A veces, basta con una planta. A un montevideano como tantos, que vive en un apartamento de pocos metros, rodeado de cemento, tráfico y hollín, le puede cambiar la vida un pensamiento, un potus o hasta una suculenta. La especie no importa, lo que vale es la tierra contenida en la maceta, el ser que crece en su interior y la curiosidad que despierta. Al menos eso decía Elba Villalba, fundadora de la escuela Piedra Amiga, en donde Federico Álvarez, cofundador del colectivo CantoRodado, aprendió casi todo lo que sabe sobre permacultura.
“Es como una puerta que se abre”, dice Federico, desde su hogar en Aiguá, al recordar las enseñanzas de su maestra, hoy fallecida. “Primero es una planta, después unas aromáticas, y al final te querés mudar a Ciudad de la Costa para tener un patio”, añade. Algo de ese relato coincide con su historia, la de un hombre nacido en Melo y radicado en Montevideo que terminó viviendo en Maldonado motivado por intereses que poco tienen que ver con los que despierta la ciudad.
El germen surgió durante el viaje de Ciencias Económicas. Antes de dedicarse a la tierra, Federico estudió economía y trabajó como asesor en diferentes ministerios. Fueron varios los años que dedicó a la típica rutina citadina, con un trabajo y una casa convencionales, pero nunca dejó de tener presente algo descubierto en India, en donde pasó cuatro meses con Cecilia, profesora de yoga y su pareja hasta hoy: se puede estar en el mundo de manera más consciente, “vivir en el presente y ser coherente con uno mismo”.
Ese fue el mantra que lo llevó a tomar las decisiones que lo condujeron, hace seis años, al lugar que habita actualmente, un terreno ubicado en los márgenes del pueblo, con vista al cerro Negro, compartido con tres núcleos de personas. Allí cada uno tiene su casa y su espacio, pero también han establecido áreas comunes; todo se rige bajo los principios de la permacultura. Además, ya no trabaja como contador sino como tallerista y asesor en la compra, el diseño y la ejecución de proyectos rurales y suburbanos desde esta perspectiva. En líneas generales, lo que hace —junto con su colega Ana Lucía Rapetti— es “acompañar la llegada al campo” proporcionando conocimientos para entender y gestionar el sitio relativos al uso del agua y la creación de huertas, entre otras cosas.
El valor de la red
La primera vez que se habló de permacultura fue en la década del 70. En aquel entonces, los australianos Bill Mollison y David Holmgren la definieron como un sistema de agricultura sostenible basado en la imitación de patrones y relaciones de la naturaleza, pero actualmente el término abarca mucho más. Para Federico, pensarla implica referirse al “amor por la vida” y a un propósito inalterable: “Preservar la Madre Tierra, este planeta que nos sostiene”. Definirla es difícil, objeta, no sólo porque las palabras pueden ser limitantes, sino también por las dimensiones de su magnitud y su alcance, pero es posible resumirla como “una filosofía que no solamente entiende que todos estamos interrelacionados, sino que también brinda herramientas concretas y estrategias” para respetar y alimentar esa conexión.
Entre sus pilares, Federico destaca el cuidado de uno mismo, de los demás y de la tierra. De hecho, originalmente la permacultura se basa en tres principios éticos. Los primeros dos son los mencionados por él, la protección de las personas y su entorno, y el tercero apunta a compartir los excedentes. Según Federico, este último es una consecuencia de otros actos, pero no debería ser un propósito en sí. “Creo que en su momento se buscó poner una pata más económica en la ética, porque vivimos en un mundo en el que eso es lo que prima y había que mencionarlo para posicionarse”, pero lo verdaderamente importante son los demás factores, afirma.
“La práctica de la permacultura te lleva a encontrarte, indefectiblemente, con una dimensión espiritual que te permite sostenerla”, asegura Federico. Y continúa: “Ahí es cuando aparece el reconocimiento de quién soy, el encuentro con uno mismo, el cuidado de lo que me rodea —mi familia, mis vecinos, la comunidad— y de la tierra como algo que está por encima de todo”.
