“[Ella] dobló el dedo y lo enderezó. El misterio estaba en el instante antes de que se moviese, en la línea divisoria entre el no moverse y el moverse, cuando su intención surtía efecto. Si pudiera estar en la cima, pensó, quizás descubriese el secreto de sí misma, aquella parte de sí que mandaba en realidad. Acercó el índice a la cara y lo miró fijamente, instándole a moverse. Permaneció inmóvil porque ella estaba simulando [...]. Y cuando finalmente dobló el dedo, pareció que la acción empezaba en el propio dedo, no en alguna parte de [su] mente”. Ian McEwan, Expiación

¿Cuál es el aspecto de ser tú al que te aferras con mayor firmeza? Para muchas personas es esa sensación de tener control sobre sus actos o de ser dueñas de sus pensamientos. Hablamos de la cautivadora —aunque ciertamente compleja— idea de que actuamos conforme con nuestro libre albedrío. Ian McEwan detecta esa complejidad incluso en el simple acto de doblar un dedo. Briony Tallis siente a sus trece años que sus intenciones conscientes (como, por ejemplo, la de doblar un dedo) causan acciones físicas (como que el dedo se doble de verdad). La línea de causación aparente va directamente de la intención consciente a la acción física. Y ella siente que en ese proceso radica la propia esencia de la yoidad, de lo que significar ser ella. Pero cuando Briony ahonda un poco más en esas sensaciones, las cosas dejan de ser tan simples. ¿Dónde se originó el movimiento? ¿En la mente o en el dedo? ¿Fue la intención —de su “yo”— la que causó la acción o fue la experiencia de la intención una consecuencia de percibir que el dedo comenzaba a moverse?

Briony Tallis no es ni mucho menos la única que ha reflexionado sobre esas cuestiones. Pocos temas han sido objeto de tan constante y encendido debate en la filosofía y en la neurociencia como el libre albedrío. Qué es, si existe o no, cómo se produce, si importa o no: nunca ha sido fácil encontrar un mínimo de consenso a propósito de ninguna de esas cuestiones. Ni siquiera está clara la experiencia en sí del libre albedrío: es decir, si es una experiencia unitaria, si se trata más bien de una categoría de experiencias interrelacionadas o si difiere según la persona, etcétera. Pero entre tanta confusión hay una intuición que sí se ha mantenido estable. Cuando ejercemos el libre albedrío, tenemos —por citar al filósofo Galen Strawson— una sensación de “radical, absoluta y autorresponsabilizadora depende-de-mí-dad en lo tocante a nuestro elegir y nuestro actuar”.

Es la sensación de que el yo está desempeñando un papel causal en la acción como no lo tendría en el caso de una reacción meramente refleja, como cuando retiras la mano ante la picadura de una ortiga. De ahí que la experiencia del libre albedrío acompañe de manera natural las acciones voluntarias, tanto si se trata de doblar un dedo como de prepararse una taza de té o emprender una nueva carrera profesional.

Cuando experimento que realizo una acción por mi “libre voluntad”, en cierto sentido estoy experimentando que es mi yo la causa de dicha acción. Las experiencias de volición hacen (posiblemente más que ningún otro tipo de experiencia) que sintamos que hay un “yo” inmaterial consciente moviendo hilos en el mundo material. Así parecen las cosas.

Pero las experiencias de volición no revelan la existencia de un yo inmaterial con poder causal sobre los sucesos físicos. Yo creo, más bien, que constituyen formas características de percepción relacionada con el yo. Para ser más precisos, son percepciones relativas al yo asociadas a acciones voluntarias. Como todas las percepciones —tanto las relativas al yo como las relativas al mundo—, las experiencias de volición se construyen con arreglo a los principios de elaboración de mejores conjeturas bayesianas [inferencias estadísticas] y desempeñan papeles importantes (o probablemente esenciales) de cara a guiar lo que hacemos.

