Luis pasa las horas en las tinieblas. Es un barco encallado en sus recuerdos. Vive en ese espacio circular llamado Cubo del Sur, sobre la rambla, con vista al Río de la Plata. Sin embargo, no puede ver el horizonte. Bajo una carpa improvisada, guarda sus dolores, pero esta mañana los sacó al sol.
“Yo no sé amar”, dice. Su relato es una mezcla de ficción y realidad: recuerdos que alcanzan la poesía y se vuelven erráticos. “¿Vos sabés lo que es un calor de padre? Yo no lo tuve. Mi madre quedó muerta cuando yo nací en el Pereira Rossell. Ahora todos quieren decir ‘soy tu madre’, ‘soy tu padre’, pero yo les pregunto a muchos, porque yo sé mi verdad, ¿qué es un calor de padre?”.
Mientras calienta agua en una caldera vieja sobre el fuego, con las manos y la cara negras del tizne, expresa: “No estoy de acuerdo con nadie”. No cree en Dios, pero sí en la Virgen María, “que está ahí enfrente”, dice señalando la imagen que se erige frente a la costa y que una noche lo salvó.
Para Luis, en su familia son todos unos hijos de puta, amigos de la Policía. Estuvo ocho años preso en el Penal de Libertad y salió en transitoria. Ahora duerme en la calle, “con un ojo abierto y otro cerrado”. Pero lo hace por su voluntad, asegura. “Esto lo hago porque yo quiero. Me voy, vengo. Si tengo, tengo, y si no tengo, no como”.
“Me tengo que levantar y darme un saque. Soy un adicto”. Consume marihuana y cocaína. Varias veces se pasó de rosca y estuvo cerca de la muerte. “¡Cuántas veces subí allá arriba y me mandaron pum p'abajo!”.
La vereda es una frontera
“Esta canción dice que sabremos cumplir”, expresa un joven frente al micrófono y desde el fondo protestan. “Orientales, la patria o la tumba. Libertad o con gloria morir”. Algunos cantan, otros se cruzan de brazos, una chica se retira diciendo “no seas malo” y un perro, peleándose con una botella de plástico, rompe la solemnidad. “Vamos todos a demostrarle a la ciudadanía que somos personas que queremos dejar de depender, queremos ser libres para empezar a elegir”, dice el joven cuando el himno termina ante una muchedumbre que se congregó debajo del Monumento al Gaucho, frente al Ministerio de Desarrollo Social (Mides), tras la primera marcha de personas en situación de calle, por la avenida 18 de Julio.
“Somos invisibles para el gobierno. Ellos nos ven como una cosa, no como una persona”, reclaman. Es el mediodía del 19 de agosto, el cielo está gris y en la calle hace un frío que corta la piel. Se conmemora la Masacre de Sé, ocurrida en San Pablo en 2004, cuando 15 personas que vivían a la intemperie fueron atacadas mientras dormían; siete de ellas murieron y su asesinato continúa impune. Pasaron 20 años, pero la violencia a los sintecho continúa.
El mismo día de la marcha, en Montevideo, a las diez de la noche, una persona en situación de calle fue golpeada con puños y palos por cuatro hombres mientras dormía en Andes y Paysandú. No quiso denunciar. Mientras, en el barrio Malvín las llamadas “brigadas antipasta” hacen lo suyo desde el año pasado. El cura Omar França, a cargo de la parroquia Santa Bernardita, denunció tres casos en 2023 y uno en junio de este año. Las víctimas tampoco quisieron denunciar. Asimismo, el año pasado, un hombre fue prendido fuego en Tres Cruces y permaneció hospitalizado por las quemaduras. En este caso, el agresor fue imputado.
El 22 de agosto César, de 61 años, fue detenido por una decena de policías que rompieron su refugio frente a los vecinos, que pedían que lo soltaran. Se lo llevaron esposado, estuvo detenido unas horas y cuando lo liberaron volvió, descalzo y mojado, a su lugar, donde lo esperaban con una carpa, ropa y comida.
La aporofobia caló en la gente, en la Policía y en el gobierno. Como forma de denuncia, los manifestantes llevaron escobas a la marcha y barrieron las calles, de la misma forma que quieren hacer con ellos.
