Se consideraba “un hombre de pasiones” y admitía que podía dejarse llevar por la emoción al punto de hacer cosas de las que se arrepentía pronto. Soñaba con predicar el Evangelio, pero su fervor e intensidad lo hacían poco confiable como pastor. Sólo en la pintura encontraba algo de la estatura de Dios, y tal vez sólo en la escritura haya logrado apaciguar su espíritu y poner orden a su búsqueda vital y estética.

Un Vincent van Gogh siempre incompleto aparece en esta lectura que el irlandés John Banville (novelista, dramaturgo, crítico literario y periodista nacido en Wexford en 1945) hace de una selección de sus cartas publicada por la editorial Thames and Hudson y de un ensayo de Mariella Guzzoni sobre las influencias literarias del artista.

Este trabajo fue publicado en español en el número 26 de Review. Revista de libros y llega a nuestros lectores a través de un acuerdo de intercambio con Clave Intelectual de Argentina.

Si alguna vez un artista necesitó ser protegido de su público, ese fue Vincent van Gogh. Las reproducciones de sus obras más emblemáticas, en especial los paisajes nocturnos ondulantes y la serie resplandeciente de estudios de girasoles que realizó al final de su vida, adornan innumerables dormitorios, salas de estar y baños en todo lo que solía ser conocido como el mundo desarrollado. La popularidad de las obras pintadas en el gran florecimiento de este último período, que comenzó más o menos en la época de su reveladora visita al Rijksmuseum de Ámsterdam en el otoño de 1885 y que terminó con su muerte, menos de cinco años después, a la edad de 37 años, no tiene paralelo. De los grandes maestros entre sus contemporáneos, y estos son muchos, sólo Edgar Degas puede llegar a rivalizar con Van Gogh como pilar de la decoración de interiores. ¿Qué habría pensado el maestro neerlandés de su fama póstuma tanto entre la burguesía como entre los multimillonarios? Podemos ubicar con una relativa precisión la fundación del mito de Van Gogh en la novela Lujuria de vivir, de Irving Stone, de 1934 y en la película Sed de vivir, de 1956, basada en el libro, dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por Kirk Douglas como Vincent van Gogh y Anthony Quinn como Paul Gauguin. Irving Stone basó la trama de la novela en su investigación sobre la correspondencia de Van Gogh, una edición en tres volúmenes que se había publicado en 1914, editada por la cuñada del artista, Jo van Gogh-Bonger. La novela tiene todas las características de un blockbuster, y lo mismo puede decirse de la película, pero ambas intentan representar decentemente la vida y, por supuesto, la lujuria de este artista verdaderamente atormentado. En la película, Douglas, que tiene un notable parecido al Van Gogh de muchos de los autorretratos, sobreactúa bastante, aunque no tanto como Anthony Quinn —“Te estoy hablando de mujeres, hombre, de mujeres. Me gustan gordas y viciosas y medio tontas”, dice su personaje, Paul Gauguin—, y es a partir de este tipo de caricaturas que se escriben las leyendas.

Para ser justos con el novelista y los cineastas, la vida —y en cierta medida las obras— está hecha con la materia de la que se construyen las leyendas. Si bien realizó miles de obras de arte en su lamentablemente corta vida sobre esta tierra, Vincent —como lo llamaremos, siguiendo su propio ejemplo— no logró vender una sola pintura en vida, a pesar del hecho de que su hermano Theo era un notorio marchand en París que, entre otros éxitos comerciales, construyó la reputación de Gauguin y la fortuna de Claude Monet. Si bien atravesó períodos de dudas profundas, Vincent sabía que algún día su obra sería reconocida por su verdadero valor. De todos modos, ni siquiera en sus raptos más exaltados de optimismo, y hubo unos cuantos, podría haber soñado que sus pinturas revolucionarias en su discordancia algún día serían tan apreciadas por el gusto popular.