Aclaremos, primero, lo que el libre albedrío no es. El libre albedrío no es una intervención en el flujo de los sucesos físicos en el universo (o, para ser más concretos, en el cerebro) que hace que ocurran cosas que, de otro modo, no ocurrirían. Este libre albedrío “espectral” evoca el dualismo cartesiano, exige toda liberación de las leyes de la causa y el efecto y a cambio no aporta nada que tenga un valor explicativo.

Descartar ese libre albedrío espectral implica que también podamos desechar ese persistente —aunque equivocado— interés por saber si el determinismo es real o no. En física y en filosofía, el determinismo significa suponer que todo lo que acontece en el universo está completamente determinado por causas físicas preexistentes. La alternativa al determinismo es que el universo lleve incorporado el azar desde sus propios fundamentos, ya sea a través de fluctuaciones en una sopa cuántica, ya sea a través de algún otro principio de la física aún desconocido. La importancia del determinismo para el libre albedrío ha sido el tema de interminables debates. Mi antiguo jefe, Gerald Edelman, lo supo resumir muy bien en una única y provocadora frase: el libre albedrío —se piense lo que se piense acerca de él— es algo que estamos determinados a tener.

En cuanto sacamos el libre albedrío espectral de la ecuación, el debate sobre el determinismo pierde toda su importancia. Ya no hay necesidad alguna de dejar cierto margen de maniobra no determinista para que esa libre voluntad nuestra pueda intervenir. Desde la perspectiva del libre albedrío como experiencia perceptiva (que yo propongo aquí), simplemente deja de ser necesario que se produzca alteración alguna en el flujo causal de los sucesos físicos. El universo determinista puede seguir tranquilamente con su lento devenir. Y si el determinismo es falso, no importa lo más mínimo, porque el ejercicio de la libre voluntad no significa comportarse de forma aleatoria. Ni sentimos las acciones voluntarias como algo azaroso ni tampoco son aleatorias.

Experimentos

A principios de la década del 80, en la Universidad de California, en San Francisco, el neurocientífico Benjamin Libet realizó una serie de experimentos sobre la base cerebral de la acción voluntaria que no han dejado de suscitar controversia desde entonces. Libet aprovechó un conocido fenómeno llamado “potencial de disposición” (o de preparación), que es una pequeña señal de EEG [electroencefalograma] con forma de pendiente que se origina en algún punto situado por encima de la corteza motora y precede de manera sistemática a las acciones voluntarias. Libet quería saber si esa señal cerebral se podía detectar con anterioridad no ya a una acción voluntaria, sino también al momento en que la persona fuese siquiera consciente de la intención de realizar aquella acción.

Su diseño experimental fue simple y directo. Libet pidió a los participantes que doblaran la muñeca de su brazo dominante en el momento que ellos mismos eligieran a fin de que realizaran una acción voluntaria espontánea (como la de Briony en la novela de McEwan). Cada vez que lo hacían, él medía el momento exacto del movimiento a la vez que usaba el EEG para registrar la actividad cerebral tanto anterior como posterior al inicio de este. También pidió a sus voluntarios (y esta era la parte crucial de su ensayo) que estimaran cuándo experimentaban el “impulso” de hacer cada movimiento: el momento preciso de la intención consciente, la cresta de la ola justo antes de que esta rompa. Para ello señalaban la posición angular de un punto rotatorio sobre la pantalla de un osciloscopio en el instante en que experimentaban la intención de moverse y luego informaban esa posición.

Los datos fueron claros. Tras promediar muchos ensayos, se vio que el potencial de disposición era detectable unos cientos de milisegundos antes de la intención consciente de mover la muñeca. Dicho de otro modo, para cuando una persona es consciente de su intención, el potencial de disposición ya ha empezado a intensificarse.

