Supe de Pamela por los diarios una mañana de 2008, concretamente el domingo 4 de mayo. Pamela tenía 11 años y su cuerpo apareció semidesnudo en un descampado a menos de 50 metros de su casa, en una cooperativa de viviendas del barrio Los Aromos de Maldonado. La habían violado al parecer y luego, se dijo, la mataron clavándole una estaca en la nuca. La noche anterior los vecinos de la cooperativa escucharon a los perros ladrar, pero pensaron que sería un ladrón de bicicletas. Al otro día a las siete uno de los vecinos, al ver que su perro seguía ladrando en dirección al descampado, cruzó a ver qué pasaba. Y junto a una cuneta encontró a Pamela.

Lo primero que se supo es que la noche anterior, el sábado, los padres (o, mejor dicho, la madre y el padrastro) le habían prohibido ir a un baile, y la mandaron a la cama a las 23.30. Pamela se encerró en su cuarto, esperó un rato, se cambió y se escapó por la ventana para ir a bailar.

Se supone que fue al baile. En algún momento decidió volver a su casa, de madrugada. Y en algún momento de ese regreso solitario alguien la interceptó y la dejó tirada en ese descampado, rota, sin vida.

Los medios se tiraron arriba del tema como perros hambrientos sobre una codorniz moribunda. Los días siguientes se fueron llenando de detalles tristes, atroces, indignantes, incomprensibles. Y sobre todo morbosos. Un diario montevideano remató una de las notas sobre el asesinato con la siguiente canallada: “También habría quedado asentado que la menor deambulaba de noche y de día por las calles mucho más de lo que se presumió al comienzo de la investigación, y que su triste y precoz vagar la habría llevado a lugares poco propicios para su muy corta y escasa edad”. La culpa, se sobreentiende, era de la niña, por vagar.

Más detalles trágicos fueron apareciendo. A las tres y media de la madrugada Pamela llegó a llamar al 911 para pedir ayuda. La llamada se cortó, y de todas maneras había ido a parar a la central de Montevideo y no a la de Maldonado. Mal hubiera podido explicar dónde estaba y cómo ir a rescatarla.

A primera vista Pamela era una niña normal, de un hogar normal de un barrio obrero de Maldonado. Estaba escolarizada, tenía amigos, vivía con una familia ensamblada. Su padre había muerto años atrás, su madre estaba en pareja de nuevo y en la cooperativa convivían ella, su nueva relación, Pamela y su hermano. La madre trabajaba en un supermercado, el padrastro eventualmente en la construcción, o haciendo changas.

La policía comenzó a investigar a la familia. Es lo que siempre hacen. Según su lógica, en la mayoría de los casos (dicen) los familiares son culpables, así que empiezan a presionarlos. Si resulta que no son culpables, bueno, mala suerte, habrá que caminar un poco más lejos.

En este caso en particular, la familia era inocente de matar a la niña. Pero no de otras cosas.

De a poco se fue desmadejando una historia horrible. A Pamela se le realizaron dos autopsias. La primera mostró que no había sido violada, aunque sí había sido abusada antes (uno de los diarios que cubrieron la noticia durante meses se regodeó repitiendo en cada puesta a punto que habían abusado de ella “vaginal y analmente”, como un mantra morboso, cada día, en cada recuento del hecho, hasta que se enfrió la noticia), y aclaró cómo la habían matado, golpeándola con salvajismo antes de rematarla con la estaca en la nuca. La segunda autopsia demostró que la niña había sido abusada regularmente, durante años.

“La familia”, dijo la policía de inmediato, y esta vez tenía razón. El padrastro, apodado el Pechuga, confesó los abusos. Desde hacía años. Y peor: acostumbraba compartir a su víctima con un amigote apodado el Huevo y quién sabe con quién o quiénes más. La madre y el resto de la familia y los vecinos no sabían nada, no sospechaban nada. Pero esa era la vida secreta de Pamela, desde vaya a saber cuándo hasta la noche en que la asesinaron.

El Pechuga marchó preso. Ya debe estar libre por estas fechas. Del Huevo, al menos en la prensa, no se supo más. Pero faltaba averiguar quién había matado a Pamela, y de eso no había indicios. La policía rearmó todos sus pasos hasta que se fue del baile, dilucidó que no había sido asesinada en el descampado donde apareció sino en otro lugar no identificado, encontró cabellos bajo sus uñas, registró a sospechosos cercanos a la niña o la familia y hasta hizo pruebas con luminol, ese líquido que se ve en las películas, que se rocía sobre superficies sospechosas y al iluminarse con luz ultravioleta delata la presencia fantasmal de sangre (en realidad, reacciona al hierro de la hemoglobina).

El luminol no delató nada.

Lo único que aparecía eran detalles de la corta y angustiosa vida de Pamela. A medias una niña más, a medias la víctima recurrente de abusos intrafamiliares. Los medios siguieron la noticia mientras hubo detalles morbosos nuevos. Aparecieron algunas fotos de Pamela, incluida una en la que aparece parada junto a un arbolito de Navidad apenas unos centímetros más bajo que ella. Ojos oscuros grandes e inocentes, pelo lacio, sonrisa incómoda, una remera blanca. Una niña más.

