“Mujer que en la Iglesia se consagra a Dios por medio de la profesión de los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) y vive en una clausura estrictamente definida, ordenada a una vida íntegramente dedicada a la contemplación”. Así define la Real Academia Española a una monja de clausura.
Como algunos practicantes de otras religiones, las monjas de clausura son parte de un patrimonio místico de la humanidad que es visto con sorpresa y extrañamiento por buena parte de quienes se enteran de su existencia. Es una opción de vida radical tomada por cada vez menos personas, lo que permite pensar que está en riesgo de extinguirse en algunas décadas.
María Victoria Nova (43 años) y Milagros Losardo (33 años) son monjas de clausura, la primera en un monasterio ubicado en Montevideo y la segunda en otro, en el departamento de Florida. Ambas, cuando hablamos con ellas, rompen con la idea de una vida triste por causa del encierro; sonríen cuando comentan sobre su vocación y sus tareas y coinciden en que se sienten “plenas”.
Para hablar con María Victoria voy al monasterio Madres Carmelitas, ubicado en una tranquila calle del Prado. Allí viven seis monjas de entre 31 y 90 años. Toco el timbre, me abren el portón automático y voy hasta una casa en cuya puerta dice “Pase sin golpear”. Entro a una pequeña recepción y escucho que alguien me habla desde el otro lado de la sala. No entiendo la primera frase, pero sí la segunda, que dice: “Tome la llave que le voy a pasar y entre a la casa de al lado, donde lo recibirá María Victoria”. Un torno giratorio de madera da vueltas y entonces aparece la llave. Nunca veo a la monja que, del otro lado de la pared, me habla.
En la otra casa vuelvo a encontrarme en una sala de estar, pero una reja la separa de un salón contiguo en el que se ven algunos objetos religiosos. A los minutos aparece María Victoria y me saluda de manera muy simpática. Dará la entrevista desde el otro lado de la reja.
Dice que ella, en realidad, es una monja contemplativa con un estilo de clausura. “Nosotras no nos definimos ni por el hábito ni por la reja, que son cosas secundarias, consecuencias de una opción de vida. Lo estructural, lo importante para nosotras es la búsqueda de Dios en lo cotidiano. Lo contemplativo es la persona que justamente logra ver a Dios en todo, descubrís a Dios hasta en la foto que me están sacando. Yo pensaba mientras pasaba esto: que vea a Jesús la persona que la mire. Lo importante es él, hasta en las cosas más triviales podés descubrir que Dios está detrás de todo, que no es casualidad que me estén haciendo esta nota, que tiene un propósito. Y eso, lo contemplativo, es hacia lo que buscamos caminar”.
María Victoria agrega que la clausura del presente es muy diferente a la del siglo XVI, por ejemplo, e incluso a la del siglo XIX, porque la Iglesia pretende acompañar a la sociedad de cada época. “Nosotras vivimos la clausura con una flexibilidad propia, tenemos WhatsApp, acceso a internet, salimos para lo que haga falta, como al médico o a hacer mandados. La clausura sí es en cuanto a no hacer salidas innecesarias”.
¿Rezar por los seres humanos en general es su principal tarea?
Sí. Por la creación, por la humanidad, por la gente que sufre, sobre todo, por las situaciones de guerra. Por eso para nosotras sería como traicionar nuestra vocación no estar al día, no saber lo que está pasando en el mundo. No tenemos que estar aisladas del mundo, separadas, sino estar en profundidad viviendo lo que vive la humanidad, porque empezás a caminar y entendés que tus gritos son los mismos que los de la humanidad, que las búsquedas de amor, de plenitud y de dignidad son las mismas para todos los seres humanos. Lo que tiene nuestro estilo de vida, la disciplina de clausura, es que hace que los procesos humanos sean muy rápidos. Por ejemplo, yo cuando entré tenía 22 años, y en seis meses profundicé cosas que de repente afuera te lleva tres o cuatro años madurar, porque tenés una capacidad de introspección, una búsqueda de tu interioridad, un encontrarte con tu sombra, con tus fantasmas, con tu historia, que te lleva adelante porque no tenés tantas distracciones. Se vive muy intenso hacia adentro.
