muchachos.

—Quedate tranquilo que aprendí del mejor.

*sucesión de quejidos y gritos*