Fue en La Figurita, cerca de la avenida Garibaldi, en un encuentro de calles de piedra y plátanos. Así recuerdo la primera vez que la escuché, grabada en la tarjeta de memoria del teléfono en el que guardé sus discos La hija de Gorbachov (1990) y Feliz apocalipsis (2006). Los dos tienen “Ozono mío”; la segunda versión es mucho más lenta y menos pop que la original. Con la única compañía de su piano, dispara un ritmo y una melodía con pocas notas, igual que al principio de “Quién fuera” (de Silvio Rodríguez), otra de sus invenciones de efecto mántrico.
La última vez, cuando me ponía a escribir esta nota, fue con un constante loop del recuerdo de “Hawk”, un track de poco más de dos minutos que me ayuda a encontrar un punto de referencia, una sintonía clara y algo de serenidad, mientras intento —todavía lo hago— concluir la misión autoimpuesta de escuchar toda la música compuesta por Sylvia Meyer en sus más de 40 años de carrera. Se trata de un puzle infinito y esa arquitectura sólo alimenta el impulso.
El experimento requiere estar preparado para un viaje que va mucho más allá de su discografía convencional, e incluso de la música que compuso para cine y teatro. No me resultó difícil descubrir su sociedad con Liliana Porter y Ana Tiscornia para piezas de videoarte, versiones inéditas de las canciones de sus discos, y la música que le inventó al poema “Tú me quieres blanca”, de Alfonsina Storni, para un video de una tal Bibiana Passadore que podría existir sólo como un juego de palabras: la pieza comienza con la imagen de una araña —luego atacada por una nave de un juego de Atari— y su tela sobre una puerta abandonada en un bosque, mientras la actriz Roxana Blanco lee.
“No me aburro de grabar. Lo hago todo el tiempo: grabo conversaciones, frenadas de autos, alarmas, canciones y bandas de sonido. No tengo talento para administrar lo que hago sin otra intención que hacerlo”, dice Sylvia. Empezamos a hablar a fines de enero. Escribí una buena cantidad de preguntas relacionadas con sus composiciones y sus influencias, sobre su familia artística y su familia sanguínea, sus caminatas por 18 de Julio cuando llegó a Montevideo, su amor por Meredith Monk, su vida junto al artista Marco Maggi, su negada mudanza, su amigo Eduardo Darnauchans y el concierto que dio en el teatro Solís en noviembre de 2022.
Me dijo que no recordaba nada, que sólo tenía gratitud para toda la gente que hizo posible ese espectáculo soñado y perfecto. Semanas después, agregó que si por ella fuera, pincharía “como un globo chino” todo lo dicho y recordado para esta nota referido a lo que ya pasó.
Ya me lo había aclarado de entrada con una de sus maneras y todo junto: “No tengo recuerdos, tengo proyectos y un stock de agradecimiento creciente”. Entiendo que no es personal, o no exclusivamente; también me dijo que espera que “la nube digital se llueva” y nos caiga encima “toda la información resfriada y los sucesos virales, en la forma de un gran estornudo global, que nos libere la memoria y nos deje vivir al sol sin la sombra de esa nube que todos inflamos en forma improvisada e ilegítima. Hay que volver a la edición responsable que depure, corrobore y encuaderne nuestro desbarajuste sistémico”, sentencia.
Casi lo olvido: el experimento también requiere estar preparado para navegar en un mar de emociones turbulentas, también claras y pacíficas, aunque repentinas e inesperadas, salidas de la voz cantada y el piano de la uruguaya Sylvia Meyer, una mujer que aprendió su oficio siendo a la vez autodidacta y excelente alumna. Su música transcurre, inevitablemente, mientras seguimos hablando por WhatsApp y correos electrónicos.
A cierta altura dibujé un mapa. Anoté fechas, nombres y especialmente lugares, separados con grandes distancias; un zoom out permite apreciar que las conexiones entre unos y otros son evidentes, y que además se multiplican. Hay tres, cuatro versiones grabadas de una misma canción, y con un poco de esfuerzo se pueden encontrar; podría haber más si se sigue la pista. Hay nombres que la acompañan desde el comienzo de su carrera y en cada una de sus rutas, como el de su amigo el artista plástico Fidel Sclavo. La lluvia, el mar y la oscuridad pueden ser atajos para llegar más rápido a cualquiera de sus lugares preferidos: “En donde esté viviendo tengo una silla para esperar la lluvia. La gente insiste con piscinas o jacuzzis exteriores cuando en verano se puede disfrutar gratis de la lluvia en persona. Empaparse despacito con agua caída del cielo, bendición a cántaros, baño destilado. Ayer llovió en medio de una sequía atroz y hoy los pájaros perdieron su malhumor y volvieron a despertarme al salir el sol”. Fue el único día así, entre semanas de temperatura elevadísima y poco usual en las tierras orientales.
