Conviene ser uno de esos hombres que siempre te corren por izquierda, alguien terco como un ventilador oxidado, defensor orgulloso de la intransigencia como postura política, discutidor nato, lleno de teorías. Tu punto de partida tiene que ser el desprecio distinguido hacia el reggaetón y todo lo que representa. Tus argumentos tienen que llevar la marca del Pensamiento Crítico: habla del capitalismo de plataformas, del consumo de productos culturales de diseño, de la apropiación cultural y el colonialismo, del neuromarketing y la dopamina inducida.

Si te miran raro, haz referencia a la misoginia y la masculinidad tóxica de las letras. Di que es una moda que si acaso no se olvida la vamos a rememorar con vergüenza. Usa la palabra disputa, brilla cuando la digas. Luego usa la palabra escándalo y siente el peso de tus ideas apoyarse en tu pierna derecha. Si te miran más raro aún, apela a la decadencia de Occidente, a la despolitización de la juventud, a la Estética. Ignora la sensación de tambaleo y compara el momento latino del reggaetón con el boom latinoamericano de los sesenta. Extraña los vientos de la revolución cubana y pregunta, indignado: ¿cómo es posible que alguien tenga la osadía de comparar al tal Bad Bunny con un poeta premio nobel de literatura como Bob Dylan?

Y si te repreguntan qué canciones o discos has escuchado del tal Bad Bunny, o, peor, si te cuestionan el elitismo de Bob Dylan y sus letras misóginas, o más peor aún, si te preguntan qué ensayos has leído sobre reggaetón, date cuenta de que la discusión se empantanó y que no vale la pena responder. Vuelve, en tu fuero íntimo, al concepto de alienación. Ponte, sin saberlo, un poco liberal democrático nostálgico y piensa en el problema contemporáneo de la intolerancia. Entonces mira con cierta lástima a tu interlocutora y rompe el hielo con dos anécdotas seudocómicas: cuenta la vez que Charly García subió a un escenario y pidió que se prohibiera el Auto-Tune y sigue con la vez que Cerati parafraseó una de sus letras y cantó “despiértame cuando pase el reggaetón”.

Es importante que no entiendas el comentario de tu interlocutora cuando te diga “qué ironía de la vida”. Pide para elegir la próxima canción y cínicamente canta el estribillo, indiferente al aburrimiento de los demás: “Quiten el trap (que muera el reggaetón), Quiten el trap (pongan rock and roll), Quiten el trap (que muera el reggaetón), Quiten el trap (ha vuelto Molotov)”. Después, en el ómnibus que te lleva a tu casa, fíjate si en la revista Jacobin aparece alguna entrada que contenga el nombre Bad Bunny y cuando levantes la mirada y descubras al grupo de gurises jóvenes felices y entusiasmades y maquillades y copeteades camino a, sin dudas, una fiesta o un baile, entonces, recién entonces, siéntete solo y siéntelo en el cuerpo, en las piernas, en el pecho, en la garganta: un chuchito de soledad, de no pertenencia. Sería bueno que te detuvieras en esa angustia física, pero no estás preparado, no todavía.

Con un perreo se empieza

Lo que necesitas es electrocutarte. Si fueras el personaje de una película podrías subir a la azotea a descolgar la ropa antes de que llueva y de repente Ram pam pam pam pam. O saldrías a tirar la basura en el contenedor y no verías al delivery de PedidosYa que viene en su moto por la vereda —escuchando reggaetón— y de repente Ram pam pam pam pam. Aunque también podrías escuchar el bocinazo y dar un salto salvador, quedarte con la puteada en la boca y un poco de adrenalina en la sangre, y subir a descolgar la ropa y que el cielo esté completamente despejado, tanto que veas pasar una estrella fugaz y te animes a pedir algo: deseo ser feliz o deseo ser normal o deseo no discrepar con todos. Y que a partir de entonces todas las personas que conocés coincidan contigo y en vez de salir a bailar se junten en veladas de lectura y conversatorios donde se aborda la obra de Gramsci y la historia de las derechas en el Cono Sur, y vos, al fin, te sentís querido, hasta que Gramsci ladra y te parece raro, porque ni las personas ni los libros ladran, pero entonces te despertás con el perro del vecino haciendo barullo, con el perro siendo un perro, perreando, y estás desilusionado con la realidad, frustradísimo, hasta que encendés la radio para sintonizar las noticias y emerge un ritmo: tum, patum, pa, tum y las rodillas, solitas ellas, se flexionan un poco y dejan caer tu cintura al ritmo de la música y todo se siente fatal, porque ahora el reggaetón te bombea desde adentro y eso te da vergüenza porque seguís sin estar preparado.