María Victoria es la menor de tres hermanos de una familia de clase media de Malvín Norte. Después de terminar el liceo, comenzó la Facultad de Derecho. Estaba contenta con el estudio y con su grupo de amigos. Era católica, iba a misa los domingos, estaba integrada a una parroquia, “pero no mucho más, y ahí, misteriosamente, sentí que el Señor me pedía más, fue como un interrogante que me empezó a surgir”. A los 21 años tuvo una primera experiencia de seis meses “de discernimiento” y desde los 22 años es monja de clausura. Comenta que ahora los procesos son más largos, porque entienden que la adolescencia dura más. Como ejemplo mencionó que ella a los cuatro años y medio pudo tomar los votos definitivos como monja de clausura, y ahora es a los nueve años. “Disciernen, entre la chica que entra y las hermanas que están viviendo, si realmente la persona es feliz en este estilo de vida”, agrega.
Cuenta que en la Iglesia es un tema de mucha actualidad la reducción del número de monjas —en especial, de monjas de clausura— en el mundo, algo que también se refleja en Uruguay, el país más laico de América Latina, pero no cree que su estilo de vida se vaya a extinguir. “Las vocaciones se están reduciendo, pero hay una búsqueda de que volvamos a los comienzos de la Iglesia. Incluso sentimos que Dios está buscando capaz que de nuevo una iglesia pobre, incluso en número; el Señor que seguimos murió en una cruz, nunca tuvo mucho éxito, capaz que por ahí también va el evangelio hoy, y lo estamos tratando de vivir así porque los números hablan. Pero nosotros no estamos para vivir de los números o tener éxito humano, si no no estaríamos acá”.
María Victoria vuelve a sonreír al comentar que mucha gente tiene la idea de que ellas se levantan a las cinco de la mañana, cuando en realidad es a las siete. Durante sus jornadas alternan oraciones en común con momentos de oración en silencio. La primera es en conjunto a las siete de la mañana. A las 7.30 participan en una misa en la capilla que tienen, a la que también concurre gente de la zona. Ellas permanecen ubicadas en un costado del altar y tras una reja. Luego tienen un tiempo de oración en silencio, a las 8.30 desayunan y después se dedican a tareas como limpiar y cocinar. Al mediodía se vuelven a juntar para rezar, luego almuerzan y tienen un primer momento de lo que llaman recreación, en el que pueden estar trabajando manualmente pero hablando entre ellas. En general tienen la tarde libre y a las 18.15 vuelven a rezar en conjunto, luego en silencio y después nuevamente juntas. Luego cenan y lavan la vajilla juntas y comparten un segundo momento de recreación, para finalizar el día a las 21.30.
Sus salidas son contadas. Recientemente a ella le tocó salir dos veces en el mismo día: por la mañana acompañó al médico a una de las monjas residentes del monasterio, que tiene 90 años, y en la tarde fue a buscarle un medicamento. No salen, por ejemplo, para casamientos de sus parientes ni para fiestas, pero aclara que si sus padres están enfermos pueden salir a cuidarlos por el tiempo que se les permita. “Son cosas obvias desde la humanidad, que de repente antes no eran tan así y que se han ido flexibilizando para que no estén las reglas por encima de la persona”. Hace poco tuvieron una salida muy especial: cuatro de ellas participaron en la beatificación de Jacinto Vera en el estadio Centenario. La anterior experiencia de varias monjas retirándose juntas de este monasterio fue por una visita a Uruguay del papa Juan Pablo II.
¿Sentís la extrañeza de la gente cuando salís a la calle?
Sí, pero me gusta. Soy un poco desafiante, digo que no hay mejor época para llevar el hábito, porque ya no hay moda de esto está bien o esto está mal, todo es un modelo más, y en general no tenemos malas experiencias. Más allá de algún comentario desubicado a veces de algún adolescente, siempre hay gente que se te acerca para pedirte una oración o hacerte un comentario religioso. De hecho, siempre salimos con un rosario o con estampitas, porque es casi seguro que alguien se va a acercar a pedirte con relación a la búsqueda de Dios. Y vos no vas diciendo nada, sólo con el hábito, que habla por sí solo y entonces la gente se acerca. La gente necesita trascendencia, necesita referencias.
