Hace tres años, la diaria publicaba un artículo en el que la muerte de Francisco Paco Espínola, ocurrida el 26 de junio de 1973, se vinculaba al sórdido nacimiento del régimen que duraría hasta 1985. Hoy, transcurridos 50 años, el largo velorio, como en un cuento de Paco, deviene otra cosa; las intenciones, los personajes y los hechos se mezclan hasta transformarse en símbolo. Hay quien dice que la despedida del escritor y el trayecto a pie con el féretro cargado a pulso desde el local del Partido Comunista hasta el Cementerio Central fueron el primer acto contra la dictadura que se estaba instalando. La hija de Paco, Mercedes Mecha Espínola, recuerda que el cortejo fue “por Yaguarón para abajo hasta el cementerio”. En ese camino, dice, “pasamos por un local de la JUP en 18, cerca de Vázquez, y muchos temblábamos, pero no pasó nada. Había mucha gente”. El temor de Mecha era el de todos: en esas horas se enfrentaba lo incierto. El golpe de Estado se había concretado horas antes y no se sabía qué esperar. Diez días después, otro grupo de gente cargaría otro ataúd por otras calles: el del estudiante Ramón Roberto Peré, muerto el 6 de julio en la esquina de Rivera y Bustamante, tras recibir una bala en la espalda disparada desde una patrulla militar. La multitud que acompañó los restos de Ramón Peré, de 29 años, hasta el cementerio del Buceo ya había salido del aturdimiento y procesaba la tragedia, la indignación y la bronca. Pero la jornada de despedida de Paco había sido de tristeza y confusión.
La institucionalidad democrática ya estaba condenada cuando, a las cinco de la tarde del 26 de junio, Francisco Espínola dejaba este mundo en una cama del Hospital Filtro como consecuencia de una afección respiratoria. Según el cronograma de los hechos que publica El Día, en ese preciso momento el ministro de Educación y Cultura de entonces se reunía con Juan María Bordaberry en Suárez y Reyes. Ante la pregunta de la prensa sobre los temas tratados, José María Robaina, que así se llamaba, declaró que había sido un encuentro de rutina. Sin embargo, a la una y media de la madrugada del 27 se sabría que el Ejecutivo había decidido suprimir el Parlamento. Poco después, a las 5.30, el presidente Bordaberry anunciaba, en cadena nacional de radio y televisión, la disolución de las cámaras. Media hora más tarde ya se podía oír movimiento de tropas. Ese día hubo paro de 16.00 a 20.00 en la educación, paros parciales y sorpresivos de transporte en todas sus ramas y jornada de protesta activa de médicos. Se iniciaba el paro general más extenso que conoce la historia del Uruguay.
Según informa El Popular, se planificaba que el mismo 27 el cuerpo de Paco Espínola fuera velado en Solano García 2649 a partir de las nueve de la mañana, conducido luego a la Universidad de la República para continuar el velatorio público y trasladado al mediodía a la sede central del Partido Comunista (en la actual avenida Fernández Crespo casi Uruguay), para desde ahí partir en cortejo y finalizar en el Cementerio Central a las 16.30, pero las cosas no saldrían así. El velatorio comenzó ya en la madrugada, al mismo tiempo que el Ejército irrumpía en el Palacio Legislativo, y de allí se salió, de modo casi improvisado, hacia la sede del Partido Comunista. Mercedes Espínola lo cuenta: “La universidad se había ocupado esa madrugada, se empezó a ocupar todo; fue todo ahí, en esas horas. Sierra estaba cerrado y se abrió para llevarlo. Pero se había estado discutiendo hasta entrada la mañana si ir a la universidad. Después se resolvió que iba a Sierra, y fue”. Según decía la crónica de la diaria, el cuerpo fue velado en el domicilio de la familia Espínola, en Solano García y la rambla, a donde se fueron acercando familiares y amigos. “Ahí abajo se hizo una cantidad de reuniones, en el velorio mismo, porque de ahí se salía a ocupar; había radios portátiles y escuchábamos, hasta que empezaron las marchitas. En la madrugada empezaron las marchas militares en la radio”, recuerda Mecha. Después, durante el velatorio público, muchísima gente llegó a despedir a Paco. Muchos anónimos lectores, quizá, y también figuras conocidas. Atahualpa del Cioppo se encargó de formular algunas palabras iniciales, que fueron seguidas por intervenciones de Francisco Rodríguez Camusso y José Luis Massera. También estuvieron presentes el general Liber Seregni, Juan Pivel Devoto, Arturo Sergio Visca, Pedro Zabalza y otros, que acompañaron el féretro que descansaba entre coronas de flores y bajo un cartel pintado que reclamaba ¡Patria arriba! ¡Rosca abajo! Mercedes recuerda: “Fue gente que ya estaba pasando a la clandestinidad, me acuerdo de [Rodney] Arismendi, gente que fue a Sierra y se fue caminando por 18 hasta Yaguarón”. Pasadas las cinco de la tarde de ese 27 de junio, y una vez oídas las palabras de cierre del poeta y profesor Roberto Ibáñez en el cementerio, se cerró el acto. El cuerpo de Paco Espínola sería trasladado poco después a San José, su pueblo, donde sería sepultado.
