El significado moderno de la palabra droga es asombrosamente reciente. Hasta el siglo XX, el término hacía referencia a la totalidad de los medicamentos (tal como lo sigue haciendo como parte de la voz droguería); fue recién alrededor del 1900 que tomó un sentido más específico para albergar bajo un mismo vocablo lo que, hasta entonces, era un grupo dispar de productos farmacéuticos, químicos utilizados en investigaciones médicas y también hierbas estupefacientes. De todos modos, al comienzo, este nuevo uso de la palabra droga quedaba reservado para aquellas sustancias tóxicas y adictivas que sólo podían ser consumidas bajo la supervisión de un profesional de la medicina. Pero una vez que el comercio de estas sustancias fue criminalizado, en los primeros años del siglo XX, la expresión empezó a connotar cierta idea de ilegalidad.
Así como el significante droga está cargado de asociaciones negativas, podríamos decir que todo lo contrario ocurre con psicodélico. Esta palabra fue acuñada en 1956 por el médico Humphry Osmond en una carta que le envió al escritor Aldous Huxley, a quien anteriormente le había administrado la dosis de mescalina que inspiraría su best seller Las puertas de la percepción, de 1954. Huxley buscaba una alternativa para reemplazar los términos que los médicos usaban para describir la mescalina y el LSD, tales como psicotomimético y alucinógeno, que solían vincular sus efectos con los síntomas de las enfermedades mentales, en especial la esquizofrenia. Huxley tomó dos palabras del griego antiguo, phanein (‘revelar’) y thymós (‘alma’), para proponer la expresión fanerotimo. De este modo, encuadraba la experiencia de consumir sustancias dentro del mundo de las revelaciones místicas. Pero Osmond contraofertó la pegadiza psicodélico, que también hundía sus raíces en el griego antiguo: psyche (‘mente’) y deloun (‘manifestarse’). Este neologismo dirigía la atención hacia una serie de ideas positivas: expansión mental, crecimiento personal y exploración espiritual. Hasta hace poco, sin embargo, la palabra era resistida por los investigadores clínicos dedicados a estudiar los riesgos de brote psicótico que sufren aquellos sujetos vulnerables al consumir estas sustancias.
Esta “doble vara” propiciada por el uso del lenguaje resulta exasperante para el profesor en Neurociencias Carl Hart, de la Universidad de Columbia. “En los últimos años, las drogas psicodélicas se han vuelto un consumo chic”, escribe Hart. Él sostiene que “el modo en que son categorizadas las drogas es a menudo discrecional” y depende de quién sea el autor de la clasificación. Algunas drogas consideradas psicodélicas, que en su mayoría son consumidas por “gente ‘respetable’ de la clase media blanca”, escapan del estigma que recae sobre otras sustancias ilegales, en particular aquellas que suelen asociarse a ciertos grupos étnicos y a sectores sociales marginados. Por ejemplo, la ketamina —una droga psicodélica y disociativa— ahora está disponible para todo aquel que pueda costearse un sistema privado de salud y acuda a alguno de los cientos de establecimientos psicoterapéuticos que la suministran como parte de sus tratamientos contra la ansiedad, la depresión y el trastorno por estrés postraumático, entre otros cuadros. En cambio, la fenciclidina —más conocida como PCP—, que podría considerarse una “prima química” de la ketamina, aún es percibida como “polvo de ángel”, la droga callejera capaz de provocar agresividad física entre los jóvenes de la comunidad negra. Tanto es así que la PCP es habitualmente citada en los casos de asesinatos de policías como una de las causas del “comportamiento furiosamente violento” de los acusados.
Los informes de toxicología que sustentan estas ideas sobre la PCP suelen ser reproducidos al pie de la letra por los medios, pero Hart asegura que eso también forma parte de una mitología racista en torno al tema. Señala que hay un altísimo porcentaje de falsos positivos en las pruebas que buscan rastros de PCP en el organismo. Y que este tipo de desinformación puede corroborarse en casos como la resonante golpiza que en 1991 sufrió el taxista Rodney King por parte de un grupo de policías, quienes dijeron haber actuado convencidos —equivocadamente— de que el chofer estaba bajo los efectos de esa droga. Hart asegura, además, que todos los estudios supervisados por académicos han fracasado en su intento por trazar una relación entre la PCP y la violencia. La PCP, de hecho, ha logrado reemplazar con éxito a la ketamina como anestesia quirúrgica, dado que provoca efectos similares pero de menor duración y más controlables.