Una interpretación habitual del experimento de Libet es que “refuta el libre albedrío”. En realidad, para el que es sin duda una muy mala noticia (en un mundo lleno de estas) es para el libre albedrío espectral, porque parece excluir la posibilidad de que la experiencia de la volición causara la acción voluntaria. Al propio Libet le preocupaba lo bastante esa implicación como para emprender lo que, visto desde nuestra perspectiva actual, pareció un intento desesperado de rescate: concretamente, lanzó la idea de que, entre el momento del impulso y la acción resultante, quedaba tiempo suficiente para que interviniera el libre albedrío espectral e impidiera que la acción tuviera lugar. Si no hay un libre albedrío auténtico (entiéndase espectral), pensó Libet, tal vez sí siga habiendo una “libre voluntad de no hacer”. Es un buen intento, pero, obviamente, no cuela. La inhibición consciente no tiene menos de milagrosa que la intención consciente.

Hace décadas que se debate sobre qué implicaciones concretas tuvieron las observaciones de Libet para el libre albedrío. Parece raro que el potencial de disposición se pueda identificar con tanta antelación respecto de la acción voluntaria. En cronología cerebral, medio segundo es muchísimo tiempo. De hecho, hubo que esperar a 2012 para que una nueva idea y un inteligente experimento revolucionaran adecuadamente la situación: fue cuando el neurocientífico Aaron Schurger se dio cuenta de que los potenciales de disposición podrían no ser marcadores del hecho de que el cerebro estuviera iniciando una acción, sino más bien productos del modo en que se miden.

Los potenciales de disposición se miden típicamente mirando hacia atrás en el tiempo, en el EEG, comenzando a partir de esos momentos en los que una acción voluntaria ocurrió realmente. Schurger se percató de que, obrando de ese modo, los investigadores ignoran sistemáticamente todos los demás momentos en que no se producen acciones voluntarias. ¿Cómo se vería el EEG en esos otros instantes? ¿Es posible que haya una actividad similar a los potenciales de disposición que esté operando todo el tiempo, pero que no veamos porque no es lo que andamos buscando?

Podemos aclarar ese razonamiento con una analogía. En el juego del martillo de fuerza, una típica atracción de feria, los jugadores golpean con una maza todo lo fuerte que pueden y envían así un pequeño disco de hockey lo más alto posible con el objeto de hacer sonar una campana situada en la cima de una torre. Si golpean con la suficiente fuerza, suena la campana; si no, el disco vuelve a caer en silencio. Si una científica de las ferias examinara la trayectoria del disco sólo en aquellas ocasiones en que los jugadores hicieran sonar la campana, podría concluir erróneamente que toda trayectoria ascendente del disco (el potencial de disposición) provoca siempre un sonido de la campana (la acción voluntaria). Pero para entender cómo funciona realmente el juego del martillo la investigadora también tendría que examinar las trayectorias del disco en aquellas otras ocasiones en que la campana no suena.

Schurger abordó este problema introduciendo una ingeniosa modificación en el diseño de Libet: los participantes seguirían realizando acciones voluntarias espontáneas, pero oirían de vez en cuando un pitido muy alto que les instaría a realizar esa misma acción de forma no voluntaria, sino forzada por un estímulo. Su descubrimiento clave fue que, en aquellas ocasiones en que sus voluntarios habían reaccionado rápido al pitido, sus EEG mostraron algo muy parecido a un potencial de disposición cuyo inicio, además, se remontaba a bastante antes del pitido en sí, aun cuando no hubieran estado preparándose para ninguna acción voluntaria en esos momentos. Por el contrario, cuando se examinaban los EEG que precedían a las respuestas lentas al pitido, apenas si había señal alguna de nada remotamente parecido a un potencial de disposición.

