1. Los restos del naufragio

“La noche y los perros son mis dos grandes pesadillas”, escribe Lucio V. Mansilla en un pasaje de Una excursión a los indios ranqueles (1870) que me recuerda Mateo Schapire. “Yo amo la luz y a los hombres, aunque he hecho más locuras por las mujeres”, sigue el militar dandi argentino. “No puedo decir lo que me aterra cuando estoy solo en un cuarto obscuro, cuando voy por la calle en tenebrosas horas, cuando cruzo el monte umbrío; como no puedo decir lo que sentía cuando trepaba las laderas resbaladizas de la gran Cordillera de los Andes, sobre el seguro lomo de cautelosa mula”.

La noche no se puede nombrar, se vive. Pero no hay una historia del día.

La mitología diurna, al contrario de lo que sucede con la de su hermana oscura, parece infinitamente menos rica, como son en apariencia menos ricas en sugestiones la vida, la vigilia, la visión o la alegría. Pero hay un recodo del cielo que está siempre mirando, iluminado: a esa magia se puede ir, es un mundo reconocible, instantáneo. Inclinado naturalmente a la inexactitud de la noche, el día con sus medidas claras y su tiempo traslúcido me reclamó y hoy la playa, la costa de mis veranos, esa tierra a la que me negué de niño y que terminó por ganarme, guarda para mí el poder invicto del sol y de todo lo que es eterno, como los libros de la infancia.

Puedo reprocharle mil cosas a Harold Bloom, pero no el fervor literario. Mientras yo me preguntaba todavía qué cosa significaba Letras, la carrera a la que me había inscrito sin dudar al terminar el liceo y ya llevaba un año cursando —mi madrina y un librero atento mediante—, recibí Anatomía de la influencia, su última publicación en ese momento, como regalo de Navidad. Bloom era, a pesar de las cosas que ya entonces me empezaban a molestar de él, todo lo que yo creía que quería ser: un hombre dedicado a la literatura, navegando asido de sus lecturas y sus experiencias las grandes obras del ingenio humano, encontrando poetas y —si bien a mí nunca me interesaron ni remotamente las categorías, ni las taxonomías, ni las genealogías artísticas— haciendo grandes sistematizaciones que, más o menos forzadas, tenían sentido.

En todo caso, recuerdo leer el libro aquel, de tapas celestes, de manera caótica, salteada, en un verano, y sobre todo me acuerdo de un capítulo que para mí iba a ser determinante. Se llama “La muerte y el poeta” y tiene como subtítulo “Reflujos whitmanianos” (“Whitmanian Ebbings” en el original). Algo en él, en los poemas que cita, me marcó. Bloom retoma un concepto de Paul Fussell, que escribe sobre “la oda de la costa americana”, y crea una suerte de linaje que empieza con Walt Whitman y sigue con poetas tan variados como James Wright, A. R. Ammons, Amy Clampitt, Wallace Stevens, Elizabeth Bishop, May Swenson, T. S. Eliot y Hart Crane. Esa pasión por la costa, por lo que hay en la costa, resonó en mí porque me había acompañado desde siempre, desde mis obligadas bajadas a la playa cerca de mi casa natal, las anuales idas a Colonia o mis veranos en Rocha, donde encontrábamos, en puntos señalados en el trayecto de Valizas al Polonio, lo que quedaba de barcos que habían destrozado las olas (“El fondo del mar es cruel”, dice Crane en el primero de sus “Viajes”), o, en las discretas dunas sobre el río Uruguay, antiguos fragmentos de cerámicas que, me decían, habían moldeado los pobladores originarios de estas tierras, todavía quemadas de negro, y rojas, casi anaranjadas.