Hubo numerosas ediciones de las cartas de Van Gogh antes de la correspondencia reunida por Van Gogh-Bonger tras la muerte de su esposo, Theo van Gogh.1 La primera edición académica, del crítico inglés Douglas Cooper, se publicó en 1938, en tanto que la colección definitiva fue establecida por un sobrino del artista, Vincent Willem van Gogh, y publicada entre 1952 y 1954. Luego, en 1994, el Museo Van Gogh y el Instituto Huygens, en los Países Bajos, reunieron a un equipo de editores y traductores para realizar una edición completa de las 820 cartas que sobrevivieron, publicada en 2010 en seis suntuosos volúmenes. Vincent van Gogh: A Life in Letters es una selección representativa de 76 de esas cartas.2 El libro es un logro espléndido; las cartas fueron seleccionadas con perspicacia, editadas con meticulosidad y bellamente impresas. En el comienzo, una nota al lector nos asegura que “la fidelidad absoluta a las palabras originales de Van Gogh es un principio fundamental que subyace a esta versión en lengua inglesa, que las reproduce lo más cercanamente posible, acorde a la legibilidad y sin interpretación”. Una característica notable de esta edición en un volumen, comparada con su predecesora mucho más extensa, es la inventiva como fundamento para elegir las ilustraciones, característica que ilumina y define brillantemente el texto.

En relación con el título, sin embargo, hay que hacer una aclaración: las cartas brindan un retrato detallado del artista, de su pensamiento y de sus métodos de trabajo, pero están lejos de componer una vida (ni siquiera la edición en seis volúmenes, más allá de todos sus esplendores, hace eso).3 Vincent fue un gran escritor de cartas, quizás el más grande entre los pintores, y vastamente prolífico en su correspondencia, pero estaba demasiado ocupado trabajando y no lo suficientemente interesado en sí mismo ni en sus asuntos diarios como para que esta selección equivalga a una biografía epistolar. Las cartas individuales son con frecuencia muy largas —si bien nunca más de lo que deberían— y hay algunas posdatas más largas que las cartas a las que están agregadas; tienen desperdigadas por todas partes anotaciones, marginalia y esbozos en pluma y tinta, de modo tal que se convierten en documentos bellos y absorbentes en sí mismos, pero no nos dicen mucho sobre la vida cotidiana de Vincent. Sin duda uno de los más solitarios entre los grandes artistas forzosamente vivió en gran medida una vida dentro de su cabeza.

Vincent provenía de una progenie de clérigos protestantes; tanto su abuelo paterno como su padre fueron pastores en la provincia neerlandesa de Brabante del Norte. Este último adhería al movimiento llamado Groningen, que rechazaba los dogmas ortodoxos de la Iglesia reformada neerlandesa y destacaba, en cambio, la influencia de la gracia divina en el individuo, quien podía hallar una vía directa hacia Dios a través de la acción del espíritu y el intelecto. En su juventud, Vincent, como Simone Weil, estaba a la espera de Dios, y después de una gran lucha y de tormentos su espera fue recompensada cuando halló al menos una versión de lo divino no en el reino de los cielos, sino en las actividades de los hombres y las mujeres comunes y en la belleza sublime y dura del mundo natural mediado por la pintura y la literatura.

Por más devotos que fueran sus padres, tempranamente reconocieron que lo que Vincent necesitaba con mayor urgencia era un trabajo bueno y seguro para contrarrestar su ya evidente neurastenia y preocupación obsesiva por la religión. En 1869, por recomendación de un tío empresario, fue a trabajar como aprendiz a la sucursal de La Haya de los comerciantes de arte Goupil y Cie. Allí se le sumó cuatro años después su hermano menor Theo, quien iba a jugar un rol crucial en su vida y su obra; es probable que sin su apoyo espiritual y, más aún, sin su apoyo económico Vincent no habría podido sobrevivir como artista.

Posteriormente Vincent fue trasladado a la sucursal de Goupil de Londres y luego a la de París, pero la firma lo despidió, amable pero definitivamente, en 1876. Volvió a Inglaterra y, de entre todos los trabajos posibles, halló un puesto en una escuela de Ramsgate, y luego en la misma escuela cuando esta se mudó a Londres. Él y otro maestro eran responsables de los 24 alumnos entre las seis de la mañana y las ocho de la noche. Van Gogh enseñó “un poco de todo”, lo que incluía francés, alemán, matemáticas y “recitado”, y en su tiempo libre hacía trabajos ocasionales en la escuela. Si bien parece haber sido un buen maestro, lo que realmente quería era enseñar la palabra del Señor mediante los evangelios, de modo que desde el principio estuvo suspendido entre el arte y la religión, los dos polos magnéticos de su vida.

