El libro fue publicado en español por Siglo XXI en el mes de mayo y en estos días estará disponible en librerías en Uruguay. Mientras tanto, Lento ofrece completo, como adelanto, el capítulo 5, “Faenar la democracia: por qué la crisis política es la carne roja del capital”.
Hoy nos enfrentamos a una crisis de la democracia. Eso es clarísimo. Lo que no se comprende con tanta claridad, sin embargo, es que esa crisis no es autónoma y que sus orígenes no residen exclusivamente en el ámbito de la política. A diferencia de lo que postula el sentido común biempensante, no es posible superarla con restauraciones de la civilidad, cultivos del bipartidismo, oposiciones contra el tribalismo o defensas de un discurso basado en datos y orientado hacia la verdad. Tampoco, en contra de la teoría democrática más reciente, puede resolverse esta crisis mediante la reforma de la esfera política: ni con un fortalecimiento del “ethos democrático”, ni con una reactivación del “poder constituyente”, ni con una liberación de la fuerza del “agonismo”, ni con una promoción de “iteraciones democráticas”.1 Todas estas propuestas son presa de un error que denomino “politicismo”. Por analogía con el economicismo, el pensamiento politicista pasa por alto la fuerza causal de la sociedad extrapolítica. Al tratar el orden político como si este se autodeterminara, no problematiza la matriz social más amplia que genera sus deformaciones.
No nos equivoquemos: la actual crisis de la democracia está firmemente anclada en una matriz social. Al igual que los callejones sin salida y las encrucijadas analizados en capítulos anteriores, representa una vertiente de un complejo de crisis más amplio y no es posible entenderla aislada de las otras crisis. Ni independientes ni meramente sectoriales, los males que en nuestros días aquejan a la democracia integran la vertiente específicamente política de la crisis general en la que está quedando sumergido nuestro orden social. Las bases subyacentes a esos males residen en los pilares de ese orden: en sus estructuras institucionales y dinámicas constitutivas. La crisis democrática, estrechamente vinculada con procesos que trascienden lo político, solo puede ser comprendida desde una perspectiva crítica de la totalidad social.
¿Qué es esa totalidad social? Muchos observadores astutos la identifican con el neoliberalismo, no sin razón. Es verdad —como sostiene Colin Crouch— que actualmente los gobiernos democráticos son superados en potencia de fuego, cuando no por entero sometidos, por corporaciones oligopólicas con alcance global que fueron liberadas en los últimos tiempos de cualquier tipo de control público.2 También es verdad —como afirma Wolfgang Streeck— que el decaimiento de la democracia en el Norte Global coincide con la rebelión fiscal coordinada del capital corporativo y la instalación de los mercados financieros globales como nuevos soberanos a quienes deben obedecer los gobiernos elegidos por el voto.3 Tampoco es posible disputar la aseveración de Wendy Brown respecto de que el poder democrático es vaciado desde dentro por racionalidades políticas neoliberales que valorizan la eficiencia y la elección, como asimismo por modos de subjetivación que imponen la “autorresponsabilidad” y la maximización del propio “capital humano”.4 Por último, Stephen Gill está en lo cierto cuando insiste en que la acción democrática es suplantada por un “nuevo constitucionalismo” que vuelve a la política macroeconómica neoliberal invulnerable a cambios futuros transnacionales, gracias a tratados como el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (Trips) y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan o Nafta), que consagran las restricciones vinculadas al libre comercio como cartas de triunfo políticas y excluyen la consideración de leyes sociales y ambientales robustas de interés público.5 Tomadas en forma individual o en conjunto, estas posturas transmiten la idea plausible de que lo que amenaza nuestra democracia es el neoliberalismo.
Sin embargo, el problema es más profundo. Después de todo, el neoliberalismo es una forma de capitalismo, y la crisis democrática actual no es en modo alguno la primera del sistema. Y es poco probable, si el capitalismo perdura, que sea la última. Por el contrario, cada gran etapa de desarrollo capitalista dio origen a períodos de agitación política que la transformaron. Una serie de revueltas de esclavos en la periferia y revoluciones democráticas en la metrópolis agitaron periódicamente al capitalismo mercantil (y terminaron por destruirlo). El régimen del laissez-faire que lo sucedió acumuló un siglo y medio de turbulencia política —incluidas varias revoluciones socialistas y golpes fascistas, dos guerras mundiales e innumerables levantamientos anticoloniales— antes de ceder su lugar, entreguerras y en la posguerra, al capitalismo administrado por el Estado. Este régimen tampoco fue ajeno a las crisis políticas. Capeó oleadas masivas de rebeliones anticolonialistas, un levantamiento internacional de la Nueva Izquierda, una prolongada Guerra Fría y una carrera nuclear antes de sucumbir ante la subversión neoliberal, que abrió paso al actual régimen de capitalismo global financiarizado.
Esta historia nos muestra la actual crisis democrática bajo otra luz. Por graves que sean, las penurias políticas que el neoliberalismo trajo consigo representan el último capítulo de una historia más larga relacionada con las vicisitudes políticas del capitalismo como tal. No es solo el neoliberalismo, sino el capitalismo lo que es propenso a las crisis políticas y hostil a la democracia.
Esa es la premisa que guía el presente capítulo. En estas páginas me ocuparé de los males que hoy en día aquejan a la democracia como parte de la crisis general del capitalismo financiarizado contemporáneo. Sin embargo, también aquí sigo el procedimiento de capítulos anteriores al defender una tesis más fuerte: no solo esta forma, sino todas las formas de capitalismo albergan en su seno una contradicción que las vuelve propensas a la crisis política. Al igual que las contradicciones ya analizadas, esta contradicción “política”, como la llamaré, está inscripta en el ADN del sistema. Lejos de representar una anomalía, la crisis democrática a la cual estamos asistiendo es la forma que adopta esta contradicción en la etapa actual del capitalismo, la del capitalismo financiarizado.
La contradicción política del capitalismo “como tal”
Mi argumentación se basa en la noción ampliada de capitalismo que elaboré en el capítulo 1. Como señalé allí, muchos pensadores de izquierda conciben el capitalismo de manera demasiado limitada, como un mero sistema económico.
Centrados en las contradicciones internas de la economía, equiparan crisis capitalista con disfunciones económicas, por ejemplo depresiones, quiebras en serie y desplomes del mercado. Como resultado, se imposibilita el análisis cabal de la tendencia a la crisis del capitalismo, pues se omiten sus contradicciones y formas de crisis no económicas. Lo que queda excluido, sobre todo, son las crisis fundadas en contradicciones entre esferas, las que surgen cuando los imperativos económicos del capitalismo colisionan con los imperativos relativos a la reproducción de las esferas no económicas, cuya salud es esencial para la continuidad de la acumulación, más aún del bienestar humano.
