Es otoño, pero de 1955. Un gurí de cinco años y su madre descienden a los tumbos una colina y esquivan, como pueden, chircas, piedras, cuevas y hormigueros. El asunto es llegar de Curtina a Mariano Díaz, un caserío que queda unos kilómetros hacia el noroeste de la localidad tacuaremboense, la tierra natal de la madre que aprieta la mano del gurí mientras reza para que no se presente alguna víbora parejera, un toro vecino o cualquier otra aparición, porque las leyendas abundan como las culebras en aquellas comarcas. El gurí contempla con entusiasmo y espíritu aventurero. Por ahora ignora que en unos años aprenderá guitarra y llevará para siempre ese paisaje entre las seis cuerdas, que la amatista que pisa para cruzar el arroyo Malo adornará su casa del barrio Paso de las Duranas, en Montevideo, 70 años después, que será perseguido, pero no por toros, que andará clandestino, que escapará de la represión raspando y que también habrá de ser un muerto, según trascendidos. Se dejará el bigote, editará una treintena de discos, recorrerá el mundo, tendrá tres hijos con tres compañeras de camino y en tres décadas diferentes, estudiará en un prestigioso conservatorio de música y aprenderá otro idioma, sin perder jamás el dejo de su acento primigenio, el que aderezó sus primeras palabras, allá en Tacuarembó.
Héctor Numa Moraes debe su particular segundo nombre al león amigo de Tarzán, el protagonista de las revistas de historietas que leía su hermano mayor. Además de campos en Curtina, atravesó la historia reciente de la música popular uruguaya desde el boom de los 60 hasta el día de hoy. También desarrolló una carrera como comunicador y divulgador a partir de un minucioso archivo construido a lo largo de toda su vida. Si fuera poco, es docente de guitarra y durante tres décadas, de la asignatura Folclore Musical Uruguayo de la Escuela Nacional de Danza del Sodre.
“No he sabido hacer otra cosa que música, mala o buena, pero música”, dice cuando tiene que definirse de alguna manera y poner en valor esa habilidad casi innata de encontrar el corazón musical de cualquier poesía, como un lapidario de amatistas. En algún sentido, esta historia, la historia de Numa, es como esa piedra que pasaba desapercibida en el agreste paisaje cuando sólo era una escala para cruzar el arroyo Malo, pero que, una vez liberado su interior, nos maravilla.
—Nací en Curtina, un pueblito cerca de Tacuarembó, a 40 o 50 kilómetros, pero de muy chico me llevaron a Tacuarembó. Ahí me crie, en el barrio La Sexta. Lógicamente, volvíamos a Curtina cada tanto a ver a los abuelos, que se quedaron en Mariano Díaz, pero me crie en Tacuarembó. Y en el 58, después de las elecciones que ganó el partido blanco, a mi padre1 lo trasladaron a San Gregorio de Polanco. Ahí viví tres o cuatro años, después volvimos nuevamente a Tacuarembó, cuando ganó el Partido Colorado.
¿Cuándo empezaste a estudiar música?
Empecé a estudiar bandoneón en Tacuarembó en el 57, por ahí, en el Conservatorio Municipal. Al irnos a San Gregorio se terminó la historia porque no había profesores. Entonces empecé a dibujar por correspondencia. También me compraban cancioneros y empecé a cantar canciones que escuchaba en la radio: Miguel Aceves Mejía, Carlos Gardel, cosas de moda en la época, y alguna milonga de Evaristo Barrios. Lo que escuchaba en la radio. Por algún motivo, me gustó cantar sin instrumento.
¿Pero tuviste alguna motivación?
Seguramente la de mi madre. La música me gustaba desde muy chiquito, era algo inherente a todo. Recuerdo una vez que fue una orquesta a mi casa, una orquestita, el Trío América. Fueron a tocar en alguna fiesta, algún cumpleaños, vaya a saber. Me quedé enamorado, no me aparté de los músicos. Después, cuando fue Amalia de la Vega a cantar a Tacuarembó, por supuesto, mis padres fueron, me llevaron y quedé impresionado de ver a aquella mujer cantando. Me fui acercando al escenario, recuerdo, y después me perdí; tendría cinco años. O sea que la música era algo que me atraía y cuando me regalaron esos cancioneros en San Gregorio, mi madre, que cantaba muy lindo, empezó a cantarme las cosas y empecé a cantar. Cuando volvimos a Tacuarembó me reencontré con mi tío Brígido, el tío Negro, como le decían, que era un excelente guitarrista, incluso había estudiado música; solo, pero había estudiado. Me empezó a hablar de la guitarra, de [Abel] Carlevaro, de [Julio Martínez] Oyanguren, de [Andrés] Segovia, de [Atahualpa] Yupanqui. Tocaba esas cosas y a mí me enloqueció la guitarra. En cierta manera hizo un esfuerzo muy grande para que mis padres me pusieran a estudiar con un profesor en serio.
Así que desde el principio estudiaste las dos vertientes, lo clásico y lo popular.
Sí, porque Domingo Alvarenga, que fue mi primer profesor, me enseñaba músicas clásicas, pero no se oponía en ningún momento a que cantara; incluso en cierto momento en el que canté en el Club Democrático algunas canciones de Osiris [Rodríguez Castillos] me prestó su guitarra. Un tipo de cabeza muy abierta.