Su objetivo siempre fue pintar al pueblo para el pueblo, si bien reconocía, en sus momentos de mayor sinceridad, que “el pueblo” tenía poco tiempo para el arte y nada de tiempo para la versión del arte que él tenía para ofrecer. Aunque era un visionario apasionado para quien la pintura era la religión por otros medios, tenía sus raíces hundidas en lo profundo de la tierra, y esto se volvió casi literal cuando vivió entre los agricultores campesinos y las comunidades mineras de algunas de las regiones más pobres y sombrías de los Países Bajos. Desbordaba de sentimientos pero no era un sentimental, a pesar de su interés sostenido por las simplezas piadosas de Jean-François Millet, el carácter decorativo y correcto de su primo segundo Anton Mauve y los destellos laqueados de Adolphe Monticelli, entre otros; todas malas compañías artísticas, que lo llevaron a darse de cabeza contra muchos caminos sin salida. Pocos grandes artistas han tenido tan mal gusto en arte.

Más allá de sus simpatías proletarias, sería un grave error considerar a Van Gogh un pintor naíf o primitivo, esto es, un artista impulsado por sus instintos y los caprichos de su condición mental inestable. En cuestiones de técnica no tenía una facilidad natural, pero al menos esto significaba que nunca iba a ser un artista facilista. Sus dibujos eran torpes, como lo eran los de Paul Cézanne, y durante años se abocó al trabajo duro de intentar aprender las claves sobre cómo fijar la apariencia de un rostro o los contornos de una figura.

Fue un perseguidor incansable de mujeres, pero no está claro qué deseaba más, si una compañera de cama o una modelo. Su carácter mujeriego lo condujo a desagradables problemas una y otra vez.

_Pila de novelas francesas_. Vincent van Gogh, 1887.

Pila de novelas francesas. Vincent van Gogh, 1887.

Su amor temprano por la prostituta Sien Hoornik fue la causa de algunas de las peleas más violentas con su padre, que desaprobaba la relación, en tanto que un objeto posterior de sus atenciones obsesivas, la neurasténica Margot Begemann, estableció el fin de su relación tomando una dosis de estricnina, si bien sobrevivió al intento de suicidio. Él se contagió de sífilis, probablemente en una de sus visitas regulares a los prostíbulos, y padeció los síntomas durante toda su vida, aunque no tan terriblemente como su hermano Theo, que moriría a causa de la enfermedad. La resistencia de Vincent, su capacidad para enfrentar la enfermedad, la pobreza y, en ocasiones, el hambre indican una verdad pocas veces señalada: que para llevar una vida en el arte, un artista debe tener una energía inagotable; hasta Keats cantó hasta el mismísimo final.

Vincent era conscientemente un intelectual: estaba familiarizado con los clásicos, tenía vastas lecturas, hablaba o al menos escribía en cuatro lenguas, conocía íntimamente la obra de sus poderosos predecesores, en especial Rembrandt y Delacroix, y sabía tanto de las sutilezas de la teoría del color como Seurat y Cézanne. En sus comienzos, su objetivo era pintar en negro, el negro más negro que pudiera mezclar en su paleta, y en todos los grises que son las variantes del negro; “negro claro”, como dice Clov lacónicamente en Final de partida, de Samuel Beckett.

