Fornida, decía mamá cuando tenía que describirme, fiel a la costumbre generacional de comentar el estado físico de todas las mujeres. Sus interlocutoras se apuraban a decir:

—Pero no gorda.

—No, gorda no: fornida.

Ante la reiteración de la palabra, que ninguna entendía bien, se producía un silencio. Nunca me desagradó que me llamen así; por el contrario, creo que suena bien. La fortaleza dignifica el tamaño excesivo, los músculos disimulan la grasa. Desde chica tengo buenas tetas y un culo redondo, dos elementos fundamentales para la supervivencia. Con mi fortaleza los defiendo de compañías indeseables.

El entrenador me miró de arriba abajo y me felicitó por mi estructura ósea, mirándome a los ojos. Me convencí de que había hecho bien al inscribirme en ese gimnasio, que prometía un mejoramiento del estado físico general en sólo tres meses. Estaba en seguro de paro y no me sobraba la guita; era magnífico salir de casa, mejorar mi cuerpo y desahogar mi rabia en una sola acción: entrenar. Aprendí nombres de músculos y descubrí los ejercicios isquiotibiales, de bíceps e isométricos. Pasaron a ser parte de mi vocabulario frases como series descendentes, acumular tensión mecánica y estrés metabólico. Iba al turno nocturno, porque el resto del día lo dedicaba a buscar trabajo y a hacer changas como cuidar niños o viejos, hacer mandados y ayudar a mi madre con la costura. En ese turno, Fabio era quien conocía mejor los aparatos y yo lo miraba para aprender; varias veces nuestros ojos se cruzaron y me dije que debía ser más cuidadosa, no darle la impresión de estar disponible. Una noche de lluvia, cuando éramos pocos, lo vi haciendo sentadillas.

—No estires el cuello hacia atrás que te vas a contracturar. Mantené la vista fija en aquel perchero, y con eso mejorás la postura y el rendimiento.

Cuando terminé la frase le sonreí, avergonzada.

—Gracias por el consejo y por esa sonrisa, ényel.

Me quedé pensando en lo que había dicho, en por qué no lo había entendido. “En celo” no podía ser. ¿Ethel? Estaba segura de que tenía una ye. Debía ser el nombre de otra chica con la que me confundió. Desde esa noche, al verme se ponía a hacer las sentadillas y abría grandes los ojos para demostrarme que recordaba mi consejo. Cuando estaba de buen humor le hacía alguna morisqueta simpática, cuando no, lo saludaba con la cabeza. Una noche el entrenador nos reunió en la cancha.

—El lunes arrancamos con un ciclo de sesiones para la hipertrofia muscular. Cada uno, cada una debe decirme si lo hará por su salud, por estética o para mejorar el rendimiento deportivo.

Fabio dijo que quería mejorar su rendimiento deportivo; para los demás los tres motivos eran importantes. El resultado fue que todos compartíamos la tercera parte de las rutinas, y el resto del tiempo Fabio permanecía en un extremo del gimnasio haciendo otros ejercicios. Me daba pena verlo solo, en lucha contra las poleas y las pesas rusas. Los demás intercambiábamos bromas durante el esfuerzo y eso lo hacía más llevadero, además de divertido.

—¿No querés pasarte a este grupo? Estás a tiempo.

—Gracias, no me interesa la estética, ényel.

Ahí entendí lo que me había dicho: ángel, en inglés.

—Me llamo Ángela.

—Otro día hablamos.

Nadie más le dirigía la palabra. Creo que lo encontraban ridículo, con su cuerpo delgado, buscando convertirse en un hombre musculoso. Pero todos lo éramos. Con nuestros aspectos inconvenientes, empeñados en extender la llegada del “fallo” en cualquiera de los desafíos —cuádriceps, abdominales o glúteos—, dábamos lástima a quienes no pertenecían al universo del fitness. Compartir el esfuerzo diario creaba en el grupo una especie de amistad; nos ayudábamos y festejábamos los avances y los logros de cada uno. La alegría de levantar pesas o girar sobre mí misma en una rueda de carro salvaba mis días, atormentados por la falta de dinero y el silencio reiterado de las empresas en las que intentaba trabajar.

Descubrí a una vecina del edificio en el grupo de kick boxing y si se hacía tarde nos volvíamos juntas, porque la seguridad se había complicado en el barrio. A una banda que asaltaba comercios nocturnos se había sumado otra que rompía los focos de luz y atacaba a los que dormían en la calle. Una noche me pareció que Fabio nos seguía, y al otro día cuando lo encontré lo miré fijo.

—No sabía que te gustaban las minas —dijo.

—¿Y a vos quiénes te gustan?

No contestó y se puso colorado. Un par de semanas después coincidimos en el entrenamiento de defensa personal y nos tocó enfrentarnos. En general era respetuoso y no aplicaba más fuerza de la necesaria para derribarme o dejarme en una situación desventajosa; dos o tres veces lo agarré de sorpresa y le gané.