Muchos años después grabaste un disco de Osiris, pero contame ese comienzo.
Fue fundamental tener las partituras impresas, que tú las podías comprar. Era común, por lo menos para Alvarenga, que viajaba mucho a Montevideo. Ahí aparecía la guitarra y la línea melódica del canto. Entonces uno trataba de ir tocando, aprendiendo las notas donde estaban. En eso te ayudaba, por supuesto, la música clásica. Eso es una cosa que me ayudó muchísimo para después cantar y tocar con cierta libertad. Fueron fundamentales las partituras de Osiris, porque las que se publicaban de Yupanqui no sonaban a lo que él hacía, no era lo mismo, y en general las otras partituras de folclore que aparecían eran para piano.
Tiempos en que había una presencia de lo argentino apabullante, supongo que en Tacuarembó también.
Sí, claro. Compraba cada disco que salía de [Horacio] Guarany, del Chango Rodríguez, de Los Fronterizos. Pero también llegaban los discos del sello Antar: Anselmo Grau, Osiris, [Daniel] Viglietti, Los Olimareños; después también los de Orfeo y Odeón. Ya empezaban a sonar muchísimo y hacer un camino impresionante Los Olima, más adelante [Alfredo] Zitarrosa, y los discos de Daniel, de Osiris, Los Carreteros, toda esa gente que grababa y además iban al pueblo.
¿A Osiris lo llegaste a ver en esa época?
En realidad, fui a cantar a un lugar donde él iba a actuar, en Tambores, un pueblo que está entre Paysandú y Tacuarembó. No sé por qué me invitaron, pero imaginate, iba a estar Osiris; para mí aquello fue algo mágico, tenía una admiración muy grande. Canté sus canciones, él todavía no había llegado. Tanto canté que el locutor me dijo: “Mire que va a cantar el hombre después”. Llegó con su compañera y yo lo veía altísimo, nunca me voy a explicar cómo lo vi tan alto; tengo el recuerdo de cuando puso la guitarra arriba del billar y yo lo veía de abajo, no sé… estaría sentado en el suelo. Por supuesto que ni hablé con él y me llevé cierta desilusión porque no sonaba como en el disco, por ejemplo, cuando hizo el “[Romance del] malevo” se puso la guitarra en la falda y lo recitó. Cosa que no me pasó con Viglietti.
Entonces empezaste a cantar y a enredarte con estos tipos que hasta entonces eran tus ídolos.
Era gente que yo admiraba mucho. De Los Olimareños, por ejemplo, no me perdía sus actuaciones. Ya cuando presentaron Quiero a la sombra de un ala [1966] me invitaron a cantar y a venir a Montevideo. Pero cuando fue Viglietti con Nelly Pacheco al Club Tacuarembó fue fundamental verlo. Ahí sí: escuchaba lo que tenía grabado y la calidad impresionante como guitarrista, la seriedad; fue fundamental. Al principio hicieron un concierto de canciones antiguas —él acompañaba a Nelly— y después tocó las canciones de su primer disco, que son muy trovadorescas, y las del segundo. Salí peinándome como él, cantando con banquito debajo del pie. Lo que me decía Alvarenga ahí se plasmó: pucha, pa tocar la guitarra hay que tener cierta posición. Fue fundamental.
¿Para entonces ya conocías a Washington Benavides?
Fue por ahí, porque el primer disco de Viglietti lo escuché en su casa, los primeros discos de Los Olima también, que se mezclaban con Bob Dylan, los Rolling Stones o con música antigua también. Lo de Viglietti en cierta manera me reafirmó sobre aquel gusto por la música trovadoresca. Después Daniel logra con su obra pasar de lo trovadoresco a lo contemporáneo. Fabuloso.
¿Cómo lo conocés a Benavides?
Una amiga me mostró un libro y me dice: “Es profesor de tu liceo”. Yo no era alumno de él todavía. Al tiempo, Graciela Estévez, mi profesora de Literatura, organizó un homenaje por el Premio Nacional de Poesía al libro Las milongas, un librito que parece insignificante. Y bueno, me pidió que cantara canciones. Canté algo de Zitarrosa, porque me habían regalado el segundo disco, y canté cosas inéditas, poemas de un poeta de allá del pago, Joaquín Almada, amigo de mi padre, comisario también, gente muy progresista.
O sea, desde ahí empezaste esta historia de musicalizar poesía.
Sí. Y eso le llamó la atención a Benavides. Al pasar de clase ya fui alumno de él en Literatura. Era increíble aquello. Cosas como el “Romance de Gerineldo y la infanta”, que lo estudiamos y nunca más se me fue la idea de que algún día tenía que cantarlo.
¿Ahí se forma esa famosa barra en torno a Benavides?
Sí. Estaba [Eduardo] Darnauchans, que era menor que yo; íbamos al liceo, incluso en algún momento estuvimos en la misma clase. Era bastante cruel el Darno, pero era muy amigo. En el liceo también conocí a Carlitos Da Silveira, Eduardo Larbanois. No recuerdo haber combinado con Carlos Benavides, por ejemplo. En lo del Bocha nos juntábamos con Larbanois, con Eduardo Lagos, que tenían el dúo Los Eduardos, con el Darno, Víctor Cunha.