A Sylvia le encanta el cine; de hecho, es el lugar más fácil para encontrarla. Ahora mismo está escribiendo una película en su casa: “Se llama Audiografía y por filmarla dentro de mi cabeza será de difícil distribución. Paul Miller esta semana trabaja con una corona de alta tecnología que registra sus ondas cerebrales. Una interfase convierte sus pensamientos en música. En Audiografía logro cancelar con auriculares el sonido exterior, ahora tengo que encontrar la forma de filmar ese silencio, paréntesis curvo y vacío entre dos orejas”, cuenta, a través de una apariencia humorística, con la que se permite un simpático e inusual acercamiento.
Help!, de Richard Lester con The Beatles
Paul McCartney surge desde no sé dónde hacia arriba transportado en un teclado futurista ante el asombro de Ringo en una escena de la primera película que vio en su vida. No me dijo cuál es su preferido, pero su primer espectáculo se llamó La balada de John Lennon, como el nombre de una canción incluida en Cantar en la oscuridad (1982), aquel primer disco solista.
“Estuvo por acá, quiere masterizar sus discos en Nueva York”, me contaron Ignacio Abal y su padre Rafael, del sello Sondor, y agregaron que el sonido de los discos de la artista que ahora están subidos a Spotify fue extraído directamente de las cintas originales. El estudio de la calle Río Branco conserva su fachada original de piedra blanca para casa de veraneo. Tal vez pasó mucho tiempo desde esa visita. “A Sondor me lo imagino enorme. Cuando grabé en 1982 era como entrar a Abbey Road con Hugo y Osvaldo Fattoruso, Darnauchans, Fernando Cabrera, Marcos Gabay, Roberto Liske, Pippo Spera, Eduardo Márquez, Ricardo Lacuan, Chichito Cabral. Con el mismo personal nos trasladamos al cine Miami y ellos agotaron las entradas. Todavía tengo un disco simple publicitando el recital con la voz de Emiliano Cotelo”.
Ese registro épico y contundente tiene en la tapa una especie de dragones, un humo contenedor de todas las formas imaginadas y deambulantes del momento; fue diseñada por Marco Maggi, quien también firma los textos de las canciones. El álbum comienza con “Hoy a pesar de ser hoy”, una melodía a todas luces inaugural.
¿Fue Renée? ¿Fueron The Beatles, las películas o el lugar donde te criaste lo que te llevó a seguir un camino musical más experimental que clásico?
Todos somos experimentales hasta que la realidad o la carrera acota, estructura, demanda, cercena, conduce, doma, peina, educa, proyecta, diseña, recomienda, impone o sugiere. Vivir en una segunda realidad, por no entender casi nada de lo que realmente sucede, no me permite correr ninguna carrera. Mi dispersión intermitente es un privilegio poco recomendable. Hay gente que se va por las ramas, pero yo me voy más allá: me voy por las hojas de los árboles, los libros y las libretas
***
Sylvia Meyer Merklen nació el 15 de octubre de 1959 en Montevideo, aunque vivió su infancia en la falda del cerro Pan de Azúcar, en una chacra del kilómetro 99 de la ruta 9, cerca de Piriápolis. Emilio, su padre, cambió una vaca holando por un oboe y Myriam, su madre, le regaló un piano que fue a parar a un alero de aquella casa para que Sylvia, con seis años, comenzara a practicar su música. “Mis padres ejercieron de padres y de amigos y me regalaron instrumentos. ¿Qué más puedo pedir? Siguen enamorados viviendo frente al mar”, responde en su modo poético, hermético, amigable.
No es fácil tener un cerro
No es fácil tener un piano
No es fácil tener un piano en un cerro
No fue fácil para mí
Tuve suerte tuve piano tuve frío
Yo tuve mi piano afuera
un piano de campo helado
en el alero del fondo de mi casa afuera
El piano de campo helado
en el alero del fondo
y mis manos con guantes de lana gris
heladas
No es fácil tener un piano
tener un piano afuera
y afuera de tu casa
El piano negro a oscuras en el porche sin partituras
Y mis manos con guantes de lana gris a oscuras
Así canta en “No es fácil”, otra de sus mejores composiciones. “Fa sostenido es la nota con que empieza esa canción. Su cifrado se escribe F#, el acorde es re mayor, la nota repetida es fa sostenido”.
A propósito de esa canción, le pregunté varias veces —sin preguntar, en realidad dando vueltas—, asombrado, sobre el efecto mántrico. Respondió con la letra de “Utopía”, de su disco Fuera de lugar (1988):
Mantra mientras repitas la sintonía
mantra palabras de profecía
la noche de la utopía
mantra la noche es un cristal interminable
sonando más allá del solar de lo sabido
compañía la noche de la utopía
fantasía después de las fronteras de la astronomía
cerrando los ojos se ven las primeras luces de las utopías
Meyer estudió piano, oboe, dirección musical y composición en el Conservatorio Universitario. Paralelamente, tomó clases con Renée Pietrafesa, Fanny Ingold, Amílcar Rodríguez Inda, Nelly Pacheco. También cantó en el Coro Monteverdi y antes de su carrera solista fue parte del grupo Contraviento, con el que grabó el disco Ciudad al sur (1979).
