Desde la imaginaria “progresión geométrica de los muertos”, enfermedad incurable de los cadáveres que Eugène Ionesco instala en Amadeo o cómo salir del paso, hasta la leyenda que asegura que Tomás de Aquino era tan gordo al morir que no pudo ser bajado por las escaleras de la abadía de Fossanova, y pasando por los múltiples velorios regados con vino de damajuana de los cuentos de Don Verídico, la escena mortuoria ha sido una de las materias preferidas de los contadores de historias. El escritor canario Martín Bentancor, reincidente en eso de poner muertos y ataúdes en sus relatos, ofrece en esta crónica medio verdadera y medio imaginada tres anécdotas posibles sobre figuras literarias nacionales a punto de bajar a la fosa.

La fría noche del 12 de junio de 1997, en una sala velatoria sobre la calle Barrios Amorín, cuatro o cinco hombres rodeaban el féretro con el cadáver de Juan Capagorry. Una llovizna transversal repiqueteaba en ráfagas sobre los ventanales y de la calle llegaba el sempiterno pistoneo montevideano. Posándose dos por tres, una mosca sobrevolaba la nariz del escritor.

Desde la media tarde, cuando el muerto había sido emperifollado y dispuesto para el viaje postrero, los amigos lo rodeaban en un tono de soterrada algarabía, desgranando el anecdotario que los unía, que alguien les había contado o que alguna vez agarraron de rebote, como se dice, no exento de vaguedades, exageraciones y datos erróneos, pero que dispuesto en ilación sobre la totalidad que siempre pretende significar una vida terminaba conformando un palimpsesto en perpetua expansión. El luto que imponían las circunstancias no lograba hacerse fuerte en el recinto, al punto de que en un momento algunos dolientes que despedían a su propio difunto en una sala cercana habían asomado la cabeza con desdén por la puerta abierta de par en par. Un joven empleado de la funeraria que había entrado con una corona, valiéndose de la aséptica retórica de esos sitios, intentó ordenar la reunión, pero fue prontamente disuadido.

De a ratos, algunos deudos, en pareja o de a tres, salían rumbo al bar sobre la calle Durazno. Bajo la mirada de un Alfredo Zitarrosa gigante colgado en la pared del fondo, bebían la vuelta de uno de ellos y regresaban a la funeraria, donde una nueva delegación tomaba la posta, mezclándose con algún otro deudo que acababa de llegar o despidiéndose de uno que partía con la promesa de sumarse en la mañana al entierro en el Cementerio del Norte.

Sobre las diez de la noche, dispersa ya la llovizna vuelta restos brillosos en el asfalto, todos los dolientes se encontraron acodados al mostrador. El bolichero, que conocía al muerto por haberle servido alguna vez caña con arazá, desarrolló una historia sinuosa, cargada de sobreentendidos, que los deudos fueron dilatando con puntualizaciones y nuevos personajes, de tal forma que al rato ya no importaba hacia dónde iba la anécdota, que se había detenido en Solís de Mataojo, el pago del muerto. Uno de los dolientes mandó la vuelta, otro pidió un vaso de agua y un tercero aprovechó la referencia para reflexionar sobre las bondades del arroyo Solís, cuyo misterio cristalino propició el nacimiento de tanta gente talentosa en la zona, sumando al nombre de Capagorry los del maestro Eduardo Fabini (brindis) y Manuel Espínola Gómez (otro brindis). No faltó quien aclarara que Capagorry en verdad había nacido en Montevideo y que llegó de muy chico a aquel pueblo de Lavalleja. Es lo mismo, dijo otro ahogando de un manotazo la precisión geográfica.

El bolichero trajinaba con una damajuana de tres litros cuando un nuevo parroquiano entró al bar. El recién llegado contempló al grupo con el ceño fruncido, mientras se desprendía el abrigo y se quitaba la gorra. Parece que fuera, pensó el bolichero, pero debe ser otro. La duda se despejó al instante cuando uno de los dolientes les avisó a los demás que se comportaran, que acababa de llegar el intendente. Cuando todos se volvieron, el intendente abrió las manos con gesto resignado. Pero muchachos, dijo, me lo dejaron solo a Capita allá abajo. Alguien mandó la vuelta para celebrar la llegada del nuevo deudo, luego este mandó su propia vuelta y cerca ya de la medianoche, quizás inspirado en el rostro serio de Zitarrosa que los contemplaba desde la pared, uno de los deudos propuso la idea que, de tan obvia, no comprendieron cómo no la habían ejecutado antes: vamos a traer a Capita para acá.

