El 1º de mayo, un helicóptero en el que viajaban cuatro niños de 13, 9, 5 y 1 año cayó en la selva. Los adultos, entre los que estaba la madre de los niños, murieron en el lugar, pero los pequeños se internaron en la selva y estuvieron perdidos durante 40 días. La Operación Esperanza, montada por el gobierno para encontrarlos, con participación de fuerzas especiales y exploradores indígenas pertenecientes a diversos pueblos, terminó combinando prácticas y experiencia para leer los rastros y mantener la confianza en que darían con ellos. El periodista colombiano John Rodríguez Saavedra reflexiona sobre esa circunstancia.

No eran humanos. Para los españoles, los indígenas del territorio que hoy se conoce como América eran cualquier cosa, menos humanos. Y bajo acusaciones de pecado, fueron subordinados. Exactamente, eran tres los pecados que según los españoles condenaron a los indígenas: eran infieles o gentiles, eran antropófagos y eran sodomitas. Michael J. Horswell, en su libro La descolonización del “sodomita” en los Andes coloniales (2010), cuenta que Alonso de Suazo, jefe de Justicia de la isla La Española, fusionó idolatría, canibalismo y sodomía para justificar el esclavismo: “Yten sy saben q los dhos yndios caribes q abitan en las dhas partes e costa son ynfieles e ydolatros e comen carne umana e usan del pecado nefando contra natura”. El testimonio fue tomado el 19 de junio de 1519 y, como lo referencia Horswell, el juez falló para que en el siguiente día se les permitiera a los españoles esclavizar a los indios caribe.

Y en esa esclavización se incluyó el conocimiento. Se impuso la mirada moderna del mundo y se invalidaron otras formas de saber. Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel, en El giro decolonial, reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (2007), llaman “sistema-mundo europeo/euronorteamericano capitalista/patriarcal moderno/colonial” a la estructura impuesta, y es justamente esa la que obliga a pensar en el sujeto moderno como creador de toda epistemología. Pero poco a poco nos hemos ido dando cuenta de que definitivamente hay otras maneras de vincularse con el mundo desde conocimientos más allá de esa herencia y de que, además, estas son necesarias para la preservación de lo que queda de vida. 

La argentina Rita Segato habló de las pedagogías de la crueldad y alertó sobre la cosificación de todo cuanto encontraron los españoles a su llegada a estas tierras, incluidas las personas. En Contra-pedagogías de la crueldad (2018), dijo que esa pedagogía de la crueldad eran “todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. En ese sentido, esta pedagogía enseña algo que va mucho más allá del matar, enseña a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas residuos en el lugar del difunto”. Y entre esas muertes también seguramente está la de los conocimientos de quienes habitaron estas tierras antes de la llegada de los españoles.

En el fondo, no se trata de renegar del método científico y sus importantes logros, sino de no caer en la ilusión de que es la única manera de construir conocimiento. Menos mal que, entre otras, aparecieron las epistemologías no esencialistas. Y desde ahí, por ejemplo, la dicotomía naturaleza-cultura, que durante tanto tiempo fue de obligado cumplimiento en análisis de todo tipo, fue quebrada por Donna Haraway al proponer habitar las fronteras entre las dos categorías desde una decisión de volver queer la naturaleza y abordar el conocimiento desde lo que denominó naturculturas

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“La articulación entre fuerza militar e indígenas, obviamente ellos conocedores de la selva mucho más que nosotros, fue completamente eficaz y un ejemplo de lo que puede ser para el país este tipo de alianzas”. Eso dijo el presidente de Colombia, Gustavo Petro, celebrando el rescate de los niños Lesly, de 13 años, Soleiny, de 9, Tien, de 5, y Cristin, de 1, todos pertenecientes al pueblo indígena huitoto y que, después de sobrevivir, el 1 de mayo, a un accidente aéreo en la zona del río Apaporis en el departamento de Guaviare, fueron rescatados, tras 40 días en la selva, por la Operación Esperanza. En ella hubo 112 militares y 72 indígenas de los pueblos siona, nasa, uitoto, sikuani, misak, murui y koreguaje, quienes lograron el rescate. Por parte de los militares, dos helicópteros Black Hawk, otras nueve aeronaves, GPS. Y el lugar de la búsqueda: la Amazonía colombiana. Selva virgen. Árboles de casi 40 metros de altura y visibilidad reducida. 80% de humedad y lluvias torrenciales constantes, sólo por nombrar algo. Por parte de los indígenas, ayunos, yagé, sueños. 