Un ejemplo, explorado en el capítulo 3, es el de la contradicción de la sociedad capitalista en el ámbito de la reproducción social. Los marxistas situaron correctamente el secreto de la acumulación en la “morada oculta” de la producción de mercancías, donde el capital explota el trabajo asalariado. Sin embargo, no siempre percibieron bien que ese proceso se sustenta en la morada aún más oculta del cuidado no remunerado, a menudo a cargo de las mujeres, que forma y repone los sujetos humanos que constituyen la “fuerza de trabajo”. Pese a su enorme dependencia de esas actividades de reproducción social, el capital no les asigna valor (monetizado), las trata como si fueran gratuitas y de disponibilidad ilimitada, y se esfuerza poco o nada por sostenerlas. Por lo tanto, librado a sí mismo y en virtud de su implacable pulsión a la acumulación sin fin, el capitalismo siempre corre el riesgo de desestabilizar el proceso mismo de reproducción social del cual depende.
Otro ejemplo, desarrollado en el capítulo 4, es la contradicción ecológica del capitalismo. Por un lado, la acumulación de capital depende de la naturaleza, tanto como “grifo” que suministra insumos materiales y energéticos para la producción de mercancías cuanto como “sumidero” que absorbe los desperdicios de esa producción. Por el otro, el capital reniega de los costos ecológicos que genera al dar por sentado que la naturaleza puede reponerse por sí sola en forma autónoma e ilimitada. También en este perfil, la serpiente tiende a devorar su propia cola: canibaliza las condiciones naturales que la sustentan. En los dos casos, hay una contradicción entre esferas en la base de la proclividad a un tipo de crisis capitalista que trasciende lo económico: crisis sociorreproductiva, en un caso; crisis ecológica, en el otro.
A continuación, propongo aplicar esa misma lógica a los males que en la actualidad aquejan a la democracia y así eludir la trampa del politicismo. Desde esta perspectiva, nuestras encrucijadas políticas actuales ya no lucen independientes: están arraigadas en otra contradicción entre esferas; en este caso, entre los imperativos de la acumulación de capital y la preservación de los poderes públicos de los cuales también depende la acumulación. El meollo del problema puede formularse en estos términos: el poder público legítimo y eficaz es condición de posibilidad de la acumulación sostenida de capital; sin embargo, el impulso del capital hacia la acumulación ilimitada tiende a desestabilizar, con el tiempo, los poderes públicos de los cuales depende. Argumentaré en estas páginas que esa contradicción se halla en la raíz de nuestra actual crisis de la democracia. Sin embargo, también sostendré que dicha crisis está inextricablemente enlazada con los otros callejones sin salida del sistema y que no puede resolverse al margen de ellos.
Poderes públicos
Empecemos a trabajar en esa hipótesis señalando, en primer lugar, que el capital depende de los poderes públicos para establecer y hacer cumplir sus normas constitutivas. Después de todo, la acumulación es inconcebible en ausencia de un marco jurídico que sustente la empresa privada y el intercambio de mercado. Depende, en particular, de los poderes públicos para garantizar los derechos de propiedad, hacer cumplir los contratos y dirimir disputas; para suprimir rebeliones, mantener el orden y gestionar el disenso; para sostener los regímenes monetarios que constituyen el sustento del capital; para emprender operaciones de prevención o manejo de las crisis; y para codificar y hacer cumplir tanto jerarquías de estatus oficiales, que distinguen a los ciudadanos de los “extranjeros”, cuanto las no oficiales, que distinguen a los trabajadores libres y explotables, con derecho a vender su fuerza de trabajo, de los “otros” dependientes y expropiables, cuyos activos y personas pueden ser incautados sin más.
Históricamente los poderes públicos han estado radicados, en su mayoría, en Estados territoriales, incluidos los que funcionaron como potencias coloniales. Fueron los sistemas jurídicos de esos Estados los que instauraron ámbitos aparentemente despolitizados dentro de cuyo marco los actores privados pudieron actuar en procura de sus intereses “económicos”, libres de cualquier interferencia “política”. Asimismo, fueron los Estados territoriales los encargados de movilizar la “fuerza legítima” para sofocar la resistencia a las expropiaciones que dieron origen y mantuvieron las relaciones de propiedad capitalista. Y también fueron los Estados nacionales los que confirieron derechos subjetivos a algunos y se los negaron a otros. Fueron esos Estados, por último, aquellos que nacionalizaron y respaldaron la moneda. Tras constituir de este modo la economía capitalista, estos poderes políticos adoptaron medidas tendientes a fortalecer la capacidad del capital para acumular ganancias y superar desafíos. Construyeron y se hicieron cargo del mantenimiento de la infraestructura, compensaron las “fallas de mercado”, orientaron el desarrollo económico, impulsaron la reproducción social, mitigaron las crisis económicas y gestionaron las secuelas políticas asociadas.
Pero eso no es todo. Una economía capitalista también tiene condiciones políticas de posibilidad en el nivel geopolítico. En ese ámbito, la cuestión es organizar el espacio más amplio donde se insertan los Estados territoriales. Un espacio donde el capital parecería moverse con relativa facilidad, dado su inherente empuje expansionista y su arraigado impulso de extraer riqueza de regiones periféricas con destino al centro. Pero su capacidad para operar a través de las fronteras, expandirse por medio del comercio internacional y obtener beneficios de la depredación de pueblos sometidos depende no solo de su poderío militar nacional e imperial, sino también de acuerdos políticos transnacionales: el derecho internacional, los acuerdos negociados entre las grandes potencias y los regímenes supranacionales que pacifican parcialmente (siempre de un modo afín al capital) un ámbito global que a veces se imagina como un Estado de naturaleza. A lo largo de su historia, la economía capitalista dependió de las capacidades militares y organizacionales de una sucesión de potencias hegemónicas mundiales que procuraron promover la acumulación en una escala cada vez más amplia dentro del marco de un sistema político multiestatal.6
En esos dos niveles, el del Estado territorial y el geopolítico, la economía capitalista tiene una inmensa deuda con los poderes políticos externos a ella. Estos poderes “no económicos” son indispensables para todos los principales flujos de acumulación: la explotación de la fuerza de trabajo (doblemente) libre y la producción e intercambio de mercancías; la expropiación de pueblos sometidos y racializados y la extracción de riqueza de la periferia con destino al centro; la organización de las finanzas, el espacio y el conocimiento; la acumulación de intereses y renta. Así, las fuerzas políticas (al igual que la reproducción social y la naturaleza no humana) no son anexos marginales, sino elementos constitutivos de la sociedad capitalista. El poder público es parte integrante del capitalismo, el orden social institucionalizado para cuyo funcionamiento resulta esencial.
Sin embargo, el mantenimiento del poder político se ve en una tensa relación con el imperativo de acumulación del capital. El motivo de esa tensión radica en la topografía institucional distintiva del capitalismo, que escinde “lo económico” de “lo político”. En esta faceta, las sociedades capitalistas difieren de formas anteriores, en las que esas instancias estaban fusionadas; por ejemplo, en la sociedad feudal, en la que el control sobre el trabajo, la tierra y la fuerza militar era conferido con exclusividad a la institución única del señorío y el vasallaje. En la sociedad capitalista, en cambio, el poder económico y el poder político están escindidos; a cada uno se le asigna su propia esfera, y se lo dota de un medio y un modus operandi distintivos que le son propios.7 El poder de organizar la producción se privatiza y se transfiere al capital, que supuestamente solo aplica las sanciones “naturales”, “no políticas”, del hambre y la necesidad. La tarea de gobernar los órdenes “no económicos”, incluidos aquellos que suministran las condiciones externas para la acumulación, recae sobre el poder público, que solo puede utilizar los medios “políticos” de la ley y la violencia “legítima” del Estado. En el capitalismo, por tanto, lo económico es no político, y lo político es no económico.