El bolichero dijo que por él no había problema, que lugar sobraba y que si el hombre acá, señalando al intendente, no se oponía, estaba todo más que bien. El aludido se rascó apenas el bigote entrecano. No debe haber ninguna norma ni ordenanza que no nos permita traer a Capita con cajón y todo, dijo el de la idea. Lo paramos acá, contra la pared, pegado a Zitarrosa, propuso otro. No se hable más, dijo un tercero, cerrándose la campera y enfilando hacia la puerta. Vamos.

La procesión marchaba en fila india rumbo a la vereda pero bastó una única palabra del intendente para que la marcha se detuviera y, en el acto, la idea se descuajeringara, volviéndose añicos sobre el piso de pórtland, de donde sería barrida a la mañana siguiente, o a la otra tal vez, junto a las colillas y las tapas de botellas.

Treinta y tres años antes, alguien que se encontraba en el velatorio de otro escritor pero sin ser deudo reflexionaba acerca de una cuestión espacial o, más bien, de concretas proporciones. Era la calurosa tarde del 14 de enero de 1964, en una habitación abarrotada de dolientes de un caserón sobre la calle Petain (hoy Alberto Zubiría) y el muerto se llamaba Felisberto Hernández. El pensativo hombre en cuestión era el encargado de la funeraria, que había llegado la tarde anterior para acicalar el cadáver, disponer la escenografía del espacio mortuorio y dejar el resto en manos de dos empleados, pero que ante la llamada telefónica de uno de estos había regresado al lugar.

El hombre de la funeraria había leído un par de libros de Felisberto Hernández pero nunca lo había visto en persona ni en fotografías hasta la tarde anterior, cuando debió trabajar sobre sus despojos. El escritor murió sobre el mediodía en el Hospital de Clínicas y su cadáver fue trasladado por el servicio funerario al caserón de su hermana, en un ataúd especial del que disponían para tales casos, y acomodado luego sobre la misma cama en la que el moribundo descansara hasta unos pocos días antes. Luego de que la dueña de casa los dejara solos, el encargado de la funeraria y sus dos empleados descubrieron la sábana y las ropas y se encontraron de frente ante los despojos. El cadáver lucía visiblemente hinchado y en expansión. De pronto, parecía que la cama de una plaza y media no podía contenerlo, que de un momento a otro se desparramaría hacia los costados. A través de fugaces intercambios de miradas, los tres hombres se dedicaron a su labor con la misma entrega de siempre, silenciosos o monosilábicos cuando se requería que uno le alcanzara a otro tal cosa o realizara determinado ajuste.

El cadáver dispuesto para las exequias era colosal, tan voluminoso que el encargado de la funeraria solicitó la presencia de la hermana del muerto para plantearle la disyuntiva. Al rato, uno de los empleados salió en la furgoneta y regresó con el ataúd más grande de los que se guardaban en el depósito, un cajón de roble barnizado con esmero, de tapa corrediza y pulidas terminaciones, que se asemejaba a una mesa familiar de buen porte y para varios comensales. A ninguno de los tres hombres que entraron la pieza mortuoria parada y de costado a la habitación se le cruzó por la cabeza la dificultad, o más bien la imposibilidad que al otro día significaría la salida. Ahora, muy cerca ya de la partida hacia el Cementerio del Norte, el encargado de la funeraria, parado como un blandengue junto a una corona, como si el permanente tráfico de dolientes por la habitación no fuese tal, ajeno incluso a la ligera pestilencia que brotaba por debajo de los tules que envolvían al muerto, que se acentuaba con el paso de las horas y el aire tórrido del verano, analizaba posibilidades, encastraba escenarios diversos, sopesaba consecuencias y se adelantaba a los comentarios, las maledicencias y la crónica en letra de molde que, de seguro, aparecería en algún diario de la noche. Finalmente, entendió que la única solución era la ventana.