El año 1885 resultó decisivo para Vincent, porque fue cuando produjo el que reconoció como su primer cuadro realmente exitoso: Los comedores de papas. Le escribió a Theo: “Vas a escuchar: ‘¡Qué pintarrajeado!’; prepárate para eso como estoy preparado yo”. Pero, no obstante, tenía la determinación de “seguir dando algo genuino y honesto”. El cuadro, reconocía con orgullo, parecía como si hubiese sido pintado en jabón, pero los colores están allí, si bien en las gradaciones más sutiles. En esta fase temprana, intencionalmente gris de su obra, hay un sentido de un mundo de color voluntariamente suprimido pero que se esfuerza por surgir y afirmarse. Van Gogh se refirió al cuadro como un tejido —“He tenido las hebras de esta tela en mis manos durante todo el invierno y he buscado el diseño definitivo”— y comparó su método de trabajo con el de los tejedores escoceses, que, según escribió con una urgencia balbuceante a Theo, intentan:

[...] obtener los colores más brillantes en equilibrio unos contra otros en las tartanas multicolores de modo que, en lugar de que la tela choque, el efecto general del diseño sea armonioso visto a la distancia. Un gris que está tejido con rojo, azul, amarillo, no con hilos blancos y negros, un azul que está quebrado por un hilo verde y un naranja, un rojo o un amarillo. Son muy diferentes de los colores planos, esto es, vibran más.

Foto del artículo 'El peor enemigo de sí mismo'

Seis meses después de Los comedores de papas llegó finalmente la gran revelación, con la visita de Vincent al Rijksmuseum. Aquí descubrió las glorias del arte del siglo de oro neerlandés, en particular a Rembrandt y en especial La novia judía —“qué pintura tan íntima, de una comprensión infinita”—, pero aún estaba inmerso en esos grises cuya autenticidad produce emoción. Al lado de La ronda nocturna de Rembrandt observó otro cuadro densamente poblado, una obra conjunta de Frans Hals y Pieter Codde, en la que hay una figura pintada toda en gris, “toda una familia de gris, ¡pero espera!”. En el gris se introducen tonos de azul, naranja y blanco, que alzan el gris hacia otro “espectro glorioso”. En ese “¡pero espera!” observamos el primer destello del alba, si bien pasarán años antes de que la luz finalmente rompa e inunde la paleta de Vincent con su resplandor duro y gozoso.

Nos gusta romantizar el viaje de Vincent al sur de Francia en 1888 como una forma de renacimiento artístico, y en cierta medida el romance está allí. Pero la Provenza, más allá de todos sus cantos y alborozo al sol, era un sitio duro, y el tiempo allí fue difícil para Vincent. Primero se instaló en Arlés, donde finalmente encontró la famosa casa amarilla en Place Lamartine que compartió un par de meses tumultuosos con Gauguin. Desde el principio fue una existencia precaria, vuelta posible gracias a la generosidad heroica de Theo, quien subsidió a Vincent con una mensualidad que era el doble del salario de un profesor de secundaria. Durante años Theo permitió que su hermano se creyera la ficción de que el dinero era un préstamo a largo plazo que finalmente sería devuelto con creces cuando el mercado del arte entrara en razón y empezara a comprar la obra de Vincent y pagar una fortuna por ella. En sus períodos más calmos y realistas, Vincent sabía que eran pocas las esperanzas que tenía de llegar a vivir alguna vez de su arte, y esto lo atormentaba.

Estando solo en Arlés, se propuso atraer a Gauguin al sur de Francia para formar una hermandad artística en la casa amarilla. Este sueño loco lo animó durante muchos días y noches largas y oscuras:

Debo decirte que incluso mientras trabajo, nunca dejo de pensar en esta empresa de establecer un estudio en el que ambos seamos residentes permanentes, pero que ambos deseemos convertir en un refugio y resguardo para nuestros amigos en los momentos en que se encuentren en un impasse en su lucha.