María Victoria y sus compañeras en el monasterio se informan leyendo en sitios de internet, tanto de prensa católica como de páginas web de diarios uruguayos, aunque dice que ella no lo hace muy seguido por falta de tiempo. No miran informativos de televisión porque piensan que las imágenes “sensibilizan mucho” y en la clausura “todo se agranda un poquito, te parece tremendo. Una cosa es leer y ver una foto y otra cosa es ver un video que te puede desenfocar, pero estamos informadas”.
Es común que las monjas de clausura digan que están enamoradas o casadas con Dios o con Jesucristo. Para los laicos el casamiento tiene otros significados, implica una pareja humana, también lo sexual. ¿Qué es para ustedes?
En nuestra dimensión espiritual la palabra alma viene de ánima, que es lo que anima al cuerpo, entonces es una dimensión de trascendencia que logra integrar tu parte corporal y entregársela al Señor; es vivir una dimensión casi de ofrenda de lo corporal. En los formularios que tenés que rellenar me cuesta decir “estado: soltera”, porque en mi chip estoy casada, aunque, obviamente, pongo soltera. Porque interiormente uno vive un desposorio, una relación de tanta intimidad con el Señor, que empezás a caminar viviendo tu naturaleza, y sobre todo en la edad en que una busca también la fecundidad física o de la pareja. Entonces, es vivir todo eso integrándolo, sin negarlo, y sabiendo que el Señor hace misteriosamente su obra, que él da la fecundidad. Es difícil de entender, sobre todo ahora que se ve todo muy a nivel carnal. No me gusta decir la palabra sublimar, que es más de despegarse del cuerpo y más de las teorías orientales. Nosotras más bien integramos nuestra corporalidad y sabemos que la castidad se puede vivir sin llegar a ser una solterona. Es como un desposorio del corazón, como que sabés que Jesús es tu esposo. Me faltan palabras para expresarlo, es difícil de comprender y hasta puede ser motivo de burlas, pero hay que partir de varios fundamentos, no sólo de la existencia de Dios, sino de Jesús, que es hijo de Dios y que resucitó, y partir de esos fundamentos para lograr entender mínimamente esto. Desde ahí se puede entender un poquito más, pero igual siempre sigue siendo un misterio para nosotras mismas. Se ve el toque del Señor, que no te deja estéril, que te madura en todas tus dimensiones; hay una plenitud de vida que a los ojos incluso míos podría ser: “¿Cómo se logra esto si no soy esposa ni madre y sin embargo me siento plena?”. Con 43 años, no lamento no haberme casado ni no tener hijos, y me siento plena.
Sus primeros cinco años como monja fueron duros, y en algunos momentos dudó sobre continuar siéndolo. “Extrañaba a mi familia, a mis amigos, hasta a mi perro, pero después del discernimiento eso pasó y ya hace diez años que de seguro no me veo de otra forma”.
¿Qué aconsejarías a quien esté pensando en iniciarse en la vida monástica?
Que pruebe, porque para mí fue lo mejor [se sonríe]. Que se largue, que se acerque a un monasterio y que escuche interiormente lo que le dice el Señor para ver si realmente es su lugar. También hay mucha fantasía en torno a nuestra vida, ganas de mostrar la vida religiosa como algo casi medieval, y la gente se imagina que nos pasamos rezando todo el día en la capilla. Muchas señoras casadas nos dicen: “Cómo quisiera estar con ustedes y no tener que cocinar” [vuelve a sonreír]. ¿Y quién te dijo que no cocinamos? Mucha gente se acerca con esa especie de ilusión de que acá va a tener más descanso, y eso no es verdadero. Pero incluso para saber si el llamado es en busca de otras cosas, es bueno acercarse y charlar.
También siglos atrás había una imagen de las monjas de clausura que las ataba muchas veces al logro de milagros. ¿Esa es una etapa superada?
Si. Nosotras, la fe pura y dura. Y muchas veces en la oscuridad interior, porque cuando te estás viendo mucho vos también sufrís. No es todo color de rosas.
