El séptimo long play de Los Olimareños se abre con la irrupción de una víbora:
Cargada de veneno va la yarará...
Hay cierta dureza precisa en esa canción de menos de dos minutos que no es más que una imagen, tres o cuatro detalles exactos de una imagen (el rayo del colmillo, el ojo duro y fijo, y poca cosa más) recortados por el bordoneo recurrente del riff. Una serpiente venenosa es la síntesis más potente de lo acechante: es el emblema perfecto de la amenaza que nos desquicia, que no nos deja vivir despreocupados. Es el reptil, viscoso y emboscado, que nos trae noticias de la muerte desde el capítulo 3 del Génesis hasta la eficacia inmunda de aquella apertura de Quiroga: “El hombre pisó algo blanduzco y en seguida sintió la mordedura en el pie”. Y ahora, en 1971, otra víbora o la misma asomaba activando el desasosiego y fastidiando el confort de una estrategia de interpretación: la mía. Entonces yo era un niño de Treinta y Tres que, como podía, había ido ensamblando una hermenéutica. Estaba equipado, como todo el mundo, por los contenidos de la escuela: el mínimo común múltiplo, de este don sacrosanto la gloria, las invasiones inglesas, Platero y yo, Abadie y Zarrilli. Por otro lado, como por defecto, contaba con el magma de la cultura de masas: las historietas de DC traducidas en México por la editorial Novaro (pero también las argentinas de Torino y de Dante Quinterno) y la programación aleatoria de los cines del pueblo: Johnny Weissmuller o Los diez mandamientos, Sabú o Palito Ortega o Bud Spencer & Terence Hill. Las radios nacionales y locales proferían sin cesar una banda de sonido cada vez más abigarrada y ecuménica en la que, además de Gabriella Ferri, Los Wawancó, “My Sweet Lord”, “Caballos verdes” y el Sexteto Electrónico Moderno, sobreabundaban los folcloristas. Cuando recién comenzaba mi escolarización yo podía identificar fácilmente a Horacio Guarany, a Cafrune, a Falú y a Atahualpa Yupanqui; y podía discriminar sin confundirme entre Los Fronterizos, Los Quilla Huasi, Los Chalchaleros y hasta Los Trovadores del Norte. Entre los uruguayos (Zitarrosa, Anselmo Grau, el Sabalero, Marcos Velásquez), Los Olimareños, claro, eran hegemónicos. Pero ellos formaban parte de ciertas liturgias de iniciación que yo ya consideraba más solemnes y sofisticadas. Mi desconcertante encuentro con “La yarará” (track 1 de la cara A de Todos detrás de Momo) ocurrió en el living de la casa de mi abuela, ante un pequeño tocadiscos monoaural marca Punktal, en el que entre otras músicas escuchábamos, ni bien llegaba, cada disco de Los Olimareños. Unos años antes, en aquel lugar y en aquel aparato habíamos emprendido la exploración familiar del LP Quiero a la sombra de un ala (Orfeo, 1966). La tercera canción del lado B es “La despedida”, una de las tantas zambas de Víctor Lima. Este es el estribillo:
Vive bien el que está arriba
Vive mal el que está abajo
¡Qué lindo se viviría
Sin arriba y sin abajo!