El bueno, el malo y el feo
“Muchas gracias por este precioso regalo. Muchas gracias a los que están y a los que no. La vida es un misterio; punto y basta. Según parece, ahora soy una bandolera ilustre. Ya en casa me dicen ‘la pequeña Larousse ilustrada’. La música es para todos y en todos lados”, declaró al recibir el reconocimiento de ciudadana ilustre de Montevideo, el 21 de noviembre de 2022. Esa aparición pública, cinco días antes de su concierto en el Solís, sorprendió. Se pudo escuchar su voz y alguien logró fotografiarla vistiendo grandes lentes y un tapabocas llamativo y elegante, una cuadrícula de tela para nada descartable.
Sylvia recuerda haber visto El bueno, el malo y el feo en un cine de Piriápolis cuando tenía nueve años. La película arranca con una secuencia de dibujos de caballos y vaqueros sobre intensos colores en formas de manchas que terminan con un rojo sangre y el sonido de disparos. Luego, siguen seis minutos de acción sin diálogos, ni una sola palabra, hasta que Lee Van Cleef, el malo, le hace abrir la boca a su temerosa víctima.
“Me iba con un cuaderno y un lápiz a la función matiné y en la penumbra del cine anotaba las melodías que después tocaba en el piano cuando volvía a mi casa. Iba, sobre todo, a escuchar. Lo que escribía era un lunfardo musical ilegible que había creado con barras y puntos. No eran notas ni números. En esa película de Sergio Leone conocí a Clint Eastwood y la música de Ennio Morricone”, recuerda. En esos años también se impresionó con la música de otros compositores, como Nino Rota y Michel Legrand.
“No le tengo miedo a la muerte porque su plan es repetir idénticos los millones de años previos a mi nacimiento. Le tengo miedo a la vida porque es un paréntesis corto e imprevisible”, dijo. Sentía que luego de varias semanas de preguntas, había cierta confianza entre nosotros. Una confianza entre paréntesis construida a partir del avance del diálogo, sobre carriles más o menos teóricos. Idea mía.
Así también le pregunté si alguien la llamaba de otro modo: “Los apodos van y vienen, tener muchos es como no tener ninguno. Algunos duraron menos de 24 horas y otros sólo los utiliza un amigo”, soltó.
Antes del concierto del Solís, en algunas fotos que su producción envió a la diaria, Sylvia ensaya en algún lugar cerca de una playa por las noches. Se ven juncos crecidos en los bordes de lo que parece una caja de cristal, una carpa de nailon o acrílico iluminada con pocas luces donde practica junto a sus compañeras.
Quiero saber de la ropa que le gusta usar desde siempre. Sus sacos y sus camperas de muchos bolsillos y sus championes. No tiene problemas en responder que le gusta “la ropa vieja que parece ropa vieja”: “Me gusta la ropa grande que parece heredada. Comparto diseñador con el hombre invisible y Billie Eilish”.
¿Championes? Los que asoman en la tapa de su disco ¿Quién? (2022), los del plano del camarógrafo del canal 4 en su aparición en el programa de Julia Möller, Punto final, en 1992, los del Solís, con cámara de aire. “Lo fundamental es la palabra: campeones, championes, vengan de donde vengan pasan de zapatillas o tenis o sneakers a championes. ¡Uruguayos olímpicos! Los veo de arriba al tocar el piano y son lo más parecido a un gato que se pueda tener. La característica felina es su silencio. Los championes no hacen ruido y eso es bueno para los ladrones y los músicos”.
Esa es parte de su identidad, pero no la que más descoloca. Cuando el telón del Solís permitió ver su silueta ya había comenzado a tocar su piano y así continuó hasta el final, sin el más mínimo gesto emotivo o de conmoción. Su música, empero, removió las neuronas de los presentes como en licuadoras a la velocidad más lenta. La pianista, la cantante de voz intacta ahora parece inconmovible mientras hace su trabajo. La importancia del evento, por los muchos años que hacía que no tocaba en nuestro país, por el Solís y por el estreno de canciones, no le importa y siempre parece haber sido así.
En 1986, el periodista Raúl Forlán Lamarque, en el semanario Jaque, la supo retratar mejor que nadie:
Para definir inicial y globalmente la propuesta de Sylvia Meyer, habría que recurrir, a secas, al término refinamiento. Sin estridencias ni desbordes, autoexigente y apropiándose de textos de Marco y Carlos Maggi, Eduardo Darnauchans y Víctor Cunha, componiendo la música y arreglos para la casi totalidad de ellos, Sylvia —con minuciosidad certera— ha ido configurando un mapa expresivo despojado en su celebración, y a la vez, conceptualmente ambicioso y sofisticado.
Busquemos en su discoteca: “Es un cruce de caminos, superposiciones tan absurdas como amigables: Fred Astaire, Discépolo, Mikis Theodorakis o Viglietti y Wimmer, Zitarrosa y Pretenders, Nick Cave y Violeta Parra, Fugazi y Sánchez Ferlosio.
Una debilidad culinaria: “Los pappardelle de Maxi Angelieri o el Tano Pascale”.
Se me ocurrió que podría gustarle Marguerite Duras: “Me gusta mucho, es áspera y extraña. No concede ni se digiere fácil. Más que Duras... Gabriela Escobar, Carson McCullers, Ida Vitale, Katherine Mansfield, Amanda Berenguer”.