En principio pensar en un grupo de chiquilines que se juntaban extraclases en la casa de un profesor parece una rareza. ¿Cómo era esa dinámica?
Era mágico. Llegaba la tarde, agarraba la bicicleta y la guitarra y me iba para lo del Bocha. Ahí podía estar cualquiera de ellos. Al mediodía generalmente el Bocha iba a tomar un té a un bar y ahí andaba Tomás de Mattos también, [José Carlos] Seoane, pero yo no me sentaba ahí; era conversación de gente mayor y que sabía mucho. En la casa era un placer. Vos llegabas y de pronto estaba leyendo, como sucedió un día, a Antonio Machado; no sé si estaba a propósito esperando que llegara con la guitarra, pero recuerdo que abrió el libro y dijo: “Mirá esto qué lindo para cantar”. Había un grabador, estaba Eduardo Lagos, puso a grabar y empezamos a improvisar largo rato y todo quedó grabado. Al final se terminó la historia de Machado, pero tenía un libro de Manuel Rugeles y ya le entramos, hasta que se terminó la cinta. Años después, estando en el exilio, escuché a Eduardo y Mario [Larbanois & Carrero] cantando “Ayer crucé la frontera” y dije: “Qué linda canción”. Empecé a ensayarla, me encantaba. Cuando volví le dije al Bocha: “Pah, estoy ensayando ‘Ayer crucé la frontera’, esa canción que cantan Eduardo y Mario de Rugeles”. Y él me dice: “Pero si es tuya, abombao”. Era una de las que habían quedado grabadas en el casete que él todavía tenía, incluso una vez hicieron un recital sobre Machado con esas músicas que habían quedado registradas. Yo me había olvidado completamente.
O sea que, además de lo tallerístico, ya estaba esa cuestión con el registro.
No lo llamábamos taller, simplemente íbamos a tomar mate y a molestar; en cierta manera pensaba: “Venimos a embromar acá”. Y a escuchar discos, música de lo más variada. Mucha música riograndense; recibía mucho material de [João Carlos D'Ávila] Paixão Côrtes. De ahí sacamos cosas. Tradujo “João de barro”, “Te convido al sarrabalho”, cantidad de cosas de Paixão, que era un gran folclorista y se querían mucho entre ellos; lo sé por los discos dedicados que hay ahí [en el archivo de Benavides]. Era un momento mágico. Cuando hizo “Chote de don Tatú”, por ejemplo, recuerdo que tenía un banquito bajo con una máquina de escribir; llegué y estaba tecleando y contando las sílabas con la zurda. “Mirá esta música que cantaba mi viejo”. Ahí nace el “Chote de don Tatú”: la estaba escribiendo, con los tachones y esas cosas.
Digamos que iban y no se sabía con qué podía salir.
Cualquier cosa. El sonido de ese tocadiscos tan especial que tenía para mí era lo más grande que había. Un tocadiscos sencillo nomás, pero que sonaba muy bien. Podíamos escuchar, por ejemplo, a Simon and Garfunkel. Recibía mucho material. La música latinoamericana: ahí escuché a Violeta Parra por primera vez. Era un lugar que ojalá hubiera en cada pueblo. Ahí no había esquemas. Darnauchans evidentemente era un capo en cuanto a los idiomas y su inteligencia y agarró para el lado del rock y la alta poesía; a mí me gustaba más la música folclórica, pero no era ajeno a aquello, me gustaba, aunque no entendía lo que decía, no hablaba inglés y el Darno sí. Me gustaba Yupanqui, [Eduardo] Falú, ¡me gustaba Guarany! Cuando fue una de las veces a Tacuarembó lo escuché en la radio diciendo: “Bueno, esta noche vamos a trabajar para todos ustedes, esperemos que les guste...”. En la tarde fui a lo del Bocha y le dije: “Pah, ¿sabés lo que le escuché decir a Guarany? Que va a trabajar”. Y me dice: “Claro que va a trabajar, si va a cantar”. Para mí cantar no era un trabajo; siempre me pegaba esos guascazos el Bocha. Por primera vez me cayó la ficha de que ser músico era un trabajo, para mí era algo por lo cual no había que cobrar. ¡Qué cosa increíble!
¿Cuándo se te ocurrió que podías grabar un disco? ¿Era algo normal en Tacuarembó?
No. Eso era una cosa impensada. Eso fue idea del Bocha. Le escribió a Carlos Firpo, que tenía el sello América Hoy, y no sé qué le habrá dicho. Le propuso eso y como era Washington Benavides y Firpo conocía su obra… Vine a Montevideo un día y grabé el disco, pero lo armamos minuciosamente con Bocha, ahí estaba su cabeza. Después, nunca más hice otra cosa que aquello. Es decir, ahí estaba lo romántico, la alta poesía, Bécquer, Manuel Acuña, lo folclórico riograndense traducido, João de Vargas, “La chamarrita”, estaba la poesía de él —“El otro”, del libro Las milongas—; del otro lado hay un poema de Walter Ortiz y Ayala, que lo conocí gracias a él, y una canción dedicada al Che Guevara y Cuba, la “Habanera milonga”, posiblemente la primera canción que se hizo en Uruguay a Guevara, porque eso fue en el 68.