Schurger interpretó sus datos y postuló que el potencial de disposición no es un marcador distintivo del momento en que el cerebro inicia una acción voluntaria, sino un patrón fluctuante de la actividad cerebral que, en ocasiones, supera un umbral y, cuando lo hace, desencadena una acción. Por eso, en el experimento estándar de Libet se ve en el EEG una pendiente en lento ascenso cuando se mira retrospectivamente en el tiempo desde los momentos en que se produjeron acciones voluntarias. Y por eso también cuando lo que provoca la acción es un pitido, la respuesta conductual será más rápida si da la casualidad de que esa actividad fluctuante está más próxima al umbral y será más lenta si resulta estar más lejos de este. Esto significa, a su vez, que veremos algo parecido a un potencial de disposición si miramos hacia atrás desde un momento de reacción rápida (cuando la actividad se situaba casualmente próxima al umbral), pero no cuando lo hagamos desde un momento de reacción lenta (cuando la actividad estaba lejos del umbral).

El elegante experimento de Schurger explica por qué vemos potenciales de disposición cuando buscamos los marcadores neurales distintivos de las acciones voluntarias y por qué es un error concebirlos como causas específicas de esas acciones. Pero, entonces, ¿cómo deberíamos interpretar esos patrones fluctuantes de la actividad cerebral? Mi interpretación preferida retoma la idea con la que comencé: las experiencias de volición son formas de percepción relacionada con el yo. A través de la óptica del experimento de Schurger, los potenciales de disposición pasan a parecerse mucho a la actividad asociada a la acumulación cerebral de datos sensoriales para elaborar una mejor conjetura bayesiana. Dicho de otro modo, son las huellas dactilares neurales de un tipo especial de alucinación controlada.

Querer lo que quiero

Acabo de prepararme una taza de té. Usemos este ejemplo para desarrollar la idea de las experiencias de volición —y también las acciones voluntarias— entendidas como percepciones relacionadas con el yo. Tres son los estados definitorios que caracterizan la mayoría (si no la totalidad) de las experiencias de volición.

El primer rasgo definitorio es la sensación de que estoy haciendo lo que quiero hacer. Para un inglés (o inglés a medias) como yo, preparar té es una actividad en perfecta consonancia con mis creencias, valores y deseos psicológicos, así como con mi estado fisiológico, dado el momento y dadas las oportunidades (u ofrecimientos) de mi entorno. Tenía sed y había té en la despensa; nadie me impedía ir a buscarlo ni nadie me estaba haciendo tomar un chocolate caliente a la fuerza, así que me preparé un poco de té y lo bebí. (Obviamente, si me fuerzan a hacer algo “contra mi voluntad”, puede que aún sienta que mis acciones son voluntarias a cierto nivel, aunque sean involuntarias a otro).

Si bien preparar té es algo plenamente congruente con mis creencias, valores y deseos, yo no elegí tener esas creencias ni esos valores ni esos deseos. Las acciones voluntarias lo son no porque desciendan de los designios de un alma inmaterial ni porque asciendan de los caprichos de una sopa cuántica. Son voluntarias porque expresan lo que yo, como persona, quiero hacer, aun cuando no pueda elegir esas querencias. Como el filósofo decimonónico Arthur Schopenhauer escribió en su día, “un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere”.

El segundo rasgo definitorio es la sensación de que podría haber hecho otra cosa distinta. Cuando experimento una acción como un acto voluntario mío, lo que caracteriza a esa experiencia no es sólo que hice X, sino también que hice X y no Y; aun cuando podría haber hecho Y, preparé té. ¿Podría haber hecho otra cosa en vez de eso? En cierto sentido, sí. También hay café en la cocina, así que podría haber preparado café. Y cuando estaba haciendo el té, sin duda tuve la impresión de que podría haber optado por hacer café en vez de té. Pero no quería café, quería té. Y como no puedo elegir mis querencias, hice té. Dado el estado concreto del universo en aquel momento —en el que se incluye también el estado de mi cuerpo y de mi cerebro—, con sus causas previas (deterministas o no) que se remontan hasta mis inicios como persona semiinglesa bebedora de té e incluso antes, yo no podría haber hecho otra cosa. No puedes volver a reproducir la misma cinta y esperar que produzca un resultado diferente, salvo por unas mínimas diferencias irrelevantes atribuibles al azar. La fenomenología relevante —la sensación de que podría haber hecho otra cosa— no es una ventana transparente a través de la que podemos ver cómo funciona la causalidad en el mundo físico.