El modo delirante en que los niños representan el mundo suele estar determinado por la interpretación literal de enunciados figurados o poéticos. Cuando escuché aquellos versos estuve fantaseando con un universo inconcebible, tal vez parecido al de los astronautas ingrávidos que todavía no habían empezado a aparecer flotando en las pocas pantallas de Treinta y Tres. Aquel deseo irracional de vivir sin arriba ni abajo debía de ser algo serio: estaba legitimado por la complejidad delicada del artilugio, por entonces nuevo, que lo emitía: la púa sutil, el disco brilloso y quebradizo, una luz semiesférica como un diminuto domo rojo que se encendía al poner en funcionamiento el tocadiscos. Yo sabía, además, que, más allá de su reproducción técnica, aquella pretensión de abolir el espacio provenía de una entidad que existía del mismo modo prestigioso e impreciso que Hopalong Cassidy o Dios: Los Olimareños. Entonces pregunté cómo se podría vivir así, por qué razón tendría que ser lindo vivir de esa manera. Mi tía Mirta, que era la dueña del tocadiscos, la que compraba y discutía cada nuevo disco de Los Olimareños (y también Abbey Road, María Helena Walsh, Cortázar), me informó acerca del significado social de aquel estribillo de Víctor Lima. No sé si ella, como estrategia pedagógica que de algún modo solapara el sentido literal con el figurado, señaló que arriba era el edificio Premier, el más alto del pueblo, el único con ascensor y portero eléctrico: el lugar de los ricos. Y abajo (¡ay!) vendría a ser el lugar en donde estábamos nosotros escuchando el disco de Los Olimareños, en la calle Juan Rosas, donde no había hormigón y abundaban los pozos negros, cerca de una laguneta llena de sapos y garzas rosadas. Es probable que haya sido yo quien agregó esa localización concreta de lo alto y lo bajo. Más tarde, ya en casa, mi madre se mostró molesta por aquella intervención didáctica de mi tía: no debería haberme dado, al menos tan pronto, la mala nueva de que vivíamos en un mundo inarmónico.
Lo cierto es que fue una anagnórisis importante. No tanto por haberme indicado la existencia de la injusticia social (asunto que desde entonces no he hecho más que deplorar), sino por haberme provisto de una manera de leer: había que salir en busca de la literalidad escondida debajo de los tropos. Naturalicé pronto esa actitud y me di cuenta de que mucha gente la practicaba, sobre todo cuando escuchaba a Los Olimareños u otros intérpretes de lo que entonces se llamaba folclore. “Tierra aromada de naranjales en flor” significaba Salto. “¡Ha cortau como pa diez!” quería decir que alguien fue arrogante o demasiado pretencioso, “hay un coraje negro de tristeza” tal vez simbolizaba la muerte de Martín Aquino. Eran los años 60 del siglo pasado y el tiempo pasaba rápidamente: estaba repleto de acontecimientos. A impulsos de ese modo de devenir vertiginoso e inaudito la gente cambiaba: se acortaban las polleras, se alargaban las patillas, los muebles y los autos empezaban a llenarse de ángulos y flores. Se suscitaban cosas y palabras nuevas: módulo lunar, tupamaro, Coprin, psicodélico. Entonces, la nueva manera de leer o escuchar era uno más de esos acontecimientos desusados, o era una consecuencia de las demás novedades. Que un escolar pudiese ejercer sin dificultades este tipo de exégesis sugiere que era bastante elemental: una especie de alegorismo pueril, una linealidad medieval de la lectura. Se trataba de acechar las letras de las canciones para descubrir en ellas enunciados válidos, que generalmente informaban acerca de lo horrible que era el mundo o incitaban a cambiarlo. Más o menos así funcionaba la recepción por parte del público de un género que venía mutando del folclorismo a la nueva canción o canción de protesta. Yo había pasado a instalarme con cierta comodidad en una comunidad interpretativa. Aquel confort nos duró poco. De repente Los Olimareños interrumpieron las inercias de la comunicación arrojando una víbora viva sobre la mesa.