En Estados Unidos, la PCP acaba de verse beneficiada con un nuevo estatus de “medicina autorizada”, lo que en los hechos significa que ahora puede ser recetada, aunque aún “de forma extraoficial”, como complemento de ciertas psicoterapias, sin necesidad de pasar por los exámenes y las pruebas que exige para otras sustancias psicodélicas la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA, por sus siglas en inglés). La PCP “ha sido categorizada hace mucho tiempo como una sustancia psicodélica”, apunta Hart, y se pregunta entonces por qué los más reconocidos defensores de las terapias psicodélicas permanecieron en silencio frente a la evidente injusticia que se cometía contra esta sustancia. ¿Será que “su misión era custodiar estratégicamente el respaldo del público a unas pocas y seleccionadas sustancias psicodélicas”?
Como neurocientífico avalado por las mejores universidades de la Black Ivy League, el profesor Hart pertenece al cada vez más reducido grupo de expertos que puede analizar la cuestión de las drogas desde una doble perspectiva: la científica y la social. Sus páginas se mueven con fluidez entre la disección minuciosa de la pseudociencia que se genera desde el Instituto Nacional del Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés), que durante muchos años financió sus investigaciones, y una serie de retratos profundos sobre la realidad y la normalidad del uso social y recreativo de las drogas. Su libro, sentido y lúcido, es en parte una guía de uso, en parte un manual científico y en parte un manifiesto que impulsa un cambio en las políticas. Y todo eso presentado como una narración personal, una confesión, una historia de conversión.
Hart creció en los barrios populares de Miami, una zona que solía ser caracterizada como un sitio “sin ley, particularmente peligroso para todo aquel que no fuese negro”. Luego se unió a la Fuerza Aérea, obtuvo un diploma de grado y eligió especializarse en neurociencias, convencido de que ese era el mejor modo de ayudar en los barrios como el suyo: “Pensé que si podía evitar que la gente siguiese consumiendo drogas y reparaba las áreas estropeadas de sus cerebros, también estaría combatiendo la pobreza y el crimen en mi comunidad”.
Le llevó años darse cuenta de que el juego estaba amañado. Las “investigaciones sobre drogas” que se financian desde las instituciones federales suelen consistir en identificar los daños asociados con el consumo y presentarlos del modo más dramático posible, mediante gacetillas de prensa tremendistas e imágenes del cerebro tendenciosas, que se utilizan para exagerar datos que en última instancia son irrelevantes o, por lo menos, no concluyentes. Cualquier beneficio que pudiera tener el consumo de drogas ilegales es ignorado, a menudo de modo inconsciente: que la carrera de un científico avance depende en gran medida de que internalice la creencia de que la sociedad debe ser protegida frente al peligro de las drogas. La misión explícita del NIDA durante todo este tiempo ha sido “potenciar el trabajo científico para resistir el avance del abuso de drogas y de las adicciones”, lo cual deja completamente vedada la posibilidad de que los investigadores descubran que el abuso y la adicción quizá sean “una parte minoritaria de los muchos efectos provocados por las drogas”. Hart suscribe esta idea y presenta claras evidencias de que los usuarios con los que él viene trabajando han obtenido resultados positivos en lo que hace al manejo de sus estados de ánimo, sus responsabilidades y sus vidas en general. “¡He sido tan ignorante!”, remarca. “Me llevó casi una década dejar atrás los estereotipos nocivos que tenemos sobre los usuarios de drogas”.