Más o menos todos conocemos los hechos generales de esos años y, bien o mal, tenemos alguna valoración de las circunstancias. Por eso quizá valga la pena detenerse a mirar qué decía la prensa, para revelar detalles que vuelvan más concreta esta historia tantas veces contada a grandes retazos. El Popular, periódico del Partido Comunista que logró sobrevivir pocas semanas después de concretado el golpe, es el que otorga mayor relieve a la noticia de la muerte de Paco Espínola. A un lado del titular que dice “Graves horas”, una foto del escritor acompaña la noticia: “Falleció Paco Espínola”. Más o menos un tercio de la segunda página se dedica a recordarlo como escritor —cuentista, novelista y dramaturgo—, a destacar su dimensión vital, a repasar datos concretos de su peripecia, de su actividad docente en Secundaria y en la Universidad de la República, sus dotes de inigualable narrador oral y, hacia el final, su devenir político, que lo llevó del Partido Nacional al Partido Comunista. Junto a una fotografía que reúne a Paco y Rodney Arismendi, El Popular recuerda algunas palabras de su elocuente discurso en la oportunidad de recibir el carnet de afiliado al Partido Comunista, en agosto de 1971: “Con comunistas yo tuve que sufrir los efectos de las primeras bombas de gases lacrimógenos lanzados en Montevideo por la policía, y estuvimos juntos en sableadas de caballería como la que llegó a profanar el féretro de Julio César Grauert”. En contrapartida, El País publica ese mismo 27 de junio en primera plana la noticia insoslayable: “Disolverían las cámaras. Crearían un consejo de Estado. Renuncian ministros. Salarios aumentarían 50%”. En la página cinco, un recuadrito de cuatro por ocho centímetros anuncia el fallecimiento de Paco, entreverado con la noticia del paro de taxistas y en un espacio más pequeño que el que ocupa un chiste gráfico en el que un irritado Zeus le pregunta a Eros: “¿Qué deseas ahora?”, y este le contesta: “Ser jurado de Miss Universo, querido Zeus”. Ninguna otra mención a la muerte del escritor. Claro que entre uno y otro extremo hay grises: El Día, Ahora, La Mañana y Última Hora publicaron la noticia con más o menos destaque, pero, en todos los casos, cediendo un espacio respetable al asunto.
Otras noticias se mezclan entre estas dos y le dan relieve histórico y humano al momento: en Estados Unidos el presidente Nixon está cada vez más comprometido en el escándalo Watergate, que llevará a su renuncia un año después; en Chile, una parte de las Fuerzas Armadas, junto con el pueblo reunido bajo la exhortación de Salvador Allende, resiste un intento de golpe de Estado; las noticias locales informan paros, cierres, suba de precios, acusaciones de corrupción en Ancap, atentados contra la sede del Partido Nacional, denuncias de torturas en un cuartel de Paysandú. Y entre todo eso, el 27 de junio también se anuncia la ganadora de Miss Uruguay: Yolanda Ferrari, morocha, 22 años, oriunda de Lavalleja, será quien represente al país en el certamen Miss Universo. En las páginas deportivas encontramos a la selección uruguaya peleando la clasificación al mundial Alemania 1974. Al día siguiente se informa que Wilson Ferreira Aldunate, Héctor Gutiérrez Ruíz y Enrique Erro se encuentran ya en Buenos Aires. La rosca que reunía intereses económicos y políticos, extranjeros y nacionales, civiles y militares, se había trenzado hasta cerrarse por completo.