Constitutiva del capitalismo en tanto orden social institucionalizado, esta división limita seriamente el alcance de lo político dentro de ese orden. Al transferir vastos aspectos de la vida social al control de “el mercado” (en realidad, de las grandes corporaciones), los deja fuera del alcance de la toma de decisiones democrática, la acción colectiva y el control público. Ese estado de cosas nos priva de la capacidad de decidir en forma colectiva qué y cuánto queremos producir, con qué base energética y con qué tipos de relaciones sociales. Nos priva, asimismo, de la capacidad de determinar cómo queremos utilizar el excedente social que producimos colectivamente, cómo queremos relacionarnos con la naturaleza y con las generaciones futuras, cómo queremos organizar el trabajo de la reproducción social y su relación con el trabajo de la producción. En virtud de su estructura inherente, el capitalismo es entonces fundamentalmente antidemocrático. Incluso, en el mejor de los casos, la democracia en una sociedad capitalista es, forzosamente, limitada y débil.
Pero, como cabe esperar, la sociedad capitalista no se encuentra en la mejor situación, por lo que, sea cual fuere la democracia que consiga albergar, esta también será inestable e insegura. El problema es que el capital, por su propia naturaleza, pretende lo mejor de los dos mundos. Por un lado, se beneficia parasitariamente del poder público aprovechando los regímenes jurídicos, las fuerzas represivas, las infraestructuras y los organismos de regulación que son indispensables para la acumulación. Al mismo tiempo, la sed de lucro tienta en forma periódica a algunas fracciones de la clase capitalista a rebelarse contra el poder público, a denostarlo, por considerarlo inferior a los mercados, y a conspirar para debilitarlo. En esos casos, cuando los intereses cortoplacistas se anteponen a la supervivencia a largo plazo, el capital, una vez más, amenaza con destruir las condiciones políticas de posibilidad de su propia existencia.
Aquí tenemos una contradicción política alojada en lo profundo de la estructura institucional de la sociedad capitalista. Como las otras contradicciones que analicé, también esta sienta las bases de una tendencia a la crisis, tendencia que no está situada “dentro” de la economía, sino en la frontera que separa y conecta economía y organización política en la sociedad capitalista. Inherente al capitalismo como tal, esta contradicción entre esferas hace que todas las formas de sociedad capitalista tiendan a la crisis política.
Crisis políticas en la historia del capitalismo
Hasta aquí, describí la estructura de esta tendencia a la crisis política del capitalismo como tal. Sin embargo, la sociedad capitalista no existe “como tal”, excepto en formas históricamente específicas o regímenes de acumulación. Y, lejos de estar dada de manera definitiva, la división constitutiva del capitalismo entre “lo económico” y “lo político” se ve sujeta a refutaciones y cambios. Especialmente en períodos de crisis, los actores sociales luchan por las fronteras que delimitan economía y organización política y a veces logran modificarlas. En el siglo XX, por ejemplo, la agudización del conflicto de clases obligó a los Estados a asumir nuevas responsabilidades en la promoción del empleo y el crecimiento económico. En los años anteriores al inicio del siglo XXI, por el contrario, los partidarios del “libre mercado” alteraron las reglas internacionales para incentivar a los Estados a dejar atrás esas iniciativas. El resultado, en uno y otro caso, fue revisar las fronteras establecidas con anterioridad entre economía y organización política. Esa división mutó varias veces durante el transcurso de la historia del capitalismo, como también mutaron los poderes públicos que posibilitaron la acumulación en cada etapa.
Producto de lo que en el capítulo 1 denominé “luchas por los límites”, esos cambios señalan transformaciones mayores de la sociedad capitalista. Si adoptamos una perspectiva que los sitúe en primer plano, distinguiremos etapas políticas análogas a los cuatro regímenes históricos de acumulación que detecté en capítulos anteriores: un primer régimen moderno de capitalismo mercantil, un régimen de capitalismo liberal colonial en el siglo XIX, un régimen de capitalismo monopólico administrado por el Estado a mediados del siglo XX y el actual régimen de capitalismo globalizador financiarizado. En cada caso, las condiciones políticas para la existencia de la economía capitalista adoptaron una forma institucional diferente, tanto en el nivel del Estado territorial como en el geopolítico. En cada caso, también, la contradicción política de la sociedad capitalista cobró un aspecto diferente y encontró expresión en un conjunto distinto de fenómenos de crisis. En cada régimen, por último, la contradicción política del capitalismo incitó formas diferentes de lucha social.
Consideremos primero la etapa inicial del capitalismo, la mercantil, que predominó durante unos doscientos años, del siglo XVI al XVIII aproximadamente. En esta etapa, la economía del capitalismo estuvo separada del Estado solo parcialmente. Ni la tierra ni el trabajo eran una verdadera mercancía, y las normas morales y económicas todavía regían la mayoría de las interacciones cotidianas, incluso en los pueblos y las ciudades del centro de Europa. Los gobernantes absolutistas utilizaban su poder para regular el comercio dentro de sus territorios, mientras lucraban con los saqueos externos (perpetrados mediante la fuerza militar) y el comercio a grandes distancias (organizado primero bajo la hegemonía genovesa y más tarde bajo la neerlandesa) en un mercado mundial de esclavos, metales preciosos y mercancías suntuarias en expansión. El resultado fue una división interior/exterior: regulación comercial dentro del territorio nacional, “ley del valor” fuera de él.
Si bien esa división perduró por un tiempo, no pudo ser sostenida. Las tensiones dentro de este orden se intensificaron a medida que la lógica del valor que operaba en el ámbito internacional empezó a incidir en la esfera nacional de los Estados europeos; el resultado fue la alteración de las relaciones sociales entre los terratenientes y sus dependientes y la promoción de nuevos entornos profesionales y comerciales en los centros urbanos, que se convirtieron en semilleros de pensamiento liberal e incluso revolucionario. Igual efecto corrosivo —y relevante— tuvo el creciente endeudamiento de los gobernantes. Necesitados con urgencia de ingresos, algunos se vieron obligados a convocar cuerpos proparlamentarios a los cuales luego no pudieron controlar. Y, en varios casos, esa situación llevó a la revolución.
