Guatemala tiene montañas, lagos y selva, pero cuando llegan los días libres todos quieren ir al mar. La costa pacífica atrae a visitantes y locales aunque el sol sea despiadado y los huracanes del Atlántico crucen el estrecho continente para destruir también lo que queda al otro lado. El escritor Leonel González de León (La Antigua, 1982), médico y colaborador habitual de la diaria y Lento, recorre en este texto el camino hacia Monterrico, en el suroeste del país, y encuentra en un viejo libro de Jules Michelet el eco de la fascinación y el miedo con que la humanidad se enfrenta desde siempre al océano.
Esto que aquí se rompe y se rehace se llama el mar. José Emilio Pacheco
Carlos, antigüeño radicado en Londres desde hace muchos años, viene de visita. Nos vemos y de inmediato surge el plan de ir al mar. Armamos nuestros tanates y a primera hora del sábado arrancamos él, yo y tres amigos más. Otra vez de visita en Guatemala, otra vez yendo al mismo lugar. Hay lagos, ríos, cerros y volcanes, pero ninguno es opción. Y no somos sólo nosotros: gerentes estresados, parejas recién casadas, amantes a escondidas, todos siempre vamos al mar.
El paso Antigua-Escuintla está cerrado por otra erupción del volcán de Fuego, que sepultó varias aldeas de Alotenango. Debemos subir a Milpas Altas y luego bajar a Villa Nueva, para entroncar aquí con la fila eterna del tráfico hacia la Costa Sur. A las nueve hacemos la primera parada en Puerto Quetzal, buena hora para el cervezayuno.
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Recuerdo la primera vez que visité el mar. Fue un viaje familiar con los compañeros de trabajo de mi padre. Yo tendría cinco años de edad, y después del impacto que me produjo contemplar tanto cielo, tanta agua y tanta arena en armonía, me sorprendió que algunos compañeros de viaje prefirieran beber en vez de ver el paisaje, y que hayan permanecido dormidos lo que duró el paseo. Sólo despertaron cuando era hora de volver.
Después de llenar la hielera, pasamos el puente de la antigua playa de Iztapa. En octubre de 2005, el huracán Stan impactó las costas de Iztapa y San José. Un equipo de 50 voluntarios de la Cruz Roja acudió a apoyar a los damnificados; evacuó a 32.000 personas, con un saldo final de 134 muertos. Desaparecieron los hoteles y los restaurantes, y hoy sólo se ven montañas de lodo en las que algunos pescadores pasan el rato sin pescar nada mientras sus niños juegan al escondite entre los rótulos de antiguos chalets. El único negocio viable en la zona parece ser instalar un motel a precios accesibles, quizás la única catarsis para la rutina del hogar.
Son 26 kilómetros hasta Monterrico, playa con buenas condiciones para el turismo y con servicios para cualquier bolsillo. El terreno es plano, pero resulta imposible ir de prisa. Según el tamaño, hay hoyos largos como peces sierra o espada, redondos como el pargo, dentados como el tiburón; hay simas como ballenas en las que caben, al mismo tiempo, dos vehículos y que podrían alojar a un autobús. Todos los hoyos están llenos de agua negra, caldo para el crecimiento de pupas que garantizan la persistencia del paludismo, el dengue y la chikungunya.
Los reportes municipales han disminuido, pero aún se mencionan estas enfermedades, además de las transmitidas por el agua y algunos alimentos. Hepatitis A, fiebre tifoidea y amebiasis intestinal, derivadas de la mala calidad del agua, obtenida a través de pozos artesanales que apenas se construyeron en los ochenta. Antes tampoco había drenajes y era habitual el uso de letrinas, a veces aledañas a los pozos. Otro factor insalubre es el descarte de combustible y aceite de las lanchas, casi siempre derramado sobre el canal que alimenta los pozos de agua “potable”, además de la irresponsabilidad en el manejo de desechos del concentrado en las camaroneras.