Es decir que ese modelo de trabajo de aquel primer disco es lo que seguís haciendo hasta hoy.
Eso es lo que quedó en mi cabeza: tratar de cantar textos de calidad y la amplitud musical, que después se agranda mucho más al estudiar en Holanda. Pero claro, hubo toda una etapa en la cual me escapé de las riendas a don Bocha.
***
Como la gran mayoría de los cantores populares de este país, Numa carece de gestos grandilocuentes. Cuando entabla una conversación, aunque sea de carácter autobiográfico, cuenta su vida como una obra coral y pone el foco en los otros, en maestros y colegas admirados, en sus tantos hermanos antes que en sus propias virtudes, que suele ocultar con gracia detrás de supuestas torpezas. Más que de estrella, la va de estrellado, como los personajes de Julio César Castro, Luis Landriscina o José María Obaldía, que cada tanto adornan sus programas radiales.
Lo cierto es que nunca pierde del humor, ni siquiera para recordar los tiempos revueltos de fines de los 60 y principio de los 70, tiempos de urgencias y barrigas flacas, cuando, con su primer LP —Del amor, del pago, del hombre / La alarma— en las gateras, llega a Montevideo, se incorpora al circuito del canto popular y comienza a militar de manera activa en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y el Movimiento 26 de Marzo, siempre con la canción como bandera. Aunque, como suele suceder, algunas banderas están mejor bordadas que otras.
¿Cómo llegás a Montevideo?
En el 68 empiezo a venir, a cantar en la vinería [de Los Olimareños] De Cojinillo y a cantar dentro del movimiento social de aquella época, con amigos que me alcanzaban textos muy directos, muy panfletarios.
¿Y Benavides qué decía?
Nunca me dijo que no cantara eso, nunca. Una vez que le escribí pidiéndole canciones más fuertes —entre comillas—, porque, claro, necesitaba textos violentos, me envió dos letras [“Seu Frankilin Olivera” y “La Padilla”] y una enseñanza: “No te olvides nunca de la gente como Frankilin Olivera, que tanto han hecho sin saberlo por la música, de la Padilla, que crio 14 niños y les dio un oficio”. Pero no me dijo “no cantes esto otro”. Nunca dijo “cantá lo mío”; eso es una de las cosas peligrosas hoy, esos profesores o guías que te dan sus cosas. Me alcanzó la poesía de Alfonso Reyes, de Circe Maia, de Olyntho María Simões. Pero acá cantaba muchas “cosas anónimas”. Los anónimos eran Daniel Vidart y algunos otros compañeros.
Igual, ese camino no lo trasladaste a los discos.
No. Nunca grabé eso, a no ser una canción en Suecia, cuando recién llegué, pero no era lo que yo quería cantar. Estaba un poquito obligado a cantar eso. Tenía 20 años y eso era lo que llegaba. Recuerdo un recital que di en el 71, en diciembre, en un teatrito que había en la plaza Independencia donde canté canciones de [Enrique] Estrázulas, de Mario Florián, de Gonzalo Rose, Rugeles, Circe, del Bocha y al final unos panfletazos, incluso una del Pepe Veneno, “Cielito del clandestino”.
Supongo que serían muy aplaudidos esos “panfletos”.
Fua... Me decía el Cebolla [Julio Estévez], un querido amigo que me hacía panfletos también. Al Bocha le causaba mucha risa que al escuchar las grabaciones esas, cuando terminaba una, primero se oía el ruido de las metralletas cuando las dejaban en el suelo y después los aplausos. Eran unas cosas tremebundas, pero bueno, había canciones dedicadas a compañeros que recién habían muerto, como [Manuel Ramos] Filippini.2 Se perdieron esos temas, nunca los grabé, siempre traté de grabar textos serios.
Contame cómo era la vida de este muchacho que viene de Tacuarembó y se instala en Montevideo a vivir de la guitarra.
Mi mentalidad todavía no se había alejado de aquello de que el canto no se cobra, cosa en la que estábamos muy contrapuestos con Zitarrosa, por ejemplo, que era un trabajador.
¿Qué hacías?
Y bueno, cantaba una vez por semana en la vinería de Los Olima e íbamos quedando debiendo en el boliche de la esquina hasta el fin de semana... Mucho arroz con huevo duro. La verdad que no pensaba en eso. Seguramente había amigos que traían algunas colaboraciones, pero nunca me importó el dinero: un problema que siempre tuve. En el exilio fue lo mismo. Después empecé a dar clases en Nemus, el conservatorio de Daniel. Primero me empezó a dar clases a mí, me regaló una guitarra; el segundo disco lo grabé con su guitarra, una Pereira Velazco, y después me regaló una. Y claro, me pidió que diera clases a los que empezaban; eso era una ayudita. Pero yo qué sé, no sé cómo vivíamos, para mí el canto era una militancia.
En tu libro Numa Moraes. De Curtina a La Haya decís que no valía la pena proyectar mucho, ya que en algún momento ibas a caer.