Ida y Enrique
“Ida, Amparo y María se van en marzo al Festival de Málaga. Ida es una muchacha que viaja de festival a festival. La película la sigue con la precisión de un entomólogo”, dice sobre sus amigas, colegas, parientas Ida Vitale, Amparo Rama y María Inés Arrillaga, involucradas, igual que ella —responsable de la música—, en Ida Vitale, un film documental que tendrá su estreno oficial en agosto de 2023.
“Hace años que la entiendo y la acompaño. Ida parece distraída porque condensa atención hasta dispararla como un rayo láser hacia detalles en que nadie repara. Eso intenta ser la música de la película: una serie de detalles aislados que aprecian el silencio intermedio, emulando la pausa de atención a lo cotidiano que caracteriza a la protagonista”, explica. “¿Te gustaría ver a Ida ir y venir como un colibrí y detenerse en una consonante o una vocal? La película es para un público partidario de los close-ups vitales”, adelanta.
Con María Inés, su sobrina, ya habían hecho varias cosas juntas. Por ejemplo, un video de la versión de Meyer de “Los cuerpos”, de Fernando Cabrera, y otro para “Ozono mío”, en que las olas pasan por encima de la rambla en un día tristísimo.
“Ejerceré el nepotismo ilustrado”, anuncia para hablar de María Inés, hija de la hermana de Marco, Ana María Maggi. “Es única, tiene talento y delicadeza. Hace todo fácil. Nos divertimos sin límite ni pausa. Estuvo al lado mío en el estreno de Them en The Kitchen, en Nueva York, en 2018 y en el estreno de ¿Quién? en el Solís. Hasta ponerse nerviosa es lindo al lado de ella”, declara.
“No tengo recuerdos, tengo proyectos”, escucho mientras avanzamos en la entrevista, aunque ya sin las palabras ni ningún otro recordatorio más que el original. Recibo un nuevo correo breve, con un archivo adjunto: “Te mando esta foto sacada por mí. Podría ser parte de un álbum que estoy haciendo sobre cartas y poemas de Enrique Fierro”, dice sobre su amigo, el poeta y segundo marido de Ida Vitale. “El palíndromo, escrito por él, dice: ‘Oír a Ida a diario’. Ese sería el nombre del álbum”.
“Era lo mejor que uno podía escuchar”, cuenta sobre Fierro, que falleció en 2016. “Nada me daría más alegría que darles acceso a su persona. Haber compartido con él litros de licuados de durazno con leche fue una fiesta en mi vida. Se parecía a sentarse con una enciclopedia tierna, generosa, discreta, sutil y llena de humor. Era una generación en sí mismo, por todos los personajes que lo rodearon, por todo lo que leyó y por su memoria prodigiosa. También generación porque generaba como una usina”.
La influencia de Fierro en la obra de Meyer está presente todo el tiempo. Quedó registrada en la canción inspirada en su poema “Sola y su diálogo”, incluida en el disco Fuera de lugar (1988), y particularmente en la retina de aquellos que concurrieron al espectáculo Quiero ver una vaca, basado en los poemas del escritor. “Me acuerdo de que hubo gente que se paró y se fue a los diez minutos en que Roxana Blanco estaba sobre el piano y vos aún no habías entrado en escena”: así recordaba el momento el periodista Gabriel Peveroni en una entrevista a la cantautora para la revista Posdata.
Sylvia puede revivir cada detalle: “La obra tenía tres partes que duraban exactamente lo mismo. Roxana sobre un piano de cola realizaba tres veces una rutina idéntica. En 15 minutos sus movimientos la precipitaban debajo del piano, donde bailaba un malambo. La primera vez en silencio, la segunda, acompañada por mi piano y en la tercera, al piano se sumaba mi voz. Lo que parecía en primera instancia una improvisación iba develando que desde el principio cada gesto, giro y bailecito estaba pautado al milímetro por canciones neocampestres. En el estreno Elbio Rodríguez Barilari se fue por razones extramusicales y Peveroni, con un precioso seudónimo, escribió en La Guía del Ocio una crítica que me resultó encantadora y estimulante. Tengo la certeza de que no se fue mucha gente de la sala porque desde el principio éramos muy pocos en el teatro del Notariado (los ‘pocos muchos’, como escribió Enrique Fierro en su primer libro, De la invención). Sin la complicidad de Nancy Bacelo esos desiertos del Notariado hubieran sido imposibles. Cualquier otro administrador de teatro seguro que nos rechazaba por inviables”, confiesa.
La canción “Quiero ver una vaca” tiene una versión prístina en ¿Quién?, su disco de regreso, y otra con una base oscura y digital en Feliz apocalipsis, con una vuelta de letra cantada en alemán.
El 26 de noviembre de 2022, en el Solís, la vaca se multiplicó en el fondo de los tres pianos en escena con pequeños relieves del animal libre en un campo de hipnotizados por su presencia, la música y la mayor cantidad de luces rojas que alguna vez coincidieron prendidas en el célebre teatro.