Detrás de esta práctica y esta filosofía hay una estructura, pues la permacultura requiere tiempo, análisis y dedicación. En el hogar de Federico todo apunta a la sustentabilidad: la casa —construida con la colaboración de muchas personas— es de barro, el baño es seco —la caca se tapa con aserrín y se usa como fertilizante—, los alimentos son cultivados por ellos mismos o por vecinos y el agua no se desperdicia. Tanto Federico y Cecilia como su hijo de 10 años, Amaru, toman únicamente agua de lluvia filtrada, y el agua del baño es utilizada para riego. Esto implica que ninguno de los productos que adquieren, tanto para su higiene personal como para la de los espacios, contiene químicos. Lo mismo sucede en las casas de los amigos con los que comparten el terreno.
Para sostener esa estructura, contar con una red es indispensable. Este es uno de los puntos prioritarios para Federico. Los jabones de su baño son hechos por personas de la zona que se dedican a la cosmética natural; la miel, la harina y el queso también. Así con casi todo. Mientras lo cuenta, su compañera cocina el almuerzo y le pide un favor: que vaya a pedirle al Gato un zapallo y unos huevos. Entusiasmado, Federico lo celebra, porque no hay mejor ejemplo para ilustrar sus palabras. El Gato es un hombre mayor, de 68 años, que vive en la misma cuadra que ellos acompañado únicamente por animales. Vende huevos —a ellos les fía— y no tiene problemas en regalarles zapallos de su huerta, los que sea que necesiten.
“La red es la que permite que podamos estar aquí e implementar la soberanía alimentaria”, explica el anfitrión. Este concepto, concebido por la organización internacional La Vía Campesina como “el derecho de cada nación a mantener y desarrollar su propia capacidad para producir los alimentos básicos de los pueblos, respetando la diversidad productiva y cultural”, tiene vida propia más allá de la permacultura, pero dentro de ella cobra nuevos sentidos.
“Entendimiento, cooperación e interdependencia” son algunas de las bases que Federico elige resaltar al respecto. Es necesario comprender el funcionamiento de los ecosistemas, pues sólo cuando están sanos y fuertes es posible sostener la producción de alimentos saludables. “Si no, empezamos con las enmiendas de los suelos, con los productos que necesitamos para compensar la degradación”, continúa. Para que un espacio sea rico y brinde frutos sabrosos, todos sus componentes deben ser aceptados y respetados: los árboles y las plantas que en apariencia no son productivos, los animales e incluso las personas.
Los obstáculos
“La soberanía alimentaria implica el derecho a producir alimentos y, por lo tanto, garantizar el derecho a la tierra, al agua, a las semillas”, plantea Karin Nansen, coordinadora de la organización Redes (Red de Ecología Social) - Amigos de la Tierra Uruguay, tras recordar que esta concepción surgió en 1996, durante la Cumbre Mundial de la Alimentación de la Organización para la Alimentación y la Agricultura.
Entonces fueron definidos siete principios para alcanzarla: entender la alimentación como un derecho humano básico, implementar una reforma agraria que permita el acceso a la tierra para todas las personas que la trabajen, cuidar los recursos naturales y usarlos de forma sostenible, incentivar la producción para la autosuficiencia alimentaria, regular y establecer impuestos al capital especulativo, perseguir la paz y concretar la participación de los pequeños productores en la creación de políticas públicas vinculadas al tema.
A nivel nacional, algunos de los principios flaquean más que otros. Según Karin, una de las cosas que urgen es la regulación de los mercados de alimentos, para que puedan incorporarse productores familiares y agroecológicos “en condiciones justas”. Es necesario que haya “un sistema de control de precios de referencia, con reglas muy claras, para que no se den procesos de especulación”, afirma la activista. Además, el Estado debería atender las compras públicas a productores de alimentos agroecológicos (en hospitales y escuelas, por ejemplo), pues “son un instrumento muy importante que se ha debilitado porque hay una tendencia a promover las licitaciones que favorecen a los grandes grupos económicos”.