En un año. Un año era lo que te daban de posibilidad de estar fuera de la cana. Ibas con eso arriba y no pensabas mucho en el futuro porque era un año. Estábamos continuamente amenazados.
Pero vos te salvaste.
Zafé en ancas de un piojo, porque cuando quedé requerido ya estaba en Buenos Aires.
¿Estabas actuando?
Iba a actuar y volvía. En realidad, fui a dejar al gurí3 y a mi compañera de aquel momento, pero ahí me avisan “no vuelvas”. Siempre pensé que me dejaron salir. Porque Viglietti ya estaba preso, se había armado un gran lío con eso. Pienso, no sé. Me ayudaron muchos amigos para poder sacar pasaporte, para no ir yo a buscarlo y una cantidad de cosas. De ahí pasé a Chile.
¿Entonces en Buenos Aires no residiste?
No. Fui algunas veces a grabar, una con Estrázulas. Fue cuando grabamos los tres discos que quedaron prohibidos. Increíblemente, la primera canción que se grabó de Eduardo Darnauchans está en esas grabaciones. Un disco para niños y otro con poemas de Vallejo, Miguel Hernández, Benavides.
¿Cómo fue el arribo a Chile?
Ahí me ayudaron con plata China Zorrilla, Gelman también debe haber colaborado, el Tata [Juan Carlos] Cedrón. Fuimos por el sur de Chile, allá en los lagos cruzamos con el gurí, que cumplía un año, llegamos a Temuco y de ahí a Santiago, donde me reencontré con compañeros que ya estaban exiliados. Fui a vivir a la casa de unos chilenos primero. Cantaba en La Peña de los Parra, me daban unos pesos; incluso en cierto momento que estaba muy resfriado y no pude cantar me llevaron la plata igual. Después ya nos fuimos a los campamentos esos que hacíamos.
¿Cómo era La Peña de los Parra?
La peña era increíble. Ahí conocí a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Cantaba Ángel [Parra], Isabel [Parra], era un lugar mágico. Ángel me invitó a su casa. No tenía las mismas ideas políticas nuestras, tan violentas. Era del Partido Comunista, tengo entendido; de pronto tenía ideas más amplias que las que nosotros preconizamos en aquel momento, pero eran muy respetuosos y eran muy amigos de Viglietti.
Ahora sí, contame sobre esos campamentos.
En algún momento a alguien [del MLN] se le ocurrió que teníamos que ir a vivir en campamentos en la costa del Pacífico. Íbamos hasta Valparaíso, de ahí tomábamos un ómnibus y nos bajábamos a unos kilómetros, ahí estábamos acampados. Poco después me fui a Valparaíso a cantar a un festival, hicimos un programa de televisión con Viglietti, Marcos Velásquez y el Sabalero; prácticamente fue lo único que hice. Ahí me enteré de que me tenía que ir para Cuba, mientras volvía para el campamento.
¿Por qué?
Porque era inminente el golpe y los uruguayos éramos boleta.
¿Entonces partieron para Cuba?
Sí, pero sin los niños, no podíamos viajar con ellos. Alguien decidió que a la semana iban los niños y no era verdad. Después vino el golpe de Estado.
¿Y los niños se quedan en Chile? ¿Cómo se salvan?
Los salvaron los cubanos. Porque el Cebolla los tiró para adentro de la embajada de Panamá al Tato y a sus cuatro gurises. De esa manera los cubanos y Panamá los sacan. Un día aparece en Granma [Omar] Torrijos4 con el Tato bajando de un helicóptero.
¿Qué impresión te llevaste de la Revolución?
Tenía una gran admiración por Fidel, por supuesto, por el Che, por Camilo Cienfuegos, por todos. Le había cantado una canción a la Revolución cubana en el 68. Fue fabulosa la solidaridad. Lo único es que no funcionaba como cantor, porque no se tenía que saber por dónde andaba: yo era un tipo requerido acá, pero creían que me habían matado en Chile.
Incluso te dedicaron una canción acá.
Sí. Washington Benavides escribió un texto, la “Defensa del cantor”; Carlitos Benavides le puso música y la grabó Zitarrosa. Estando en Cuba recibo un casete de Zitarrosa donde me manda eso, me manda “Pepe Corvina”, “Doña Glyde”, el “Chote de don Tatú” y me dice que ya le avisaron a mi madre que estoy bien. Una cosa increíble. Tengo entendido que la noticia llegó el día de mi cumpleaños, el 28 de abril.
Qué situación para una madre.
Mi madre nunca creyó, porque no lo había sentido, decía. Ella trabajaba de cocinera; la destrataron bastante, pero al mismo tiempo una mujer de una fuerza increíble.
¿La perspectiva era quedarse en Cuba?
No. Era volver para acá.
¿En lo inmediato?
Sí.
¿Querían volver en plena dictadura para acá?
Sí, claro. Y los que volvían la quedaban. Pero un amigo cubano, que incluso me hizo grabar un disco, la peleó para que me mandaran a Europa a cantar y denunciar la situación. Incluso un comandante me regaló una guitarra, porque la mía se había hecho pelota. Y allá caí a Suecia. Ahí se da todo el lío dentro del MLN, todas las divisiones, y yo me fui para París dentro de uno de los grupos con la idea de cantar. Me contacté con Marcos Velásquez, con Viglietti y rescatamos al Sabalero, que había estado preso en España.