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La costa fronteriza con El Salvador ha sido una zona violenta desde siempre. Hacia 1530, de paso por acá, Pedro de Alvarado llevó a cabo el primer exterminio:
... cuando los españoles viajaban hacia la conquista de Cuscatlán, antes de llegar a lo que hoy es la cabecera municipal de Taxisco (Santa Rosa), los Xincas ya los esperaban con perros muertos sacrificados en la entrada del pueblo, lo cual era señal de desafío, guerra y mal recibimiento a los españoles.
En poco tiempo, Alvarado somete a la población hasta esclavizarla, y luego la lleva a la reducción militar de Cuscatlán y funda la villa de San Miguel de La Frontera en lo que ahora es El Salvador.
Tres siglos después, la historia no fue diferente. A mitad de los años treinta, el presidente Jorge Ubico mandó dragar el manglar y los tulares de alrededor del canal de Chiquimulilla. Así se formaron los primeros asentamientos familiares en la zona, que no tuvo carretera hasta 1950, gracias a la gestión del presidente Juan José Arévalo, nacido en el pueblo vecino de Taxisco. Era lógico esperar que, como presidente, Arévalo impulsaría muchos proyectos en su pueblo, pero no pudo hacerlo. Apenas creó una escuela tipo federación y, tras su caída, muchos vecinos simpatizantes fueron fusilados, igual que quienes compartían su apellido.
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La ruta es casi recta. Salta a la vista que en el costado sur del camino, hacia el mar, los terrenos suelen ser áridos, deshabitados y con escasos árboles. En cambio, el costado norte, que conecta con el canal de Chiquimulilla, luce verde y frondoso de árboles y palmeras. En esta zona se ubican varias plantas de sal y camaroneras.
No hay aceras. Afuera del asfalto, lodo con algunos palos de mango e icacos, por donde corren pollos, chuntos, chuchos y coches, concursando por tener el cuerpo más magro y los ojos más hundidos y por lamer los restos de plástico alrededor de los charcos.
La gente anda en chancletas, arrastrando los pies, con un helado en la mano al que le han chupado el color mientras sus hijos cargan una Coca-Cola cada uno, aferrándose a ella como la fuente de oxígeno que alivia al enfermo desahuciado.
Los muchachos, flacos y tostados, se sientan sobre el lodo, lanzan piedras al centro de los charcos y contemplan el radio que crece desde el punto de impacto mientras comparten una bolsa de mango verde con sal y limón. El de mayor estatura administra el mango, quedándose con las tajadas más carnosas, y lo va pasando al que le sigue en tamaño, que toma dos más. El último en recibir la bolsa es el más pequeño, sin tajadas para comer y sólo con la pepita, imposible de morder.
Se limita a chupar el poco gusto que le queda. Si reúnen suficiente dinero, después del mango comprarán una pechuga de pollo frito para compartirla, que puede ser Chapincito, Pinulito, Granjerito o Costeñito: mil marcas de pollito y papitas, bien usado aquí el diminutivo por la poca carne envuelta en un paño de piel hecha chicharrón.
Alguien en el carro necesita ir al baño y pregunta si hay papel. Sólo entonces notamos que no traemos ni un solo rollo para los tres días del viaje. Buscamos una tienda y apenas alzando la vista aparecen cuatro en una misma cuadra, una frente a la otra. Compramos un paquete de 16 rollos, previniendo la currutaca. Intrigados, vamos contando cuántas tiendas hay hasta llegar a Monterrico: debemos dividirnos, son demasiados puestos para un solo conteo. Además del número, llaman la atención sus nombres, que podrían agruparse en tres categorías: nombres de mujer, nombres religiosos y gentilicios. Fabiola, Melany, Marielos, Alexandra. Kairos, Buena Esperanza, La Bendición, El Buen Samaritano, El Dulce Nombre de Jesús, Regalo de Dios (1 y 2) y Jerusalén (1, 2 y 3). Sólo rivalizan con esto los nombres de los comedores locales, como El Pollo Ungido y El Conejo Loco. La otra fracción de títulos usa gentilicios del occidente del país: Tienda Joyabajense, Pologuatense, Bartolense o Patziteca. En cada negocio hay una familia entera, hombre y mujer (aún patojos ambos) con tres o cuatro niños. A pesar del calor, los varones usan pantalón de lona y botas de cuero; las mujeres mantienen el corte y el güipil.