Otro aspecto que preocupa a ambientalistas y militantes de la soberanía alimentaria es el crecimiento del poder de empresas trasnacionales que actúan “con impunidad y violan sistemáticamente derechos humanos”, sigue Karin. Estas son responsables tanto de procesos de acaparamiento de tierras como de la expansión de la agroindustria, algo que compromete a otros sistemas de producción de alimentos. “La coexistencia de la agricultura familiar y el agronegocio ha generado procesos de contaminación transgénica de variedades criollas”, añade. Esto ha sido observado por la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas y un equipo de la Facultad de Química de la Universidad de la República, que están haciendo un seguimiento sistemático para evitar que el daño se agrave. Que suceda algo así implica el incumplimiento de la normativa actual, que establece la promoción de una “coexistencia regulada entre vegetales genéticamente modificados y no modificados”.
Los tratados de libre comercio también agudizan el problema. “Con ellos se consolidan los sistemas de patentes y no se respetan los derechos de quienes históricamente han producido semillas”, expone la coordinadora de Amigos de la Tierra. “Son acuerdos muy tramposos porque tienen muy poco que ver con la reducción de aranceles y más con imponer restricciones a las políticas de compras públicas y a los servicios públicos, que son fundamentales, especialmente en las zonas rurales”, advierte.
En el borde
Un reguetón corrompe el silencio de la sierra. Aunque no lo puso ella, sino el hombre que está trabajando en la casa nueva, construida para alquilar y recibir a familiares, Axéle baila mientras camina hacia Federico, que acaba de llegar. Con él también están Iona e Idriss, hijos de Axéle, que recién salen de la escuela. Usualmente estos niños, de 8 y 5 años, van y vuelven caminando a estudiar, para lo que recorren solos un camino de alrededor de dos kilómetros en un lapso que les lleva entre 40 minutos y una hora, pero hoy tuvieron suerte porque Federico los pasó a buscar en auto.
Axéle es francesa y el padre de Iona e Idriss, Tom, británico. Se conocieron en el puerto de Piriápolis hace alrededor de diez años, cuando ambos eran capitanes de veleros. Después de un tiempo saliendo y navegando, vendieron sus barcos pensando en tener una familia y eligieron quedarse en Uruguay “porque no estaba mal”. A Aiguá llegaron casi por casualidad, sin buscarlo, a través de un amigo cuya madre vivía en un hogar para personas de la tercera edad en la localidad. “Yo en Piriápolis me aburría un poco en invierno y, como él venía todas las semanas, lo acompañaba”, cuenta Axéle.
Un día, recorriendo el pueblo, un enfermero de la casa de salud les recomendó un lugar para ir a hacer un pícnic cerca de una cañada. “Ese lugar es acá”, dice Axéle entre risas dentro de la casa que construyó junto a su pareja en un terreno de siete hectáreas en el que conviven con caballos, gansos y un perro. Como el espacio estaba a la venta y les encantó, sólo hubo que preguntar el precio. No fue necesario visitar otros campos ni considerar más posibilidades. Lo compraron y se mudaron apenas con una carpa y algunas herramientas para hacer el pozo de agua.
Pero en la construcción de su hogar, una cabaña pequeña que originalmente era provisoria, no participaron sólo Axéle y Tom, sino decenas de hombres y mujeres que integran la Red de Jornadas, un colectivo de vecinos que se reúne un domingo al mes para ayudar a otros a edificar sus viviendas. Así conocieron a muchos de quienes ahora son sus amigos. Actualmente, además de su casa y la nueva, una más grande que utilizarán para alquilar y recibir a sus familiares, tienen un taller de carpintería y una gran huerta agroecológica de la que obtienen la mayoría de sus alimentos. En el futuro también habrá un centro de entrenamiento de caballos, pues a Axéle le apasionan y busca demostrar que hay formas más amables de educarlos.