¿Cómo terminás en Holanda?
El Sabalero tenía que ir a cantar a Holanda. Estábamos en el sur de Francia en una gira con él y Marcos y el Sabalero no tenía ganas de ir: el vino del sur de Francia es un imán. Y dice: “¡Que vaya este!”. Y me mandan a mí. Allá caí en Holanda diciendo que el Sabalero estaba enfermo; me querían matar. Pero por casualidad, por esas cosas de la vida, esas rarezas, se estaba por editar La patria, compañero, mi tercer disco. Cosa que yo no entendía bien. De casualidad conocí a quien había llevado la cinta, Konrad Boehmer, un compositor alemán que vivía en Holanda y trabajaba en el Conservatorio Real de La Haya. Me puse en contacto con él para colaborar en la traducción de los textos. Un tipo sensacional, que hablaba muy bien español. Me dio por preguntarle la posibilidad de estudiar en el conservatorio y me dice: “Mirá, el jefe de cátedra es un uruguayo”. Era Antonio Pereira Arias, que había sido profesor de mi primer profesor; esas cosas raras de la rueda de la vida. Recuerdo que fui con un susto bárbaro, Konrad Boehmer abrió una puerta y dijo: “Tono, acá tenés un coterráneo” y me tiró para adentro. Y ahí quedé frente al maestro, alumno de Segovia, un capo. Me miró raro, había oído hablar algo de mí, no sé si Viglietti le había hablado; el asunto es que me pidió que tocara algo, toqué y me dijo: “Hay que estudiar, pero aquí no me venga con cancioncitas”. Y ahí estudié ocho años. Fue fabuloso. Me terminé de diplomar en el 84. Muy emocionante. Nada menos que Antonio Pereira Arias me abrazó llorando. No podía creer que un abombao como yo se recibiera. Fue de mucho trabajo, me dediqué a estudiar ocho horas por día.
Además de los estudios, ¿seguiste cantando?
No dejé nunca de cantar. Andaba de acá para allá denunciando lo que pasaba en Uruguay, en todos lados. Fui a Italia, África, Angola, Venezuela, Panamá, Cuba y en Europa andábamos continuamente. En Holanda hice música para alguna obra de teatro también. La actividad era muchísima.
El exilio un día te encuentra en Australia y te llama Omar Gutiérrez.
¡Sí! Allá tenían un contacto con su programa, El búho, que era de madrugada. Me llevaron a una radio, iban a tomar contacto con él, pide para hablar conmigo y me hace escuchar “Nenena”. Ahí me dice: “¡Te levantaron la censura!”. Increíble, fue Omar el que me lo dijo.
En el 84 entonces se te juntó la emoción de recibirte y la del regreso.
Y el embarazo de Milo, mi hijo holandés. Podría haberme quedado. Fue más difícil el desexilio que la salida.
¿Por qué?
Porque de acá salías o la quedabas, preso o te limpiaban. Mientras que allá... Tenía trabajo, porque tenía diploma para trabajar en cualquier conservatorio holandés; estaba bien, podría haber trabajado perfectamente allá. Pero había un detalle: había cantado por la vuelta, no podía quedarme cantando “La patria, compañero” allá. Fue todo un tema, aunque nunca había deshecho del todo la valija. Igual para mi compañera y todo eso fue todo un lío. Pero no había otra, si no tendría que haber dejado de cantar. Esa era la opción.
Y esos primeros meses de la vuelta me imagino que deben de haber sido muy efervescentes.
Terrible. De tocar Bach, Leo Brouwer a cantar todos los días en comités. La efervescencia, la gente que venía a verte, que conocías todavía; era de emoción tras emoción. La primera vez que fui a cantar a Tacuarembó, ver a Circe Maia en las primeras filas, mi madre, mis hermanos... fabuloso. Después ir a cantar por primera vez a Curtina, recorrer el Uruguay, impresionante. Y a la vez trasegar desde Holanda las cosas y a la gente, al gurí. Después se aplacó la cosa. En un momento como que ya no éramos necesarios, ya había pasado la dictadura. Lo mismo que pasó en España y Portugal.
¿Se te complicó desde el punto de vista económico?
A mí no, en realidad. Empecé a dar clases, siempre tuve la posibilidad de dar clases y estudiar. Fue siempre así, entonces no fue tan cruel como para otros compañeros que dependían solamente del canto.
Zitarrosa, por ejemplo.
Claro. Él dependía de las actuaciones y además pregonaba que tenía que cobrar más porque si no qué iban a cobrar los otros. Tuvo momentos complicados. No teníamos sellos, nos echaron de los sellos. Nos encontrábamos todos los días, vivíamos a unas cuadras [en Malvín], iba por casa o en el boliche a comer. Ahí surge la idea de grabar juntos. Fue un tipo entrañable, de un corazón enorme.
¿Cómo es la historia de ese disco?
