“Nuestro objetivo consiste en la Libertad y el Amor absolutos; nuestro destino es liberar a la humanidad y a todo el Universo”. Mijaíl Bakunin

En Montevideo, en el cruce de Bulevar Artigas y Monte Caseros, se erige un monolito que recuerda el lugar y la fecha del asesinato del comisario Luis Pardeiro, ocurrido el 24 de febrero de 1932, quien fuera en su tiempo uno de los policías más importantes del país. Aunque hoy su homicidio sigue admitiendo algunas interrogantes, hay acuerdo en que se trató de un ajusticiamiento anarquista, si bien quien lo asesinó era un delincuente común, pero vinculado al movimiento. Pardeiro fue un policía acusado de practicar torturas en sus tareas de inteligencia y también fue responsable de encarcelar e interrogar a muchos de los anarquistas de esta historia, cosa que al final le costó la vida. El viejo y descuidado monolito es el único registro material del paso de los anarquistas de acción por la ciudad. Siempre alguien se encarga, como recordatorio, de escribirle una A negra.

Anarquistas en acción

El paso del anarquismo de acción por el país fue breve, apenas si podemos definir poco más de una década, pero también fue muy intenso. Sólo una comprensión del contexto regional y mundial puede permitir entender las razones que unieron en Montevideo a los distintos protagonistas de estas historias, algunos criollos, pero la mayor parte de ellos llegados desde España y Argentina.

A pesar de la fugacidad de su paso por el país, la presencia de los anarquistas de acción fue impactante para aquella sociedad, que la vivió a partir de permanentes temores amplificados por la prensa, que supo relatar y, por lo tanto, construir sobre ellos un imaginario terrible y peligroso de personas que despreciaban la vida y la propiedad y eran rebeldes ante toda autoridad. Fueron criminalizados y también psiquiatrizados por el discurso periodístico aun antes de ser penalizados y de que muchos de ellos fueran estudiados por los psiquiatras más importantes del país. Los convirtieron en delincuentes, entendidos como “bandoleros” y “bandidos” por la mirada penal, que reclamó las máximas condenas y los más duros encierros carcelarios. Su condición de anarquistas, para quienes debieron tomar decisiones sobre ellos, se volvió un agravante que se sumaba a una manifiesta “anormalidad física” y “psicológica”, y su pretensión de “disolver la sociedad” los convertía en individuos con el “más alto nivel de peligrosidad”.

No se los comprendió como lo que ellos entendían que eran: combatientes de una verdadera guerra contra la burguesía y la sociedad capitalista, contra la desigualdad y la alienación, en el entendido de que la clase trabajadora vivía dentro de una “esclavitud asalariada”. Su proceso de anormalización utilizó algunas de las viejas categorías establecidas por Cesare Lombroso (1894), especialmente en lo referido al peligro y a ciertas marcas físicas que resultaban condenatorias, que sobrevivieron folclorizadas como un sentido social al que la prensa y el discurso penal siguieron apelando en sus argumentaciones.

El anarquismo operaba en estos hombres casi como una enfermedad que potenciaba y empeoraba todo. En su calidad de “enemigos de la sociedad” y “renegados del pacto social”, fueron entendidos como sujetos que no sentían “ninguna clase de obligaciones con esa sociedad”, por lo que su único destino posible era la cárcel.

La prensa cumplió un papel muy importante en la construcción del anarquista temible a la hora de presentar los hechos y a sus protagonistas entre la fascinación y el horror, crímenes que fueron narrados hasta en los más mínimos detalles, y se obsesionó con los fragmentos morbosos al describir y adjetivar a sus protagonistas de una manera concordante con el discurso policial y penal.

El historiador argentino Martín Albornoz estudió esas complejas construcciones e identificó que los anarquistas fueron protagonistas de los primeros planos noticiosos en el mundo entero, titulares con los que se pretendió suscitar un terror que los volvió seres temibles y peligrosos.

Los panaderos

En la madrugada del 3 de enero de 1927 cuatro hombres irrumpieron en la panadería La Estrella del Norte, ubicada en el barrio La Teja, a punta de pistola y con cuchillos. La escena dura apenas unos minutos, nadie ofrece resistencia, todos buscan esconderse, pues los asaltantes desaparecen con la misma rapidez con que aparecen, dejando un saldo de dos hombres muertos y dos heridos graves.