“En mis más de 25 años de carrera —concluye Hart— he descubierto que, en la mayor parte de los escenarios de uso de drogas, el daño es muy poco o directamente inexistente, y que incluso en algunos escenarios, cuando ese uso de drogas es responsable, el consumo resulta de hecho beneficioso y funcional para la salud”. En vista de su experiencia, Hart propone reorientar el debate político sobre el asunto y encararlo como una discusión sobre la libertad, sobre las garantías constitucionales y particularmente sobre lo que dice la Declaración de la Independencia acerca de la búsqueda de la felicidad: “Los gobiernos fueron creados para ‘asegurar estos derechos’, no para restringirlos”. Con la libertad viene la responsabilidad, para los usuarios de drogas y para cualquier otro. Ser adulto —tal como él lo caracteriza— “requiere una cantidad considerable de análisis introspectivo y un saludable respeto por el resto de los humanos”. Esto incluye comer y dormir bien, cuidar nuestra salud, comportarnos adecuadamente y hacernos cargo de las responsabilidades hacia nuestra familia, sociedad y trabajo.
Los usuarios responsables de drogas —argumenta Hart— rara vez sufren los efectos perjudiciales sobre los que suelen alertarnos los científicos. Por alguna razón, aquellos que sí los sufren son quienes no cuidan de sí mismos tampoco en otros aspectos de su vida. Esta verdad queda oscurecida para el foco miope de las investigaciones sobre drogas, en las cuales él encuentra que la correlación es rutinariamente confundida con la causalidad: los daños que provocan la pobreza, el trauma y la injusticia suelen ser atribuidos al concomitante “abuso de drogas”. También es escéptico acerca de lo que se ha denominado “la crisis de los opioides” (las comillas son de Hart): cree, más bien, que los niveles de adicción están siendo exagerados de forma sensacionalista y que las tasas de mortandad son infladas porque se mezclan las muertes causadas por los opioides con las que son provocadas por el consumo de alcohol y otros sedativos. El verdadero problema, dice, se extiende más allá de los opioides, hacia otras drogas y también hacia desafíos sociales y económicos mucho más profundos.
Hart no se dedica a ponderar las variadas soluciones regulatorias actualmente disponibles, una tarea que requeriría experiencia en el diseño de políticas públicas. Sin embargo, ha tomado la decisión de oponerse a las leyes en vigencia y considera que ser honesto en cuanto a su propio uso de drogas es parte de sus responsabilidades como adulto: “No soy un chico ni quiero que me traten como si lo fuese... ¿Por qué se me pediría que oculte una actividad que disfruto y que no tiene un impacto negativo sobre los demás?”. En sus investigaciones, Hart halló que el uso responsable de drogas puede ofrecer derivaciones positivas, “ya sea que la droga en cuestión sea el cannabis, la cocaína, la heroína, la metanfetamina o la psilocibina”. Incluso se pone provocativo cuando afirma: “La heroína es mi droga favorita, al menos por ahora”. Dice al respecto que la consume con las mismas racionalidad y frecuencia que el alcohol, es decir, muy de vez en cuando. Ambas sustancias encierran el riesgo de convertirse en adictivas y de provocar otros efectos nocivos a la salud, pero —asegura— “son herramientas que uso para mantener un buen balance entre mi trabajo y mi vida”.
Esto último pareciera ser una crítica dirigida a quienes sólo defienden el uso de sustancias psicodélicas y tienden a tomar distancia de los usuarios de otro tipo de drogas con el argumento de que sus motivaciones son “más elevadas”. Hart recuerda que un “veterano militar, blanco y de mediana edad” lo abordó en un gimnasio de Columbia con ganas de dialogar con él sobre el uso que hacía de sustancias psicodélicas, a las que llamaba “plantas medicinales”. “Para él era particularmente importante que yo entendiera que ‘no se colocaba’ y que sólo consumía sus plantas para facilitar un ‘viaje espiritual’”, cuenta. Entonces Hart interrumpió al hombre y le preguntó con ironía: “¿Y qué tiene de malo estar colocado?”. “El placer es algo bueno, algo que debemos buscar”, asevera, y agrega: “Es raro que me vea obligado a escribir la oración anterior, porque dice algo que debería ser totalmente obvio”. Al respecto, considera que los eufemismos de la cultura psicodélica (en la que se denomina a los estupefacientes “medicinas”, “enteógenos” o “sacramentos”) constituyen un modo de evadir no ya el estigmatizado término drogas, sino directamente el mismísimo placer. De acuerdo con sus investigaciones, los usuarios de drogas —de todo tipo de drogas— se muestran “más altruistas, empáticos, plenos, enfocados, agradecidos y sosegados” que los demás.