Un día fue por casa, yo me estaba separando de mi compañera, se volvían para Holanda con Milo. Alfredo me dijo: “Si tenés que irte, andate, yo lo voy a entender, pero yo no me voy más de esta tierra, nunca más”. Estábamos sentados en el fondo de casa y golpeó con las dos manos en el suelo. Y le dije que yo tampoco. “Entonces vamos a grabar un disco juntos”. Él me quería mucho y yo lo admiraba y lo quería como a un hermano mayor. Primero hicimos una canción, “Así nomás”, una música que yo tocaba como solo de guitarra y a él le gustó; me pidió para ponerle letra y apareció con ese texto precioso, que justamente habla sobre la separación. Después se le ocurrió grabar cuentos: creía que no podía cantar más, se le había puesto eso en la cabeza. Hablamos con Benavides, que también escribió. Lo grabamos, pero sin sello, a puro esfuerzo nuestro y de Leonardo Palacios, que hizo los arreglos y no cobró un peso. A nadie le interesaba. Alfredo quería hacer un sello, el Mandinga. Hicimos una reunión y todo, estaban Los Olimareños, Darnauchans, [Manuel] Capella. Al final se murió el loco, el 17 de enero de 1989, y ahí sí apareció el sello. Le cedí todos mis derechos a la familia y ellos arreglaron con Orfeo. Pero Sobre pájaros y almas es un disco que no ha caminado mucho —salió en Chile, tengo entendido—, un disco muy político, habla del comunismo y cosas así, peligroso.
De Palito Ortega a Daniel Viglietti
¿Cómo ves el panorama del folclore, con esto de que todo tiende a festivilizarse?
Es complicado. Cuando era muchacho, de 16 o 17años, estaba El Club del Clan. Imaginate que eso era algo que a nosotros nos causaba mucha risa, pero compré un disco, uno con Palito Ortega, Johnny Tedesco, Leo Dan; alguna vez lo escuché. También me compré un disco de Los Wawancó, pero no se me ocurría cantar pavadas así. Hoy tenemos el mismo problema: hay gente muy valiosa, pero no tiene difusión. En aquella época Los Iracundos, cualquiera de estos muchachos de El Club del Clan llenaba los bailes, hacía bailes; hoy pasa lo mismo, pero a otro nivel. Los festivales de folclore se llenan de música tropical o más o menos tropical, porque si vos escuchás al Trío Matamoros o lo realmente tropical se te caen las medias; esto es una cosa de contexto muy liviano. Y lo que se llama folclore —que no es folclore, porque el folclore es lo anónimo— no tiene que decir nada, porque para decir, para cantar algún texto de calidad, de Benedetti o de Circe Maia, para cantar “Otra voz canta”, por ejemplo, o un texto de Viglietti, censurado actualmente en muchos lugares, te la jugás con los dueños de los festivales y con los que mueven la cosa.
¿Por qué decís que Daniel Viglietti está censurado?
Por la canallada que hicieron después de su muerte.(1)
¿Decís que hay una especie de silenciamiento?
Sí, no pueden ni nombrarlo. Pero es un innombrable que se va a nombrar a través de la historia.
¿Cómo viviste ese asunto? Con mucho dolor, con mucha rabia; conocemos a la hermana, a la familia. Con mucha desilusión, pero siempre con aquello de que fue el músico más importante del siglo XX del Uruguay. No hablo solamente de la música popular, está más allá: fue un músico inmenso, un creador increíble.
(1): La denuncia de violación realizada por el periodista Nelson Díaz en 2020.
En los 90 nace tu hija Cecilia Guidaí, pero además hiciste de todo.
Sí. Se me ocurrió trabajar la misma línea que el primer disco: poesía, pero también lo fronterizo y con Benavides. Entonces llamé a Abayubá Rodríguez, el gran bandoneonista de Tacuarembó, alumno de René Marino Rivero, que tenía un tesoro de músicas anónimas y cosas increíbles. Al Benavides ponerle texto, aquello adquiría otro nivel. [De punta y hacha] fue un disco precioso, me encantó trabajar con Abayubá. Trabajamos un tiempo actuando también, con él y con Julio Corrales. Después armé un grupo con mi hijo Tato, con batería, guitarra eléctrica, teclado, todo eso.
El Macandal.
Sí. Ahí fue que grabé el “[Romance de] Gerineldo y la infanta”. Estaban Urbano Moraes, [Martín] Muguerza, una cantidad de nenes.
¿Cómo es la experiencia de tocar con tu hijo?
Uf, era complicado porque eran muy bandidos, me hacían la vida imposible: si teníamos que salir a las 5.30 en un ómnibus de Tres Cruces, 5.29 los hijos de puta no aparecían, estaban escondidos. Pero yo me divertía mucho también, nos matábamos de la risa.
Debe haber sido muy disfrutable.
Imaginate, porque los locos tocan como los dioses. Hay mucho de improvisación a veces.
Por momentos es muy jazzero ese disco.
Claro. Bueno, en “Numen”, un texto de Luis Palés Matos, no me dejaron tocar la guitarra: “No no, vos no sabés nada”. Y ta, tocaron ellos: el candombe suena a candombe, si yo metía la guitarra iba a sonar cualquier cosa.
Por esos años también empezaste a hacer radio. ¿Cómo surge ese oficio?
