La de ellos era, como tantas, una de esas historias que no podían ser.
Esa tarde, sus miradas se cruzaron desde los extremos opuestos de la sala de espera previa a la mediación organizada por las autoridades, esquivando a los demás representantes de cada facción. Incluso ese cruce era peligroso: si alguien lo notaba, la precaria tregua se derrumbaría y no habría forma de que ellos mantuvieran la legitimidad en sus roles. La coexistencia, aun temporal, era un riesgo. Él se paró con la excusa de servirse agua del dispensador, aunque no funcionaba. Ella bajó la vista para repasar la plataforma de reivindicaciones del colectivo.
En este momento, lo único importante era la audiencia de mediación. La reciente escalada de violencia en el conflicto entre ciclistas y conductores había llegado a un punto que parecía de no retorno, y la población temía lo peor. Las barricadas colocadas en puntos estratégicos de las ciclovías eran respondidas con flashmobs de pinchazos de ruedas de vehículos, mientras que peatones anárquicos se aprovechaban de la situación para caminar ocupando todo el ancho de la vereda. No había ni un solo día en que los ómnibus no debieran desviar su ruta con motivo de los cortes de calle. Decenas de bicicletas aparecían semihundidas en cualquiera de los cauces de agua de la ciudad, al tiempo que las paredes mostraban grafitis como “Ámsterdam sólo en el estadio”. Las llantas que se quemaban en la ciudad eran extraídas de los vehículos que estacionaban en la calle, que cada vez eran más, porque la mitad de los parkings estaban siendo operados por los ciclistas rebeldes y la otra mitad cobraba una pequeña fortuna por sus servicios, tras el necesario incremento de la seguridad.
Había sido necesaria la tregua y era todavía más necesario que esta mediación tuviera un buen resultado. El futuro de la ciudad, quizás del país, dependía de ello.
El futuro de ellos, también. La primera vez que cruzaron la misma mirada que en la sala de espera, él volvía a su auto para buscar las latas de pintura en aerosol que se había olvidado y la encontró preparando todo para quitarle toda la nafta del tanque. Nadie los vio por el resto de esa noche, aunque cada uno reportó haber cumplido por completo con la misión acordada con su respectivo colectivo. Pero las tensiones sociales aumentaban a la par de su apasionada historia, y el secreto se volvía cada vez más difícil de sostener.
El cese del combate los liberaría, finalmente, del calvario. Quizás la publicidad del romance debiera esperar a que los involucrados tomaran distancia del conflicto, pero la liberación de usar todo su tiempo para el amor en vez de para la guerra ya les bastaba como paraíso.
Nadie los miraba en la sala de espera porque nadie levantaba la vista. La mediación era fundamental, pero los ánimos estaban todavía demasiado caldeados. Una única sala de espera para todos los involucrados era una decisión poco cautelosa. Ellos, igual, estaban tranquilos. Si esto no funcionaba, tenían su plan B a la vuelta de la esquina: escondido detrás de una garita abandonada los esperaba el monopatín eléctrico que habían comprado para escapar juntos y ahí sí, oficialmente, ser objeto del odio de todos por igual.