—¿Para qué querés tener tanto músculo?

—No es sólo músculo, es flexibilidad, fuerza, estado físico. ¿Y vos?

Se encogió de hombros.

—Para lo mismo que todos, supongo.

Desinfectaba las pesas y los aparatos que usaba antes y después de usarlos, algo que a todos nos parecía exagerado. Un día lo ayudé y vi que tenía cortes en las pantorrillas; pensé que habría sido su gata, porque la mía solía prenderse de mis piernas. Me contaron que un adolescente pecoso y torpe se había sentado en la tabla de abdominales que Fabio recién había limpiado; sin decirle nada, lo agarró por atrás de los pelos y lo tiró al piso. Una madrugada, cuando mi vecina volvía de un baile, le hicieron una llave que inmovilizó su cuello. Antes de largarse a llorar, reconoció el reloj de Fabio y este la liberó, riéndose.

—Es para que aprendas a no andar sola a estas horas de la noche —le dijo.

Cuando ella me lo contó decidí encararlo.

—¿Te parece lindo usar las técnicas que aprendiste como deporte para asustar a gente que nada que ver?

—Yo no le hice nada a tu novia. Si se asustó, le va a servir para aprender.

—No es mi novia, y no se aprende de un susto.

Me tiró los guantes invitándome a pelear y acepté; nos golpeamos hasta que el entrenador nos paró.

—Las diferencias entre ustedes las arreglan afuera, y mejor con una charla que en un combate.

Caminamos juntos las tres cuadras del trayecto que compartíamos, sin hablar. El aire fresco y el silencio, junto al sudor y el cansancio, nos unieron en una especie de complicidad y al separarnos me acarició el pelo.

—No quiero lastimarte, ényel. Ojalá hubiera más como vos en este barrio.

—Cuidate mucho, flaquito. Y entrená duro, si no en la próxima te noqueo.

Dejó de venir por un tiempo. Creí que tendría problemas para pagar la cuota. Nadie intentó ubicarlo, aunque llamar a los que se iban era una práctica corriente. Yo no sabía su número ni dónde vivía; pensé que quizás me gustaría volver a verlo.

Una noche, a principios del otoño, sentí que alguien me seguía y miré hacia atrás. No vi nada ni a nadie, lo que me puso alerta. Me concentré en mi oído y en caminar sigilosamente. Él lo hizo mejor porque cayó a mi costado como una gran ave nocturna. Su risa interrumpió el susto sin desarmar mi tensión, y permanecí muda e inmóvil mientras él se alejaba.

—Tenés que estar atenta, ényel. ¡No siempre estaré acá para salvarte!

Unos pasos más adelante se dio vuelta, quizás esperando una respuesta.

—Te has convertido en una chica fornida, lo que te hace más linda todavía.

No sé si fue esa palabra familiar y lejana o el piropo en sí lo que me hizo seguir sus pasos en la oscuridad. Dobló en la esquina y volvió hacia atrás en la cuadra siguiente, como si diera un rodeo. Me apreté contra los árboles y rastreé su ruido en el silencio de la calle vacía. Su presencia dejaba una huella invisible que una parte de mí percibía con claridad. Cuando lo vi prendiendo fuego al refugio de cartones frente a la fábrica abandonada, lamenté no haber adivinado sus intenciones. Allí se refugiaba Christian, un pibe que dormía abrazado a su skate al que los vecinos le dábamos la comida vieja. Llegué hasta Fabio con tres saltos rápidos y lo aferré de la cintura; cayó al piso con la zancadilla de mi pie izquierdo, que apoyé sobre su pecho. Intentó liberarse de mi pierna con sus dos manos y le pisé los genitales con el pie derecho. Eso no está permitido por la ética de ninguna disciplina marcial, pero las mujeres sabemos que funciona. Miró para el costado y de sus ojos salieron lágrimas de dolor pequeñas, apretadas y escasas. Christian intentaba apagar el fuego con los trapos con los que se cubría. Parecía no entender si estábamos allí por casualidad, si uno o los dos lo atacábamos, si yo lo defendía. En el curso de defensa personal había aprendido que la victoria debe ser contundente, pero hay que frenar antes de regodearse en ella. El desarmado de toda posición de poder debe ser breve. Mientras lo mantenía en el piso, le dije:

—Vas a sacar de tu billetera mil pesos para darle a este pibe por lo que le quemaste. Y que no te vuelva a ver por acá nunca más en la vida.

Aceptó con la cabeza y aflojé mi pie. Se retorció en el piso y le di un par de patadas en la cadera y una en la cabeza. Quedó sentado contra la pared, y pensé en darme una vuelta más tarde, para comprobar si le había pagado a Christian. No me llamó por mi nombre ni me dijo ényel. Me fui pensando en esa palabra. Ángel. Sí, un ángel, pero no para él.