Siempre había tenido esa idea. En Holanda me dediqué a juntar grabaciones de todo lo que llegaba de Latinoamérica, todo lo que podía conseguir, a numerarlo y ordenarlo sin saber bien por qué. Viglietti hacía radio; era muy buen locutor, había estudiado eso, era un capo. Zitarrosa era un tipo de radio. Entonces se ve que por ahí yo tenía la idea de hacer un programa y en cierta manera lo hablamos con Alfredo en el 88. Al final, en el 90 empezamos en radio Fénix, yo sin ningún oficio, pero con mucho material, bien cuidado. En eso sigo hasta hoy.
Siempre con la intención de divulgar.
¿Para qué me voy a quedar con eso? No te da la vida para escuchar todo lo que tenés, cosas fabulosas.
En ese derrotero radial estuviste muchos años en la programación del Sodre con el programa El sonido de todos. ¿Qué sensación te dejó tu partida de Emisora del Sur en el comienzo de este gobierno?
Era una idea maravillosa la de que los cantores tuviéramos un lugar, una radio, una FM donde divulgar. En mi caso ya tenía programas, pero otros que tienen sus gustos y su amplitud de cabeza empezaron ahí. Estaban Rubén Olivera, Pablo Estramín, Vera Sienra, todos con distintas visiones. Roberto Darvin, que sigue. Estaba cantado que no era una cosa bien vista. A mí me ofrecieron quedarme bajándome el sueldo a la cuarta parte más o menos, pero yo ya fui con la idea de que no iba a seguir. Cuando me ofrecieron eso les dije: “Muchas gracias, mañana los llamo”. Entonces comenzamos con el maestro [Alfredo] Escande una radio online, La Nueva del Sur, y ahí seguimos.
Volviendo a la música, ¿tenés perspectiva de grabar nuevo material?
Lo que pasa es que ha cambiado tanto el asunto. Estaba componiendo ahora unas músicas sobre textos de Orfila Bardesio, la madre de José Fernández Bardesio, el guitarrista, una poeta impresionante de Treinta y Tres que ya murió hace muchos años. He estado componiendo eso y pienso grabarlo, pero para mandárselo al hijo. Porque hoy grabar un compacto ya pasó a la historia, se han grabado los últimos recitales y eso. Viste que hay plataformas donde vas saliendo y yo ni me entero. La verdad que me cuesta.
En gran medida has compuesto mucho más de lo que has grabado.
Últimamente estoy más haragán, pero en una época era continuo y por eso hay miles de casetes ahí grabados con pedazos de canciones. No he sabido hacer otra cosa que música, mala o buena, pero música. Quizás algo de lo que siempre tuve el deseo, pero no es fácil, fue escribir.
Hiciste algún intento.
Hice. Pero después de cantar a Miguel Hernández, Benavides, Circe Maia es bravo. Además, es lo que uno se da cuenta: escribir es muy difícil. Uno puede tener miles de ideas, pero llevarlas a poesía no es fácil. Sin embargo, ves a alguien que de pronto tiene muy poco bagaje cultural y te escribe textos y canciones preciosas. Es algo que se tiene. Yo lo que sí puedo hacer, dentro de mis limitantes, es descifrar la música de un poema, eso es lo que hice toda la vida. ¿Te canto algo, querés?
***
Cae la tarde en Paso de las Duranas. El silencio es apenas interrumpido por el canto de algún zorzal o del camión de las garrafas, que repite “Para Elisa” hasta el hartazgo. Luego de dos horas de charla, Numa agarra la guitarra que esperaba en un rincón, ansiosa, junto a un atril lleno de partituras.
Además de la amatista, aquel espacio de techo alto y a dos aguas que oficia de living tiene pocos elementos, pero significativos. Una vieja radio de madera, un cuadro con la letra de “Defensa del cantor”, otro con el afiche de un espectáculo, la placa que recuerda la distinción como ciudadano ilustre de la ciudad de Montevideo que recibió en 2008, un banquito de pie que perteneció a Osiris Rodríguez Castillos con su nombre grabado, una esculturita de Zitarrosa que a primera vista parece Isidoro Cañones, botellas y otros objetos antiguos, todo en su justo orden.
En el fondo de la morada, en una especie de apartamento, funciona la otra cara del león: el estudio donde conviven su archivo personal, más el de Benavides y algún otro que ha sabido heredar. Entre los miles de discos y libros que tamizan las paredes, emerge una especie de isla con todo lo necesario para grabar sus programas radiales. También hay guitarras y otros instrumentos, recuerdos y dedicatorias, en el caso de este espacio, todo desordenado de manera exquisita.
En un rato nos perderemos como niños en una juguetería, pero antes, aún en el living, con la puerta y las ventanas bien abiertas por el calor, el cantor canta, fuerte y sin concesiones, como toda la vida, ya sea en un estadio para una multitud o en una escuelita rural a beneficio. “Yo tengo tantos hermanos, que no los puedo contar, / cada cual con sus trabajos, / con sus sueños cada cual, / con la esperanza delante, / con los recuerdos detrás. / Yo tengo tantos hermanos, / que no los puedo contar…”. Cae la tarde en Paso de las Duranas. En el zaguán, bajo la sombra de una santarrita, Osiris, el gato, duerme tranquilo.