El tercer rasgo definitorio es que las acciones voluntarias me parecen salidas de dentro, en vez de impuestas desde fuera. Esta es la diferencia entre la experiencia de un acto reflejo (como cuando retiro rápidamente el pie si de pronto me golpeo el dedo gordo, por ejemplo) y la de su equivalente voluntario (como cuando doblo deliberadamente la pierna hacia atrás al disponerme a patear un balón). Es la sensación que tuvo Briony Tallis cuando intentaba pillarse a sí misma su intención consciente de doblar el dedo.

En general, una persona percibe una acción como voluntaria —como fruto de nuestra “libre voluntad”— cuando infiere que sus causas provienen predominantemente de su interior, es decir que la acción está en consonancia con sus creencias y objetivos y desconectada de otras causas potenciales alternativas tanto en su cuerpo como en el mundo, y eso le indica la posibilidad de que habría podido actuar de otro modo si así lo hubiera querido. Así es como se sienten las experiencias de volición desde dentro y así también es como se ven las acciones voluntarias desde fuera.

El siguiente paso es preguntarnos cómo posibilita y pone en práctica el cerebro tales acciones. Aquí es donde entra en juego el concepto de “grados de libertad” (que es el título del presente capítulo). En ingeniería y matemáticas, un sistema posee tantos grados de libertad como formas múltiples tenga de responder a una situación dada. Básicamente, una roca no tiene ningún grado de libertad, mientras que un tren que circula por una vía única posee solamente uno (ir hacia delante o hacia atrás). Una hormiga puede tener bastantes grados de libertad en lo relativo a cómo su sistema de control biológico responde a su entorno, mientras que tú y yo tenemos infinitamente más grados de libertad aún gracias a la espectacular complejidad de nuestros cuerpos y cerebros.

El comportamiento voluntario depende de que se disponga de la competencia para controlar todos esos grados de libertad de un modo que concuerde con nuestras creencias, valores y objetivos y esté adaptativamente desconectado de las exigencias inmediatas del entorno y del cuerpo. El cerebro es el encargado de aplicar esta competencia para controlar, y no desde ninguna región particular en la que supuestamente reside la “volición”, sino a través de una red de procesos repartidos por muchas regiones del encéfalo. La ejecución de la más simple acción voluntaria —apretar un botón para encender la tetera o doblar un dedo en el caso de Briony— se apoya en toda esa red. Podemos entender, tal como hace el neurocientífico Patrick Haggard, que esa red pone en práctica tres procesos: un primer proceso de “qué hacer”, que especifica qué acción realizar; un proceso subsiguiente de “cuándo hacerlo”, que determina el momento de la acción, y un proceso (ya muy hacia el final) de “si hacerlo o no”, que posibilita una cancelación o una inhibición de última hora.

El componente del “qué hacer” de la volición integra conjuntos de creencias, objetivos y valores organizados jerárquicamente, por un lado, y percepciones del entorno, por el otro, con el fin de concretar una sola acción entre múltiples posibilidades. Muevo la mano hacia la tetera porque tengo sed, me gusta el té, es el momento ideal del día para beberlo, tengo la tetera a mano, no queda vino, etcétera. Estas percepciones, creencias y objetivos que encajan unos dentro de otros implican a muchas regiones cerebrales diferentes, aunque se concentran especialmente en las partes más frontales del córtex. Por su parte, el componente del “cuándo hacerlo” especifica el momento de una acción seleccionada y está asociado muy íntimamente al impulso subjetivo del movimiento (ese impulso sobre el que se preguntaba Briony Tallis y que Benjamin Libet trató de medir). La base cerebral de este proceso se localiza en las mismas regiones que se asocian al potencial de disposición. De hecho, una suave estimulación cerebral eléctrica de esas regiones —y, en particular, del área motora suplementaria— puede generar un impulso subjetivo a mover(se), aun en ausencia de movimiento alguno. Y, finalmente, el componente del “si hacerlo o no” proporciona un mecanismo de control de último momento sobre si la acción planeada debe proceder o no. Cuando cancelamos una acción en el último instante —en mi caso, tal vez porque se me ha acabado la leche—, es ese proceso de “inhibición intencional” el que interviene. Estos procesos inhibitorios también son localizables en partes más frontales del cerebro.