Esa misma noche la policía de investigaciones inscribió el hecho como una acción de represalia gremial y, si bien hay varias versiones que aún se discuten, se trató de una acción dirigida contra Julio Balboa, el maestro panadero que encabezaba el trabajo esa noche, quien murió en el ataque. Él había sido parte del sindicato obrero pero pasó a colaborar con la patronal. El contexto inmediato de este incidente es la alta conflictividad en el ambiente panaderil en aquellos años, con una intensa violencia entre patrones y obreros.

El grupo que protagonizó el incidente estaba compuesto por Pedro Rodríguez Bonaparte, Rafael Egües, Juan Carlos Cúneo y Medardo Rivero, que rápidamente fueron vinculados al gremio de los panaderos, de orientación anarquista, lugar al que se dirige la policía.

Uno a uno comienzan a caer en el cerco policial y se inicia el proceso penal con la declaración de los detenidos, las víctimas y los testigos.

Medardo Rivero tenía 25 años al ser arrestado y era oriundo del departamento de Colonia. Soltero y panadero, era un asiduo concurrente al local del sindicato. Fue parte de la fuga del penal y desapareció para siempre.

Juan Carlos Cúneo también era de Colonia, panadero y soltero. Tenía 26 años y no presentaba antecedentes penales. Se fugó del penal pero fue rápidamente capturado, tras lo que permaneció en prisión casi 20 años. Una vez liberado, contrajo matrimonio, formó una familia y volvió a ejercer su oficio de panadero.

Rafael Egües había nacido en Montevideo y tenía 34 años. Era casado, también panadero y referente gremial de la zona en la que ocurrió el ataque. No tenía antecedentes penales. Participó en la fuga del penal y luego viajó a España para combatir en la guerra civil, donde fue apresado. En los años cincuenta retornó al país muy enfermo y cerca de morir.

Pedro Rodríguez Bonaparte fue el último en caer y es a quien todos identifican como el responsable máximo del hecho, en su planificación y luego en su dirección. Era un joven de 25 años también panadero oriundo del departamento de Treinta y Tres, muy importante dentro de la Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos. Se trataba de un viejo conocido de la policía, pues muy poco tiempo atrás había estado encarcelado cuatro años por hechos vinculados a su actividad gremial. Fue erigido por la prensa como una verdadera “bestia” y considerado “el hombre más peligroso del país”. Se lo sometió a un régimen de aislamiento total en el que comenzó a padecer alteraciones mentales que al principio la policía y los psiquiatras pensaron que se trataban de una simulación para que lo trasladaran al Hospital Vilardebó y así poder lograr un régimen de encierro más benigno o tener la posibilidad de escaparse. Cuando se produjo la fuga del penal no participó en ella, aunque fue sancionado por agredir a un guardia. Con el pasar de los años su enfermedad mental se fue agravando, hasta que fue internado definitivamente en el Hospital Vilardebó, donde terminó de cumplir su condena de 30 años. Tras esto, fue retirado del hospital por su viejo compañero del sindicato Abelardo Pita, quien lo llevó a vivir con él a una chacra en Paso de la Arena.

El asalto al cambio Messina

El 28 de octubre de 1928, a las 14.40, un empleado del cambio Messina fue abordado por cuatro hombres armados con pistolas mientras bajaba el toldo del local. Dos de ellos ingresaron al comercio y rápidamente se escucharon detonaciones. La escena fue breve, todo se precipitó en unos pocos minutos. Una vez adentro, los asaltantes se arrojaron sobre el dinero, pero inesperadamente el dueño del cambio, apellidado Gorga, intentó una difícil defensa que le terminó costando la vida. Sentado en un banco en la entrada, dormitando una breve siesta se encontraba un lustrabotas que intentó defender a Gorga y recibió un disparo a quemarropa, con lo que fue herido de muerte. Los asaltantes, ya definitivamente alterados, intentaron tomar todo el dinero que pudieran y huir del local. Al pisar la vereda fueron interceptados por gente que estaba allí, entre quienes había taxistas que esperaban a clientes. Un conductor de taxi recibió un disparo mortal, en tanto que otras personas resultaron heridas y los cuatro asaltantes, a los gritos, lograron subir a un automóvil que los aguardaba e iniciaron la huida de una sorprendida policía por el centro de Montevideo. Señalemos como detalle que el cambio Messina se encontraba en uno de los rincones de la plaza Independencia, frente al Palacio Salvo, que había sido inaugurado en esos días y había concitado mucha atención, y además estaba frente a la casa de gobierno.

