Ladero es aquello que está al lado. También es alguien que secunda a otra persona. Y es el declive de una elevación geográfica. Todo eso es el Cerro, un barrio que, a pesar de formar parte de la capital del país, en sus orígenes y hasta no hace mucho estaba a su lado. Sus habitantes secundaban o apoyaban al país en sus propósitos agrícola ganaderos. Y también se extendió sobre el declive de la elevación de 136 metros que está presente tanto en el escudo nacional como en el departamental.
Es cierto que casi cualquier barrio montevideano puede jactarse de su historia e identidad, pero solo el Cerro se puede vanagloriar de autodenominarse villa o, como hace más de un siglo, cosmópolis. Es el único, además, que tiene su centro en un lugar al que se le llama “curva”, aunque esté marcado por calles que se encuentran en ángulos rectos.
Saladeros, obreros e inmigrantes forman parte de su historia. Inseguridad, desigualdad y fútbol son piezas de su pasado más reciente. Manifestaciones sociales y culturales atraviesan muchas de sus épocas. En sus calles, además, se dan los improbables cruces geográficos entre Prusia y Egipto, o Grecia y Barcelona. Ahí también conviven, como mojones urbanos y sitios de encuentro, un parque dedicado a una anarquista y un estadio que recuerda a un ministro y senador colorado.
Desde Belvedere se extiende la calle Carlos María Ramírez, exavenida del Cerro, renombrada así en honor a un periodista, autor, militar e historiador. Su muerte en 1898, con 50 años, fue calificada en la prensa como una “tragedia nacional”. Carlos María parecía destinado a marcar parte de la ciudad, así como lo hizo su familia, ya que entre sus parientes estaban aquellos en cuya memoria se bautizaron la playa Ramírez, la calle Gonzalo Ramírez e incluso el Gran Premio Ramírez.
Hoy la calle Carlos María Ramírez atraviesa La Teja, salta por sobre el Pantanoso y entra al Cerro hasta morir en el Pasaje de la Vía, a pocas cuadras del límite norte de Casabó. Poco después de entrar al Cerro, cuando pasa frente al supermercado Tata y se acerca a la terminal de ómnibus, alrededor de Carlos María Ramírez se despliega la llamada Curva de Tabárez. La curva improbable formada por ángulos rectos.
El apellido Tabárez no sólo representa el nuevo centro del barrio sino que se entrelaza con su historia. Ramón Tabárez, en cuya memoria hay una calle diagonal de 100 metros que termina en la terminal de ómnibus, fue un vecino que donó terrenos para viviendas populares y para emplazar el estadio Luis Tróccoli. Rosauro Tabárez, padre de Ramón, fue el propietario del último saladero que faenó en la zona.
“La de la Curva de Tabárez era históricamente una centralidad menor, porque tradicionalmente el centro del barrio estuvo en la calle Grecia”, dice el arquitecto Leonardo González, integrante del laboratorio de centralidades de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. “Lo que sucede es que aparecieron otros desarrollos, como el de la conurbación de Santa Catalina, a la que se accede a través de Carlos María Ramírez. Y también se instaló la terminal de ómnibus que permite trasbordar hacia otras zonas del oeste. Hubo otros factores, como el traslado de la sucursal del Banco República desde Grecia hasta Carlos María Ramírez”.
Aníbal Barrios Pintos da buena cuenta de la disputa sobre el origen del nombre de la ciudad y, como consecuencia colateral, del vínculo del barrio con nuestro escudo. Según el historiador, en el diario de viaje de la expedición de Magallanes se hablaba de que encontraron una “montaña hecha como un sombrero a la cual le pusimos Monte Vidi”.
Si bien ahí estaría el origen del nombre de la capital del país, no aparece el de la elevación de 136 metros que distingue al Cerro. Barrios Pintos rescata varias historias sobre su denominación. Una afirma que la expedición de Américo Vespucio, en 1502, pasó delante de ella y la bautizó como Pinachullo Detentio. En 1531, el portugués Pero López de Souza lo habría denominado Monte de San Pedro. En 1730, cuando se realizó un reparto de tierras a los pobladores, esta área a la derecha del pantanoso fue denominada Estancia de la Caballada del Rey, porque su destino era la conservación y cría de caballos al servicio real. Era una zona muy amplia que tenía como ejes el arroyo Pantanoso hasta Santa Lucía y las Piedras con el Río de la Plata al sur. Montaña, pináculo, monte, a la larga fue y será un orgulloso cerro.