Metrópolis
Un sábado a la tarde —es Navidad—, Sylvia camina por la calle Piedras, en la Cuidad Vieja. La acompañan dos hombres y una mujer. Viene a la sala del Museo del Carnaval para presentarse en el festival organizado por el sello discográfico Feel de Agua. Allí dentro, en el patio con escenario y puestos de fanzines, comidas y bebidas y en la sala cerrada con otro escenario más grande, están al acecho, aunque siempre algo tímidos, sus fans más fieles y celosos. En 2022, luego de mucho confabular, ellos, la mayoría músicos, lanzaron un disco de versiones de Meyer que lleva por nombre Un desánimo nada triste. Flavio Lira va a cantar esa noche pero antes, de día, atiende un puesto de comidas. Es el más conocedor de los discos de Sylvia y un poco se parece a ella. Fue el que le preguntó por películas para la revista Film, hace un tiempo, cuando parecía que no hablaba con nadie. Para Un desánimo grabó “Quiero ver una vaca” con su proyecto Amigovio. Patricia Turnes, otra de las integrantes del club de fans de Meyer, me pasó la dirección de correo electrónico a la que le escribí a Sylvia con la invitación a una entrevista. Para versionar en ese disco Patricia eligió “Infinitivo” y me contó que la admirada artista viene todos los años por estas fechas a Uruguay y se queda por el verano, aunque esta vez fue diferente. “Bo, es tu año, mirá todas las cosas que te están pasando”, le dijo.
Cerca de la entrada del festival, una serie de placas de metal rectangulares exhibe piezas de una muestra del Centro de Fotografía que conmemora los 70 años de la Cinemateca Uruguaya. En una de las fotos la artista Renée Pietrafesa, sentada al piano sobre el escenario de la sala de la calle Lorenzo Carnelli, musicaliza Metrópolis sobre una versión en 35 milímetros de la película muda del director alemán Fritz Lang.
“Renée Bonnet y Renée Pietrafesa, madre e hija, tocaban el piano juntas en la quinta del Prado. Daban cursos abiertos. El primer contacto con Reni fue gracias a Yolanda Rizzardini, en el Conservatorio. Yolanda me dio partituras de Carmen Barradas y Renée Pietrafesa y me dijo que podía escuchar a Reni esa misma semana en el Instituto Goethe. Al terminar su concierto le pedí que me diera clases”, cuenta Sylvia.
“Luego se mudó a un apartamento luminoso en Ponce y Rivera. Su piano todavía estaba en la quinta del Prado (yo le decía la quinta del piano). No había celulares y yo no tenía teléfono en casa. Vivíamos con Marco en un cuarto piso por escalera en la calle Canelones. Renée subía esa infinita escalera —tampoco teníamos portero, portero eléctrico ni timbre— y me dejaba papelitos: ‘Todavía no llegó’, ‘parece que llega el sábado’. Y así hasta que un día el papelito confirmó la llegada del piano a su apartamento y así empezamos las clases”.
En otra nota Renée le escribió: “Traé lo que te interese estudiar”. Sylvia llevó de su casa “un espectro que iba de Zoltán Kodály a Stockhausen pasando por Satie, Francis Poulenc, Carmen Barradas, Federico Mompou, Béla Bartók”. El primer tema de conversación fue el precio de las clases. Renée le preguntó a Sylvia de dónde iba a sacar el dinero para pagarle. “Le dije: ‘Mi madre’. La tarifa fue simbólica y su maestría y su tempo, un símbolo que sigue rebotando en mi cabeza”.
Las cosas por su nombre (Les valseuses)
Les valseuses también se supo llamar Los rompepelotas y Going Places, según el país. Dirigida por Bertrand Blier y estrenada en 1974, la película fue una de las que más disfrutó Sylvia cuando llegó a Montevideo, a los 15 años, y descubrió la Cinemateca. Llegó a ver 100 películas por mes. La de Blier es la historia de la huida de unos jóvenes que roban motos y autos para un propósito interminable. En la capital comenzó a vivir en la casa de su tía Ofelia, desde donde podía ir caminando al Conservatorio Universitario de Música. En Cinemateca, entre películas, pasaban canciones de Eduardo Darnauchans, cuando el artista todavía estaba prohibido por la dictadura militar, le contó a Peveroni en Posdata antes de lanzar Darnauchans (1995), el disco de versiones de su amigo:
Yo tenía una gran atracción por el cine, veía dos o tres películas por día para trabajar sobre las bandas de sonido: las analizaba, las estudiaba y las recomponía. Ese trabajo me servía para los estudios que hacía en el Conservatorio. Siempre me llamó la atención que se pasaran las canciones del Darno en el cine. Fue a partir de ahí que le empecé a prestar atención; y después, en el 80, nos conocimos en un recital mío en el Teatro del Centro. Enseguida me empezó a mostrar canciones inéditas, canciones que a él no le dejaban cantar —en esos años lo prohibían permanentemente y no lo dejaban hacer recital—. Nos hicimos amigos, empecé a estudiar sus composiciones, y en el 83 hice un recital sobre algunas de esas piezas que se llamó Canciones Inauditas.