Más adelante en la misma carta lo imaginamos sentado, suspirando nostálgicamente y alejando, o buscando alejar, los rechazos y los fracasos del pasado: “Actualmente, débil en el horizonte, se me acerca de todos modos —la esperanza— esa esperanza intermitente que en ocasiones me ha consolado en esta vida solitaria”. Podemos decir que había elegido al hombre equivocado para depositar toda esa esperanza intermitente. Gauguin era astuto, proteico, siempre con un ojo atento a las oportunidades, y con el pobre Vincent no formaban una buena pareja. No podrían haber sido más distintos en temperamento y visión artística. Gauguin era un simbolista comprometido que insistía en que las imágenes del mundo debían ser refinadas a través de la sensibilidad del artista con el fin de ser martilladas en los contornos bruñidos del arte. Para Vincent, como para Wittgenstein, el mundo es todo lo que acontece. Hizo unos pocos esfuerzos pusilánimes por abrazar la estética de Gauguin, pero no era para él. Gauguin, por su parte, consideraba las obras de Vincent torpes cuando eran estridentes. En un rapto afiebrado de anticipación, Vincent había decorado las paredes de la habitación de su invitado con imágenes amontonadas de girasoles. “Mierda, mierda, todo es amarillo”, exclamó Gauguin. “¡Ya no sé qué significa pintar!”.

No podía durar. Dos días antes de la Navidad de 1888, Gauguin abandonó con un portazo la casa amarilla llevándose sus pinceles, pinturas y equipo de esgrima, para nunca más volver. El mismo día, Vincent se sintió aterrorizado ante la perspectiva de que su otra vía de contacto con el mundo, la más confiable, se hubiese interrumpido cuando le llegó la noticia de que Theo se había comprometido e iba a casarse; la noticia produjo otro corte, menos metafórico, cuando Vincent rebanó con una navaja la parte inferior de su oreja izquierda. Después de vendarse lo mejor que pudo, salió a la noche de invierno en busca del amigo que lo había abandonado.

Había un único lugar al que Gauguin podría haber huido, así que Vincent, con el fragmento sangriento de oreja envuelto en papel de diario, se dirigió al prostíbulo en la cercana Rue du Bout d’Arles. Gauguin, según le dijeron, no estaba allí, así que le dio el paquete al portero y le pidió que se lo entregara a la prostituta favorita de Gauguin, Raquel (alias Gaby), acompañado por el mensaje “Acuérdate de mí”. A partir de entonces Vincent se sumergió en el primero de los episodios psicóticos devastadores que volverían con espantosa regularidad hasta su muerte, dos años después.

Uno de los problemas para los editores de Vincent van Gogh: A Life in Letters fue que el artista tendía a comunicarse por carta durante los períodos de su vida en los que no sucedía nada de importancia, y siempre buscaba la forma de disimular el tumulto. En una carta a Theo del 18 de diciembre de 1888, firma con una despedida risueña: “En nombre de Gauguin y el mío, un buen y caluroso apretón de manos para todos ustedes”. Cuatro días después se produjo la debacle con Gauguin y su secuela sangrienta. Por supuesto, los acontecimientos diarios no son lo más importante en la vida de un artista, en especial en uno tan grande como Vincent, para quien la mera tarea de existir está constantemente subsumida en su obra. De todos modos, Vincent van Gogh: A Life in Letters es completamente fascinante. Vincent tenía una prosa con estilo y de una riqueza evocadora; podría haber sido un gran crítico, un fino novelista, tal vez incluso un poeta. Los pasajes descriptivos en su escritura son vívidos y sensuales, y sus meditaciones extensas sobre el arte, la naturaleza y la comédie humaine lo ubican a la par de Balzac o los Goncourt. Incluso en el final de su vida, asolado por dolencias mentales y físicas, objeto de burla por parte de niños de la calle y de abuso por parte de los círculos oficiales, no abandonó su tarea de producir obras de arte transformadoras. Apenas meses antes de su muerte, le escribió al crítico Albert Aurier desde su celda en el asilo de Saint-Rémy-de-Provence sobre el desafío de pintar cipreses:

Hasta ahora no he sido capaz de hacerlos como lo siento; en mi caso las emociones que se apoderan de mí frente a la naturaleza llegan hasta el desmayo, y luego siguen quince días en los que soy incapaz de trabajar. Sin embargo, antes de dejar este lugar, planeo volver a la lucha y atacar esos cipreses. El estudio que me propongo enviarle muestra un grupo de ellos en un rincón de un campo de trigo un día de verano cuando sopla el mistral. Hay, por lo tanto, la nota de una cierta negrura envuelta en azul que se mueve en grandes corrientes de aire que circulan, y el bermellón de las amapolas contrasta con la nota negra.