Contamos 75 tiendas entre el puente de Iztapa y la llegada a Monterrico, que llegaron a 111 hasta la playa Hawaii. Casi todas han sido pintadas con los colores de alguna compañía de telefonía móvil. La oferta es la misma: abarrotes, golosinas y bebidas energizantes, con gas o con alcohol. Comales a gas donde las muchachas amasan la harina de maíz para hacer bolas, aplastarlas y ponerlas sobre la plancha, ya con forma de tortillas. Imposible entender qué ganancia brinda un negocio en el que la competencia abunda en un margen tan estrecho y la oferta es 99% igual en cada tienda.
Otro negocio habitual son las barberías, muchas con títulos futboleros: Neymar, Cristiano Ronaldo o Mbappé. Los barberos afeitan a muchachos y adultos con los cortes que han puesto de moda las estrellas de las ligas europeas: nuca y costados casi al rape, copetes tiesos de vaselina y una línea lateral afeitada al rape. También hay ferreterías, panaderías, carnicerías y tiendas de equipo para pesca.
Un par de curvas y muchos hoyos después, volvemos a detenernos. Los muchachos botan el exceso de líquido generado por la cerveza y yo me acerco a un pizarrón con una oferta irresistible: “Cubetazo de mangos diez quetzales”. Llego al puesto y hablo con una patoja que no debe de llegar a los 20 años. Sus ojeras sugieren que ella ha parido a los cuatro niños que la rodean. Me dice que no hay más para vender y que vuelva mañana, que me guardará un canasto. Le pregunto por una panadería y me indica cómo llegar a La Repo, en la aldea Candelaria. Pregunto si es bueno el pan y ella dice que sí. Me cuenta que trabajó allí hasta hace poco, que las ventas iban bien y que empezó a ganar más que su marido, hasta que, indignado, este una tarde fue a buscarla y la trajo de vuelta a casa arrastrada del pelo. No la dejó volver.
—Pero hay que tener fe en Dios —agrega—, a veces los mangos dejan algo.
Prometo volver mañana.
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Una hora y 100 tiendas después, llegamos a la playa Hawaii. Nos recibe Ovidio, el guardián de la casa. Después de saludarnos, de hacer las preguntas de rigor con respecto al viaje y de rechazar una cerveza helada —ha conocido a Cristo hace poco y desde entonces no bebe—, se sienta a la mesa. Cuenta que está desempleado: el servicio de microbuses entre Hawaii e Iztapa del que era chofer ha dejado de funcionar por las extorsiones. Además del pago mensual, les exigen cuotas extraordinarias: bono mundialista en julio, bono 14 en agosto y bono de independencia en septiembre, y quizás sumarán un bono por el aniversario de la Revolución del 20 de octubre. El dueño vendió los buses y se fue del pueblo.
Dejamos la charla y pasamos a la piscina. Ovidio se queda picando la cebolla y la yerbabuena para el ceviche. Nadamos, seguimos cerveceando y comemos el ceviche sin salir del agua hasta el final de la tarde, cuando vamos cayendo rendidos de uno en uno, asoleados, empachados y alcoholizados. Lo habitual aquí es beber de día e irse temprano a la cama, aún con el ventilador y las lámparas funcionando con el generador eléctrico. Así, cuando se apagan, uno ya está dormido y no siente el golpe de calor.
A media noche golpean la puerta. Son dos miembros del Cocode (Comité Comunitario de Desarrollo) buscando a los responsables del accidente. Esa misma noche, más temprano, dos niños fueron arrollados por un vehículo que se dio a la fuga. Alguien corrió la voz y de inmediato cerraron los accesos al camino, al oeste, en la ruta entre Monterrico e Iztapa, y al oriente, en la ruta a Hawaii. El único escape sería abandonar el carro y nadar mar adentro. Alguien dijo que fue una camioneta gris y eso facilitó la búsqueda. Los tipos entran y revisan nuestro carro. Tocan el motor frío, librándonos de cualquier sospecha. Agradecen nuestra colaboración, se marchan y volvemos a dormir.
