El resultado del análisis de ADN llegó cinco minutos pasada la medianoche, hora en la que había comenzado la ejecución mediante el método de inyección letal. La labor de los paramédicos fue en vano y el recluso murió sin saber que la tecnología de avanzada había demostrado, por fin, la inocencia que mantuvo durante más de diez años en prisión y un arduo combate legal que pospuso varias veces su condena a muerte.
Para la Justicia, la evidencia no lo exoneró del homicidio séxtuplemente agravado ya que los investigadores científicos fueron incapaces de elaborar un perfil genético del asesino con las escasas muestras tomadas en la escena del crimen. Sin embargo, el desarrollo de la tecnología a lo largo de una década logró establecer que el culpable fue otro sujeto, quien ya estaba preso por crímenes similares. Aunque lo hizo apenas unos minutos tarde.
Cuando se conoció lo sucedido, y mientras se determinaba la fecha de ejecución del verdadero culpable, un clamor social llevó a que la gobernadora aboliera la pena de muerte. En su decreto explicó que la muerte no tenía vuelta atrás, pero que los desarrollos tecnológicos y científicos podrían ser capaces de torcer quién sabe cuántas condenas en los próximos años.
La segunda medida fue un poco más resistida por la población, ya que obligó a mantener inalteradas las escenas del crimen de todas aquellas muertes que no tuvieran una resolución clara o una confesión explícita. Con el mismo razonamiento, la gobernadora explicó que aparatos que todavía no podemos siquiera imaginar podrían reconstruir homicidios y descubrir culpables siempre y cuando se contara con la mayor cantidad posible de información.
Así que la famosa cinta amarilla que delimita los sitios en donde se asesinó a personas fue sustituida por una carpa amarilla, capaz de mantener dentro el arma homicida, las manchas en pisos y paredes y el cadáver o los cadáveres encontrados. La permanencia de los cuerpos en el lugar generó rechazo, en especial en muertes ocurridas en domicilios privados o áreas concurridas, pero nadie logró convencer a la gobernadora de que reviera lo sentenciado.
Con el tiempo la población se fue acostumbrando a su nueva manera de vivir. Las personas aprendieron a dejar sus domicilios varias horas antes del horario laboral, para esquivar en calles y rutas el enorme número de carpas con aroma putrefacto que marcaban siniestros de tránsito donde se sospechaba una mala intención.
Si bien el turismo aumentó entre los curiosos y los detectives amateurs, los costos se dispararon, ya que cada vez eran más las viviendas que se volvían inhabitables ante la necesidad de mantener grandes espacios en las condiciones exactas en las que una anciana había sido encontrada a los pies de la escalera o un habitante solitario había aparecido fragmentado en los diferentes ambientes de su domicilio.
Esto provocó un boom en la industria de la construcción, que en principio fue recibido como una buena noticia, aunque las actitudes mafiosas de la mayoría de las empresas, que se disputaban hasta el último metro cuadrado libre, llevaron a que muchos edificios quedaran sin terminar y sus estructuras se llenaran de carpas amarillas.
Con el correr de los años, aquellos que contaban con poder económico se establecieron en estados vecinos, donde mejoraron las condiciones de vida, aunque adquirieron dos nuevos terrores: que la Justicia local los condenara a muerte y que el viento cambiara y trajera el aire fétido de su antiguo hogar.