A Eduardo le encantaba la música de Sylvia. Se hicieron compinches. Cuentan que este convenció al sello Sondor de que debía grabar y editar el primer disco de la artista. El impacto de Cantar en la oscuridad continuó con otros discos cercanos en el tiempo y una lista de recitales y propuestas en escena muy distintos y celebrados.
En 1983, Meyer viajó a Noruega y grabó Piano lejos, sobre textos de Carlos y Marco Maggi. Entre el 87 y el 88, de vuelta en Uruguay, grabó en el estudio La Batuta su álbum Fuera de lugar, con textos de Marco Maggi y Enrique Fierro.
“Tres únicas funciones de este recital realizado por Sylvia Meyer y Mauricio Rosencof”, anuncia Jaque sobre un espectáculo del teatro del Notariado en noviembre de 1985: “No se trata simplemente de un recital de poesía con música de fondo, sino de un espectáculo unitario en el que música, canto y poesía se entrelazan para formar un todo comunicante”.
En 1986, junto con la cantante Begoña Benedetti, realizó un ciclo de conciertos bajo el título Buenas y santas. Se volverían a juntar en 1989 para una exposición de Viva la Pepa, un colectivo femenino de poetas y artistas plásticas. En 1987, sobre una fecha en la que compartieron escenario Eduardo Darnauchans y Sylvia Meyer, el periodista Raúl Forlán Lamarque dice:
Fue el espectáculo del año. Así como en el excelente espectáculo de Eduardo Mateo y Fernando Cabrera se fundaba una relación de padre a hijo, en esta soldadura generacional de Eduardo Darnauchans y Sylvia Meyer se establece una suerte de vínculo de hermano mayor a hermana menor (sin paternalismos).
También dice:
El ascenso de Sylvia Meyer ha sido impresionante. Cada aparición suya, con la minuciosidad del alfarero, empastada en su intensidad expresiva, causa inmediatamente en la audiencia un sacudimiento interno.
En el resumen cultural de lo mejor de 1988, Fuera de lugar fue elegido por el diario La República como el disco del año. “La torrencialidad expresiva de Sylvia Meyer se ve respaldada, a nivel musical, por la marca del refinamiento y el virtuosismo. Un disco memorable que conjuga rasgos mínimal, reggae velado, intencionalidades baladísticas y hasta algún rock paródico”, dice la reseña.
Ellos
Them es un espectáculo dirigido por la argentina Liliana Porter y la uruguaya Ana Tiscornia, cuya música fue compuesta por Sylvia Meyer. Se trata de una obra de teatro que es a la vez una acción performática, una película de cine, un audiovisual. En algunos casos, como es costumbre en el trabajo de estas artistas, las escenas son llevadas adelante por objetos inanimados de porcelana, hojalata o plástico. Hay dos gemelos y Sylvia aparece en escena en la penumbra de un concierto imprevisto.
Los hombres que la acompañan al festival Feel de Agua podrían ser Marco Maggi, su pareja y socio artístico, y Fidel Sclavo, su amigo y también compinche artístico. Esas barras o sociedades han sido una constante en su vida.
—La primera vez que Marco me dirigió la palabra fue a través de una letra con la que hice mi primera canción, “A Heidegger”. Ese día tuve claro que se sentía muy solo: padecía de solipsismo “heideggeriano”. La cosa empezó así hace décadas y sigue muy parecida —cuenta Sylvia, y suena como un diamante de su reserva más preciada. Uno podría hablar en nombre del otro, y viceversa, y no lo sabríamos. Sus búsquedas artísticas tienen señas muy similares; quizás fue así desde el principio.
Podemos saber algo más. A propósito de “Juana de Arco en la ducha”, tal vez una de sus canciones más conocidas, por la buena repercusión que tuvo la película Alma mater (Álvaro Buela, 2005) y en especial por su participación en la banda de sonido, dice: “‘Juana de Arco en la ducha’ vivía en un cuarto piso por escalera en la calle Canelones casi Jackson. La precariedad incluía una ‘ex-presión’ de agua poco corriente. La ducha era alta en un entorno sin calefacción. Juana podía contar las gotas mientras caían sobre su cabeza. Una experiencia mística y catedralicia que te hacía mirar al cielo. Gota por gota gótica”.
Por Marco, con quien se casó en 1980, conoce a la Generación del 45, que la recibe con agrado y familiaridad artística. Los padres de Marco, el artista y escritor Carlos Maggi y la escritora María Inés Silva Vila, “no fueron para nada suegros” y le presentaron a todos los personajes de esta película. El determinante impulso artístico y social del suceso, cuenta la leyenda, le permitió componer sus primeras 100 canciones en poco más de dos años.
“Carlos y María Inés fueron vecinos, compañeros y socios. Con Carlos viajamos, hicimos canciones, teatro y hasta actuamos juntos en el teatro El Galpón: fuimos un dúo en La hija de Gorbachov”. Esa obra primero fue un espectáculo y luego, en 1990, un disco.
De la Generación del 45 recuerda especialmente a la pareja Amanda Berenguer y José Pedro Diaz. ¿La más cercana? “Es Ida Vitale”.
¿Y Onetti?