Como resultado de esta combinación de corrosión económica y agitación política, el capitalismo mercantil fue suplantado en el siglo XIX por un nuevo régimen, a menudo denominado capitalismo “liberal” o “del laissez-faire”, aunque, como veremos, esos términos son sumamente engañosos. En esta etapa se reconfiguró el nexo entre economía y organización política. Los principales Estados capitalistas europeos dejaron de recurrir al poder público en forma directa para regular el comercio interno. En cambio, construyeron “economías” en que la producción y el intercambio parecían operar de manera autónoma, libres de control político manifiesto, merced al mecanismo “puramente económico” de la oferta y la demanda. Lo que subyacía a esa construcción era un nuevo orden jurídico que consagraba la supremacía del contrato, la propiedad privada, los mercados fijadores de precios y los derechos subjetivos asociados de “individuos libres”, concebidos como operadores que buscaban maximizar sus utilidades en condiciones de igualdad. El efecto fue institucionalizar, en el nivel nacional, una división (en apariencia, tajante) entre los poderes públicos de los Estados, por un lado, y el poder privado del capital, por el otro.
Pero, mientras tanto, los Estados recurrían al poder represivo para santificar las expropiaciones de tierras que transformaban a los pobladores rurales en proletarios doblemente libres. Así, establecieron las precondiciones de clase para la explotación a gran escala del trabajo asalariado, que, combinado con la energía fósil, impulsó el despegue masivo de la manufactura industrial y, con ella, la escalada de los conflictos de clase de alta intensidad. En algunos Estados metropolitanos, los movimientos sindicales militantes y sus aliados lograron imponer un compromiso de clase. Los trabajadores de la etnia mayoritaria ganaron el derecho al voto y la ciudadanía política, y a cambio le cedieron al capital el derecho a gobernar el lugar de trabajo y explotarlos. En la periferia no se llegó a compromisos similares. Renunciando a cualquier ficción de abstinencia política, las potencias coloniales europeas recurrieron al poderío militar para aplastar las rebeliones antiimperialistas. Se aseguraron de que el saqueo generalizado de las poblaciones subyugadas continuara y consolidaron el dominio colonial sobre la base del imperialismo de libre comercio, bajo la hegemonía británica. Todo esto pone en entredicho la expresión “capitalismo del laissez-faire” y me lleva a preferir “capitalismo liberal colonial”.
Este régimen se vio aquejado por la inestabilidad, tanto económica como política, casi desde sus inicios. En los países del centro en proceso de democratización, la igualdad política sostenía una tensa relación con la desigualdad socioeconómica; los derechos políticos allí otorgados resultaban incongruentes, para algunos, con el sometimiento brutal perpetrado en la periferia. Igualmente corrosiva era la contradicción, diagnosticada por la teórica política Hannah Arendt, entre el impulso ilimitado, transterritorial, de la lógica económica del capitalismo liberal colonial con el carácter limitado, territorialmente demarcado, de sus organizaciones políticas democráticas.8 No resulta extraño que, como remarcó Karl Polanyi en La gran transformación, esta configuración de economía y organización política fuera crónicamente aquejada por las crisis. En la faceta económica, el capitalismo “liberal” se vio agitado por depresiones, colapsos y perturbaciones financieras agudas; en el aspecto político, generó intensos conflictos de clase, luchas por los límites y revoluciones, todos agitados por —y agitando al mismo tiempo— el caos financiero internacional, las rebeliones anticoloniales y las guerras interimperialistas.9 Al llegar el siglo XXI, las múltiples contradicciones de esta forma de capitalismo habían hecho metástasis en una crisis general prolongada, que se resolvió con la instalación de un nuevo régimen poco después de concluida la Segunda Guerra Mundial.
En este nuevo régimen capitalista administrado por el Estado, los Estados del centro empezaron a utilizar el poder público en forma más proactiva dentro de sus territorios para prevenir o mitigar las crisis. Empoderados por el sistema de control de capitales de Bretton Woods, instaurado en 1944 bajo la hegemonía de Estados Unidos, invirtieron en infraestructura, asumieron algunos costos de reproducción social, promovieron el pleno empleo y el consumismo de la clase trabajadora (antes bien, algo similar a estos), aceptaron a los gremios como socios en las negociaciones trilaterales con las corporaciones, condujeron en forma activa el desarrollo económico, compensaron las “fallas del mercado” y disciplinaron en general al capital por su propio bien. Estas medidas, cuyo objetivo fue en parte garantizar las condiciones requeridas para el sostenimiento de la acumulación privada de capital, ampliaron el alcance de la política a la vez que la domesticaron: incorporaron estratos potencialmente revolucionarios incrementando el valor de su ciudadanía y dándoles participación en el sistema. El efecto que se logró fue estabilizar la situación durante varias décadas, pero tuvo un costo. Los acuerdos que otorgaron “ciudadanía social” a los trabajadores industriales de la etnia mayoritaria en el centro capitalista se sustentaron en condiciones de fondo no demasiado agradables: la dependencia de las mujeres en virtud del salario familiar aportado por el único sostén de la familia, las exclusiones raciales y étnicas, y la expropiación sostenida en lo que entonces se llamó Tercer Mundo. Esa expropiación se siguió perpetrando, por viejos y nuevos medios, aun después de la descolonización, lo cual limitó seriamente las capacidades de los Estados recién independizados para estabilizar sus sociedades, orientar el desarrollo y proteger a sus poblaciones de la depredación mediada por el mercado. El efecto radicó en activar algunas bombas de tiempo políticas cuya detonación convergería, más adelante, con otros procesos para derribar este régimen.
Al final, también el capitalismo administrado por el Estado tropezó con sus propias contradicciones, tanto económicas como políticas. La combinación de salarios en aumento con la generalización de mejoras en la productividad redujo las tasas de ganancias industriales en el centro, lo cual puso en marcha nuevas iniciativas del capital orientadas a liberar las fuerzas del mercado de la regulación política. Mientras tanto, hacía erupción una Nueva Izquierda global que desafiaba las opresiones, las exclusiones y las depredaciones que sostenían todo el andamiaje. Lo que siguió fue un prolongado período de crisis, a veces agudas, a veces crónicas, durante el cual el acuerdo alcanzado en tiempos del capitalismo administrado por el Estado fue suplantado con sigilo por el actual régimen de capitalismo financiarizado, del cual me ocuparé a continuación.
Un golpe doble
El capitalismo financiarizado ha reconfigurado la relación entre economía y organización política una vez más. En este régimen, los bancos centrales y las instituciones financieras internacionales han reemplazado a los Estados como árbitros de una economía cada día más globalizada. Son esos entes, y no los Estados, aquellos que ahora dictan muchas de las reglas más decisivas que rigen las relaciones centrales de la sociedad capitalista: entre el trabajo y el capital, los ciudadanos y los Estados, el centro y la periferia, y —fundamental para todos los mencionados— entre deudores y acreedores. Estas últimas relaciones constituyen el eje del capitalismo financiarizado y permean las demás. En gran medida, actualmente el capital se vale de la deuda para canibalizar el trabajo, disciplinar los Estados, transferir valor de la periferia al centro y extraer riqueza de la sociedad y la naturaleza. La deuda es transversal a los Estados, las regiones, las comunidades, los hogares y las empresas, y el resultado es un cambio radical en la relación entre economía y organización política.