Cuando dejaron de aparecer detalles nuevos, los medios abandonaron el tema.

Los meses pasaron y se convirtieron en un año. El 4 de mayo de 2009 la madre de Pamela, quebrada, dolida y abandonada por todos, trató de organizar una marcha pidiendo justicia para su hija muerta.

A la marcha no fue nadie y debió suspenderse.

Pero el fracaso tuvo resultados inesperados. Tres hermanas de un barrio cercano se enteraron de la convocatoria suspendida y del motivo, y ataron cabos. Las tres habían sido abusadas años atrás por su padrastro, un exfuncionario municipal llamado Óscar Ayusto Olivera, de 70 años en esa fecha. Ayusto había desaparecido de todos los lugares que frecuentaba luego de conocido el crimen de Pamela. Y pocos años antes había sido procesado por intentar abusar de una menor. Las tres hermanas denunciaron al sujeto, la policía se reactivó, lo detuvieron el martes 19 de mayo de 2009 y ese mismo día consiguieron que confesara el asesinato.

Uno ve películas sobre procedimientos policiales y es normal la escena en que el jefe manda a sus subordinados a investigar a “los sospechosos habituales”. Al parecer la policía local, al menos la de Maldonado, no trabaja así. Ayusto vivía a pocos kilómetros de la casa de Pamela, tenía una detención previa por intento de abuso infantil y estuvo preso en el 2000 (trató de violar a una niña de nueve años). Si las hijastras no lo hubieran denunciado, nadie habría atado cabos.

Foto del artículo 'Pamela, sola, de noche'

Ilustración: Luciana Peinado

Después se supo que Ayusto conocía a Pamela de vista, de ir a buscar a su nieta a la salida de la escuela a la que concurrían ambas. Según su confesión, interceptó a Pamela cuando la vio sola en medio de la noche y la llevó del brazo hasta el corazón de un monte, a cuatro cuadras de la casa de la niña. Trató de convencerla de tener relaciones sexuales, primero hablándole y, como se negaba, después intentó desnudarla por la fuerza. Pamela se resistió, lo arañó, le lastimó el brazo y casi logró huir. Ahí fue que llamó al 911, pero la llamada fue a dar a cualquier lado.

Mucho después, en abril de 2011, el Ministerio del Interior anunció que se habían hecho cambios en el servicio de llamadas de emergencia desde el interior del país para evitar que pasara de nuevo lo mismo. Pamela, explicaron, marcó 911, y eso la comunicó con el servicio de Montevideo. Para contactarse con el de Maldonado debería haber marcado antes el prefijo anterior departamental, o sea, según el comunicado del ministerio, si hubiera estado en Rocha (tal fue el ejemplo del comunicado), debería haber digitado 0472911. Desde 2011, en cambio, alcanzaba con discar el nuevo prefijo departamental, o sea apenas (si hubiera estado en Rocha) 472911. Las cosas, predecía el ministerio, iban a simplificarse aún más cuando se instalara a nivel nacional la tecnología 3G. Desconozco cómo estará el servicio en estos días de 5G.

Lamentablemente, Pamela no contaba con toda esa información. Llamó al número que conocía, el 911, y no le sirvió de nada. Ayusto la recapturó y, temeroso de que lo delatara y lo volvieran a mandar a la cárcel Las Rosas, la mató a golpes con un martillo y terminó la faena con el palo clavado en la nuca de la niña. Luego arrastró el cadáver hasta la cuneta donde fue encontrado, vaya a saber por qué.

La noticia de la detención de Ayusto voló entre los medios y entre la buena gente de Maldonado. Y esa noche de martes todos los ciudadanos indignados que dos semanas antes no se habían molestado en acompañar a la madre de Pamela exigiendo justicia se organizaron velozmente en una turba furiosa y prendieron fuego la casa de Ayusto, en el barrio Nueva Esperanza. O eso pensaron, porque en realidad era la casa de su madre.

La prensa, ante la falta de detalles morbosos nuevos sobre la muerte de Pamela, dejó caer entre líneas detalles igualmente morbosos sobre lo que le esperaba a Ayusto en la cárcel (básicamente, violaciones y golpizas, aunque nunca mencionadas claramente sino con alusiones a que ya “no la había pasado nada bien” durante su encarcelamiento previo y sutilezas similares). Ayusto fue preso, estuvo una noche en la cárcel Las Rosas aislado del resto de los internos y al otro día se lo trasladó al Comcar, para “protegerlo”. Apenas puso un pie en el Módulo 1, lo molieron a golpes.

El tema dejó de interesar a los medios, casi nada más se supo. Tan lejos en el tiempo como en junio de 2015, en Maldonado publicaron que la abogada defensora de Ayusto seguía sosteniendo que su cliente no había asesinado a Pamela. Hasta donde recuerdo, ningún medio de Montevideo levantó la información. Ayusto fue condenado a 22 años de prisión y supuestamente allá adentro debe estar todavía, si es que sigue vivo.