Recuerdo el apartamento de Avenida América en Madrid. Dolly, encantadora, le pidió a Maggi que convenciera a Juan Carlos de que se levantara. Vivía y escribía acostado. Finalmente pasó por el living en bata camino al balcón. Dolly se quedó feliz. Era un triunfo”.
“Cuando se casaron mis ‘suegros’ vivieron en la misma casa con Ida Vitale y Ángel Rama, también recién casados. Con Marco vivimos con Ida y Enrique en la misma casa cuando volvieron de México, en 1985. Esa época inexplicable también marcó a Fidel, por eso estuvo en el escenario del Solís, por eso la semana pasada hablamos horas sobre Enrique con Fidel”, antes de que inaugurase su exposición Música callada.
En ese momento deja escapar algo sobre su apodo secreto: “Fidel es el único que lo sabe porque los dos somos oriundos de Kepler-186f”, dice Sylvia. “Un día pasé en el ómnibus por la puerta del teatro del Notariado y había un cartel que anunciaba una exposición de un artista que no conocía: Fidel Sclavo. Durante la dictadura, ese nombre y apellido resultaban impactantes, inolvidables. Pocos años después, en 1982, hice mi primer recital, La balada de John Lennon. Al terminar la función vinieron a saludarme Eduardo Darnauchans y Víctor Cunha, que habían ido con Elbio Rodríguez Barilari. Después me enteré de que Eduardo, Víctor y Fidel eran parte de la barra de Tacuarembó que ‘auspiciaba’ Washington Benavides. El mundo era más chico de lo que pensaba al llegar de Pan de Azúcar”, reflexiona.
Heart of a dog, de Laurie Anderson
Es otra de las películas preferidas de Sylvia. No le pregunté si la conoce, sé que la admira desde siempre. Laurie Anderson escribió, narró, dirigió e hizo la música de este documental de 2015 que mira al cielo y se detiene hacia los adentros del amor, la vida y la muerte.
En 1996 Marco y sus dibujos y Sylvia y su música se fueron a Nueva York y encontraron un hogar en New Paltz y una barra nueva cuyas principales jefas locales eran Ana Tiscornia y Liliana Porter.
—En 1995 Leopoldo Novoa vio los dibujos de Marco y le recomendó irse a Nueva York y ponerse en contacto con Jacob El Hanani, Luis Camnitzer y Liliana Porter. En la misma semana Carolina Besuievsky me dijo: “En Nueva York llamá a Ana Tiscornia”. La llamé y Ana nos invitó a cenar. Ese día nos enteramos de que vivía con Liliana en un inolvidable apartamento-taller en la calle Franklin, en Tribeca. Pocos años después Ana le contó a Nancy Bacelo que Liliana buscaba música para su primer video; Nancy le sugirió mi nombre y le dijo que yo estaba viviendo en Nueva York. A partir de ese reencuentro hice las bandas de sonido de los videos y obras de teatro de Liliana. En los últimos 25 años también les puse música a varios de sus dibujos, grabados y fotos. Y como las casualidades insisten, ahora somos vecinas al sur y al norte.
Para Sylvia, “Nueva York es una ciudad decisiva, excesiva y explosiva. Abierta a lo bueno y a lo malo, no discierne e intenta discriminar lo menos posible en un país extremo y fracturado”. Quizás por eso vive algo alejada del máximo fervor de la gran manzana, a 100 kilómetros de Manhattan. “Estamos a cinco kilómetros del pueblo, frente a una reserva ecológica. Los osos, zorros y ciervos no respetan la propiedad privada. Nos invaden el barrio y el jardín. Estás escribiendo y ves pasar una sombra por la ventana, levantás la cabeza y puede ser un oso, dos osos y hasta cinco osos a menos de dos metros de tu cuaderno. Son peligrosos si estás en el medio entre la osa y los ositos o entre la osa y su comida. Al menor ruido, fuera de esas situaciones, se van con total indiferencia”.
La música compuesta por Meyer en el equipo que armaron con Porter y Tiscornia ocupa una parte importantísima de su obra. En audiovisuales como The Riddle (2019), Fox in the Mirror (2007) y Sin título con Helga (2020) se nota que el terreno de apariencia artificial propuesto por las artistas plásticas le queda ideal para desplegar tanto sus antojos como las directrices aprendidas en la academia.
El silencio fue casi una virtud
Sylvia nunca dejó de componer para ella. Por otra vía de solicitudes siguió conectada a Uruguay, desde New Paltz o en sus visitas veraniegas de bajísimo perfil. Esos pedidos que ocuparon cada uno de los años noventa y dos mil pertenecen a autores y directores para los que compuso música de más de 30 obras, entre ellas clásicos interpretados por la Comedia Nacional, como Hamlet, Bartleby y Macbeth. También trabajó con los directores Roberto Suárez, Levón y Daniel Spinno Lara, entre muchos otros.
“Ella toma la referencia que vos le das y te la devuelve totalmente pasada por su filtro, que en realidad es lo que uno quiere. La música de esa obra fue maravillosa”, cuenta el dramaturgo Gabriel Calderón, que trabajó con Meyer en La mitad de Dios (2013), y agrega: “Sylvia es un deleite de persona, pero es una genialidad de creadora. En mi caso, sus propuestas siempre me impulsaron a pensar lo que estaba haciendo con dos o tres niveles más de complejidad. Ella es simple, no fácil, y compleja sin ser complicada. Una fineza y una elegancia muy difíciles de encontrar”.