La conmoción fue total. El resultado del asalto fueron tres muertos y varios heridos en pleno centro de la ciudad, lo que hizo que la policía en pleno se volcara sobre el caso. A los pocos días del asalto, la Dirección de Inteligencia logró identificar en la calle Rousseau el lugar en el que se escondía el grupo. Los cinco asaltantes se reunieron allí, discutieron qué hacer y primó la idea de una entrega total e incondicional, pues creían que resistirse derivaría en una masacre.

Antonio Moretti, uno de los asaltantes, quería enfrentar a la policía. Vicente Moretti, que estaba allí con su esposa y su pequeño hijo, forcejeó con su hermano armas en mano, lo que derivó en que un disparo accidental matara a Antonio, que murió en el acto, antes de la entrega.

El grupo estaba conformado por Pedro Boada Riba, catalán, de 32 años. Llevaba seis meses en el país en el momento de su captura. En el primer momento intentó hacer pasar el asalto como un acto delictivo común. Aceptó que le disparó al lustrabotas cuando este intentó defender al dueño del cambio y que en la huida formuló varios disparos más, de los que desconocía su destino final. Aceptó cuatro procesos en España por “causas sociales”.

Boada Riba era un hombre muy importante del anarquismo de Barcelona y allí estaba condenado a muerte. Afirmó que podría haber contado con la protección de los Batlle si lo hubiera deseado y que le quisieron proporcionar dinero y un empleo público o en el diario El Día que rechazó por principios. Reconoció que fue el autor intelectual del asalto y expresó que la idea surgió al pasar por el cambio y ver en la vidriera su exposición de billetes apenas desembarcó en el puerto y atravesó la plaza Independencia, recién llegado de Europa. Se fugó del penal y lo atraparon en Buenos Aires. Regresó a prisión, donde pasó más de 20 años. Una vez liberado se fue a vivir al Cerro; allí se ganó la vida vendiendo diarios y también se ocupó de su esposa, con discapacidad física, recién llegada de España.

Jaime Tadeo Peña era catalán y tenía 22 años de edad y ocho meses de residencia en Uruguay en el momento del asalto. Reconoció haber efectuado varios disparos dentro del local, dos de ellos apuntando a la cabeza del dueño del cambio por resistirse al asalto. Al caer este, y ya en el otro lado del mostrador, se dedicó a juntar desordenadamente todo el dinero que pudo. Afirmó que todos salieron del local pistola en mano y que sonaron más disparos, pero no supo quién los hizo. Relató que a Pedro Boada lo había conocido en Barcelona, ya que eran vecinos, que había llegado a Montevideo junto con Agustín García y que aquí, unos meses después de haber arribado, se habían encontrado con Boada, quien fue el último en llegar. Dijo que en Uruguay nunca estuvo preso, pero sí en España debido a sus actividades de carácter gremial, pues pertenecía al Sindicato de los Cristales. Desapareció tras la fuga del penal.

Agustín García Capdevila tenía 23 años, era catalán y de profesión carpintero. Declaró que recorrieron la ciudad buscando un cambio para asaltar y que todos optaron por el Messina. No asumió la responsabilidad de ningún muerto y también describió la huida. Expresó que era amigo de Tadeo, con quien habían crecido juntos en el mismo barrio de Barcelona, y declaró que nunca había estado preso en España ni pertenecía a ninguna organización. Desapareció luego de la fuga del penal.

Vicente Moretti al momento de su captura tenía 33 años y participó en el asalto como chofer. Fue el responsable, por su idoneidad como conductor, de la cinematográfica huida, pues se trataba de un notable profesional del volante que había trabajado varios años como chauffeur en la vecina orilla. También tuvo la tarea de encontrar, expropiar y preparar el automóvil adecuado para el asalto. Declaró que estaba en Uruguay debido a la persecución política que vivía en Argentina y que se disponía prontamente a viajar a Europa. Junto con su hermano Antonio, Vázquez Paredes, Emilio Uriondo y Miguel Roscigno conformaron el quinteto anarquista expropiador más buscado, famoso y temido del vecino país. El grupo era responsable de diversas expropiaciones; la más significativa fue la del asalto al pagador del Hospital Rawson, el 1 de octubre de 1927, cuando se apropiaron de un abultado botín y también mataron a un policía. Se fugó del penal pero fue apresado a los pocos días y regresó a la cárcel para cumplir el resto de su condena. Fue liberado 20 años después. De vuelta en Argentina, se unió nuevamente a su familia.