“La vida contemplativa es un grito en el silencio”
Milagros Losardo dice que, si bien corrientemente se las conoce como monjas de clausura, lo que define su vida “no es la limitación del espacio en el que vivimos, es decir, la clausura, sino el estilo de vida que llevamos: la contemplación. El espacio o la clausura propician la contemplación”. Por eso, para ella ser monja contemplativa “significa vivir aquello para lo que he sido llamada, y por eso me plenifica como mujer y cristiana”.
En su monasterio, ubicado en el campo y cerca de la ciudad de Florida, viven diez monjas, que cuentan también con una capilla y una pequeña hospedería para alojar a quienes lo deseen, así como con un espacio de talleres en el que hacen artesanías que luego comercializan.
Milagros nació en Montevideo, es la segunda de tres hermanos y fue a colegios católicos, aunque en su casa no hablaban de Dios. Recuerda que el día de su primera comunión sintió el deseo y el entusiasmo de comprometerse, y con 11 años supo que esa jornada había marcado su vida. “Esta intuición brotaba desde dentro, y conforme pasaron los años ha cobrado mayor sentido. Hoy, con mirada retrospectiva, entiendo que ese día viví por primera vez una intimidad con Jesús que hasta hoy me atrae, aunque con otra madurez y profundidad”.
A los 16 años cambió de liceo y la nueva experiencia la hizo sentir muy bien. Se acercó más a la religiosidad y se involucró en grupos de jóvenes misioneros. Luego comenzó la Facultad de Arquitectura y, si bien seguía disfrutando los tiempos con su novio y amistades, comenzó a sentir que el proyecto de estudiar, casarse y formar una familia quizás no la haría feliz.
“Como joven entusiasta, vivía con muchos deseos y proyectos, siempre buscando e inquieta en el buen sentido, pero había algo dentro de mí, algo interior y profundo que no se llenaba por más que procurara entregarme con radicalidad a las distintas actividades y personas. Había ‘algo’ que me faltaba. No sabía qué era ni cómo encontrarlo. Buscaba momentos de oración, pero el deseo de Dios continuaba creciendo y ahí vino la pregunta: ¿es esta mi felicidad? ¿Es esto lo que Dios soñó para mí? Lo increíble de todo esto es que yo no conocía personalmente a ninguna religiosa, ni de vida activa ni de vida contemplativa. Puedo decir con propiedad que no tenía la más mínima idea de de qué se trataba la vida religiosa. Lo que sí sabía era que estaba enamorada de Jesús y que esas mujeres consagradas, como yo también, se sabían amadas y llamadas por Jesús y eran felices correspondiéndole con un estilo de vida propio”.
Para Milagros, “hoy día, para la sociedad en la que vivimos, embarullada por la cantidad y la variedad de ruidos e imágenes a manera de ofertas continuas que nos llevan a vivir desde fuera de nosotros mismos, la vida contemplativa es un grito en el silencio de que no estamos huecos por dentro, de que vale la pena, y necesitamos encarecidamente volver a nuestro profundo centro. Allí nos reencontraremos con Dios y con nosotros mismos en nuestra verdad más pura. Esta experiencia de encuentro nos llevará a descubrir nuestra gran hermosura, nuestra dignidad: somos dignos de ser mirados porque somos amados incondicionalmente, más allá de nuestras equivocaciones o de aquello que nos inquieta interiormente y no nos deja descansar”.
Milagros agrega que ese amor es en el que transcurre su vida y que, “lejos de ser un amor intimista, encerrado en sí mismo y para provecho exclusivo personal, es un amor que fecunda y da razón a mi vida fraterna. Sólo desde ahí se entiende el sentido de mi vida contemplativa: sé que nada de lo que vivo junto a mis hermanas queda dentro de los ‘límites’ del monasterio, sino que traspasa toda frontera, siendo vida para todos, de manera que nuestras comunidades, como las soñaba Teresa, sean para el mundo ‘estrellas que dieren de sí gran resplandor’”.