Por suerte no estás en una película: no hay rayo ni choque ni estrella fugaz que haga magia de Puerto Rico. Para llegar al reggaetón hay que cruzar un puente y el camino, en tu caso, no deja de ser un camino intelectual. Así que empieza por releer a Nietzsche y anótate en un curso sobre Spinoza, y siéntelo. Siente lo que te hace Baruch. Pierde el sueño pensando en las pasiones alegres y en que no sabemos lo que puede un cuerpo. Haz que la palabra afecto sea tu concepto madre. Si todavía estás yendo con tu analista lacaniana ortodoxa, cambiala por un grupo de psicodrama. Si no podés pagarlo, pedí un descuento (te lo van a dar). Complementalo con un espacio de Armonización y danza, alguna de las prácticas gratis que siempre hay. Date cuenta de que nunca viste a tu padre llorar ni bailar. Descubre Abya Yala, descubre el paraíso, descubre el lenguaje de las ballenas, es decir, descubre —más vale tarde que nunca— a tu cuerpo, que sos tú. Lee y relee esta placa que te manda una amiga: “Imagínate que te regalan una máquina para hacer magia y tú la usas sólo para colgar ropa... Bueno, con el cuerpo pasa lo mismo”. Aprende de los gatos y estira todas las mañanas al despertar. Aprende de los perros y sacude el cuerpo con cada afecto que te empape.

Y ahora sí, estás preparado. No necesitas más imperativos externos, tú solito vas a conducirte. Las discusiones nocturnas intelectuales se repiten, pero vos, no casualmente, te quedás al margen. No te tomás el ómnibus que te llevaría de vuelta a tu casa, solo, solísimo. Te subís a otro, en bandada, y vas a una pequeña fiesta de cumpleaños. Primero hacés que bailás y te dedicás a mirar las caras, a buscar a alguien de quien gustar. Son los resabios de tu concepción heredada de la danza como seducción y levante, como un medio instrumental. Te das cuenta y te vas frenando hasta quedarte rígido. Das unos pasos atrás y te apoyás en una pared. Mirás la hora. Ya sabés lo que se viene: de vuelta el pozo, el sentimiento de soledad y no pertenencia. ¿Será que has estado fingiendo ser alguien que no eras? Descartes y Freud te soplan la nuca. Es toda la tradición analítica y racionalista cinchándote desde la mente, pero esa tía machula no tiene un piquete, escuchás, lo que ella tiene es un buen piquetón y no hay tiguerón pa esa nena salvaje que se le compare con ese culón. Entonces volvés la mirada y ves a un cardumen de exhumanos con las caderas y los muslos hacia abajo, chocando sus culos con movimientos frenéticos, gozando y cantando: y entonces se me sube encima ese piquete pon-pónmela hasta arriba que va a mil como Vettel el pom-pom, hasta abajo vamo a reventar el casete, ey, si no hay perreo no se mete. Y vos te metés, automático y consciente, presente y atemporal, mental-corporalmente. Es tu primer perreo, tu salida del clóset del reggaetón, tu apertura hacia una nueva sensibilidad, la ampliación de tus percepciones, tu entrada en la contemporaneidad, porque el perreo es el pogo de estos tiempos y sacudirte en vez de empujarte con otros tipos te sienta bien.

Y empezar el 2023 bien cabrón

Lo que sigue es jadeo, deculinización o liberación del culo (y del ano), placer tectónico, hipnosis del ritmo, sudor, el dolor más bello que los cuádriceps han experimentado. Los algoritmos no entienden lo que te pasa. Tu Spotify se fracciona como el feminismo contemporáneo, se divide y se subdivide, pero a la vez se multiplica. Siguen apareciendo los mixes de las leyendas del rock (Zeppelin, los Stones, Metallica) y los de los solistas (de Silvio a Cabrera y de Leonard Cohen a Neil Young), pero van quedando para atrás ante la emergencia de Bad Bunny, Bad Gyal, La Joaqui, Bizarrap, J Balvin, la Rosalía, Karol G, Yandel y Feid. Por primera vez en tu vida comprás unos championes que no son negros (estos son verdes) y pedís un helado que no es de chocolate y dulce de leche (pedís mandarina con canela y butiá) y vas a la playa en Montevideo y te metés al agua. Atreverte-te-te a todo.