“Cuando nos instalamos pensamos que íbamos a estar solos, rodeados solamente por gauchos bien rústicos”, confiesa la francesa. “Creímos que no tendríamos muchos amigos y no pasaba nada, pero tuvimos la sorpresa de encontrar a mucha gente con la misma cabeza que nosotros: personas que tienen educación y la mente muy abierta y que quieren vivir en armonía con la naturaleza”. A ellos, Axéle los define como “neorrurales”, un término que refiere a las personas que abandonaron la ciudad para vivir en el campo usado originalmente para abordar el fenómeno de la migración desde áreas urbanas a zonas rurales que se dio en Europa y América del Norte en 1960.
La comunidad de vecinos que llegaron a Aiguá hace alrededor de diez años ronda las 100 personas. En concreto, la razón de que sean tantas es desconocida, pero Federico considera que en parte eso se debe a la escuela de Elba, su mentora, que estaba ubicada a algunos kilómetros del pueblo. Por allí pasaron muchos que luego decidieron establecerse en la zona; quizás por eso hay una filosofía de vida compartida que facilita procesos de socialización y de enriquecimiento cultural. Pero los atravesados por su experiencia con la permacultura no son los únicos nuevos residentes. Como Axéle y Tom, también hay muchos extranjeros: brasileños, alemanes, suecos, entre otros, que llegaron atraídos por la paz, la belleza y la simpleza del lugar.
Aunque lo que sucede allí es bastante particular y sus residentes probablemente dirían que nada lo iguala, en otras partes del país existen fenómenos habitacionales que en algunas cosas se asemejan a este. Los más conocidos, mencionados por varios, son los proyectos La Comarca y La Tierrita, dos comunidades ubicadas en Sauce integradas por decenas de personas que a fines de los noventa y de los dos mil, respectivamente, se organizaron para comprar los terrenos en conjunto y vivir bajo sus propias normas y edificaron sus casas mediante bioconstrucción, también con huertas y espacios comunitarios.
En Aiguá ahora hay un Centro de Atención a la Infancia y la Familia nuevo, se dan talleres de permacultura en la escuela, se organizan fiestas y encuentros que fortalecen al colectivo. Antes la palabra ustedes pesaba más. Algunos viejos residentes originarios del lugar miraban a los nuevos con desconfianza. “Los pata sucia” llegaron a decirles sólo porque andaban descalzos. Otros se limitaban a celebrar sus ocurrencias y a compararlas con el pasado. “Ustedes son como mis abuelos, que juntaban el agua de la lluvia y se ayudaban”, les comentaban.
Federico admite que a veces se siente solo o medio loco. “Por momentos te preguntás qué sentido tiene lo que estás haciendo, pero luego, al salir, compartir con otros y encontrarte con gente que está haciendo cosas parecidas, pasa”, expresa. Según él, la incertidumbre y la soledad son apenas un fragmento de los sentimientos que aparecen al habitar el margen, tanto del pueblo como de la comunidad. “Hay un principio de la permacultura que dice que en el borde está la acción, y eso aplica para todo”, opina.
En el borde del monte con el pastizal es donde hay más formas de vida y en el borde del agua con la tierra, donde hay más especies acuáticas y terrestres interactuando. “Nosotros también estamos en el borde”, dice Federico, y añade que “transitarlo a veces se siente como caminar por un muro”. Con cautela y concentración, pero sobre todo con paciencia, lo sólido se ablanda y algún puente se tiende. Como con su vecino, al que convenció de que dejara de utilizar glifosato en su terreno con la promesa de que mes a mes le cortaría él mismo el pasto. “Para mí eso es la libertad, porque no puedo ser libre si no me comprometo y no me hago responsable interactuando con los demás”, concluye.
Agustina Tubino es periodista y colaboradora habitual en Lento y la diaria; escribe sobre temas sociales y culturales.