Milagros sostiene que quienes estuvieron o están enamorados la entenderán y coincidirán “en que no hay mayor dicha que la de contemplar a la persona amada experimentando allí una comunión exquisita y sin comparación” y en que pasarían “buenos ratos en aquel cruce de miradas en que no hacen falta palabras porque ya está todo dicho”. “Ser monja contemplativa brota desde la experiencia de haberme descubierto amada incondicional y gratuitamente por Dios, y de allí mi deseo de corresponderle y vivir lo que él desea y ha planeado para mí, siempre en esta clave de cruce de miradas desde donde no puedo menos que responderle dándome toda a él”.
En Uruguay hay cinco monasterios con monjas de clausura, según nos informó la Conferencia Episcopal del Uruguay. A los de las Carmelitas en el Prado y en Florida se suman el de las Hermanas Benedictinas en El Pinar, el de las Hermanas Clarisas en San José de Carrasco y el de las Hermanas Clarisas Capuchinas en Echeverría (Canelones).
“Supe que si no me iba, me enfermaba”
Con Florencia Luce, exmonja, docente, escritora
Primero te pido algunos datos generales tuyos, como tu edad, recuerdos de tu infancia y familia.
Nací en Buenos Aires en 1961, tengo 61 años. Mi familia fue trabajadora media. Mi padre trabajaba en una empresa que le demandaba mucho tiempo y mi madre tuvo que ocuparse de llevar adelante la casa y cinco hijos. Mi padre era de familia francesa y mis hermanos y yo hicimos gran parte de nuestra escolaridad en el colegio francés de Buenos Aires. No nos criaron en un ambiente religioso, pero mis últimos años de escolaridad transcurrieron en un instituto que, a pesar de ser laico, le daba mucha centralidad a la religión.
¿Qué edad tenías, cómo era tu vida poco antes de que definieras que serías monja?
Me planteé la vocación religiosa a los 19 años. Hasta entonces diría que llevaba una vida bastante típica de esa época, muy rodeada de familia, amigos, novios y deportes, pero siempre busqué tener momentos de soledad. Me gustaba mucho leer. En mi casa no era fácil estar solo; éramos muchos y todos traíamos amigos a casa.
¿Cuándo comenzaste a pensar en ser monja y cuándo y cómo lo definiste?
Algunos de mis amigos eran muy religiosos. Varios ya se habían planteado y decidido por el sacerdocio o la vida religiosa. Era el ambiente de mi colegio secundario, estábamos rodeados de seminaristas y curas jóvenes. El tema de la vocación religiosa estaba en el aire. Yo estudiaba Agronomía en la UCA [Universidad Católica Argentina] y teníamos Filosofía como materia obligatoria. Me apasioné enseguida. Leer y pensar en temas filosóficos de la vida, combinado con el ambiente religioso que me rodeaba y mi espíritu adolescente idealista, me hizo buscar un cambio que le diera un sentido más profundo a mi vida. Es cierto también que crecí en un ambiente en el que se nos cuidaba mucho; eran los últimos tiempos de los militares en el gobierno, los jóvenes deseábamos independizarnos. No tengo una respuesta definitiva, pero es posible que toda esa conjunción de situaciones haya sido lo que me llevó a plantearme la vocación religiosa.
¿Dónde y cómo fueron los primeros tiempos como monja?
El monasterio en el que estuve era contemplativo y de clausura. Eso implica una vida de reclusión. Nadie que no sean las monjas puede entrar, y las monjas sólo salen para lo indispensable, como por ejemplo para hacer compras o ir al médico. Los primeros seis años son de estudio y formación. Se llama noviciado. Las novicias tienen clases y colaboran en las tareas de la casa unas horas por día. Hay una rutina diaria que tiene como eje los rezos litúrgicos. Se vive en silencio, aun durante las comidas. El único momento de conversación libre era un recreo de una hora por día. Todo esto tiene como finalidad facilitar un ambiente de oración y contemplación. Recibíamos visitas de la familia o amigos, pero estaban reguladas en frecuencia y tiempo.
¿Qué disfrutabas de esa vida monástica?
Me deslumbró de entrada la vida ordenada y silenciosa, de introspección. Había compañerismo entre las novicias. Me gustaba muchísimo estudiar y me enamoré de la música, el canto gregoriano, que es un instrumento poderoso para la espiritualidad.