A continuación, entre perreo y perreo, empezás a leer, a investigar, a repolitizar. Descubrís una asimetría sintomática: ey: el reggaetón es la música más escuchada del mundo y sobre la que menos se investiga y escribe. Ey: descubrís que el origen rítmico es panameño y el nominal portorriqueño y que reggaetón significa ‘maratón de reggae’. Ey: descubrís que se trata de la música más democrática de la historia de la humanidad, que la producen personas de distintas clases sociales, gordas y flacas, lesbianas, gais, trans, doctores y gánsteres; que muchos de sus máximos exponentes comenzaron grabando en sus casas, a veces en villas, con computadoras entregadas por los gobiernos, como nuestras ceibalitas. Ey: te das cuenta de que buena parte del rechazo al reggaetón tiene un origen clasista, racista, aristocrático. Lees que “la historia del reguetón es también la historia de cómo se ha perseguido el género [...]. Que puntúa positivamente odiarlo, que se puede presumir de ello”.1

Te sentís vergonzosamente identificado. Yeah yeah yeah. Lees que en Puerto Rico fue un género prohibido y perseguido por las autoridades. Lees a un periodista musical que enumera los tres tipos de música que despreciamos: “la hecha en español, la pensada para bailar y la firmada por artistas que vienen de entornos pobres”. Ey: lees una entrevista a Bad Bunny en la que dice que “no se va a superar nunca el rechazo al reguetón, es como el racismo o la homofobia”. Después ves un video suyo en el que se está pintando las uñas, otro en el que usa pollera y otro, en vivo, en el que se besa con otro hombre. Arrancás una libreta nueva, de tapa violeta, con brillantina, y anotás fragmentos de letras de Benito. Anotás: ¿por qué no puedo ser así, en qué te hago daño a ti? Anotás Me miran raro. Anotás Hace tiempo que no agarro a nadie de la mano. Anotás Criticar sin dar ejemplo, qué jodida manía. Dejás el diario íntimo, cerrás ese archivo y empezás otro, un diario de placeres. Desatás tu risa. Te volvés hipersensible a lo gracioso.

Vas al cine y te desaforás de risa. Vas a los autitos chocadores, al mambo, a la casa fantasmal, y te desternillás de risa. Vas a la peluquería y pedís un corte diferente cada vez y cuando te mirás en el espejo con tu nueva melena te descompaginás de risa. El diario de los placeres se vuelve un diario de la abundancia, del entusiasmo, un antimanifiesto fanfárrico, cien por ciento libre de solemnidad, de escándalo e indignación. Le pensás un título que te haga descorchar de risa y te sale este: Desenfadate, hermano. Y cuando seguís investigando y leés que el reggaetón ha muerto, también te causa gracia: te desahuciás de risa.

Reggaetón de urgente consideración

Si bien hay partes del argumento que no entendés y otras que te parecen interesantes, lo que más te atrae es el personaje: el Chombo. Todavía no sabés que se trata del productor que hizo “El gato volador”, o “Papi chulo”, o “Bailando”. La vaina que la voz grave de este hombre señala es que el reggaetón ha devenido en otra cosa, producto de que los artistas se han centrado en la comercialización. Se ha vuelto algo más melódico, popero. Incluso ha dejado de ser música latina. El reggaetón for export ya no es reggaetón, porque rompe las reglas musicales del género. “Lo único que queda de reggaetón en esa pizza es la masa. Por arriba le pusieron arroz y fideos, pero le quieren seguir llamando pizza con pepperoni”, dice el productor panameño. Y agrega: “El pop no es un género. Es un parásito de todos los géneros, se alimenta de lo que necesita de cualquier género y sigue su camino como pop. Es un agujero negro que absorbe todo lo que está alrededor”. ¿Qué hacés vos? Ya has leído sobre los fines de la historia, del arte, del rock, de las ideologías, de lo humano, de la modernidad, del mundo. Algunos de esos fines te entusiasman. Te recordás a vos mismo hace tan poco tiempo, te recordás amargo, de izquierda y policía. Ya has leído que al reggaetón le pegan desde el progresismo y desde lo reaccionario. Recordás una frase de Pasolini: “escandalizar es un derecho y ser escandalizado es un placer”. Ya has leído sobre los problemas de los géneros y las identidades y en este momento te gusta todo lo que degenera, lo que desnombra, lo que no se puede clasificar, lo contaminado e impuro. Y si es el fin del reggaetón... Bienvenido, pop. Empezás a escuchar a Dani Umpi, a leerlo con fascinación. Te hacés un póster de Lali Espósito y una playlist de los noventa. Recorrés la ciudad en bicicleta, con auriculares, imaginando que estás en un concierto, soñando que sos Madonna, que sos el pop, y bailás coreografías y cantás, cantás primero en tu fuero íntimo, pero dejás que se te escape algún estribillo hacia los labios, que el pedaleo te confunda, te entrevere, hasta que largues todo hacia afuera, con potencia, con alegría, con brillo. Que la yuta me venga a buscar. Que la yuta me venga a buscar. Que la yuta me venga a buscar.


  1. Sergio C. Fanjul (22/9/2022). Clasismo, conflicto intergeneracional, letras misóginas: el odio al reguetón va más allá del gusto musical. El País de Madrid.