Despierto a las seis. Salgo sin desayunar para ver el amanecer y meter los pies en el mar aún fresco. Ovidio ya está despierto, limpiando la piscina.
Vuelvo a las ocho, agobiado por el sol, que ya quema. Ovidio comenta lo de anoche. Fueron dos muchachas ebrias que, urgidas por huir, encallaron en un banco de arena y no pudieron salir del vehículo. La Policía las encontró y confesaron sin oponerse.
Ovidio me ofrece un vaso con hielo y un pichel de rosa de Jamaica. El hielo es algo fugaz aquí: con o sin trago, se desintegra en un tercio del tiempo que duraría en otro lugar. Le comento mi sorpresa por no haber encontrado ninguna sombra donde sentarme a la orilla del mar. Ovidio responde que hasta hace poco hubo una champa que él mismo había construido, tendida entre dos cocales altos y dos troncos más. Por muchos años sirvió a sus huéspedes para tomar la siesta frente al mar, pero de noche era sitio para los excesos.
—Me cansé de recoger latas de cerveza, bandejas de comida y condones usados. Además del olor a orina y la caca que siempre quedaba a los pies de los cocales —explica mientras prepara un café.
La última vez, vino un pick-up con una familia arrimada en la palangana: dos parejas adultas y media docena de niños. Era medianoche, pusieron rancheras, bajaron una hielera y una red de cocos. Además de los gritos de los niños y de las madres regañándolos para que no se metieran al mar, lo peor fueron los machetazos. Supongo que no tenía filo, por la cantidad de golpes que daban a los cocos, y como no tenían piedra para apoyarse, lo hicieron con las palmeras que sostenían la champa. No sólo las dejaron abolladas y sucias, sino que aflojaron la galera.
—¿Y por qué no les dijo algo?
—Quise, pero tuve miedo. Usted sabe: la cosa está jodida. Por eso quité la champa y corté los cocales. Ahora ya van creciendo otra vez. Los clientes me lo piden, pero cae mal limpiar cochinadas. Son como el salitre que echa todo a perder, lo carcome.
Bebo un trago de Jamaica. Agrego que siempre he soñado con vivir cerca del mar y que es mi sueño para cuando sea viejo. Respira profundo y continúa.
—Si no va a vivir aquí, no le conviene comprar; mejor alquile cuando venga. Va a tener que comprar estufa, refri y televisión cada poco tiempo.
Ovidio se sirve el café y camina a la cocina. Me quedo viendo al mar y al cielo.
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El cielo del trópico es más estable que en las montañas. Más allá de sus cambios constantes, del gris al celeste, del azul al rojo y del rojo al negro, siempre está animado por nubes, rayos, eclipses y tempestades. El mar, apenas agua que va y viene, es más complejo en sus capas y profundidades infinitas. Muy al norte y muy al sur del continente es impredecible, pero las playas centroamericanas son un punto de equilibrio entre sol, agua y buen clima. Aun en temporada fría, aquí siempre se pasa bien.
En Los mares del sur, Herman Melville recrea el primer contacto de Vasco Núñez de Balboa con estas aguas. Su asombro fue absoluto al toparse con un mar sin huracanes ni tifones como los que tanto habían padecido él y sus hombres: de ahí que terminara llamándolo, en forma engañosa, Pacífico.
Gaviotas y pelícanos van dibujando líneas paralelas al horizonte. Vuelan sincronizados como patinadores que trazan parábolas perfectas, haciendo relevos, trabajando en equipo contra el viento. Aun siendo bellos, los pájaros no están en el cielo; de hecho, ¿dónde está el cielo? Si alzo mi mano y aprieto el puño apenas a dos metros sobre el nivel del mar, ¿estoy atrapando una pizca de cielo? ¿Y si repito la maniobra sacando la mano por la ventana del avión... entonces sí?