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Para el cabildo indígena quillacinga del corregimiento de El Encano, a 23 kilómetros de la ciudad de Pasto, al sur de Colombia, la laguna de La Cocha es un lugar sagrado en su integridad. Justamente ahí se abre la puerta a la Amazonía colombiana. Para Patricia Jojoa, segunda consejera del cabildo, la Amazonía no es sólo selva. Cuenta que esta empieza desde los páramos y que tiene una conexión entre ecosistemas. Para ella, el ciclo del agua se cumple y se hace efectivo en el sentido de que tiene que condensarse, subir. Dice que eso hace precisamente la selva: desde su calor, logra que los páramos tengan agua, y entonces los páramos le mandan el oxígeno. Esa conexión los hace sentir la espiritualidad. Recuerda que los mayores les cuentan que en los años ochenta la laguna de La Cocha no era un lugar muy habitado por seres humanos y que había mayor respeto, que se conservaban sus ciclos y que la gente se movía de acuerdo a lo que la naturaleza decía en su actuar. Pero, según Patricia, ahora la gente que ha llegado a habitar este territorio ha espantado a los espíritus y ha roto esos ciclos espirituales. “Nosotros no les decimos que no vengan, pero invitamos a comprender lo que significa visitar La Cocha, y en eso es que tenemos que ponernos de acuerdo las personas de la comunidad y los que trabajan con el turismo”, dice Patricia. Además, aclara que no le gusta el término turistas, porque ellos creen que porque pagan se los tiene que atender desde su mirada, y ahí se pierde otra conectividad. “Es como cuando alguien visita mi casa, y en mi casa, las condiciones las pongo yo. Hoy lo que vemos es que quien pone las condiciones, porque paga, es el turista. El problema es de comunicarnos, de comprendernos”, dice Patricia.

Como líder del cabildo, ella asegura que la espiritualidad está viva y recuerda lo que el abuelo Pablo le dijo alguna vez, eso de que nada está acabado, sino que simplemente ellos han dejado de hacer y percibir las cosas. “La espiritualidad en La Cocha está presente. La desconexión es humana”, dice Patricia.

Se podría decir que Donna Haraway defiende, en Ciencia, cyborgs y mujeres, la reinvención de la naturaleza (1991), esos conocimientos como los de Patricia y su cabildo. Haraway los vincula con el feminismo, pero cabe para otras epistemologías o epistemologías otras. “Lucho a favor de políticas y de epistemologías de la localización, del posicionamiento y de la situación, en las que la parcialidad y no la universalidad es la condición para que sean oídas las pretensiones de lograr un conocimiento racional. Se trata de pretensiones sobre las vidas de la gente, de la visión desde un cuerpo, siempre un cuerpo complejo, contradictorio, estructurante y estructurado, contra la visión desde arriba, desde ninguna parte, desde la simpleza”, dice Haraway en el capítulo 7, “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial”.

Cuando un lugar sagrado para la comunidad quillacinga del territorio de La Cocha es víctima del conflicto armado del país, sus integrantes se dan a la tarea de curarlo. “Eso ha sido durísimo. Hace cuatro años, después de un tiempo de la toma de Patascoy, subimos al cerro. Nosotros tomamos yagé para ver cómo era la situación. El abuelo Pablo nos dijo: ‘Ustedes van allá y no vayan a tocar nada’”, dice Elmer Hidalgo, profesor del cabildo. “Patascoy es un lugar de mucho respeto. Allá hay páramo, bosque. Uno no puede durar más de 15 minutos allá arriba. Le da hipotermia. En el lugar donde habían masacrado a la gente había una cruz y una energía muy fuerte. Había uniformes camuflados, botas, cartuchos, balas. Para sanar ese lugar hicimos una ofrenda. Ofrendamos a la montaña, a los espíritus. Aprovechando que hay mucho eco, cantamos una canción para que nos conecte con todas las montañas. Después de un tiempo, tomando más yagé, vimos cómo habían matado a la gente. Poco a poco fue sanando y ahora lo estamos protegiendo no sólo de ese hecho violento, sino de gente que se quiere adueñar. Como eso es baldío, hay personas que se quieren adueñar de ese territorio y nosotros desde el cabildo lo estamos salvaguardando”.