Cargada de veneno va la yarará (bis)
Con la lengua volando, ja ja ja
Relumbrándole el lomo de relumbrar (bis)
Y el rayo del colmillo, ja ja ja
No la pises que se enrosca (bis)
No la vayas a tocar (bis)
Cargada de veneno va la yarará (bis)
Con la lengua volando, ja ja ja
El ojo duro y fijo a quién mirará (bis)
La cabeza chiquita, ja ja ja
No la pises que se enrosca (bis)
No la vayas a tocar (bis)
El texto no puede hacer otra cosa que hacerse cargo del prontuario semántico de la serpiente, tan largo como la civilización. Se trata, entonces, del mal. Para la interpretación forzosamente conectada a la política (que, como se ha dicho, pululaba entre el público de Los Olimareños en los 70) la yarará sería, tal vez, la inminencia de la dictadura, o la rosca oligárquico-financiera o, más vagamente, una atmósfera de crisis y peligro que en cualquier momento podía pasar de la potencia al acto no se sabía sobre quién de nosotros. La referencia a “la cabeza chiquita” era acaso una advertencia sobre la irracionalidad de aquel bicho bífido y lábil cargado de veneno. Pero, si todo esto era así, por qué se la celebraba o —en todo caso— se la escarnecía (ja ja ja). Por qué no estaban allí la impostación solemne de la denuncia, el desafío hecho con cierto enojo amargo o engolamiento sublime propios del género. También resultaba desconcertante que, en lugar de la esperable arenga que nos estimulase a enfrentar a aquel reptil horrible, fuera cual fuera su equivalencia política, el estribillo final instaba al oyente a no provocarla: “no la pises que se enrosca / no la vayas a tocar”; mejor es no meneallo.
Seguramente la interferencia que obtura cualquier conexión fácil entre el plano real (la imagen concreta de una yarará) y un posible plano imaginario (vaya a saber qué ideación abstracta, posiblemente de índole política) es una cuestión técnica: tiene que ver con lo lírico, con lo musical, con la performance de los cantantes y hasta con la posición inicial de la canción en el disco. “La yarará” es breve (1.56) y poéticamente densa. Creo que la imagen más potente es la metáfora de genitivo del cuarto verso, reforzada por la aliteración:
Y el rayo del colmillo...
A la intensidad de ese flash venenoso le sigue la anomalía de un polipote1 raro, casi agramatical:
Relumbrándole el lomo de relumbrar...
La reiteración que propone esa figura no sólo es un énfasis que destaca la imagen del brillo fugaz (el relumbrón), sino que llama la atención del oyente sobre la naturaleza poética de lo que está escuchando. Hay una ruptura en la economía del mensaje intervenido por una extrañeza redundante que no sería aceptable en otra situación de comunicación. Esa cantidad de significado disfuncional o sobrante es lo que produce el efecto poético. Si —como en una especie de traducción— fuese legítimo resolver el sentido de este verso en un enunciado razonable y más o menos equivalente, yo diría que es una frase del tipo de “humeándole la cabeza de furia” o “ardiéndole la cara de vergüenza”. Esto es: una emoción o un sentimiento generan una respuesta física que se expresa de un modo exagerado. Pero en el caso de “La yarará”, el lomo de la víbora no relumbra de rabia, ni de deseo, ni a causa de ninguna afectividad. La serpiente brilla gratuita y arbitrariamente, porque sí: relumbra de relumbrar. Esto nos recuerda que estamos frente a algo radicalmente inhumano. No sólo porque se trata de una víbora, sino porque se trata de una víbora falsa, probablemente de cartón piedra, parte de un desfile felliniano que comenzó a funcionar para nosotros cuando pusimos la púa sobre el primer surco de Todos detrás de Momo.