Una gran cantidad de las cartas están escritas en l’esprit de l’escalier, si bien el esprit en la mayoría de las ocasiones es bastante bajo.4 Con frecuencia se nos presenta, de forma figurada, el espectáculo del artista desparramado al pie de las escaleras después de haber sido arrojado una vez más, tomado del pescuezo, de un café, un salón o un atelier. Es imposible imaginar a alguien con menos habilidades sociales. En este sentido, como en muchos otros, él mismo fue su peor enemigo. El tono de las cartas es constantemente el de un hombre aún encendido de ira después de una disputa violenta, que gradualmente decrece hasta convertirse en un charco caliente de culpa y vergüenza del que por momentos, en un renovado rapto de ira, resurge para caer en un nuevo arrebato de autodefensa rencorosa. En prácticamente cada página parece como si pudiera oírse el portazo, la silla pateada, la pluma hundiéndose en el papel y al pelirrojo feroz lanzando maldiciones entre dientes. Si no fuera todo tan triste, resultaría cómico.

En sus intervalos más calmos, en especial en las largas noches solitarias en que no tenía nada para hacer y nadie con quien hablar, se sentaba con la pluma y la tinta para intentar sustraerse de las consecuencias de las barbaridades del día. En el verano de 1888, después de una nueva pelea familiar, admite ante Theo que él es “un hombre de pasiones, capaz y proclive a hacer cosas más bien tontas de las que a veces me arrepiento”. Esto es, por no decir otra cosa, un eufemismo; después de la muerte de Van Gogh père (padre), la madre y las hermanas de Vincent lo consideraron el principal responsable de haber llevado al anciano a la tumba con su comportamiento imposible, sus burlas sobre la religión y sus peleas constantes.

En abril de 1885, Vincent escribió a su hermano sobre _Los comedores de papas_ e ilustró la carta con un boceto de la obra.

En abril de 1885, Vincent escribió a su hermano sobre Los comedores de papas e ilustró la carta con un boceto de la obra.

Estas cartas son el producto de la terrible soledad que Vincent padeció durante toda su vida y por la que sufrió profundamente. Se lamenta de su falta de un compañero, un alma gemela, un amigo. La mayor parte de las cartas están dirigidas a Theo, su confidente más preciado y su inquebrantable benefactor: “El dinero puede devolverse, una amabilidad como la tuya no”. Mucho antes de haber puesto sus esperanzas en Gauguin, había instado a Theo en repetidas ocasiones a unírsele en cualquiera de los lugares horribles a los que se había condenado, de modo que pudieran armar juntos una hermandad de artistas y hacer muchas obras maestras y llenarse de dinero. No había límite para la extensión de sus fantasías, hasta llegó a exigir a Theo y a su nueva esposa que abandonaran su casa conyugal y fueran a vivir con él y pintar los tres juntos. Pocas cosas sirvieron de consuelo a Vincent, pero la literatura fue una de ellas. En 1880, como cuenta Mariella Guzzoni en Vincent’s Books, Vincent escribió a Theo: “Siento una pasión más o menos irresistible por los libros y tengo una necesidad continua de educarme, de estudiar, si quieres ponerlo así, del mismo modo que necesito comer mi pan”, a lo que agregaba que “uno tiene que aprender a leer, del mismo modo en que tiene que aprender a ver y aprender a vivir”. El libro de Guzzoni es encantador, iluminador y para nada pretencioso. Como admite claramente la autora, está más allá de sus objetivos:

[...] examinar todas las lecturas de Vincent, tarea a la que otros autores han dedicado importantes estudios. Antes bien, intento realizar el mapa de una travesía intelectual y artística a través de sus favoritos, en un diálogo continuo entre su obra como artista y los autores e ilustradores clave que le sirvieron de inspiración.