Yo iba juntando los bordes de una existencia entre ese desparramo feliz, los trozos de metal cubiertos de algas y crustáceos, la piel viscosa de los percebes, el brillo de esos enormes tornillos eternamente lustrados por las olas claras. No había sensación más intensa de libertad y de vida que todo ese olor a muerte que se levantaba de pronto entre las rocas, con la baja de la marea. Esos fragmentos que yo veía como pequeños signos que se deslizaban entre la roca, los piojos de mar, las medusas y las anémonas de intenso violeta, los cangrejos huyendo al paso humano, los peces atrapados en un estanque provisorio que podía secarse en cualquier instante como una trampa letal. Y ahí estaba el paso lento de las cosas en años ya perdidos, ya encontrados, la búsqueda de ese desligamiento del mundo, perderse de las personas, hundir la cabeza de pronto en el océano, pasar las olas violentas que enturbiaban la orilla y fundirse por fin en un silencio cortado apenas por el grito de los pájaros.

Vivía extático esa destrucción. Caminaba con mi madre a unas rocas conocidas a buscar caracoles, mirábamos el paso de las toninas a lo lejos, las tortugas que sacaban cada tanto la cabeza entre las olas, con sus colores extraños, sus párpados finos, una realidad densa en la que se confundían los sentidos, con los olores penetrantes del guano de las aves, con su blanco de cal, de los inmensos lobos marinos muertos hinchándose al sol, supurando sangre y cubiertos de moscas y gusanos, del protector solar, de la sal que parecía impregnar el aire, y del calor sobre la arena encendida.

En las playas de Fomento o Blancarena, playas de río con árboles en la orilla, la experiencia era distinta, los días más lentos, el agua más densa, más pesada, más quieta. Pero esos árboles, los inmensos eucaliptos o los pinos, me traen ahora a la memoria un poema de Jules Supervielle que no conocía entonces, un poema poderoso que Susana Soca —quien vivió la Segunda Guerra Mundial en París mientras el poeta se recuperaba de sus problemas cardíacos en tierras uruguayas— leyó en la primera transmisión de radio que unió por el frágil aire a la Francia recién liberada con Uruguay.

Cuenta Soca: “Hace algunos años, después de una larga incomunicación entre Francia y América, tuve oportunidad de hablar en la primera emisión que debía oírse en el Uruguay desde París. Recuerdo que medité largamente sobre lo que debía decir, sin encontrar las palabras” y, prosigue, “[a]l final leí, simplemente, un poema de Supervielle en el que interroga a los pinos. Lógicamente debí elegir uno de los poemas nacidos de la tragedia de la que empezábamos a salir malamente. Pero preferí este poema que aparecía fuera del tiempo”:

Oh pinos frente al mar,
¿por qué insistir, entonces,
con esa fijeza suya
en pedir una respuesta?
Ignoro las preguntas
de su alto mutismo.
Solo a sí mismo se oye el hombre,
muere como ustedes.
Y nosotros no tuvimos jamás
algún tierno silencio
para mezclar nuestras arenas,
sus ramas y mis sueños.
Pero yo me dejo llevar
y les hablo en verso,
estoy más loco que ustedes,
oh compañeros sordos
oh pinos frente al mar,
oh hacedores de preguntas
confundidas y tupidas
me uno a su sombra,
humilde zona de acuerdo
donde se unen nuestras almas,
donde me voy hundiendo,
como la ola en la ola.

Es un poema hermoso y enigmático y, aunque su elección fuera supuestamente azarosa, parece mucho más indicado que los versos que Supervielle mismo escribió sobre la guerra, sobre el sufrimiento de sus compatriotas, sobre su tierra invadida. Soca lo entiende a la perfección: “Más tarde he comprendido”, dice, “que la imagen del poeta presente en varios puntos del espacio había servido de apoyo en la oscuridad de la incomunicación entre los países interceptados. Y seguiría haciendo señas entre los dos continentes. Se asociaba a otra imagen antigua y profunda: la de los pinos mediterráneos a los que hacía la pregunta que era su verso, y, a través de ella a lo lejos los veíamos sobre las costas adonde él en aquel momento les hablaba. La imagen de los pinos de una reservada intimidad, común a los paisajes que no se encuentran en los mapas ni en las estaciones, también parecía acercar las tierras separadas, y a veces secretamente las reunía”.