***

Desde ese espantoso domingo de 2008 seguí el caso, como todos, con horror, con estupor y con indignación. No podía entender cómo cosas tan horribles podían acumularse sin parar, cómo una niña de 11 años podía tener una vida tan cruel y miserable en un barrio normal, yendo a una escuela normal, interactuando con personas normales. Cómo, tan chiquita, podía haber recorrido esa peripecia fatídica que la terminó cruzando con un asesino y violador convicto, en medio de la madrugada, en medio de la nada. Una niña abusada durante años, ignorada por su propia familia, por sus vecinos, por sus maestros, a la que al final ni el 911 le responde como debería. Y así su triste y demasiado corta vida termina en un monte oscuro, con las ropas rotas, brutalizada, golpeada a martillazos hasta la muerte.

Y una vez muerta la policía no encuentra al matador, nadie asume su causa, nadie se molesta en marchar pidiendo justicia para el pobre cuerpito abandonado de Pamela, que tuvo que ser sometido a autopsia dos veces para que contara todos sus horribles secretos. Hasta que por casualidad tres hermanas recuerdan al monstruo con el que convivieron, atan cabos y lo denuncian. Y se quema una casa, casi al azar.

Nunca pude sacarme a Pamela de la memoria. Si las circunstancias de su vida y de su muerte no fueron una culpa colectiva, entonces no sé qué situación puede configurar serlo. Nunca conocí a Pamela, obvio, ni a ninguno de los implicados, ni siquiera tengo idea de por dónde está el barrio en que vivía. Pero siempre sentí culpa, vergüenza o alguna sensación similar. Tal vez por vivir en —y aceptar con normalidad a— una sociedad en la que a una niña de 11 años puede pasarle lo que le pasó a ella, todo lo que le pasó durante toda su vida. Que esa acumulación sin sentido de secretos, maltratos y abusos y ese remate delirantemente brutal puedan ser el resumen de una vida.

Desde que se resolvió el misterio de su muerte tuve la intención de contar la historia de Pamela. Pero contarla a fondo. Ir a su barrio, hablar con su madre, con su hermano, con vecinos, con su maestra, con los padres de sus compañeritos y amigos, con el asesino si podía, con los policías, el fiscal, el juez. Con todos. Sería pretencioso decir que mi intención sería buscar una explicación a ese agujero negro y nauseabundo que se generó una noche cualquiera del mes de mi cumpleaños, en un monte semirrural como hay miles. No tengo el talento ni la perspicacia como para empezar siquiera a explicar lo inexplicable, lo horrible, lo monstruoso. Pero por lo menos hacer el intento de no olvidarla, de no dejar que su vida se desvanezca tan rápido, tan a las apuradas, tan triste. De no dejarla sola, que ya bastante sola y rota estuvo esa noche junto a esa zanja a tiro de piedra de su casa, que tampoco era un lugar seguro.

Traté de escribir sobre Pamela, pero nunca pude. Cuando la asesinaron hacía unas pocas semanas que me habían despedido del diario donde trabajé los años anteriores, donde tal vez habría podido convencerlos de que me mandaran una semana o diez días a buscar a la gente que la rodeaba en vida, a los que la recordaban después de muerta o a los que la habían ignorado antes y después de que pasara de una condición a la otra. Pero ya no podía probar por ese lado.

Los siguientes años, cada vez que colaboré o trabajé en un medio en el cual ese tipo de historias podría tener espacio, propuse el tema. Nunca me lo aceptaron. Por puntual, por triste, por lejano en el tiempo. Una vez supe de una ONG de Brasil que anualmente hacía un concurso de propuestas sobre temas relacionados con el abuso infantil y seleccionaba algunos para financiar las investigaciones de los periodistas interesados. Ese año en particular expandían la propuesta y financiaban también una investigación en Uruguay. Según lo solicitaban, hice un acuerdo con un medio para publicar la nota en caso de ser seleccionado, llené todos los formularios, calculé los costos, redacté la propuesta. El premio se lo dieron a una investigación sobre las condiciones de encarcelamiento de los abusadores de menores. Yo quería escribir sobre Pamela, alguien escribió sobre Ayusto.

Y eso es todo. Ya pasaron 15 años. Nunca pude escribir esa nota, nunca pude hablar con esa gente. Nunca pude ver la cooperativa donde Pamela pasó su vida, la escuela a la que concurría, el baile al que quiso llegar, la zanja donde la encontraron, el monte donde la mataron. Nunca pude saber cuánta gente, aparte de mí y supongo que su madre, aún la recuerda. Nunca pude saber, ni yo ni nadie, qué fue de sus familiares, de su asesino, de sus abusadores, de sus maestros, amigos, vecinos. Nunca pude saber, ni yo ni nadie, qué rastro dejó en este mundo su injusta, amarga y corta vida.

Tristemente, la única persona de la que sabemos qué fue es la misma Pamela.

Y de Pamela ya sabemos.

Pamela nunca.

Pamela nadie.

Pamela nada.