El historial de nombres variopintos también afecta al más emblemático límite geográfico del barrio. El Pantanoso, otrora conocido por sus fétidos olores, tuvo varios nombres según las épocas. Barrios Pintos repasa que fue llamado Río de Montevideo, Río Colorado, Arroyo de Cuello, Arroyo Chico y Río del Cerro. Tenga el nombre que tenga, su curso marcó un límite entre el barrio y el resto de la ciudad, y llevó a algunos de sus vecinos a decir con un dejo de orgullo y humor que viven en la República del Cerro.
La historia antigua y reciente empapa al barrio de muchos modos. La fortaleza está ahí desde que el gobernador Francisco Xavier de Elío ordenó su construcción en 1808. En 1916 se decretó que a su alrededor se abriría un parque público, en cuyo lado sur se erigió más recientemente el Monumento a los Desaparecidos, una dolorosa y necesaria memoria presente.
El nomenclátor también mantiene vigente la memoria de etapas más remotas. Los nombres de las calles hablan de los extranjeros que se esperaban cuando en 1834 un decreto de Lucas Obes ordenó levantar una población y se fundó la llamada “Villa del Cerro bajo la advocación de Cosmópolis”. Decirle Cosmópolis parece un eufemismo para la intención inicial del empresario saladeril Damián Montero, quien donó muchos terrenos para crear una población que iba a ser integrada principalmente por esclavos a los que se pretendía enseñar el trabajo agrícola.
Sin embargo, el paso de las décadas convirtió al barrio en una zona de inmigrantes de distintas nacionalidades que llegaban a emplearse en los saladeros que se ubicaban por allí. De esa historia obrera solo quedan la memoria, los esqueletos de algunos edificios, los nombres de las calles y el orgullo de los habitantes más viejos.
Hoy, los adolescentes y las familias de la zona siguen perteneciendo a la clase obrera o media y tienen un nuevo lugar de paseo y reunión en el parque Débora Céspedes. Inaugurado durante la pandemia, este extenso espacio de convivencia homenajea a una reconocida anarquista, sindicalista y poeta del barrio. Con la tradición obrera marcada a fuego por la antigua presencia de los saladeros, la identidad de clase y la lucha sindical han sido siempre marcas distintivas para los habitantes, tal vez como en pocas otras zonas de la capital.
El clásico de la villa, Rampla versus Cerro, que en parte divide a sus pobladores, es otra de las señas de identidad local. También tiene resonancias en otras partes, porque es el segundo clásico futbolístico más importante del país. Además de esto, nada hay más cercano a la construcción de la identidad nacional que una zona cercana al puerto que, en lugar de pensarse hacia el Río de la Plata, se pensó destinada al trabajo con las carnes provenientes del interior.
Por sobre la villa, la fortaleza. A pesar de ser parte de la heráldica, no consigue ser más que un paseo escolar obligado y una cuenta pendiente para la ciudad como lugar de paseo. Es que la idea de reabrir el parador del Cerro siempre está presente, pero demorada. Al otro lado se extiende un campo de golf que parece contrastar con la historia obrera del barrio pero que convive en armonía. En la ladera sur, rumbo al Memorial de los Desaparecidos y a la playa, se extienden árboles y caminos que son usados como sitio de paseo o de entrenamiento para ciclistas de montaña.
El Cerro resume parte del país, su historia y su autoconsciencia. La marca geográfica, la cultural y la histórica, se superponen en un barrio cuyos habitantes se reparten en tres grupos. Los recién llegados, que no se quieren ir. Los que nacieron y siguen allí. Y los que se fueron, pero siempre aspiran a regresar. Conozco integrantes de los tres grupos y, aunque no pertenezco a ninguno de ellos, puedo dar fe de la seducción inevitable en el espíritu que urbaniza esa ladera.
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