Las sustancias psicodélicas también son el punto de partida de This Is Your Mind on Plants, el libro de Michael Pollan. Su anterior obra, How to Change Your Mind, de 2018,1 se ha convertido en la Biblia de quienes operan en el vasto —y vastamente lucrativo— “espacio psicodélico”, donde confluyen inversionistas, el complejo farmacéutico y Silicon Valley. Así como su best seller The Omnivore’s Dilemma, de 2006,2 cambió la discusión pública acerca de lo que implica una alimentación sana y sustentable, su trabajo sobre las sustancias psicodélicas provocó un nuevo “efecto Pollan” y se convirtió en la clave para entender la explosión que se dio alrededor de un tema que, hasta hace poco, sólo concitaba la atención de un reducido grupo de investigadores en los márgenes de la neurociencia y la psicofarmacología. Ahora los “círculos psicodélicos” ven cómo se acercan enjambres de hombres de negocios, expertos en propiedad intelectual, compañías de salud y medios de comunicación. Esta “fiebre del oro” ha derivado incluso en algunas maniobras corporativas rapaces, tal como la que llevó a cabo Compass Pathways —una “compañía de salud mental psicodélica” que tiene entre sus inversores a Peter Thiel (cofundador de PayPal)— cuando quiso patentar ciertos productos de decoración, algunos colores apagados, técnicas de orientación, una cama y varios sillones que se usan en sesiones de terapia psicodélica.
El propio Pollan es cofundador de un nuevo Centro para la Ciencia de lo Psicodélico en la Universidad de California, que fue inaugurado en setiembre del año pasado con 1.250.000 dólares de presupuesto. Desde allí Pollan escribe: “Podemos esperanzarnos con ver cómo empieza a extinguirse la era de la guerra contra las drogas”. Sustancias que hasta hace poco eran demonizadas y criminalizadas, como la psilocibina contenida en algunos hongos mágicos, ahora son estudiadas por sus beneficios terapéuticos, y las plantas de las que provienen comienzan a ser legalizadas en muchas jurisdicciones, como el estado de Oregón y la ciudad de Denver, en Colorado, Estados Unidos.
De todos modos, no parece haber evidencias de que la más amplia “guerra contra las drogas” haya empezado a declinar. Después de todo, el comercio ilícito de sustancias psicodélicas no representa más que una diminuta porción del mercado global del narcotráfico y no afecta la marcha del despiadado aparato legal descrito por Hart: tribunales que funcionan como cintas transportadoras de acusados, consumidores de marihuana separados de sus hijos por supuesta negligencia, exámenes de dopaje obligatorios para quienes trabajan en el gobierno federal, etcétera. Pollan señala que los arrestos relacionados con drogas de 2019 fueron similares a los de 1997, un momento de apogeo de la guerra contra las drogas: alrededor de 1.240.000 detenciones por año. Por cierto, sus editores no quisieron correr riesgos y colocaron en la página del copyright un extenso párrafo en una tipografía minúscula para advertir que “muchas de las acciones que fueron investigadas por el autor, así como la experimentación” con drogas, “son una conducta criminal pasible de ser castigada con prisión y/o multas”, y aclararon que de ningún modo la intención del libro es “alentar al lector a transgredir la ley”.
El libro de Pollan evoca y al mismo tiempo elude la categoría “drogas”, y despliega con sutileza una serie de tres deliciosos ensayos, cada uno de los cuales se enfoca en una única sustancia: una narcótica (el opio), una estimulante (la cafeína) y una psicodélica (en este caso, la mescalina). Esta selección apunta a derrumbar las distinciones entre lo legal y lo ilegal, lo medicinal y lo recreativo, lo exótico y lo cotidiano, al apelar al principio que une a las tres sustancias: las afinidades entre la bioquímica de las plantas y la mente humana. “¿No es maravilloso que tantas plantas hayan acertado la receta precisa para desarrollar moléculas que encajen de un modo tan justo en los receptores del cerebro humano?”, se pregunta.