¿Cuáles eran los aspectos negativos que encontrabas en esa vida cotidiana de encierro?
Creo que lo que más me desgastó fue cuando empecé a ver que yo misma, y muchas otras, buscaba apego en las demás. En teoría debíamos poner toda nuestra atención y energía en Dios, en la vida espiritual, pero la realidad era que estábamos tan faltas de afecto que terminábamos pendientes de la atención de la superiora y de nuestras compañeras. Sentíamos celos, queríamos ser consideradas. En fin, sentimientos muy alejados de lo que al menos yo creía que iba a encontrar. Me encontré con mis propias debilidades y las de las demás.
Estuviste 12 años como monja, ¿cuándo empezaste a dudar de tu decisión?
Comencé a cuestionar mi decisión muy pronto. Teníamos una maestra espiritual que era la única persona a quien podíamos contarle nuestros problemas. Tuve dudas frecuentes y siempre se las planteaba. No sólo dudaba de mi vocación, sino que tenía dudas de fe. Ella me decía que todas las novicias se cuestionaban, que era parte del crecimiento. Siempre vio en mí una vocación monástica. Y yo confiaba en ella, confiaba ciegamente, pero poco a poco empecé a enfrentarme tanto con mis propias ambiciones, conflictos, desilusiones, que me vi muy cerca de la enfermedad. Todo esto lo desarrollo en la novela, porque hay una problemática casi “tipo” que se vive en un ambiente tan cerrado. Es un ambiente propicio para desequilibrarse.
¿Qué relevancia tenía el silencio?
El silencio es esencial en ese tipo de vida, una vida dedicada al crecimiento espiritual en la que se trabaja el interior, la conexión con Dios. En la vida monástica, además de los rezos litúrgicos, hay una hora por la mañana y una por la tarde en la que las monjas meditan en silencio sobre textos bíblicos. Esa meditación debe quedar resonando a lo largo del día, y para eso es necesario el silencio, para rumiar la palabra de Dios. Pero también el trabajo diario es en silencio. Tampoco se habla durante las comidas, sino que una de las monjas lee algún texto relevante.
¿Por quién rezan, quién lo define?
Cada monja tiene sus intenciones particulares, pero también se reza por cuestiones de la actualidad en el mundo, tragedias, hambre. Las decidía la madre superiora. Ella leía el periódico por la mañana y transmitía a la comunidad de monjas los temas que ella consideraba importantes.
¿Cómo era el manejo de la jerarquía dentro del monasterio, había disputas de poder o por prebendas?
Es una institución absolutamente jerárquica, como lo es la Iglesia católica. A la cabeza está la abadesa, votada por las monjas para cumplir con ese rol hasta su muerte. Su poder es absoluto. Luego vienen la priora y la vicepriora, que son nombradas por la abadesa. Se trata de una vida basada en la obediencia sin cuestionamientos. Aun en los trabajos más insignificantes, por ejemplo en la cocina, hay jerarquías. Más que disputas de poder, yo diría que había manejos sutiles a través del poder.
¿Considerás que esa vida de encierro genera más enfermedades mentales y dolores físicos que los que hay entre la media de la población?
Puedo decirte que en el transcurso de los años en que estuve en el monasterio el número de ambos problemas era muy alto. Es una vida en la que uno puede encontrarse muy reprimido, tanto física como emocionalmente, pero debo decir que hay muchas personas que lo viven de manera muy auténtica, con una verdadera vocación monástica. Es una vida para pocos, y si el discernimiento se hiciera con sinceridad se evitarían muchas enfermedades.
¿Cómo es el manejo del deseo sexual siendo monja de clausura?
La sexualidad, como muchos otros deseos, es sublimada. Toda pasión y sentir de algún modo se traslada y se ofrece a Dios, con el objetivo de elevarlo a un plano espiritual. Es decir, hay represión y hay sublimación. Si se puede o no sublimar está en cada individuo, que lo vivirá de modo diferente.
¿Cómo se informaban dentro del monasterio de lo que ocurría afuera? ¿Tenían acceso a medios de comunicación, por ejemplo?