Su lectura es, como suele serlo en ella, muy precisa, muy fina, muy generosa. Abre el poema, con su espacialidad concreta (los inolvidables pinos mediterráneos), a una dimensión distinta, que va más allá de un aquí y ahora angustiante, perdido. Sigue después de un asterisco el poeta “Si no hubiera árboles en mi ventana / para venir a ver hasta lo profundo de mí / desde hace tiempo que habría dejado de ser / este corazón ofrecido a sus leyes ardientes”. Esa relación con el afuera, que sirve como un espejo de la fragilidad interior, que duplica el yo y lo anula, es el centro del poema, de ese contemplar en el que lo visto y el observador terminan haciéndose uno, como en esa sombra de los árboles, ese territorio “entre” cosas, esa frontera de la desaparición. Soca misma, en “Tiempo de la resina”, va a habitar esa existencia del límite, borde de tierra y agua. “Ya sigo la resina transverberada y ágil / adonde un sol oculto irradia y quema / inagotable vino”, dice hacia el final de la primera parte:

allí bebemos
el olor del follaje fresco y su propia llama
como si caminaran juntos en la raíz
de un pino adolescente.

Avanza la resina confundida
en el viento del mar por ella aligerado,
como una vez el aire de los labios
en aire de otros labios, una vez nada más.

Lo perdido y lo no recordado, la memoria y lo inmediato, todo confluye en la imagen de esa resina que es como una mirra, como la mirra que arde como una ofrenda. “Alguien me dejó sola delante de las hojas”, sigue en la segunda sección:

como delante de una muerte que no fue mía
y empecé a caminar buscando nuevos nombres
para las mismas hojas.
Si respirara en ellas nuevamente
la inocencia del gozo y la melancolía;
si respirara en ellas
de una violenta vida anticipadas muertes,
me acercaría a la resina viva.
Pero yo estoy de pie
en el sendero corto atravesado
por un tronco marchito como una vieja seda,
sin llegar a las hojas.

El camino corto, en la vida corta de Soca, es ese espacio que se abre para la muerte de un yo que se funde en las olas como en la arena en una densidad de lo pasado. Deseosa de mundo, la voz del poema se cierra en un espacio de veranos imposibles, de viento sobre el viento, el lento consumirse de la personalidad.

2. Pasionaria

De este lado la arena es blanquísima y fina y, aunque todavía no hace calor, es fácil pensar en el verano, en la idea de la arena, de la finura, incluso del viento que mueve los delgados juncos y detiene en el aire, en un punto que está fijo sólo un instante, a las gaviotas.

Pero el niño no piensa estas cosas: tiene sus ojos puestos en su abuelo, que frenó el auto descangallado para juntar algunos frutos sobre los que ahora se inclinan ambos, maravillados. En la planta, que nace entre los médanos como una gramilla, todavía quedan algunas flores que son un delirio de la orfebrería y hay ya redondos mburucuyás maduros, con su naranja profundo y su centro de un rojo feroz, animal. Alejados en el tiempo, dispuestos sobre el plano como sombras, nieto y abuelo comparten el asombro de la aventura: atravesar a grandes zancadas el desierto breve para hacerse con esas frutitas que parecen guardar en sí una porción de sangre, carne temblorosa que el niño desprecia, ínfimo ante tanta voluptuosidad.

Después leería que esa planta, la pasionaria, lleva ese nombre por la forma de la flor, que a alguien hizo pensar en la corona de espinas que Cristo llevó en su camino al Calvario: nada más ajeno a este edificio que se desarma ahora en mis manos, que se cierra sobre sí mismo para morir. Pero el recuerdo, sin embargo, está ya teñido por la idea de la pasión, por la idea del sacrificio, como todo lo que ahora rodea en mi memoria a mi abuelo, a quien veo incesantemente desde su muerte, punto final de lo que después di en llamar infancia.