La fuga de Punta Carretas

El 18 de marzo de 1931 Montevideo se estremeció. Desde un comercio ubicado frente al Penal de Punta Carretas, la carbonería El Buen Trato, los anarquistas del Messina y los panaderos de La Estrella del Norte se fugaron por un largo túnel que se reveló como una increíble obra de ingeniería que atravesaba la calle y el muro de la cárcel y presentaba un sistema de ventilación y de iluminación. Cuando la policía lo descubrió y pudo identificar su forma y recorrido, ya no quedaba ningún rastro de los anarquistas ni de quienes dirigían el comercio.

El responsable de la dirección y la ejecución de la obra fue Miguel Arcángel Roscigno. Días después fue capturado por la policía junto a Vicente Moretti, su compañero de siempre, y otros anarquistas argentinos que habían colaborado en la obra.

Roscigno fue un personaje legendario. Adoptó el método de Buenaventura Durruti para la expropiación durante su estadía en el Río de la Plata. Se opuso a la realización del asalto al cambio pero no quiso impedirlo, consideraba que Uruguay debía ser un lugar de enterradero y refugio. Condenado por su responsabilidad en la evasión del crimen, permaneció encerrado en Punta Carretas varios años, tras lo que fue entregado a la policía Federal Argentina, que tenía una larga lista de cuentas por cobrarle; fue sacado de Uruguay en un proceso fuera de toda legalidad y al final desapareció en el vecino país, en lo que se convirtió en uno de los primeros casos registrados de desaparición forzada.

La resistencia al capitalismo

El relato criminalizador logró despolitizar las acciones y las motivaciones de estos grupos anarquistas. Se comprendieron como actos brutales de individuos brutales, biológicamente anormales; el anarquismo era apenas una parte de toda esa anormalidad.

Los anarquistas entendieron las intervenciones policiales y judiciales como solidarias con la clase social a la que se enfrentaban, eso aparece en las sentencias, los informes policiales y las pericias psiquiátricas.

Michel Foucault afirmó en su libro La sociedad punitiva que en el siglo XIX la burguesía se dotó de lo que llamó “un sistema represivo unificado”, del que la estructura jurídica y las fuerzas policiales eran parte, que supo “enmascarar” bajo la apariencia de una “justicia independiente”.

Debemos comprender estos actos anarquistas de subversión como actos de “resistencia contra el poder y el modo en que se ejerce el poder en nuestras sociedades”. Foucault distingue al “delincuente político” del “delincuente común”. Sin embargo, propone leerlos a ambos dentro de la lógica de lo que llama “guerra civil”, concepto al que apela para entender la delincuencia en general y el sistema penal y la penalidad misma, especialmente en sus tolerancias e intolerancias y los castigos establecidos. Comprende también que, en particular durante el siglo XIX, los llamados “ilegalismos obreros” fueron el principal objetivo del sistema represivo burgués, mientras que los “ilegalismos burgueses” fueron muy tolerados.

La fuerza misma de la “insurrección y sublevación anarquista”, por ejemplo la dirigida a la propiedad, fue entendida por los anarquistas como “expropiaciones legítimas” o actos de justicia por mano propia.

Los anarquistas enfrentaron a la burguesía y a la sociedad capitalista que se consolidaba cuestionando toda la estructura de poder que había construido. De manera radical, condenaron la desigualdad y la explotación del ser humano y alertaron sobre sus peligros y también del supuesto progreso capitalista. Fueron pioneros en la lucha por la emancipación de la mujer y rechazaron la competencia como principio rector de la vida social, oponiendo las virtudes de la cooperación y la ayuda mutua y elevando la libertad individual como un principio superior que debía lograrse junto con la liberación social.

La crítica anarquista de la sociedad, a la luz del mundo en el que vivimos, no parece perimida.

Fabricio Vomero es licenciado en Psicología y doctor en Antropología. Este texto es parte de su investigación Enfermos, anormales y peligrosos, un libro en proceso de edición que se publicará en Uruguay.