Estos procesos entrelazados se desarrollan en un bucle continuo que abarca al cerebro, el cuerpo y el entorno, sin principio ni final, que pone en práctica una forma continuada y muy flexible de comportamiento orientado a objetivos. Esta red de procesos canaliza un amplio surtido de causas potenciales hacia un único flujo de acciones (o, según el momento, inacciones) voluntarias. Y es sobre la percepción de esa red en funcionamiento (con su proceder circular a través del organismo, hacia fuera —hacia el mundo— y de vuelta al cuerpo de nuevo) sobre la que se sustentan las experiencias subjetivas de la volición.

Además, dado que la acción en sí es una forma de inferencia perceptiva que se cumple por sí misma, como vimos en el capítulo 5, tanto las experiencias perceptuales de la volición como la capacidad de controlar múltiples grados de libertad son dos caras de la misma moneda, es decir, de la misma máquina de predicción. La experiencia perceptiva de la volición es una predicción perceptual que se cumple por sí misma, lo que no deja de ser otra forma característica de alucinación controlada (y tal vez también controladora).

Hacia el futuro

Existe una razón más por la que experimentamos las acciones voluntarias del modo en que lo hacemos, y es una razón que pone más tierra aún de por medio entre la volición como inferencia perceptiva y la volición como magia dualista. Las experiencias de volición son útiles para guiar la conducta futura, tanto como lo son para guiar el comportamiento presente.

Como ya hemos visto, la conducta voluntaria es muy flexible. Disponer de la competencia para controlar un gran número de grados de libertad significa que, si una acción voluntaria particular me sale mal, la próxima vez que surja una situación similar, podré probar hacer algo distinto. Si el lunes intento tomar un atajo con el coche camino del trabajo pero llego tarde porque me pierdo, el martes tal vez opte por una ruta más larga pero también más fiable. Las experiencias de volición nos ponen de relieve ejemplos de comportamiento voluntario para que podamos prestar atención a sus consecuencias y ajustar conductas futuras para alcanzar mejor nuestros objetivos.

Ya he mencionado antes que nuestro sentido del libre albedrío tiene mucho que ver con la sensación de que “podríamos haberlo hecho de otro modo”. Este aspecto factual de la experiencia de la volición es de particular importancia para la función de orientación al futuro que esta tiene. La sensación de que yo podría haber actuado distinto no significa que pudiera haber hecho otra cosa realmente. La fenomenología de las posibilidades alternativas es útil, más bien, porque nos dice que en una situación futura similar (aunque no idéntica) realmente podríamos hacer las cosas de manera diferente. Si todas las circunstancias del martes fuesen efectivamente idénticas a las del lunes, entonces yo no podría hacer nada distinto ese día de como lo hice el anterior. Pero eso nunca ocurre. El mundo físico no se duplica con exactitud de una jornada para la siguiente, ni siquiera de un milisegundo para el otro. Como mínimo, las circunstancias de mi cerebro ya habrán cambiado, porque habré tenido una experiencia de volición el lunes y me habré fijado en sus consecuencias. Esto, por sí solo, ya es suficiente para afectar el modo en que mi cerebro puede controlar mis muchos grados de libertad cuando salga de casa hacia el trabajo el martes. La utilidad de sentir que “podrías haber hecho las cosas de otro modo” es que, la próxima vez, tal vez lo hagas.