El Consejo de Estado condenó a la nación colombiana por la toma guerrillera del cerro de Pastacoy, ocurrida el 21 de diciembre de 1997, en la que, se cuenta, murieron ocho soldados y otros diez fueron secuestrados. La atmósfera era esta: diez grados bajo cero. Aproximadamente 100 guerrilleros de las FARC. En la base militar, un oficial, cuatro suboficiales y 29 soldados de la compañía Dardo del tercer contingente del batallón Batalla de Boyacá, con sede en Pasto. Una vivienda de concreto. Tres habitaciones construidas de manera rústica y alrededor, sólo niebla y frailejones. Según una nota del 22 de diciembre de 1997 del diario El Tiempo, llegar hasta el cerro de Patascoy lleva más de ocho horas de camino. Media hora en carro desde Pasto hasta el corregimiento de El Encano. Luego se debe tomar una canoa con motor fuera de borda y después de tres horas de navegación río abajo se llega hasta la confluencia del río Estero. Desde allí se inicia una caminata en ascenso de cinco horas entre frailejones y empalizadas.

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Las distintas formas de construcción de conocimiento, ojalá, pueden seguir conviviendo. Humberto Maturana nos lo propuso hace tiempo. No hizo específicamente la propuesta sobre el conocimiento, pero nos dejó una fórmula que se puede aplicar a muchos ámbitos. Dice el chileno: “El mismo conflicto entre israelíes y palestinos no tiene solución planteado como está en términos de quién tiene la razón o quién tiene el derecho, porque cada parte tiene razón y tiene derecho desde una cierta perspectiva... No vamos a ver quién tiene la razón, pero vamos a hacer algo para definir un punto de partida para convivir, porque queremos convivir, es decir, tiene que ser un cambio que se centre no en los intereses, sino en un acuerdo sobre el mundo en que se quiere convivir. ¿Queremos o no queremos un mundo de convivencia sensata? El bienestar en la convivencia no depende de la razón, sino de la emoción, de la sensatez, de la cordura. Lo racional y lo sensato son dos cosas muy diferentes... Insisto, debemos reconocer que los conflictos nunca tienen un fundamento racional y por ello nunca se resuelven con la razón. Antes se hablaba de sabiduría, y hacer eso era sabio porque la sabiduría tiene que ver con la cordura y la sensatez”.

Lo que pasó en la Operación Esperanza, que permitió el rescate de los niños indígenas en la Amazonía colombiana, lo demostró. A veces la academia, en su afán de imponer sus maneras de controlar el mundo con sus conocimientos, cae en el abismo de la racionalización. Medir quién tiene la razón y quién no es caer en ese abismo. Tal vez sería mejor hacerle caso a Maturana y buscar maneras de convivir también desde y con los conocimientos diferentes. En la nota que Genevieve Glatsky y Julie Turkewitz hicieron para The New York Times que se publicó el 27 de junio, Luis Acosta, miembro de la guardia indígena que participó en el rescate, entre otras, dijo dos cosas importantes: “Se visibilizó lo que somos nosotros, los guardias indígenas”, y después: “Yo creo que esto de pronto gana respeto y gana reconocimiento”. 

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Entre 1949 y 1953, la antropóloga estadounidense y profesora de Estudios Africanos Laura Bohannan viajó a la comunidad tiv, en Nigeria, para realizar unos estudios. Allí, intentó contar la historia de Hamlet a miembros de esa comunidad africana, pero se llevó una sorpresa: aunque de entrada se pudiera pensar que obras como las de Shakespeare son universalmente entendibles, eso no es así. “La naturaleza humana es bastante similar en todo el mundo; al menos, la trama y los temas de las grandes tragedias resultarían siempre claros —en todas partes—, aunque acaso algunos detalles relacionados con costumbres determinadas tuvieran que ser explicados y las dificultades de traducción pudieran provocar algunos leves cambios”, le había dicho Laura a un amigo suyo, quien le regaló un ejemplar de Hamlet para que en su viaje a África alcanzara “la gracia de su interpretación correcta”.

El geólogo y especialista en tecnologías de la información en geociencias Gabriel Asato, en su análisis sobre el texto de Bohannan Shakespeare en la selva, dice: “Antes de realizar su trabajo de campo, Bohannan creyó que había verdades, valores y entendimientos que eran universales, que ciertas obras literarias como las de Shakespeare podrían ser entendidas por cualquier persona en el mundo, y que para esto sólo era necesario realizar traducciones y adaptaciones culturales. Pero no resultó así. La importancia de este trabajo se debe a que pone en evidencia, por un lado, la gran diferencia de cosmovisiones y puntos de vista que pueden existir entre distintas culturas y, por otro, la dificultad de comunicación y de entendimiento que puede darse al trasladar una historia de una cultura a otra”.