Estoy seguro de que fue un error de planificación y que los secuestradores en realidad iban detrás del hijo del embajador, que tenía mi edad y el mismo corte de pelo tipo tacita. De lejos nos veíamos parecidos y para cuando me quitaron la capucha, ya dentro de la guarida, era demasiado tarde para arrepentirse. El cabecilla demostró ser una persona con muy poca autocrítica y jamás admitió su error. Así que cuando los compañeros le preguntaron cómo harían mis padres para reunir 100.000 dólares, que era el dinero que necesitaba la pandilla para asegurarse la franquicia local de una cadena de heladerías, él respondió que no era su problema. Luego llamó a casa para reclamar semejante suma de dinero. Mis padres jamás habían visto tanta plata junta (ni por separado en diferentes ocasiones sumadas) y pidieron clemencia, pero ellos también eran lo suficientemente orgullosos como para entrar en una negociación por el monto del rescate. “En esta familia no se regatea”, escuché decir a mi padre muchas veces mientras nos dejábamos esquilmar en la feria vecinal. El acuerdo entre caballeros (mi madre estaba muy nerviosa como para hablar por teléfono) consistió en el pago de cómodas cuotas mensuales hasta comprar mi libertad. El cabecilla aceptó la oferta porque era la única posibilidad real de conseguir el dinero y fue lo suficientemente generoso como para evitar el cobro de cualquier tipo de interés sobre la deuda (lo que lo pone por encima de todas las instituciones bancarias en materia moral). Al comienzo mis padres depositaban 500 dólares al mes en una cuenta de banco a nombre del único de los delincuentes que se mantenía dentro del sistema financiero, quien además había sido el de la idea de poner una heladería al frente de la guarida. No hubo denuncias a la Policía porque mi padre era muchas cosas (incluyendo un intolerante a la lactosa), pero jamás un soplón. Y así transcurrieron los primeros años, hasta que la pandilla se dio cuenta de que mantenerme con vida era bastante costoso. Un alto porcentaje de los 500 dólares se iba en alimentos, escolarización en el hogar y entretenimiento, ya que la promesa de devolverme a cambio del rescate incluía que yo estuviera en las mismas condiciones en las que había sido raptado, aunque ajustadas al momento de mi liberación. Los delincuentes discutieron la posibilidad de matarme, y lo hicieron delante de mí porque consideraron que ya estaba grande como para participar en esa clase de conversaciones. Gracias a la educación que venía recibiendo, pude argumentar de manera convincente que mi homicidio significaría un incumplimiento del contrato y aquello sepultaría todas las esperanzas de adquirir la franquicia, posiblemente en el mismo jardín en el que me sepultarían a mí. No solamente me perdonaron la vida, sino que permitieron que tuviera salidas transitorias, al comienzo muy cortas, hasta la casa de mis padres a comer. Luego se hicieron más extensas y llegaron a pasar varios días antes de volver a la guarida, donde me recibían con gesto adusto y la misma frase de siempre: “Seguro que viniste a pedirnos plata”. A esa altura mis padres habían accedido a un crédito hipotecario para mudar el comercio familiar (una panadería) a un local más grande, así que la cifra mensual que depositaban se vio disminuida. Cuando los pillos se vieron acuciados por las deudas, la mayoría de ellas generadas por mi presencia en sus vidas, se vieron obligados a aceptar empleos en la nueva panadería, con retribuciones por debajo del laudo. La explotación laboral se combinaba con el fuerte temperamento de mi mamá como jefa, pero lo que los llevó a renunciar en masa fue que me designó subgerente del local, lo que consideraron un acto de nepotismo (y la verdad es que el cabecilla de la banda estaba un poco más preparado para el puesto que yo). Para no perder la guarida tuvieron que pedirle plata prestada a mi padre, que se dedicaba a eso para multiplicar las ganancias de la panadería. En principio quisieron que el dinero sirviera para comprar mi libertad definitiva, pero papá dijo que no, que eran asuntos separados, además es mucho más plata la que pagan los secuestradores por los intereses que la que pagan mis viejos por mí. Veinte años después, sigo pasando un ratito de cada semana con los delincuentes, que se alegran cuando me voy porque viven en condiciones cada vez más lamentables, mientras que en casa estamos pensando qué hacer con tanta plata. Yo sugerí que nos aseguremos la franquicia local de una cadena de heladerías.