El mar, en cambio, sí es y sí está al final de la arena sin que nadie se atreva a dudarlo. Contiene peces, estrellas, algas y restos de cualquier historia en cualquier continente. Es un tirano insatisfecho. Su motor eterno no tiene caminos ni atajos; su furia calienta los ánimos y ordena las ideas. No sabe de días ni de noches, de inviernos o veranos. Cuando no quede nadie en esta tierra, cuando no haya ni sol ni huracanes, ni lluvia ni pescadores, ni niños ni salvavidas que los rescaten, ni amantes que se prometan pasión eterna, él permanecerá inmutable. Ambicioso y destructivo, generoso e implacable, siempre quiere y puede más. Su furia enamora y maravilla. Nunca indica el momento de salir, hay que saber retirarse para no quemarse demasiado, ni tampoco indica dónde no zambullirse, el punto de no retorno, donde el náufrago se queda a solas, sin costa, sin huellas, sin balsas y sin remos; incluso los peces quedan muy abajo. Será sólo mar, mar y mar.
Un palo va y viene entre las olas. Parece ser una estaca que de pronto se detiene, como si estuviera cansada. La marea toma una pausa y se aleja de la orilla, retirándose de la costa y dejando ver que no era ni un palo ni una estaca. Es un tronco de unos cinco metros de largo y un grosor que me hubiera impedido abarcarlo con mis brazos. Harían falta varios hombres para cargarlo hacia afuera, o que venga uno solo, en horas de marea baja, para hacerlo retazos con un hacha. A ritmos distintos, pero con un final casi común, el agua y el fuego terminan destruyendo lo que se inserta en ellos.
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Los muchachos aparecen, rompiendo mis ideas. Vienen con hambre, listos para continuar el cerveceo, el quita-pone que le dicen. Yo no quiero beber: uso la excusa de la goma, bebo más rosa de Jamaica y voy a buscar los mangos. Evito el camino del pueblo y voy a la orilla del mar. Intento hacerme el valiente caminando descalzo sobre la arena, doy tres pasos y regreso a ponerme las chancletas. Mis plantas urbanas no toleran el fulgor de la arena.
A lo lejos veo una figura caminando lejos del borde húmedo, donde la arena es pastosa y caliente. Voy dibujándola según se acerca, aún sin distinguir los colores. Es mujer, y si no estuviéramos aquí, pensaría que es musulmana: la cabeza, el cuello y la mitad de la cara cubiertos con un chal, blusa de manga larga y falda hasta los tobillos. No usa sombrero ni anteojos. Más de cerca, distingo el traje típico y un canasto entre ambos brazos. Caminamos hasta encontrarnos. Me detengo, nos damos los buenos días y con un suspiro baja al suelo el canasto de su producto. Hay escudillas, encendedores, caballitos de tequila, destapadores e imanes para el refrigerador, cubiertos de conchas pequeñas y piedras preciosas bajo pintura azul, verde o naranja. También tiene adornos colgantes y elefantes miniatura, también de conchas. Me llama la atención la textura de los recipientes, distinta al cristal o el barro natural. Tomo uno entre las manos y reconozco gasa de hospital debajo de la pintura y el barniz. Acaricio una botella de medio litro para guardar bebida y ella sonríe ante la posibilidad de hacer su primera venta del día.
Llego al sitio, veo mangos pero no veo a la muchacha. Su lugar lo ocupa un sesentón que afila su machete contra una piedra de agua, a pesar de que le faltan dos dedos de la mano izquierda. Pregunto por su hija y me dice que no tiene ninguna, sólo varones, y aclara que la patoja de ayer no es su hija sino su esposa. Acto seguido se presenta como don Jaime, constructor de ranchos, y sin que se lo pida me explica que es una categoría muy distinta al albañil, que requiere de planos, presupuesto y materiales, además de tomarse mucho más tiempo del necesario. Él es más práctico: levanta un rancho de palma en una semana sin ayuda de nadie, y apenas necesita el material para trabajarlo él mismo con su machete, clavos y martillo. Así, desde que se jubiló, de lunes a sábado se dedica a levantar hoteles y chalets. Los domingos los usa para descansar aquí en su champa, vendiendo mangos y agua de coco.
Mientras escojo los mangos, me va contando, con su lengua chapetona por varios sholcos, que viene al puesto a descansar, que en su casa es imposible por la bulla de media docena de patojos. Vuelve a notar mi sorpresa al hacer la cuenta de que su patoja no tiene edad para haber parido seis niños.