El régimen anterior había dotado a los Estados del poder de subordinar los intereses cortoplacistas de las empresas privadas al objetivo de largo plazo de la acumulación sostenida. Este, por el contrario, autoriza al capital financiero a disciplinar a los Estados y a la opinión pública en favor de los intereses inmediatos de los inversores privados. El resultado es un golpe doble. Por un lado, las instituciones del Estado que antes daban (de alguna manera) respuestas a los ciudadanos ahora son cada día menos capaces de resolver sus problemas o satisfacer sus necesidades. Por otro lado, los bancos centrales y las instituciones financieras internacionales, que han puesto grilletes a las capacidades del Estado, son “políticamente independientes”: no deben rendir cuentas ante los ciudadanos y son libres para actuar en beneficio de inversores y acreedores. Mientras tanto, la escala de los problemas más apremiantes, como el calentamiento global, excede el alcance y el grado de influencia de los poderes públicos. Estos poderes, en cualquier caso, son superados por las corporaciones transnacionales y los flujos financieros globales, que eluden el control de los organismos políticos encadenados a territorios delimitados. El resultado general es la creciente incapacidad de los poderes públicos para poner coto a los poderes privados. De ahí la asociación del capitalismo financiarizado con neologismos tales como “desdemocratización” y “posdemocracia”.
El pasaje a un régimen centrado en la acumulación mediante deuda fue resultado de una profunda reestructuración del orden internacional. Fundamentales en este sentido fueron el desmantelamiento del marco de Bretton Woods, que estipulaba controles de capitales, tipos de cambio fijos y convertibilidad al oro, por un lado, y la reconversión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional como agentes de liberalización económica, por el otro, dos transformaciones impulsadas por Estados Unidos y destinadas a prolongar su hegemonía. Más tarde, a partir de los años ochenta del siglo XX, siguió el asalto al Estado desarrollista liderado por ese mismo país, primero por medio del “Consenso de Washington” y luego por medio del “ajuste estructural”. Conforme se imponía a punta de pistola la liberalización de la deuda en buena parte del Sur Global, los Estados endeudados luchaban por obtener divisas mediante la creación de zonas francas y la promoción de la emigración de fuerza de trabajo para obtener futuras remesas. Mientras tanto, la relocalización de las industrias manufactureras en la semiperiferia incrementó el poder del capital en dos frentes: primero, instaurando la desregulación y la reducción de la carga fiscal en procura de un aumento de la competitividad en el Sur, y segundo, diezmando a los poderosos gremios del centro capitalista, con el consiguiente debilitamiento del apoyo político a la democracia social. La abolición de los controles de capitales y la creación del euro privó a casi todos los Estados del control sobre sus propias monedas y los dejó a merced de los mercados de bonos y las agencias de calificación, con la consiguiente inhabilitación de una herramienta crítica de manejo de crisis.10 Los Estados del centro fueron empujados a una posición que los de la periferia ya conocían desde mucho tiempo atrás: la sujeción a fuerzas económicas globales que ni remotamente podían abrigar esperanzas de controlar. La respuesta fue un cambio de política: se pasó del keynesianismo público al privado, según la memorable definición de Colin Crouch.11 Mientras el primero había utilizado los impuestos y el gasto para cebar la bomba de la demanda de los consumidores, el segundo alentó la deuda del consumidor para promover niveles altos y sostenidos de gasto en consumo en condiciones por demás desfavorables: caída del salario real, aumento de la precariedad laboral y reducción de ingresos fiscales provenientes de las corporaciones. Ese cambio, elevado a nuevas intensidades de delirio por la “titularización”, nos trajo la crisis de las hipotecas subprime que disparó el derrumbe casi total de las finanzas globales en el lapso 2007-2008. El resultado de este último no pudo haber sido más perverso. Lejos de dar lugar a una reestructuración profunda del nexo entre economía y organización política, la respuesta de las autoridades consolidó el control de los acreedores privados sobre el poder público. Tras orquestar la crisis de las deudas soberanas, los bancos centrales y las instituciones financieras internacionales obligaron a los Estados, bajo el asalto de los mercados de bonos, a implementar medidas de “austeridad”, lo cual significó servir a sus ciudadanos en bandeja para ser canibalizados por prestamistas internacionales. La Unión Europea, a la cual en cierta época se consideraba el avatar de la “democracia posnacional”, se apresuró a cumplir las órdenes de banqueros e inversores, renunciando a su pretensión de legitimidad democrática a los ojos de muchos. En líneas generales, el capitalismo financiarizado es la era de la “gobernabilidad sin gobierno”, que es como decir la era de la dominación sin la envoltura del consenso. En este régimen, no son los Estados sino las estructuras de gobierno transnacional como la Unión Europea, la Organización Mundial del Comercio, el Nafta y el Trips los entes que dictan la mayor parte de las normas aplicables mediante coerción que al día de hoy rigen vastos sectores de la interacción social en el mundo entero. Estos organismos, que no rinden cuentas ante nadie y sin tapujos defienden los intereses del capital, “constitucionalizan” las nociones neoliberales de “libre comercio” y “propiedad intelectual” inscribiéndolas a fuego en el régimen global y reemplazando leyes laborales y ambientales democráticas. Echando mano a una diversidad de medios, este régimen ha promovido la captura del poder público por parte del poder (corporativo) privado, y ha colonizado internamente al primero modelando su modus operandi sobre la base de aquel de las empresas privadas.
El efecto general ha sido vaciar el poder público en todos los niveles. Las agendas políticas se achican en todos lados, tanto por dictados externos (las demandas de “los mercados”, “el nuevo constitucionalismo”) como por la cooptación interna (captura corporativa, privatización, difusión de la racionalidad política neoliberal). Cuestiones que alguna vez estuvieron incluidas sin más dentro del área de injerencia de la acción política democrática se declaran ahora externas a su ámbito y se delegan en “los mercados”, es decir, en beneficio de las finanzas y el capital corporativo. Y ¡ay de quienes los confronten! En el actual régimen, los facilitadores del capital se oponen con descaro a cualquier poder público o fuerza política que ponga en entredicho el nuevo orden, ya sea anulando elecciones y referendos que rechacen la austeridad, como sucedió en Grecia en 2015, o impidiendo las candidaturas presidenciales de figuras populares proclives a elegir ese camino, como ocurrió en Brasil en el bienio 2017-2018. Mientras avanzaba esta era, los intereses capitalistas más importantes (grandes empresas frutihortícolas, farmacéuticas, de energía, armamentísticas, de inteligencia de datos) persisten en su antigua práctica de promoción del autoritarismo y la represión, el imperialismo y la guerra en el mundo entero. A ellos (y también a los actores del Estado con quienes están vinculados) les debemos gran parte de la actual crisis de refugiados.