¿Y quién es ese “tú”? El tú en cuestión es la colección de creencias a priori relativas al yo, de valores, de objetivos, de recuerdos y de mejores conjeturas perceptivas que, sumados, componen la experiencia de ser tú. Y ahora ya podemos ver que las propias experiencias de volición pueden ser consideradas una parte esencial de ese paquete de cosas que forman la yoidad: son una especie más de alucinación controlada (o controladora) relacionada con el yo. En general, la facultad de ejercer y experimentar el “libre albedrío” es la capacidad de realizar acciones, hacer elecciones y hasta discurrir pensamientos que son exclusivamente los tuyos propios.

Entonces, ¿el libre albedrío sólo es una ilusión? A menudo oímos doctas declaraciones a favor de esa tesis. El renombrado psicólogo Daniel Wegner plasmó muy bien esa visión en su libro The Illusion of Conscious Will, que ha tenido una gran influencia desde que se publicó, hace casi veinte años. Pero la respuesta correcta a la pregunta es, claro está, que “depende”. Desde luego, el libre albedrío espectral no es real. De hecho, puede que ni siquiera se lo pueda considerar ilusorio. Si la examinamos más de cerca, como aquí hemos hecho, la fenomenología de la volición no consiste tanto en un conjunto de causas inmateriales sin causa como en una alucinación controladora que se cumple por sí misma y se relaciona con unos tipos específicos de acciones: las acciones que parecen venir de nuestro interior. Visto así, el libre albedrío espectral no pasa de ser una solución incoherente a un problema inexistente. Y aunque en este capítulo me he concentrado en ejemplos en los que las acciones voluntarias se acompañan de experiencias de volición claramente sentidas como tales, no siempre ese es el caso.

Cuando toco el piano o preparo una taza de té, esas acciones voluntarias se desarrollan la mayor parte del tiempo con un automatismo y una fluidez que restan fuerza no sólo a la intuición de que yo estoy causando esas acciones de algún modo, sino también a la idea no menos intuitiva —aunque sí examinada con menor frecuencia— de que tales acciones parecen estar causadas por algo. Cuando las personas dicen que están “absortas en lo que están haciendo” o “como en trance” —es decir, profundamente sumidas en una actividad en la que tienen una dilatada práctica—, es muy posible que la fenomenología de la volición esté ausente por completo.

Durante gran parte del tiempo, nuestras acciones voluntarias y nuestros pensamientos simplemente “ocurren sin más”. Cuando hablamos del libre albedrío, no importa solamente que lo que las cosas parecen no sea como son realmente, pues “lo que las cosas parecen” merece un examen más detenido también.

Grados de responsabilidad

Visto desde otra perspectiva, el libre albedrío no tiene nada de ilusorio. Si tenemos cerebros relativamente indemnes y nos hemos criado en condiciones más o menos normales, cada uno de nosotros posee una capacidad muy real de ejecutar e inhibir acciones voluntarias merced a la facultad de nuestro cerebro para controlar nuestros múltiples grados de libertad. Esta clase de libertad es tanto una libertad frente a y una libertad de o para. Es una libertad frente a las causas inmediatas que operan en el mundo y en el cuerpo y frente a la coacción de las autoridades varias, los hipnotizadores o quienes nos instan a hacer cosas desde las redes sociales. No hablamos, sin embargo, de una libertad que nos libere de las leyes de la naturaleza ni del tejido causal del universo. Por otro lado, también es una libertad para actuar conforme con nuestros valores, creencias y objetivos; es la libertad de hacer lo que deseemos hacer y de realizar elecciones con arreglo a quienes somos.