Entonces, por supuesto, no sabía lo que era. Y ahora no sé tampoco lo que era, sino en tanto la reconstrucción de un reino del que fui expulsado abruptamente el primer día de diciembre de 2002. La búsqueda, entonces, se hizo infatigable: todo lo que escribí lo hice proyectándome a ese lugar, perseguido por una idea de recuperación, de sanación, de completud que siempre se mostró evasiva. Con esa idea, sin embargo, emprendo siempre la tarea de decir estas cosas, como si empezara a desandar el camino que me sacó de ahí, con la esperanza de disimuladamente restablecer el orden.

Así aparece, como un destello en la pantalla y en mi mente, la palabra mburucuyá, como en los libros de Juan Zorrilla de San Martín o Alejandro Magariños Cervantes: separada del resto como si fuera un espécimen que se mira enrarecido por las itálicas, aislado del cuerpo de los versos por su carácter extraño ante el conjunto informe de la lengua, por esa marca de sí que hace que sea necesaria la nota, la explicación, la glosa, la traducción en plano castellano que anuncia su origen y lleva la flor al plano de lo “conocido” (el Salvador, su martirio) y acerca ese enredado misterio al lector foráneo, que leerá asombrado estrofas como la que abre el primer canto del Tabaré, un auténtico derroche de belleza léxica, que empieza, memorablemente, situándonos entre los tumultuosos ríos americanos. “El Uruguay y el Plata”, canta el verso, “vivían su salvaje primavera”. Y sigue:

la sonrisa de Dios de que nacieron
aún palpita en las aguas y en las selvas;

aún viste el espinillo
su amarillo típoy; aún en la hierba
engendra los vapores temblorosos
y a la calandria en el ombú despierta;

aún dibuja misterios
en el mburucuyá de las riberas,
anuncia el día, y por la tarde enciende
su último beso en la primera estrella;

Todo está puesto ahí, en ese mundo virginal, para el deleite de los sentidos... aún, entonces, porque Zorrilla escribe en presente desde un mundo ya algo más degradado, menos puro, contaminado por el humo del progreso. Es el quiebre romántico: el mito de la Caída cambiado de escalas, de climas, de territorios; la humanidad o el pobre individuo solo, expulsado del Reino. Pero algo se salva, siempre. En una escena del final, repleta de movimiento, el mburucuyá cobra importancia otra vez: ya no es apenas una plantita mencionada al pasar o el segundo término de una comparación como será más adelante, sino que aporta un destello de color vibrante al cuadro terrible, a la tragedia de la muerte en el monte nativo.

Saltando breñas y horadando muros
de impenetrables ramas,
de enredaderas que de tronco a tronco,
corren y se retuercen y entrelazan;

mburucuyás que, entre follaje ajeno,
abren sus pasionarias,
y columpian sus frutos numerosos
de piel dorada y corazón de grana;

rompiendo del cipó las duras hebras
y esquivando las blancas
ramas el ñapindá que con sus dientes
muerde los troncos y los pies desgarra;

cruzando entre laureles y quebrachos,
nangapirés y talas
cuyo follaje espeso y verdinegro
con el del sauce pálido contrasta;

sumergido entre chircas y juncales,
matorrales y zarzas,
se pierde a veces, y se ve de nuevo
reaparecer, huyendo a la distancia,

al indio Yamandú.

La corrida de Yamandú, el antagonista del poema, entre las plantas que parecen surgir como obstáculos, como si el bosque mismo quisiera impedir su paso, todo el esfuerzo de su cuerpo cargado (“Lleva en los hombros / a la exánime Blanca”), todo el apetito de su disposición, el impulso terrible de su accionar, el drama de su destino, todo se cifra en esos “muros de verdura” que el hombre va rompiendo como un predador ciego de sangre.

Y ahí están, en primer lugar, esos frutos nativos, que también guardan en sí algo sagrado, algo que viene del viejo mundo, esa reminiscencia al detalle más cruel del vía crucis. Y para mí eso se desgarra, eso se desdobla, fruto, imagen, Cristo y el recuerdo de mi abuelo ateo, perdido entre la arena resplandeciente de una playa de Canelones, el agua turbia del Plata que canta Zorrilla, las acacias en los médanos, y el niño como una concreción de esa metáfora corpórea, abundante, generosa. Ahí lo encuentro.