En líneas generales, el actual régimen de acumulación ha generado una crisis de gobernabilidad democrática. Sin embargo, lejos de ser independiente, esta crisis tiene sus raíces en la dinámica contradictoria y autodesestabilizante de la sociedad capitalista. Lo que algunos denominan nuestro “déficit democrático” es, en realidad, la forma históricamente específica que adopta la contradicción política inherente al capitalismo en la etapa actual, cuando la financiarización fuera de control inunda el ámbito político y disminuye su poder en grado tal que lo imposibilita para resolver problemas acuciantes, incluidos aquellos que, como el calentamiento global, ponen en peligro las perspectivas a largo plazo de la acumulación, eso sin mencionar la vida misma en el planeta Tierra. En esta etapa del capitalismo, como en las demás, la crisis democrática no es solo sectorial, sino una faceta de un conjunto de crisis más amplio que también abarca otras: ecológica, sociorreproductiva y económica. Enlazada de manera inextricable con esas otras, nuestra crisis democrática actual es un componente integral de la crisis general del capitalismo financiarizado. No es posible resolverla sin dirimir esa crisis general y, por lo tanto, sin transformar por completo ese orden social.
Una encrucijada histórica trascendental
Sin embargo, todavía quedan cosas por decir acerca de la crisis democrática actual. Hasta aquí, la analicé principalmente desde una perspectiva estructural, como el desenvolvimiento no accidental de contradicciones inherentes al capitalismo financiarizado. Esa perspectiva es indispensable, como sostuve en este capítulo y en los anteriores. Sin embargo, no logra arrojar luz sobre el alcance total de la crisis presente, que, como cualquier crisis general, también incluye una dimensión hegemónica.
Una crisis, después de todo, no es solo un atasco en el mecanismo social. Tampoco una obstrucción en los circuitos de acumulación o un bloqueo en el sistema de gobierno amerita la etiqueta de “crisis” en el verdadero sentido del término. Ese sentido incluye los callejones sin salida del sistema y además las respuestas de los actores sociales. A diferencia de las interpretaciones deficientes de las “teorías de los sistemas”, nada puede considerarse una crisis hasta que no se lo vivencie como tal. Lo que parece una crisis a los ojos de algún observador externo no se vuelve históricamente generativo mientras los integrantes de la sociedad no lo vean como tal: esto sucede hasta que, por ejemplo, intuyen que los problemas apremiantes que experimentan no surgen a pesar sino, precisamente, a causa del orden establecido y no pueden resolverse dentro de él. Solo entonces, cuando una masa crítica llega a la conclusión de que el orden puede y debe ser transformado por la acción colectiva, el callejón sin salida objetivo gana voz subjetiva. Entonces, y solo entonces, podemos hablar de crisis en el sentido más amplio de encrucijada histórica trascendental que exige una decisión.12
Esa es nuestra situación actual. Ya no más “meramente” objetivas, las disfunciones políticas del capitalismo financiarizado han hallado un correlato subjetivo. Lo que tiempo atrás los observadores acaso podían contemplar como una crisis en sí pasó a ser una crisis para sí, en un momento en que enormes masas de individuos del mundo entero han desertado de la política tal como la conocían. La ruptura más drástica ocurrió en 2016, cuando los votantes de dos reductos clave de las finanzas globales castigaron a los arquitectos políticos del neoliberalismo otorgando sendas victorias al Brexit y a Donald Trump. Este proceso, sin embargo, ya estaba en marcha allí y en otros lugares: las poblaciones ya habían empezado a abandonar a los partidos gobernantes de centro que promovían la financiarización en favor de populistas recién llegados que prometían oponerse a ella. En muchas regiones, los populistas de derecha cortejaron con éxito a los votantes de clase trabajadora pertenecientes a la mayoría étnica con la promesa de “recuperar” a sus países de las garras del capital global, los inmigrantes “invasores” y las minorías raciales o religiosas. Sus contrapartes de izquierda, menos exitosas en el plano electoral (salvo en América Latina y el sur de Europa), tuvieron una fuerte presencia en la sociedad civil, militando a favor del “99%” o “las familias trabajadoras”, definidas de manera inclusiva, y contra “la clase de los multimillonarios”.
Sin duda, estas formaciones políticas tienen profundas diferencias entre ellas, y sus respectivas fortunas sufrieron altibajos en años subsiguientes. Sin embargo, tomadas en conjunto y consideradas en general, su irrupción señaló un cambio radical en los vientos políticos. Al rasgar el velo del sentido común neoliberal y “desinflar” su romance con el mercado, la ola populista animó a muchos a pensar en formas novedosas. En ausencia de la “certidumbre” de que la libre competencia de los mercados globales era la mejor manera de lograr la coordinación social, el margen de invención política se amplió y las que hasta entonces eran alternativas impensables se volvieron concebibles. El resultado es una nueva etapa en la gestación de la crisis capitalista. Un “mero” conglomerado de callejones sin salida del sistema ha pasado a ser una crisis de hegemonía en el sentido pleno de la palabra.13
En el centro de esta crisis hegemónica se encuentra la disputa abierta en torno del límite actual entre economía y organización política. La idea de que la planificación pública es inferior a los mercados competitivos dejó de ser obvia, y ahora enfrenta fuerte resistencia. En respuesta al cambio climático y a la pandemia de covid-19, así como a la desigualdad de clase en rápido aumento y la desenfrenada injusticia racial, los socialdemócratas revitalizados se unen a populistas y socialistas democráticos en procura de rehabilitar el poder público. Algunos eligen el marco nacional y abogan por la acción de gobierno decidida en la protección de los ciudadanos contra los efectos devastadores de la financiarización, tanto económicos y ecológicos como sociales y políticos.
Otros, activistas en defensa de la alterglobalización y la justicia ambiental, imaginan nuevos poderes públicos de alcance global o transnacional, con el peso y el alcance requeridos para controlar a los inversores y superar amenazas transfronterizas al bienestar planetario. Existen desacuerdos, sin duda, respecto de la profundidad de la reestructuración necesaria. Los socialdemócratas y los populistas creen que los gobiernos pueden garantizar puestos de trabajo e ingresos, salud pública y un planeta habitable sin alterar las relaciones de propiedad y la dinámica de acumulación subyacentes al capitalismo. Los socialistas y los ecologistas radicales disienten. Que esas cuestiones se debatan en la esfera pública constituye prueba suficiente de que el sentido común neoliberal se ha derrumbado. También da testimonio de algo más: existe ahora un electorado sustancial, aunque fracturado internamente, cuyo objetivo es volver a trazar la frontera entre economía y organización política, en vistas de fortalecer la capacidad de la segunda para gobernar a la primera.