Para Nelly Goitiño Sylvia hizo la música de Agatha, una obra basada en el libro de Marguerite Durás estrenada en enero de 2002 e interpretada por Roxana Blanco y Álvaro Armand Ugón: “Con Nelly ya habíamos trabajado juntas en Querido lobo [1992], El alma buena de Sechuán [1992] y Ulf, la pasión de Jacinto y Paloma [1991]”, recuerda Sylvia.
Le pregunto sobre los secretos de esta traducción o interpretación de lenguajes cruzados. “El director es lo esencial para decidirse a hacer la música de una obra de teatro. Es un baile y es necesario empatía y libertad”, dice. “El silencio fue casi una virtud [1990], dirigida por María Azambuya, inauguró para mí una nueva relación entre el ‘texto’ y la música. María Azambuya y Liliana Porter no se conocieron pero comparten la misma actitud: abrir la cancha, dar espacio a la sorpresa que no ilustra ni subraya, sino que tensa y desafía la imagen”.
Su disco Feliz apocalipsis es un buen resumen de su música compuesta para teatro.
¿Quién?, 2022-2023
“No hubiera editado mi primer disco sin el entusiasmo y la generosidad de Darnauchans. Cada disco fue una casualidad que nada tuvo que ver conmigo. No hubiera existido el disco Darnauchans si no hubiera sido por una propuesta de Gerardo Grieco. No hubiera grabado ¿Quién? sin la reincidencia de Grieco y el viento cálido que generan Little Butterfly Records y Feel de Agua. Son bandas y bandas, bandoleros que tiran buena onda sin pausa”, declara Meyer sobre el origen de sus sociedades.
Otra barra es la de las actrices y las bailarinas de su espectáculo ¿Quién?, compuesta por Roxana Blanco, Mané Pérez y Carolina Besuievsky. Parece no confiar en nadie más para poner en escena su vida y su carrera a través de un sonido que sigue perfeccionando hasta el punto del desconcierto temporal, una de sus diversiones predilectas.
Sus proyectos comienzan “lentos, como tu revista”, me dice. “Siempre empiezo por la azotea y evito las fundaciones. Definir los cimientos de un proyecto permite construir edificios sólidos y aburridos. Tener un plano ata y yo prefiero que los planes se los lleve el viento o el sonido. La música no ocupa lugar y la mía no siempre respeta los principios de la ingeniería”.
Piensa grabar un nuevo disco en Nueva York y prepara otro con música de teatro, con bandas de sonido sin estrenar y versiones que hizo “para puestas en escena de directores jóvenes o inolvidables, o jóvenes que ya son inolvidables”. Además, tiene prevista una presentación oficial del vinilo de ¿Quién?, que será editado por Little Butterfly. “Fidel Sclavo y Martín Batallés ya trabajan en la gráfica y la épica del evento. Todavía no tengo la fecha, pero pienso que será en noviembre de 2023. No tengo idea de si la sala estará disponible o si es posible; siempre empiezo por el final y seguramente cuando llegue a la etapa de contratar la sala el espectáculo se realice en otro teatro o se postergue; postergar es siempre saludable”, avisa y recomienda.
“Por ahora, la idea se limita a un diálogo entre la luz y el sonido. Seguramente sola, un piano y una voz. Sonido grabado y sonido en vivo, luz y proyecciones puntuales, mapping light. El título es siempre lo último y por eso ya lo tengo y es largo: Se, se, se, se, se (Montevideana: vertientes, variantes ni castálidas ni alegóricas)”.
Cómo se dan tus sociedades creativas? ¿Intuición? —arriesgo.
Las colaboraciones no son intuitivas, son inevitables. Se acumulan antecedentes racionales hasta que la memoria y sus archivos no dejan otra opción que trabajar juntos —responde.
Pero una vez que tenés una idea definida, en la ejecución (en el espectáculo del Solís, por ejemplo) parece que es muy importante para vos la precisión.
Hay una etapa tan solitaria que desaparezco para poder descomponer sin pautas ni autocontrol. Todo es posible y en todas las direcciones. Cuando se termina el proyecto y se empieza a realizar, el proceso de composición se simplifica, porque a cada paso lo que uno busca es más concreto, definido y rotundo. En música y en escena las alternativas disminuyen y los elementos se empiezan a reconocer y dialogan solos, toman una extraña independencia, se autodeterminan y apartan todo lo que les resulta contradictorio, accesorio, ornamental. Autosintonía. Se descubre otro tipo de libertad, la que decanta, sedimenta, simplifica y ordena. Un precipitado es siempre un escándalo lento. En ese momento sólo es posible lo estrictamente necesario. Como quien exprime un limón, se termina el juego y queda el jugo. Me gusta la acidez que establece la placidez que anuncia el accidente, un imprevisto predeterminado. Humo y humor son las consecuencias de un accidente premeditado con precisión.