90 años de Sombras...
Sombras sobre la tierra salió a la calle en noviembre de 1933, pero ya en 1932 había entrado a imprenta, así que Paco terminó de escribirla bastante antes. El detalle es mínimo, pero vale la precisión, marcada por Emir Rodríguez Monegal en 1962 desde las páginas de El País, cuando la Junta Departamental de Montevideo homenajeaba al autor por los 30 años de su novela. En otra nota del mismo medio se cuenta que Paco pensaba no aceptar el homenaje “por lo insólito y desproporcionado con sus méritos” y que “hubiera preferido retirarse estrechando las manos de cada uno de los presentes”. Después, sin embargo, con voz grave y cavernosa y en ese estilo campero que caracterizaba su charla, iría introduciendo al auditorio en el mundo de la novela, primero analizando aspectos técnicos, porque “quería escribir una novela no a la manera de las que él leía y admiraba”. También habló de las dudas que le surgieron y de la etapa de introspección que atravesó hasta tomar una decisión fundamental y esclarecedora: “Resolví volcarme hacia los más desgraciados y compartir la existencia y el cariño con ellos. Eran personas de moral poco recomendable. Y así nació Sombras sobre la tierra”.
El argumento es elemental: Juan Carlos, un joven de 24 años, rico hacendado y heredero de un apellido de tradición blanca en el departamento, tiene una novia o pretendiente de su mismo entorno social (Olga), pero al mismo tiempo está enamorado de una joven prostituta de los bajos del pueblo (la Nena). La novela es la encrucijada del joven, que quiere resolver esa disyuntiva. El argumento es débil y no parece suficiente para llenar 300 páginas, pero es que ese conflicto no deja de ser una excusa para contar otra cantidad de cosas. Es la carne en la que Espínola moldea una encrucijada mayor, y la palabra no es caprichosa. En uno de los tantos ataques neuróticos de Juan Carlos, tras la derrota política que acaba de sufrir en las elecciones, iluminado por los fuegos artificiales de los ganadores y después de varios vasos de caña, carga en brazos a la Nena. El narrador ve la silueta de ambos que “se recorta ahora, en forma de tosca cruz. Él no lo ve eso porque mira rabioso hacia la ciudad que se destaca a lo lejos. Siente como que las antiguas razas, cuya tierra está hollando, le infunden una fuerza poderosa y oscura”. Entonces lanza un grito en dirección a la ciudad: “Añangmembuí”, que en lengua guaraní significa “hijo del diablo”.
El conflicto que plantea la novela es claro: un pueblo partido entre la ciudad y el bajo. La ciudad, donde están la plaza central con monumento, el liceo, el club social, las calles asfaltadas, es, en una palabra, la civilización. Por supuesto que también la iglesia, pero transformada en frontera. Quien camine por la callejuela que separa la iglesia de la comisaría se irá adentrando en el bajo, andará chapaleando entre caminos barrosos, verá ranchos oscuros de madera y chapa, ingresará al bajo de los boliches de caña, la vía del tren y los prostíbulos. Más allá, sólo campo.
Juan Carlos es un joven universitario educado en Montevideo que no cree en los valores de la alta cultura, que reniega de la civilización. Y junto con Mangunga —una especie de viejo sacerdote popular de religión imprecisa, un poco católico, un poco panteísta y esencialista— plantean el dilema filosófico. Mientras mira a un gorrión revolcarse en la tierra, Mangunga dice: “Nosotros antes éramos así. Cuando niños. Ahora no tocamos la tierra sino cuando tropezamos o nos pegan”. Y sigue: “¡Dios la amó don Juan Carlos! Fue un amor muy grande entre Dios y ella. Dios echó su aliento al barro ¿Y qué es alentar? Alentar es querer, es darse, hacerla un poco lo que Él”. Parece decir que el ser humano en sí, despojado de la civilización y cercano a la naturaleza en la que habita Dios, puede llegar a la natural bondad de la criatura. Y ese, más o menos, es el sentir de Juan Carlos, es su encrucijada personal entre la ciudad y el bajo, porque siente que el bajo, menos civilizado y aun con toda su violencia, está más cerca de la verdadera esencia humana.