Esa proposición recibió un fuerte impulso gracias a la pandemia de covid-19. A pesar del impactante incremento del libertarismo antibarbijos y antivacunas, así como del fanatismo por la “economía por encima de todo”, el coronavirus ofició como una reivindicación de manual del poder público: de la necesidad urgente de la acción pública para mantener infraestructuras y garantizar cadenas de suministro; para aplanar la curva de contagios imponiendo el uso de cubrebocas, distancia social y resguardo en el hogar; para disminuir el ritmo de contagios mediante pruebas, rastreo y aislamiento de los infectados; para desarrollar, financiar, someter a ensayos clínicos, aprobar y distribuir vacunas y tratamientos; para proteger a los trabajadores esenciales y las poblaciones en riesgo; para sostener los ingresos y mantener los estándares de vida; para organizar las tareas de cuidado y la escolaridad, todo ello en modos que garantizaran una distribución equitativa de las cargas y los beneficios. Resultó que el sector privado no podía satisfacer ninguna de esas necesidades vitales. Las disparidades nacionales extremas en materia de resultados demostraron que así era. A la hora de reducir las tasas de contagios y salvar vidas, el desempeño de los países cuyas culturas políticas valorizaban el poder público y autorizaban su despliegue amplio y proactivo superó ampliamente el de aquellos que lo desdeñaban y restringían el recurso a él. Si viviéramos en un mundo racional, el neoliberalismo ya sería un recuerdo lejano.14
Pero, en cambio, vivimos en un mundo capitalista, que por definición está plagado de irracionalidad. Por ende, no podemos suponer que la crisis actual vaya a resolverse rápidamente o sin dar pelea. Por el contrario, los representantes del capital financiero y corporativo mantienen un sólido control de las palancas institucionales del poder en los niveles transnacional y global, donde las reglas de tránsito neoliberales siguen vigentes y bloquean las iniciativas populares orientadas a trazar un nuevo camino. En el nivel nacional, además, los apoderados del capital siguen maniobrando, con gran éxito, para retener o recuperar el poder político pese a una decidida oposición. Consolidan el apoyo con que cuentan incluso —o justamente— en aquellos lugares donde sus retadores populistas logran acceder al poder y no consiguen satisfacer las expectativas.
Ese último escenario tuvo lugar en Estados Unidos, donde al asumir la presidencia en 2016, Donald Trump abandonó las políticas favorables a la clase trabajadora que había propugnado en su campaña en favor de alternativas propicias a las corporaciones. Pese a los hercúleos esfuerzos por distraer al electorado mediante la intensificación del uso de chivos expiatorios, un volumen suficiente de votantes de Trump desertó en un puñado de estados cruciales para sellar su derrota en 2020 ante —justamente quién— un discípulo de Obama que prometía restaurar el statu quo ante neoliberal progresista, pese a que ese régimen había creado las condiciones que dieron lugar al trumpismo, en primer lugar, y que lo mantendrán vivo hasta el final.15 Pero es necesario reconocer que los gobiernos populistas de izquierda también decepcionaron a sus electores. No caben dudas de que estos gobiernos tuvieron deficiencias internas, pero su descarrilamiento fue acompañado por una importante cuota de fuerzas externas: véase el caso de Syriza, en Grecia, puesto de rodillas por la “troika” de la Unión Europea, decidida a demostrar que no se permitiría la prevalencia de ninguna iniciativa seria que buscara priorizar las necesidades del 99% por sobre las de los inversores.
En cualquier caso, hay algo vacío en los Trump, los Bolsonaro, los Modis, los Erdoğan y otros con reminiscencias del “Mago de Oz”, estas especies de showmen que se pavonean delante del telón mientras el verdadero poder queda oculto detrás. El verdadero poder es, por supuesto, el capital: las megacorporaciones, los grandes inversores, los bancos, las instituciones financieras cuya insaciable sed de lucro condena a miles de millones de personas en el mundo entero a una vida truncada y atrofiada. Para colmo, esos showmen no tienen soluciones para los problemas de sus partidarios: se acuestan con las fuerzas que dieron origen a esos problemas. Todo lo que pueden hacer es distraer a sus seguidores con trucos y espectáculos. A medida que los callejones sin salida se profundizan y las soluciones no se materializan, estos testaferros se ven obligados a subir la apuesta con mentiras cada vez más extravagantes y el recurso malicioso a chivos expiatorios. Esa dinámica se intensificará forzosamente hasta que alguien por fin corra el telón y exponga el engaño.
Y precisamente es lo que la oposición progresista no hizo. Lejos de desenmascarar a los poderes que se ocultan detrás del telón, las corrientes dominantes de “la resistencia” han estado asociadas con ellos desde hace largo tiempo. Es el caso de las ramas liberalmeritocráticas de movimientos sociales tan populares como el feminismo, el antirracismo, el movimiento por los derechos LGBTQ+ y el ecologismo. Operando dentro del marco de la hegemonía liberal, durante muchos años funcionaron como socios menores en un bloque neoliberal progresista que también incluyó sectores “con pensamiento de avanzada” del capital global (tecnología integrada, finanzas, medios de comunicación, entretenimiento). Así, también los progresistas han funcionado como testaferros, aunque de un modo diferente: dándole un barniz de carisma emancipatorio a la economía política depredadora del neoliberalismo.
No caben dudas de que el resultado distó mucho de ser emancipatorio. No se trata “solo” de que esta alianza non sancta haya hecho estragos en las condiciones de vida de la inmensa mayoría y creado, de ese modo, el magma que alimentó a la derecha. Además, asoció con el neoliberalismo el feminismo, el antirracismo y otros movimientos afines, con lo cual aseguró que cuando la represa volara por los aires y masas de personas rechazaran al último, muchas también manifestaran su repudio hacia los primeros. Y este es el motivo por el cual el principal beneficiario, al menos por ahora, ha sido el populismo reaccionario de derecha. También es el motivo por el cual estamos encerrados en un callejón sin salida político, atrapados en una falsa batalla distractiva entre dos bandos de testaferros rivales —uno retrógrado, el otro progresista— mientras el verdadero poder oculto detrás del telón se ríe a más no poder camino al banco, a depositar sus ganancias.
¿En qué situación nos deja lo antedicho? En ausencia de algún realineamiento nuevo, enfrentamos un terreno inestable sin un bloque gobernante hegemónico que cuente con amplia legitimidad ni un rival contrahegemónico claro y creíble. En esta situación, el escenario más probable en el corto plazo es el de una serie de movimientos pendulares, con gobiernos que oscilen entre los abiertamente neoliberales (progresistas o retrógrados, favorables a la diversidad o excluyentes, demócratas liberales o protofascistas) y los declaradamente antineoliberales (populistas de izquierda o de derecha o socialdemócratas o comunitarios), cuya combinación exacta será dictada en cada caso por las especificidades nacionales.
Estas oscilaciones políticas caracterizan el presente como un interregno: una época en que, en palabras de Antonio Gramsci, “lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer”. Cuánto durará este interregno es un enigma, como también lo es la probabilidad de que degenere en autoritarismo a pleno, una gran guerra o un derrumbe catastrófico en oposición a un “lento” desmoronamiento. De una u otra forma, los callejones sin salida del sistema seguirán socavando nuestros modos de vida hasta que no logremos reunir un bloque contrahegemónico viable. Hasta entonces, viviremos (y moriremos) en medio del amplio abanico de “síntomas mórbidos” que caracterizan la agonía del capitalismo financiarizado y de la crisis general que ha forjado.