Estos compuestos evolucionaron mucho antes que los seres humanos, pero nuestra relación con ellos es ancestral, compleja, íntima y recíproca. Nos hemos dedicado a la explotación de estas plantas, pero fue sólo así que ellas prosperaron: el café, por ejemplo, pasó de ser un simple arbusto originario de las laderas de Etiopía a transformarse en una de las mercancías más ubicuas de todo el planeta. En el proceso, le ha dado forma a nuestro gusto y a nuestra cultura, al punto de crearnos una dependencia. ¿Hemos sido “embaucados por las plantas que producen la cafeína no sólo para cumplir con sus órdenes, sino también para actuar en contra de nuestros propios intereses”?, inquiere Pollan. “¿Quién obtiene un mayor beneficio de la relación?”.
La mayor parte del primer ensayo, el que aborda el tema del opio, se publicó originalmente en la edición de Harper’s de abril de 1997.3 Fue una nota por encargo que empezó “como algo que parecía divertido y terminó con ataques de ansiedad, paranoia y autocensura”. Su editor lo había puesto al corriente de la existencia de una pequeña publicación anarquista titulada Opium for the Masses, un manifiesto seguido de un manual para cultivar opio en forma casera. De modo que Pollan empezó a plantar sus propias amapolas en el jardín. Pero mientras él trabajaba en el artículo, el autor del manifiesto fue apresado por una unidad especial de la Policía y su computadora fue requisada. De modo que Pollan, horrorizado, cayó en la cuenta de que algunos correos electrónicos almacenados en ese disco rígido podían incriminarlo como integrante de una red de producción de drogas. El enorme abismo que existe entre hacer periodismo para publicaciones prestigiosas y ser una de las víctimas de la guerra contra las drogas —tal como las que retrata Hart— se angostó hasta convertirse en una pequeña grieta, en la cual Pollan casi cae de lleno.
“Tengo un hijo, una hipoteca y un plan de jubilación”, escribió en ese momento. “Sencillamente, como adulto de clase media, no hay espacio en mi estilo de vida para ser acusado de un delito federal como el narcotráfico”. Temiendo que los helicópteros que pasaban sobre su jardín estuviesen vigilándolo, salió desesperado a buscar asistencia legal. Descubrió que la nota que había escrito para Harper’s podía ser considerada una confesión de que había sido productor de una “sustancia controlada del tipo II” y que, por lo tanto, corría el riesgo de ser sentenciado a 20 años de prisión y a pagar una multa de un millón de dólares (de hecho, según las leyes de decomisos federales promulgadas en 1984, el gobierno podía confiscar su vivienda y cualquier otra propiedad sin siquiera levantar cargos en su contra). Terminó borrando los pasajes incriminatorios del artículo, en los cuales contaba cómo había cultivado, cosechado y probado sus amapolas (aunque ahora ha incluido esos fragmentos en el libro). Es notable, señala Pollan, que esto haya sido en aquel preciso momento en que el laboratorio Purdue Pharma empezó a promocionar OxyContin entre los médicos, con una campaña agresiva en la que aseguraba que el dolor estaba siendo submedicado y que su nuevo producto era mucho más seguro y menos adictivo que otros opiáceos.
El segundo ensayo de Pollan, el que trata sobre la cafeína (que ya había sido publicado por separado como audiolibro en 2020), tiene un ingenioso giro argumental: el autor se priva de tomar la sustancia. En su primer día de abstinencia nota “un cierto aturdimiento, como si hubiesen puesto un velo” entre él y la realidad. Este velo se descorre después de unos días, pero es reemplazado por una persistente opacidad mental y una completa ineptitud para concentrarse. “Me siento como un lápiz sin punta”, anota en su cuaderno. “¿Será así tener un trastorno por déficit de atención?”. La investigación sigue adelante —indaga en la historia del té y del café, visita una plantación en Colombia—, pero Pollan no puede sacarse de encima una creciente sensación de futilidad y sinsentido.
Mientras mira a grupos de bebedores de café que tararean despreocupados a su alrededor, al tiempo que consumen la droga para surcar sus jornadas laborales, empieza a “pensar en la cafeína como un ingrediente esencial para la construcción de un yo”. Se da cuenta de que “la ‘cafeinización’ es un estado alterado; lo que ocurre es que se ha transformado en un estado que virtualmente todos compartimos, de modo que se volvió invisible”.