El oyente primerizo recién se está enterando de estos artificios. Las primeras incomodidades o sospechas fueron anticipadas por la cubierta. Aunque es un único disco, el formato del sobre es de álbum doble. No hay anverso ni reverso: Pepe Guerra en una tapa, Braulio López en la otra. Son primeros planos muy grandes y de alta definición. Sólo las caras pintadas según el emblema clásico del teatro: Guerra es la máscara trágica, López la cómica. El título del disco y el nombre del artista están en una tipografía inusualmente austera, pequeña, que prescinde de las mayúsculas. Y el interior contiene —por única vez, que yo sepa, en toda la discografía del dúo— las letras de las 23 canciones de la obra. En ese reverso de la cubierta también vemos el blanco y negro de una foto casual (creo que se las llamaba instantáneas) de los músicos con sus instrumentos en un living pequeño burgués de aquellos tiempos: Guerra, López y los percusionistas Coco Portugués, Liberato Brescia, Pocho Silva y Zurdo Acosta, integrantes de la murga Los Nuevos Saltimbanquis. Es notoria la cuidadosa operación de diseño gráfico, la intención de ir más allá del mero packaging y estetizar también la dimensión visual. Nada de eso era frecuente —ni aceptable, tal vez— en el marco interpretativo que por entonces se llamaba despreocupadamente folclore, en el que se inscribían, sin cuestionamientos, Los Olimareños. Entonces, cuando aquel oyente inicial —que yo mismo recuerdo haber sido— pone por fin a girar el long play, prorrumpe el traqueteo veloz de una batería de murga que despliega acrobáticamente sus redobles.2 Cuando bombo, platillo y redoblante cesan, empiezan a oírse las guitarras y una milonga —“La yarará”— se va entretejiendo en la percusión. Probablemente el público de Los Olimareños ya había naturalizado lo que a partir de “Al Paco Bilbao” (en Cielo del 69, de 1970) Ruben Lena había calificado como “canción carnavalera”. Se trataba de la fusión del ritmo de batería murguera con la instrumentación y el timbre propios del folclore: una adaptación de ese ritmo a las guitarras españolas que de algún modo tratan de reproducir lo que tocan los percusionistas. El caso de “La yarará” es diferente: se trata (como tantas otras canciones del dúo) de una milonga con el sonido roto de un riff tocado con el pulgar en las cuerdas graves. Lo que ocurre es que esa milonga —sin dejar de serlo— está intervenida por la marcha camión, como avasallada por el carnaval. Quizás la decisión —a mi juicio acertada— de no incluir un bajo hace que la percusión no se amalgame totalmente con el milongueo rural de las guitarras, de modo que el oyente perciba con claridad la índole híbrida de la canción. Se manifiesta así el procedimiento murguero que se apropia de canciones de cualquier género y las inscribe en la cuadrícula de su rítmica.
Todos detrás de Momo está sometido a una operación de extrañamiento. Es la inaudita conceptualización carnavalizada de Los Olimareños. De repente, Ruben Lena había arrimado los descalabros de la vanguardia a un género que todavía no se conocía como canto popular y que ya había dejado de parecerse a aquello llamado folclore. “La yarará” y las 22 canciones que vienen a continuación dejaron en claro la pobreza de un modo duro y lineal de la recepción. Cuando el tema termina se oye a Pepe Guerra gritando con entusiasmo el título del disco. Pero hace más de medio siglo, cuando nos disponíamos a escuchar (ordenadamente, surco por surco, como era preceptivo entonces), no sabíamos que aquella arenga de cuatro palabras era el leitmotiv que con matices y entonaciones distintas aparece para cerrar cada canción.
Tampoco sabíamos que lo que estábamos empezando a oír era una especie de Sgt. Pepper’s del Uruguay.
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. “Consiste en repetir la parte invariable de una palabra (el lexema de un nombre o de un verbo), sustituyendo cada vez alguna de sus partes variables (algún morfema derivativo y/o gramatical), por lo que en español con mayor frecuencia se ha llamado derivación al poliptoton latino, que algunos traducen como...” (Beristain, 136). Recuerdo tres ejemplos de esta figura retórica en canciones de Darnauchans: “…y sus manos desataban / —ñudo añudado— su ser” (“El nudo desatado”, en Sansueña, de 1979) y “...en que cansabas tu cansancio...”, “...para espantar espantos...” (“Pago”, en Zurcidor, de 1981). ↩
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Hace ahora más de 50 años, por los tiempos en que se publicó Todos detrás de Momo, el carnaval era más una fiesta plebeya que un espectáculo de masas. En Treinta y Tres había murgas (Andá a Cantarle a Gardel, Los Alegres Profesores, Los Titulados sin Diploma) que estaban remotamente lejos de la gentrificación de ahora. Creo recordar que la actuación de una murga sobre el tablado siempre empezaba ritualmente con una presentación de la batería (que era también una exhibición de la destreza de los ejecutantes) del tipo de la que abre el disco. ↩