La abadesa o madre superiora era quien leía el diario y se enteraba de lo que pasaba en el mundo. Ella recortaba los artículos que consideraba que podían ser de interés para todas y los dejaba en una sala comunitaria para quien quisiera leerlos.
En una entrevista mencionaste que el presunto “llamado religioso” que te llevó a hacerte monja en realidad fue parte de un delirio y un cuestionamiento interno, parte de la necesidad de irte de tu casa familiar. ¿Pensás que eso ocurrió con muchas otras mujeres que optaron por la vida religiosa de clausura, así como amigas tuyas criadas en un ambiente conservador se casaron a los 20 años para irse de sus casas?
Sí, sin ninguna duda. Muchas de mis amigas se casaron a los 20 y luego se separaron. El planteo de la vocación religiosa era una de las opciones para, paradójicamente, independizarnos. En mi caso, y creo que en el de muchos que me rodeaban, te planteabas la vocación y confiabas en el sacerdote que te aconsejaba. En mi caso, me aconsejó de entrada la vida contemplativa. Hoy creo que si el cura me hubiera dicho “andá con la Madre Teresa”, allí hubiera ido.
¿Viste a muchas monjas confundidas por haber tomado esa opción? ¿Qué aconsejarías a quien esté pensando en iniciarse en la vida monástica?
Sí, muchísimas. Algunas salieron durante el noviciado. Y pienso que muchas tendrían que haber salido y no lo hicieron. Y luego hay otras en quienes la vocación es muy notable. Mi consejo a las jóvenes que se lo plantean es que no se apuren, que se tomen un par de años para estudiar, trabajar, viajar. Si la vocación es verdadera, no se les va a evaporar.
¿Cuándo tomaste la decisión de irte y cómo la concretaste?
Cuando dejé el monasterio ya llevaba 12 años allí. Las dudas iban y venían siempre a lo largo de esos años, pero hacia el final me mandaron a Francia para ayudar en otro monasterio. Esa experiencia de tomar distancia de mi comunidad fue lo que me hizo ver las cosas de otro modo. Volví de Francia diferente, y también se me trató de forma diferente, y eso me ayudó, en definitiva, a ver con claridad que debía dejar esa vida y, sobre todo, a animarme a hacerlo. Supe que si no me iba, me enfermaba.
¿Cómo fueron los primeros tiempos afuera? ¿Cómo es tu vida ahora?
Tuve la suerte de tener una familia que me apoyó mucho. Fue raro al principio, ya que era un mundo muy diferente al que yo había dejado 12 años antes. Por ejemplo, algo nuevo para mí eran las computadoras. Tuve que aprender mucho. Trabajé, estudié, me casé. Mi marido es americano, tenemos una hija y vivimos en Estados Unidos. Me dediqué a enseñar idiomas y soy una incansable estudiante de literatura.
¿Te vuelven pensamientos sobre el monasterio y el motivo por el cual estuviste 12 años allí?
Unos años después de haber salido sentí la necesidad de revisar ese tiempo allí, me perseguían preguntas que no tenían respuesta. Hice terapia con el fin de entender. De ahí pasé a la necesidad de plasmarlo por escrito. Escribir ayuda a procesar y sanar.
¿La lectura y la escritura fueron para vos un refugio y un espacio de libertad a la vez tras dejar el monasterio? Publicaste la novela El canto de las horas, ambientada en un convento. ¿Qué tanto hay de vos en los personajes?
En el monasterio no se podía leer ficción, así que cuando salí empecé a devorar novelas, especialmente las más clásicas; una suerte de En busca del tiempo perdido de lectura. La escritura vino más tarde. Al principio fue escribir recuerdos, luego se convirtieron en escenas, luego me interesé por ficcionalizar, como para alejarme de la autobiografía. El canto de las horas tiene muchísimo de mi experiencia, pero está construido desde la ficción. Diría que el sentir de la protagonista, Marie, el sentimiento que atraviesa la novela entera está basado en lo que yo sentí. En cuanto a los personajes, hay algo de mí en muchos, muy probablemente.
El canto de las horas. Florencia Luce. Buenos Aires, El Zorzal, 2022, 304 páginas.