Estas reflexiones lo llevan a considerar la llegada de la cafeína a Europa —al comienzo de la era moderna— y su coincidencia con el nacimiento del capitalismo mercantil, la transformación del espacio público y las ideas de la Ilustración. “Muchas mentes brillantes estaban nubladas por el alcohol”, dice Pollan, y arriesga que con la aparición del café y las cafeterías se hicieron posibles “nuevos tipos de trabajos y, sin dudas, también nuevos tipos de pensamientos”. Este argumento ya había sido esgrimido con elegancia por otros autores y el propio Pollan cita la conocida exposición del tema que hace Wolfgang Schivelbusch en su libro Tastes of Paradise (1992),4 en el cual habla del “café y el espíritu protestante”. Sin embargo, recientemente, el historiador británico Phil Withington le dio un último golpe de gracia a esta idea5 al demostrar que en las cafeterías del siglo XVII se vendían muchas otras bebidas, entre ellas cerveza y licores, y que los diarios de algunos de los más famosos habitués de estos locales —como Samuel Pepys y Robert Hooke— revelan que allí rara vez se bebía café (era mucho más probable que el café se consumiera en los espacios domésticos).
Las fuentes históricas también dejan en claro que las charlas en las cafeterías no versaban sobre negocios ni elevados temas filosóficos, sino más bien sobre chismes y datos triviales del día a día. Como señala Hart, correlación y causalidad son difíciles de desenredar en los estudios sobre drogas: hoy parece más plausible que las cafeterías surgiesen en respuesta a una necesidad preexistente de contar con un nuevo tipo de espacio público. Como sugiere la evidencia que aporta Withington, el consumo de café fue ganándose su lugar en estos espacios de un modo gradual y terminó de consolidarse en el siglo XVIII, cuando la importación de granos de café a Europa se hizo más confiable.
El último y más expansivo ensayo de Pollan, el que aborda la mescalina, es una continuación y en parte una corrección de sus primeras incursiones en el tema de las sustancias psicodélicas. Los expertos que había consultado cuando escribió How to Change Your Mind eran en su mayoría neurocientíficos y médicos ansiosos por destacar las novedades de sus investigaciones, y solían minimizar el aspecto etnográfico e histórico del tema. En las primeras páginas de aquel libro, Pollan había escrito que las sustancias psicodélicas empezaron a ser de interés en Occidente hacia mediados del siglo XX, cuando en realidad la mescalina ya venía siendo estudiada de forma exhaustiva por la ciencia occidental al menos desde 1890, y sus fuentes naturales (el peyote en México y Texas y el cactus de san Pedro en los Andes) se entrelazan con las tradiciones indígenas desde hace milenios. En This Is Your Mind on Plants, profundiza en los aspectos históricos (de hecho, cita mi libro Mescaline: A Global History of the First Psychedelic)6 y explora el significado que tienen las plantas psicodélicas para las mentes no occidentales.
Pollan estaba entusiasmado con viajar a los campos de cultivo de peyote en la frontera entre Texas y México para participar allí en una ceremonia sacramental en la Iglesia Nativa Americana (NAC), pero la pandemia frustró sus planes. “La mismísima idea de viajar, de expandir mediante nuevas miradas y experiencias el conocimiento que uno tiene de sí mismo —¡de su propia mente!—, se ha vuelto, de repente, impensable”, confiesa con desaliento. Debió completar su trabajo a través de una serie de videollamadas, que terminaron por acentuar la distancia que lo separa de un mundo que, en el mejor de los casos, es indiferente respecto de los investigadores blancos —y en el peor de los casos, hostil—. Steven Benally, de la Azeé Bee Nahaghá de la Nación Diné (antes conocida como la Iglesia Nativa Americana del País Navajo), dejó en claro que no veía ningún beneficio en compartir sus conocimientos sobre el peyote con Pollan, quien —según entendía— había escrito un libro sobre “ciencia psicodélica”, dos palabras que no debería utilizar.