Sus logros en este empeño son admirables. Su libro está oportunamente ilustrado con reproducciones a color convincentes y de una riqueza notable. Y proporciona un amplio espectro de referencias, desde Dickens y Zola, los favoritos duraderos de Vincent, hasta volúmenes de grabados japoneses, como aquellos que fueron de una influencia tan fuerte en su obra desde mediados de la década de 1880 hasta el mismo final, una luz oriental que baña El puente Langlois de Arlés y Barcos pesqueros en la playa de Les Saintes Maries-de-la-Mer, ambos de 1888, y que brinda un rico fulgor especialmente al delicado Almendro en flor, de 1890, el año de su muerte.

Guzzoni presta particular atención a otro cuadro revelador de 1885, Naturaleza muerta con Biblia, pintado en octubre. En esta pintura, de tonos oscuros y sin embargo astutamente cromática, se establecen fuertes definiciones autobiográficas. La Biblia representada es la que perteneció al padre de Vincent, quien había muerto apenas meses antes de que se pintara la obra y con quien había discutido hasta el final. El enorme libro, con sus páginas pesadas y grandes y sus cierres de metal, es una presencia dominante en el centro de la composición. A su lado hay una vela apagada y un segundo libro, mucho más pequeño. El simbolismo general es evidente —hasta Gauguin podría haberlo admirado—, pero agradablemente ambiguo. Las líneas abigarradas del texto sagrado parecen a primera vista pintadas con un tono general de gris —“negro claro”—, pero una mirada más atenta muestra cortes en apariencia azarosos de azul, amarillo, naranja y lavanda. Las páginas están abiertas en Isaías 53:3: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto”. El libro más pequeño, mucho menos enérgico, con una cubierta color amarillo limón, es la novela engañosamente titulada La alegría de vivir, según Guzzoni “una de las obras más pesimistas de Zola”. Aquí Vincent está ofreciendo una típicamente amarga despedida a un padre amado pero resistido a la vez y declarando su fidelidad a la luz más brillante de las tierras donde crecen los limoneros, pero donde abunda la pena. Como lo expresaron sus biógrafos Steven Naifeh y Gregory White Smith: “A través de este entretejido espontáneo y continuo de preocupaciones personales y cálculos artísticos, demonios privados y pasiones creativas, Vincent había logrado un tipo de arte completamente nuevo. Y lo sabía”. Lo que no significa que uno vaya a ver una reproducción de Naturaleza muerta con Biblia, o nada que se le parezca, exhibida sobre una pared en la próxima cena a la que asista.

John Banville es un novelista, dramaturgo, crítico literario y periodista irlandés. Es autor de una veintena de libros por los que ha obtenido importantes reconocimientos, como el premio Booker en 2005 y el Princesa de Asturias de las Letras en 2014. Cultor de la novela negra, firma las obras de ese género con el seudónimo Benjamin Black. Traducción: Leonel Livchits.

Vincent van Gogh: A Life in Letters (Vincent van Gogh. Una vida a través de sus cartas). Nienke Bakker, Leo Jansen y Hans Luijten (editores). Thames and Hudson, Londres, 2020, 432 páginas. Vincent’s Books: Van Gogh and the Writers Who Inspired Him (Los libros de Vincent van Gogh y los escritores que lo inspiraron). Mariella Guzzoni. University of Chicago Press, 2020, 231 páginas.


  1. Van Gogh-Bonger merece el máximo reconocimiento por su dedicación a crear la reputación póstuma de su cuñado. Como lo señalan los editores de Vincent van Gogh: A Life in Letters, ella “fue la responsable de un enorme aporte al reconocimiento de la obra de Van Gogh”. 

  2. La correspondencia completa se puede encontrar en vangoghletters.org, pero incluso si tuviera que ahorrar, le recomiendo comprar alguna colección, si no la de los seis volúmenes, la más breve. Es un objeto tan bello que brinda satisfacción, un placer al tacto, y su solidez asegura que pueda dejarla como legado a sus herederos. 

  3. Para obtener los detalles uno debe recurrir a Van Gogh: A Life, de Steven Naifeh y Gregory White Smith (Random House, 2011), un libro próximo a las 1.000 páginas que le dirá todo lo que quiera saber sobre la vida del artista, y posiblemente mucho más. 

  4. L’esprit de l’escalier es una expresión francesa que describe el acto de pensar en una respuesta ingeniosa cuando es demasiado tarde para darla.