El encargado de la funeraria parlamentó con sus subordinados y luego le transmitió el plan a la dueña de casa. Hubo cierto desconcierto mientras el rumor se extendía por la sala, llegando de inmediato a los dolientes que ocupaban el pasillo, la cocina y el amplio comedor de la casa sobre la calle Petain. Con la mirada, el hombre de la funeraria seleccionó a una decena de portadores, que fueron rápidamente convocados por sus empleados. Hubo una rápida conferencia a los pies del ataúd mientras los últimos deudos besaban la frente del muerto. Seis hombres salieron en fila india por el pasillo, cruzaron el comedor y la cocina, atravesaron la puerta hacia los fondos, bordearon el jardín y se ubicaron alrededor de la ventana, de tal forma que vistos por un observador externo, desde una azotea cercana por ejemplo, y escindidos de la escenografía mortuoria que envolvía al caserón, parecían seis merodeadores especialmente torpes, una conspiración de mirones en trajes oscuros que se apelotonaban junto a la ventana para contemplar algún misterio doméstico y perturbador.

En el interior de la habitación, cerrado ya el ataúd y dispuestos los cuatro deudos y los dos empleados en sus respectivos lugares, el encargado de la funeraria procedió a dirigir el traslado. El cajón fue levantado con cierta dificultad. A uno de los hombres se le escapó por lo bajo una palabra ofensiva y de inmediato pidió perdón. El encargado de la funeraria colocó sus manos bajo los esquineros delanteros y empujó suavemente hasta que el ataúd enfrentó la ventana. Se acercaba el momento más complejo de la operación. El hombre les pidió a los otros que no se movieran y, acto seguido, entre permisos y disculpas, caminó a buen paso por el pasillo, el comedor y la cocina, bordeando luego el jardín para llegar ante los seis hombres que aguardaban junto a la ventana. Al deslizarse por la abertura sobre el marco, la base del ataúd produjo un extrañísimo sonido, un rechinar sincopado que le heló la sangre a más de uno. El encargado de la funeraria contaría luego, cada vez que se viera obligado a repetir la historia ante diversos auditorios, que uno de los portadores que caminaba rumbo a la carroza había dicho que el ruido en la ventana no era otra cosa que una carcajada del muerto, pero que a él, personalmente, sólo le había parecido el raspaje de una madera sobre otra madera.

Cincuenta años antes, en una habitación de altos de una casa sobre la calle San José, varias personas rodeaban un ataúd de madera negra con adornos de metal plateado. Era la mañana del martes 7 de julio de 1914 y la muerta se llamaba Delmira Agustini. Un ramo de violetas y otro de junquillos le cubrían la parte superior de la cabeza, allí donde los huesos del cráneo se habían abierto por fuerza de las balas, dejando escapar una parte importante de masa encefálica. El rostro de la poetisa lucía despreocupado, como los semblantes de los muertos en todos los velorios. La capilla ardiente había sido dispuesta junto a una ventana que daba al balcón. El invierno temprano se hacía fuerte en las calles, pero dentro de la pieza se leudaba un calor sofocante y húmedo. Todos los postigos estaban cerrados.

Un hombre que había permanecido un buen rato sentado en una silla apartada, recostada a la pared, se puso en un momento de pie con cierta torpeza, agarrotados los músculos por la posición encorvada, se abrió paso entre la masa de dolientes y se ubicó a la cabecera del ataúd. Hubo, durante su desplazamiento decidido, ciertas palabras de reproche entre algunos deudos, ahogadas en la marea de lamentaciones que dominaba el ambiente. Los ojos del hombre estaban inyectados en sangre y de la nariz le colgaba una gota, lágrima o moco, en inestable pendulación. Se inclinó de golpe sobre la cara de la muerta y procedió a estudiarla con detenimiento, ante la conmoción de los más cercanos. Su propio rostro estaba tan cerca del de la difunta que muchos pensaron que iba a besarlo u olisquearlo, aunque quedó claro de inmediato que su objetivo no era otro que observar al detalle cada centímetro de la piel acardenalada y exangüe. ¿Qué hace?, dijo alguien por lo bajo mientras una mano se posaba en el hombro del sujeto. Habrase visto insolencia semejante, comentó una anciana arrellanada en un sillón como una colosal foca en la costa a quien quisiera escucharla. Que lo saquen, pidió otra vieja, pero la frase fue pronunciada de forma tan desfalleciente que nadie pretendió haberla escuchado y mucho menos llevarla a la práctica. Luego de la inspección, el hombre recuperó la postura erguida mientras que con un pañuelo limpiaba la gota, lágrima o moco que le colgaba de la nariz. Despacio regresó a la silla que ocupara antes.