Pero antes decíamos que Sombras sobre la tierra supera ampliamente su argumento esencial y a sus personajes protagónicos. Porque esta obra, después de planteado el conflicto existencial, muestra un extraordinario paisaje humano lleno de criaturas fabulosas, de bellezas y monstruos. Apenas publicado el libro, Montiel Ballesteros supo verlo muy bien: “Sus tipos —especialmente los de segundo plano— que, en general, son excelentes grotescos, no son la realidad, hasta el punto que exclamamos ‘esto no es así’; pero son una fantástica realidad espinoliana que nos obliga a rectificar: ‘puede ser así’, y por fin nos impone admitir: ‘debe ser así’”. Esos grotescos de los que habla Montiel abundan en la novela y a veces no son sólo personajes, sino también situaciones. Nos topamos con el velorio de un enano que con su larga barba y monedas en los ojos parece tener lentes, y con el velorio de Margarita, que se organiza en uno de los prostíbulos y en el que se entreveran rezos católicos con décimas gauchescas y la honra a la difunta se superpone a los jadeos del coito en las piezas del burdel. Se cruzan jorobados, indios de pies apestosos que provocan un sentimiento religioso en el espíritu de Juan Carlos y tantísimas situaciones que mezclan lo alto con lo bajo, lo sagrado con lo profano. Sucede lo mismo con las prostitutas, que por momentos parecen santas y por momentos, niñas. Jorge Ruffinelli escribió en Marcha el 30 de junio de 1973 algo con gran puntería referido a Sombras sobre la tierra: “Una historia que roza y hasta se adentra en el melodrama y por eso convoca a la sensibilidad de sus lectores”. En esa búsqueda del escritor Espínola para volcarse hacia los más desgraciados y compartir la existencia, utiliza como estrategia literaria el intertexto con la novela de folletín. Las prostitutas se crean desde un filtro rosa y la pista mayor dejada por Espínola es el personaje de Zulema, la matrona del prostíbulo en el que ejerce la Nena, a quien encontramos varias veces leyendo novelas que la hacen decir: “En los libros cuando más triste, más lindo”. En el mismo sentido hay que interpretar las palabras de la Nena cuando, después de una escena de amor con Juan Carlos, dice: “Estoy como un personaje de las novelas de doña Zulema”.
Paco, nuestro ingenioso hidalgo
Con ese título Guillermo García Moyano escribió en El Popular una nota posterior al fallecimiento de Espínola publicada el 3 de julio. En ella compara la fisonomía de Paco con la de Don Quijote, lo que lo lleva a recordar una de las tantas aventuras del manchego. Recuerda el episodio de los galeotes, cuando Don Quijote y Sancho se encuentran con un grupo de presos llevados con grilletes por unos soldados. El caballero exige que esas personas sean liberadas y, tras la negativa de los soldados, golpea con su lanza a uno de ellos, con lo cual los demás salen corriendo. García Moyano recuerda que una noche, al salir del Tupí Nambá, Paco vio venir a unas “muchachas de la vida a las que llevaban detenidas unos policías. Las infelices gritaban, lloraban y pataleaban, tratando de desasirse. Eran días en los que se efectuaba una razzia policial contra la prostitución callejera no reglamentaria, cometiéndose con frecuencia abusos y atropellos por las autoridades. Nada sabíamos, por supuesto, del caso [...] pero Paco, nuestro señor Don Quijote, intercedió por ellas, tratando de lograr su libertad; al principio con buenas razones, y más tarde ante la inflexibilidad policial, con gritos y manotazos [...] El episodio, rigurosamente histórico, puede parecer tan sólo pintoresco. Pero trasciende toda superficialidad y da una idea de la quijotería auténtica y espíritu generoso que había en Francisco Espínola”.