Pollan descubrió pronto que aquel era un mundo donde drogas y psicodélicas son palabras que nunca terminan de encajar. La prohibición legal del peyote y el trato brutal que han recibido quienes lo usan en celebraciones religiosas —así como los programas de “asimilación forzada” que les impusieron a lo largo de la historia— son recuerdos que siguen en carne viva para la comunidad de la Iglesia Nativa Americana. Por eso, la repentina adopción de las sustancias psicodélicas como una panacea medicinal por parte de la América blanca es para muchos de ellos, por lo menos, una ironía. Benally no se hace mayores ilusiones sobre hacia dónde conducirá todo esto, por más virtuosas que sean las intenciones de Pollan: “Si quieren hacer dinero con el peyote, nada se interpondrá en su camino”. Por lo pronto, hay intensas presiones sobre la administración de los cultivos de los cactus sacramentales. La Iglesia Nativa Americana está prosperando y ya tiene medio millón de miembros en Estados Unidos y Canadá, pero está obligada a obtener su previsión legal de peyote de las menguantes existencias que se encuentran entre los matorrales del desierto de Laredo, Texas, donde —a raíz del reciente interés por las sustancias psicodélicas— ha comenzado a surgir el negocio del cultivo ilegal. “Debemos proteger el peyote por nuestros hijos y por nuestros nietos”.
La asociación Decriminalize Nature, una red de defensores de las sustancias psicodélicas que, al igual que la Iglesia Nativa Americana, tiene ahora filiales a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos y Canadá, logró hace poco poner fin a las sanciones penales por la posesión de psicodélicos naturales (“enteógenos” o “plantas medicinales”, como ellos les dicen) en Oakland, Santa Cruz y otros sitios. En un inusual comunicado público, la Iglesia Nativa Americana le pidió a Decriminalize Nature que retirara el peyote de la página web a la que suben sus demandas. La ONG le respondió que el cactus sacramental es “un regalo de la Madre Naturaleza para toda la humanidad”. Pollan cree que el reclamo de la Iglesia Nativa Americana no está relacionado con un tema de apropiación cultural, sino que se trata lisa y llanamente de apropiación —en el sentido más literal del término— de un recurso que está siendo amenazado; un ítem más de la larga lista de “cosas no metafóricas” que les fueron quitadas a los nativos americanos. Al igual que con la cafeína, aquí la abstinencia podría encerrar una enseñanza: “Respetar la práctica del peyotismo para una persona blanca significa simplemente dejar al peyote tranquilo”.
Pollan halló a algunos nativos americanos dispuestos a conversar sobre el peyote, pero los efectos que esta planta produce en sus mentes siguen siendo inescrutables. “No hay entre nosotros muchos interesados en hablar sobre esas experiencias”, le dijo uno de los entrevistados. A diferencia de lo que ocurre con el actual encandilamiento de Occidente ante las sustancias psicodélicas —impensable sin “reportes” en primera persona, trances guiados, análisis “posviaje” y sesiones de “integración”—, en las culturas indígenas estas experiencias suelen ser consideradas algo privado que no tiene por qué ser objeto de interpretación. De todos modos, Pollan consiguió que le regalaran una dosis de sulfato de mescalina, la misma sustancia que lanzó a Aldous Huxley a su primer “viaje”. Pollan, en su caso, la utilizó para liberar su mente de las opresivas restricciones de la cuarentena pandémica. Tomó las cápsulas un día de verano en las playas de California y se sintió abrumado —tal como le ocurrió a Huxley— por la sensación de que estaba contemplando el mundo en su totalidad por primera vez. El azul profundo del océano, el cielo, los pelícanos, la luz del sol: “Quedé cautivado por todo eso y no pude imaginar que alguna vez quisiera hacer otra cosa más que devorar con mis ojos todo lo que había para ver”.