—Sólo tres he tenido con ella —aclara—, el resto son de mi otra mujer, que murió cuando el último estaba tiernito.
Me cuenta que es sargento retirado, que ejerció en los tiempos del general Lucas, en los ochenta, en el destacamento del Ixcán. Estuvo ocho años ahí, hasta que ya no pudo más.
—Me cansé de ser malo. A uno lo entrenan para eso...
La muerte de su antigua mujer fue un ajuste de cuentas, pero fallaron y le pegaron el tiro a ella. Apenas él cumplió el tiempo mínimo, se jubiló y regresó a su pueblo.
—Con la jubilación me alcanza para mí, para mi patoja y para los ischocos. Encontré a Cristo y eso quedó en el pasado.
Le pregunto por la seguridad en la zona y me dice que el año pasado un par de pilotos de tuc tuc quisieron pasarse de listos asaltando a pasajeros con un verduguillo, y así mataron a un turista.
—La pandemia vino a jodernos a todos, y de ribete estos hijos de su madre complican más la cuestión.
Él y un par de vecinos decidieron ponerles una trampa con un teléfono frijolito, y los muy babosos cayeron.
—Mire allá —me dice, levantando la cabeza y señalando con los labios empinados—, aquella rueda negra en medio del asfalto. Ahí les prendimos fuego a los tuctuqueros, para que ningún otro quiera pasarse de listo.
Le digo que tiene razón y agrega que de vez en cuando aparecía algún pícaro, pero que desde que vino el narco, están más tranquilos.
—Es diferente. Ellos nos dan trabajo, nos protegen de los rateros y nos ayudan a vivir en paz. ¿Qué de malo puede ver el señor Jesús en eso?
Le doy la razón, le pago los diez quetzales de la cubeta de mangos y me marcho caminando, con la tranquilidad de que no me va a pasar nada en los días que me quede por aquí.
Vuelvo a la casa y los muchachos ya están bolos otra vez. No quiero almorzar; sólo como dos mangos. El golpe de azúcar me da sueño y voy por una siesta, aprovechando que hay ventiladores a esa hora. Despierto cuando al sol le falta poco para ocultarse. Vuelvo a caminar y me siento en los restos de la champa de Ovidio. Traigo conmigo un libro que encontré en la sala de la casa; es El mar, de Jules Michelet.
Lo abro al azar y encuentro algo sobre la puesta de sol: “Es el duelo cotidiano del mundo”. Momento de equilibrio entre el fuego y el agua hasta que la segunda engulle al primero para volver a parirlo al día siguiente.
Según oscurece, va apareciendo un ejército de cangrejos minúsculos, brotando de la arena. Hay que moverse de forma muy pausada, respirando sin que se perciba el quiebre entre ambos tiempos. Se les ve surgir de la arena más fina, abriendo surcos hacia la superficie. Empiezan los más pequeños, como la primera línea de ataque, para que los más grandes sólo asomen si los primeros no han vuelto abajo.
Vuelvo a Michelet sin afán de leerlo, sólo pasando las páginas mientras haya luz. “La vida reclama aquí de manera imperiosa la asistencia, el imprescindible auxilio de su hermana, la muerte”. Pienso en la capacidad de generar tantos seres vivos, microbios y gigantes, plantas y animales, además del efecto regenerador sobre quien lo visita; fecundidad que explota en los millones de embarazos inesperados que se han gestado acá y que se alterna con las muchísimas vidas que se ha tragado, accidentales algunas, suicidas otras, pero el mar sigue en su equilibrio eterno apenas roto por un berrinche suyo que para nosotros será un tifón devastador mientras que para él es algo nimio, apenas un pipí de bebé.
La puesta de sol es la misma que todas las tardes veo desde mi balcón reflejada en los edificios de la ciudad, vista desde la capital, saboreando los celajes desde aquí. Deseando estar allá. Eterna dicotomía del alma que, por hoy, dejaré de lado. Me dejaré rascar el cuerpo por los cientos de cangrejos al ritmo del oleaje. Con cada instante me voy dejando devorar por el lobo maligno de la noche.