Pase lo que pase, hay algo que está claro: las crisis como esta no suceden todos los días. Infrecuentes desde el punto de vista histórico, representan puntos de inflexión en la historia del capitalismo, momentos de decisión cuando está en juego la elección de la forma de vida social. En esos momentos, la pregunta candente es: ¿quién logrará construir una contrahegemonía viable y sobre qué base? ¿Quién (en otras palabras) guiará el proceso de transformación social, en el interés de quiénes y con qué fines? Como vimos, el proceso por el cual la crisis general conduce a una reorganización social tuvo lugar varias veces en el curso de la historia moderna, casi siempre en beneficio del capital. Mediante ese proceso, el capitalismo se reinventó una y otra vez. Para restaurar la rentabilidad y domesticar a la oposición, sus defensores rediseñaron no solo la división entre economía y organización política, reconfigurando esos dos “ámbitos”, sino también su relación mutua y con la reproducción social, la naturaleza no humana, la raza y el imperio. En ese proceso, reorganizaron el modo de dominación política y además las formas establecidas de explotación y expropiación (por consiguiente, también de dominación de clase, jerarquía de estatus y sometimiento político). Al reinventar esas brechas, a menudo lograron canalizar energías rebeldes hacia nuevos proyectos hegemónicos abrumadoramente beneficiosos para el capital.
¿Se repetirá este proceso hoy?
La lucha por resolver la crisis democrática actual, como la crisis en sí, no puede limitarse a un sector de la sociedad o a una vertiente de la crisis general. Lejos de alcanzar solo a las instituciones políticas, plantea preguntas más generales (y fundamentales) en materia de organización social: ¿dónde trazaremos la línea que delimita la economía de la organización social, la sociedad de la naturaleza, la producción de la reproducción? ¿Como repartiremos nuestro tiempo entre trabajo y ocio, vida en familia, política y sociedad civil?
¿Cómo utilizaremos el excedente social que producimos en forma colectiva? ¿Y quién exactamente decidirá esas cuestiones? ¿Lograrán quienes persiguen solo el lucro convertir las contradicciones del capitalismo en nuevas oportunidades de acumulación de riqueza privada? ¿Cooptarán importantes facetas de la rebelión mientras reorganizan la dominación social? ¿O será finalmente un levantamiento de las masas contra el capital “el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren [fuera de control]”, en palabras de Walter Benjamin?16
La respuesta dependerá, en parte, de cómo interpretemos la crisis actual. Si persistimos en las interpretaciones politicistas ya conocidas, concebiremos los males de la democracia como una especie autónoma de problema político. Pontificaremos acerca de la necesidad de civilidad, bipartidismo y respeto por la verdad, mientras pasaremos por alto el origen estructural profundo del problema. Flotando entre nobles principios por encima de las preocupaciones de los ignorantes “deplorables”, desestimaremos las demandas de esas masas críticas que en el mundo entero rechazan el neoliberalismo y exigen cambios fundamentales. Sin reconocer sus quejas legítimas (por muy malinterpretadas y malorientadas que se vean), nos volveremos irrelevantes en la actual lucha en pos de la construcción de una contrahegemonía. La alternativa que bosquejo en estas páginas consiste en comprender que los males actuales de la democracia expresan profundas contradicciones constitutivas de la estructura institucional del capitalismo financiarizado, vale decir, que son un componente de la inquietante crisis generalizada de nuestro orden social. Además de sus fortalezas sustantivas, esa interpretación cuenta con el mérito adicional de aportar una guía práctica. Orientándonos en la dirección correcta, nos desafía a rasgar el telón, identificar al verdadero culpable y desmantelar el orden disfuncional y antidemocrático representado por el capitalismo.
Sin embargo, no está tan claro qué debería reemplazar al capitalismo caníbal. Analizo algunos posibles escenarios en el próximo capítulo.
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Seleccioné estas expresiones para representar una gama de perspectivas diferentes en el terreno de la teoría democrática; las mencionadas corresponden a William E. Connolly, Andreas Kalyvas, Chantal Mouffe y Seyla Benhabib. También podría haber seleccionado otras. ↩
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Colin Crouch, The Strange NonDeath of Neoliberalism, Cambridge, Reino Unido, Polity, 2011 [ed. cast.: La extraña no-muerte del neoliberalismo, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012]. ↩
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Wolfgang Streeck, Buying Time. The Delayed Crisis of Democratic Capitalism, Londres Nueva York, Verso, 2014 [ed. cast.: Comprando tiempo. La crisis pospuesta del capitalismo democrático, Buenos Aires, Capital Intelectual Katz, 2016]. ↩
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Wendy Brown, Undoing the Demos. Neoliberalism’s Stealth Revolution, Nueva York, Zone, 2015. ↩
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Stephen Gill, “New Constitutionalism, Democratisation, and Global Political Economy”, Pacifica Review, vol. 10, n.º 1, 1998, pp. 2338. Véase una formulación más reciente en Stephen Gill, “Market Civilization, New Constitutionalism, and World Order”, en Stephen Gill y A. Claire Cutler (eds.), New Constitutionalism and World Order, Cambridge, Reino Unido, Cambridge University Press, 2015, pp. 2944. ↩
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Giovanni Arrighi, The Long Twentieth Century, ob. cit. ↩
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Ellen Meiksins Wood, “The Separation of the Economic and the Political in Capitalism”, New Left Review, vol. 127, 1981, pp. 6695. ↩
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Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Harcourt, Brace y Jovanovich, 1973 [ed. cast.: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006]. Acerca del conflicto entre el empuje transterritorial de la acumulación ilimitada y la lógica territorial del gobierno político, véase también David Harvey, “The ‘New’ Imperialism: Accumulation by Dispossession”, Socialist Register, vol. 40, 2014, pp. 6387. ↩
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Karl Polanyi, The Great Transformation, 2ª ed., ya citada. ↩
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La excepción es Estados Unidos, que simplemente puede emitir más de sus dólares, que sirven como “moneda mundial”. ↩
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Colin Crouch, The Strange Non-Death of Neoliberalism, ob. cit. ↩
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Reinhart Koselleck, “Crisis”, trad. de Michaela W. Richter, Journal of the History of Ideas, vol. 67, n.º 2, abril de 2006, pp. 357400. ↩
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Véase un análisis más completo de la dimensión hegemónica de la presente crisis de la democracia en Nancy Fraser, The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, ob. cit. ↩
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Véase en el epílogo un análisis más completo de la pandemia de covid-19 como una “orgía de irracionalidad e injusticia capitalista”. ↩
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Nancy Fraser, The Old Is Dying and the New Cannot Be Born, ob. cit. ↩
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Walter Benjamin, “Paralipomena to ‘On the Concept of History’”, en Howard Eiland y Michael W. Jennings (eds.), Walter Benjamin. Selected Writings, vol. 4, 1938-1940, trad. de Edmund Jephcott y otros, Cambridge, Massachusetts, Belknap, 2006, p. 402 [ed. cast.: “Tesis sobre la Historia. Apuntes, notas y variantes”, sección de Tesis sobre la Historia y otros fragmentos, vol. al cuidado de Bolívar Echeverría, México Colonia del Mar, UACM Ítaca, 2008]. La línea corresponde a uno de los apuntes preparatorios de las “Tesis sobre la Historia”, pero no se incluyó en la versión final. La cita completa es como sigue: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren” [p. 70 de la ed. cast.; el pasaje en sí se conoce como MsBA 1100. N. de E.]. ↩