“Más ansioso que nunca por participar en una ceremonia”, luego logró dar con una mujer que tenía acceso al otro cactus con mescalina: el san Pedro. Esta mujer californiana había sido entrenada por un chamán tradicional en Perú e iba a convocar a una “rueda medicinal” en un sitio que estaba a pocos kilómetros de la casa de Pollan. Pero otra vez una catástrofe frustraría los planes: se desataron los incendios forestales. Mientras el sol se ocultaba y el humo amarillo de los incendios se expandía, la chance de hacer una reunión al aire libre se tornó tan irreal como la de hacer una a puertas cerradas durante la cuarentena: la ceremonia fue cancelada. Finalmente, la sesión se pudo hacer en otro momento, con distanciamiento social y en un gran salón cubierto, donde el cuenco comunal en el que se vierte el líquido extraído del cactus fue reemplazado por vasitos individuales de papel. Pese a todo, los anillos de humo que llenaron ese recinto perfumado y lleno de objetos rituales y “adornos espirituales” sirvieron de marco para “una larga y extraña noche llena de episodios”, que llegó a su clímax en una poderosa y desgarradora ceremonia de sanación.
Cuando la mañana ya se acercaba, Pollan sintió que algo dentro suyo se quebraba y surgía una enorme gratitud por el hecho de estar vivo, una gratitud que tomó la forma de “una cálida ola de lágrimas”. Lo ocurrido esa noche fue “una suerte de sanación por la fe, que me ayudó a entender lo poderoso que es realizar este tipo de experiencias en grupo”, escribiría luego. La escena está muy alejada de aquellas que describió en su anterior libro, cuando era tratado por psicoterapeutas y científicos que lo acostaban como a cualquier otro paciente en un sofá, le tapaban los ojos, le colocaban auriculares y lo aislaban de un modo fastidioso de cualquier estímulo externo. Pero el resultado fue igualmente poderoso, en especial para su esposa Judith, quien se animó a “poner en juego algo supuestamente íntimo y fundamental de sí misma” delante de un grupo de extraños intoxicados, en un contexto en el que todo parecía fuera de lugar. La ceremonia la dejó “limpia y vacía. Algo había cambiado en ella, aunque todavía no sepamos qué fue”.
“Trauma es una palabra que tiene en estos días una gran circulación”, reconoce Pollan. “Pero en medio de una pandemia, de incendios devastadores y de tiempos oscuros en lo político”, ese término pareciera ser una descripción apropiada del “sentimiento de indefensión que nos embiste cuando somos asediados por fuerzas que están más allá de nuestro control”. Hoy en día “pareciera que todo el mundo ha sufrido algún trauma”. La sanación por la fe, la automedicación o incluso lo que los científicos desestiman como “consumo recreativo” de drogas podrían tener algún papel que jugar en la tarea de aliviarnos.
“Todo aquel que intenta construir una definición sólida de drogas termina eventualmente encallando”, concluye Pollan. Algunos pensamos que deberíamos incluir en ese término el azúcar, el té de manzanilla e incluso los placebos; otros, en cambio, insistirán en que la sustancia que ellos eligen para consumir no es una droga, sino una hierba curativa, un estimulante natural o un sacramento religioso. Llegados desde caminos opuestos, Hart y Pollan buscan ir más allá del sesgo implícito que cargan las categorías como “drogas” y “sustancias psicodélicas” y reclaman para el estudio del tema un orden o una clasificación más abarcadora. Hart lo hace desde el sentido común y las garantías constitucionales e incluye el consumo de drogas entre otros derechos de los adultos, como el de tomar alcohol, poseer armas y conducir autos. Pollan apela a la naturaleza y a la todavía misteriosa simbiosis que se da entre algunas plantas embriagadoras y la mente humana.
Drugs Use for Grown-Ups: Chasing Liberty in the Land of Fear. Carl L. Hart. Penguin Press, 2021 || This Is Your Mind on Plants. Michael Pollan. Penguin Press, 2021.
© 2021 The New York Review of Books. Traducción: Sebastián Martínez Daniell.
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Michael Pollan (2020). Cómo cambiar tu mente. Barcelona: Debate. ↩
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Michael Pollan (2017). El dilema del omnívoro. Buenos Aires: Debate. ↩
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Michael Pollan (abril de 1997). Opium, Made Easy, en Harper’s. ↩
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Wolfgang Schivelbusch (2006). Historia de los estimulantes. Barcelona: Anagrama. ↩
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Phil Withington (marzo de 2020). Where Was the Coffee in Early Modern England?, en The Journal of Modern History, vol. 92, N.º 1, Universidad de Chicago. ↩
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Mike Jay (2019). Mescaline: A Global History of the First Psychedelic. New Haven: Yale University Press. ↩