Con el transcurrir de la mañana, el comportamiento del doliente solitario pareció evaporarse entre los efluvios mortuorios que poblaban la sala, integrándose a la dinámica particular del velatorio de la poetisa, fusionándose con otros hechos pintorescos, como la mujer que apareció temprano y recitó unos versos de la difunta con voz trémula o cierto pariente (luego se supo que era un primo lejano por línea materna) que pronunció un juramento de venganza contra el asesino, que a aquella misma hora también era velado en otro punto de la ciudad. Cerca ya del mediodía, el doliente solitario volvió a abandonar la silla y se dedicó a recorrer la estancia con pasos graves, desentendiéndose de la capilla ardiente y concentrándose en el mobiliario y en los diversos retratos que colgaban de las paredes. Uno pareció llamarle especialmente la atención: el de Amado Nervo. El rostro del poeta mexicano, congelado detrás del cristal, contemplaba la vastedad anónima que tenía delante con una mirada perdida en un punto detrás del fotógrafo, como si no se hubiese enterado de que lo estaban retratando. La prominente nariz, fina y alargada, acaparaba la atención del observador casual, como una brecha que partiese en dos el cuadro. El doliente solitario murmuró algo por lo bajo que llamó la atención de quienes estaban más cerca, los mismos que se volvieron consternados cuando el hombre arrancó a carcajearse. La risotada se desparramó por la sala como lo hace el tufo de una ventosidad especialmente concentrada. Los más cercanos al doliente se alejaron asustados y no faltó quien se acercase al individuo para preguntarle qué le pasaba, si no se daba cuenta de en qué sitio estaba, etcétera. El hombre se desentendió de todo con un gesto y sin reírse ya regresó hacia la misma silla de antes, ocupada ahora por una mujer que de inmediato se puso de pie al verlo acercarse. El doliente solitario tomó asiento y se sumió de nuevo en sus encorvadas cavilaciones.

Cerca ya del mediodía, el tumulto en la sala se había vuelto preocupante. Alguien abrió los postigos y una ráfaga de aire fresco se coló entre la congoja y las colonias condensadas. Con el propósito de agilizar la llegada de nuevos dolientes que querían despedir a la poetisa, se organizó una fila que rodeaba el ataúd y que, en su propio desplazamiento, impedía que la aglomeración se cristalizara. El doliente solitario se sumó a la fila y, de pronto, se vio avanzando en procesión hacia la capilla ardiente. Una anciana que lo reconoció de antes le comentó algo a otra y, al sentirse observada por el sujeto, bajó la cabeza, temerosa. El hombre volvió a ocupar el mismo sitio de antes a la cabecera, pero esta vez la mirada no se detuvo en el rostro de la muerta sino en el vidrio que cubría la parte superior del ataúd. Debajo, una faya de seda negra envolvía hasta el cuello el cuerpo que se descomponía. Llevad a la fosa misma un pétalo de mi cuerpo, dijo el doliente mientras desplazaba la cubierta corredera de vidrio con ambas manos ante los gritos de pavor de los más cercanos. Luego, los mismos que gritaron y los otros, los que corrieron a abalanzarse sobre el hombre, vieron cómo el doliente hundía los brazos en la seda, a la altura del abdomen de la poetisa, y levantaba en el aire las dos manos de dedos largos y afilados, que no alcanzó a besar.

Además de una serie de lecturas dispersas y cavilaciones desordenadas, para la escritura de este tríptico mortuorio montevideano me basé en el libro Felisberto Hernández. Su vida y su obra (Planeta, 2000), de José Pedro Díaz; en los artículos “Burlón poeta de la materia” (Marcha, 17/1/1964), de Ángel Rama, y “Hombre de siete oficios” (El País Cultural, 20/7/2002), de Guillermo Pellegrino; en la crónica “Ante el cadáver de la poetisa” (de El rosario de Eros, de Delmira Agustini, Máximo García Editor, 1924), de Vicente A. Salaverri, y en una conversación con el poeta Wilson Falero.