El carácter real de esta clase de libre albedrío queda subrayado por el hecho de que no es algo que podamos dar por descontado. Las lesiones cerebrales o la mala fortuna en la lotería genética o en cuanto al entorno en el que nos ha tocado vivir pueden debilitar nuestra capacidad para ejercer comportamientos voluntarios. Las personas con síndrome de la mano extraña (o “anárquica”) realizan acciones voluntarias que no experimentan como si fueran suyas propias, mientras que las que padecen mutismo acinético son incapaces de ejecutar acciones voluntarias de ningún tipo. Un tumor cerebral situado en un sitio complicado puede transformar a un estudiante de Ingeniería en un tirador que asesina en masa a víctimas inocentes en un centro educativo, como le ocurrió a Charles Whitman, el “francotirador de la torre de la Universidad de Texas”, o generar en un maestro intachable hasta ese momento una pedofilia galopante (una tendencia que desapareció en cuanto se le extirpó el tumor y que regresó cuando el cáncer se le reprodujo en el mismo lugar).

También son muy reales los dilemas éticos y legales planteados por casos como estos. Charles Whitman no eligió desarrollar un tumor cerebral que le oprimiera la amígdala; ¿debía hacérsele responsable de sus actos entonces? La intuición podría inducirnos a pensar que no, pero cuanto más sabemos acerca de la base cerebral de la volición, más inclinados nos sentimos tal vez a preguntarnos si, para todos y cada uno de nosotros, no se reducirá todo también a una cuestión de “tumores cerebrales”. Es un argumento que funciona asimismo a la inversa. Einstein afirmó en una entrevista en 1929 que, como no creía en el libre albedrío, no asumía mérito alguno por nada.

Es igualmente un error calificar de ilusoria la experiencia de la volición. Estas experiencias son mejores conjeturas perceptivas, tan reales como cualquier otro tipo de percepción consciente, ya sea del mundo o del yo. Una intención consciente es tan real como una experiencia visual del color. Ninguna de las dos se corresponde directamente con una propiedad definida del mundo (no hay un “rojo real” ni un “azul real” ahí fuera, igual que tampoco hay un libre albedrío espectral), pero ambas contribuyen de manera importante a guiar nuestro comportamiento y ambas están restringidas por creencias a priori y por datos sensoriales. Si las experiencias del color conforman elementos y características del mundo que nos rodea, las experiencias de volición tienen como contenido metafísicamente subversivo la noción de que el “yo” tiene una influencia causal en el mundo.

Proyectamos un poder causal en nuestras experiencias de volición del mismo modo que proyectamos rojez en nuestras percepciones de ciertas superficies. Y, ahondando una vez más en la idea de Wittgenstein, saber que esta proyección tiene lugar lo cambia todo y, al mismo tiempo, lo deja todo exactamente igual.

Las experiencias de volición son no sólo reales, sino también indispensables para nuestra supervivencia. Son inferencias perceptivas que se cumplen por sí mismas y generan acciones voluntarias. Sin tales experiencias, no seríamos capaces de manejarnos por los complejos entornos en los que los seres humanos tendemos a florecer y prosperar, ni tampoco podríamos aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente ocasión.

Briony Tallis pensaba que, si pudiera identificar la cresta de la ola de la volición cuando está a punto de romper, podría encontrarse a sí misma. El yo en cuestión es obviamente un yo humano, y bien es cierto que parece haber algo característicamente humano en nuestra capacidad para lidiar con entornos complejos y variables por medio de comportamientos flexibles y voluntarios. No obstante, la facultad de ejercer el libre albedrío podría ser una cuestión de grado, no sólo entre nosotros, los diferentes seres humanos, sino también, en general, entre los diversos animales con los que compartimos nuestro mundo.

Y si hacemos extensiva a otras especies la capacidad de ejercer el libre albedrío, ¿qué podríamos decir sobre la extensión de la conciencia en sí? Ya es hora de que miremos más allá de lo humano.

Anil Kumar Seth (Reino Unido, 11 de junio de 1972) es profesor de Neurociencia Cognitiva y Computacional en la Universidad de Sussex. Es autor del best seller La creación del yo (Sexto Piso, 2023), cuyo capítulo 11, “Grados de libertad”, reproducimos aquí con autorización de la editorial.