Por estos días también se implementó la ley de internación involuntaria, que modifica la legislación vigente y establece que las personas que estén “en situación de intemperie completa, con riesgo de graves enfermedades o incluso con riesgo de muerte”, podrán ser trasladadas a centros de salud o refugios aun en contra de su voluntad cuando un médico lo disponga y también a pedido del Mides en casos de personas cuya “capacidad de juicio se encuentre afectada” por problemas de salud mental o consumo de drogas.
Desde entonces a esta ley le han llovido las críticas: se le oponen la Sociedad de Psiquiatría, la Comisión de Contralor de la Atención en Salud Mental, la Coordinadora de Psicólogos y el Sindicato Único de Trabajadores de Instituciones Gremiales y Afines, que integran los trabajadores del Mides, así como también varias organizaciones sociales. Alegan que la medida profundiza el estigma y aumenta el sufrimiento psíquico y denuncian la falta de dispositivos y medidas integrales de atención, así como el incumplimiento de la Ley de Salud Mental. El sindicato, por su parte, recuerda que el nuevo procedimiento se presenta en un contexto de recorte y precarización laboral por la reducción de psicólogos, trabajadores sociales y enfermeros en los centros del Mides.
En simultáneo, rige la ley de faltas, que en su artículo 368, sobre “ocupación indebida de espacios públicos”, penaliza vivir en la calle, algo que fue advertido en 2023 por el Instituto Global para las Personas sin Hogar en un informe que el organismo internacional mandó al Mides. Como si fuera poco, a finales de julio, en un acto de campaña del Herrerismo, sector del Partido Nacional, el exministro del Interior y ahora senador Luis Alberto Heber llamó a “ser implacables” y propuso que vivir en la calle sea un delito que tenga una pena de trabajo comunitario. La iniciativa del legislador, no obstante, no fue respaldada por ningún partido político; fue sólo un canto para la tribuna.
En 2023, según las cifras aportadas por el Mides, en Montevideo había 2.758 personas en situación de calle, de las cuales 1.363 duermen a la intemperie y 1.395 en refugios. El aumento ha sido constante desde 2006. En el caso de las personas que duermen sobre cartón, el crecimiento fue de 88% entre 2016 y 2019 y de 54% entre 2020 y 2023. En el interior del país, en tanto, hasta 2020 se habían registrado 533 personas en la calle, 202 a la intemperie y 331 en refugios.
Límites mentales, límites reales
“Tú no tienes fronteras”, le dice Víctor a Cecilia Baroni, psicóloga y responsable de Vilardevoz, la radio comunitaria que desde 1997 funciona como un dispositivo alternativo de salud mental. Es sábado y fuera del local donde transcurre el programa, en una cálida mañana, se juega al ajedrez y a la pelota y se pinta con témperas sobre un lienzo de cartón.
Por su aspecto, a Angie suelen confundirla con una tallerista o una asistenta social. “Es por el estigma” que cargan las personas sin techo por su aspecto, dice. Tiene 21 años y nunca imaginó que le tocaría vivir en la calle. Tras la muerte, primero de su padrastro y luego de su madre, subsistió unos meses con el dinero que había en el banco, pero un día se acabó. Después falleció su hermana y se quedó sola.
“No pude conseguir trabajo. En ese momento estaba estudiando en la UTU de Arroyo Seco. No pude pagar el alquiler y en un momento me quedé sin casa. Me quedé sentada toda la noche afuera de la UTU”, recuerda. Le contó a una compañera y hablaron con el director del centro educativo, que llamó al Mides. “El primer día que me llevó la camioneta no quería entrar al refugio, estuve a punto de irme, hasta que me crucé con una educadora que fue muy macanuda y me animé”.
Fue por esos días que comenzaron los ataques de pánico. “Al principio era un caos total. Ahora generé mecanismos, que me costaron, lógicamente, y logro manejarlo sola: me aíslo, respiro, me digo a mí misma ‘no te estás muriendo, va a pasar’”, ilustra. Su red de contención fueron los educadores del refugio, que la incentivaron para que no dejara de estudiar, y los integrantes de la radio, a quienes conoció en las horas que le tocaba estar en la calle, desde las nueve de la mañana hasta la noche, cuando vuelven a abrir las puertas de los refugios.
Para Angie, “no tener un lugar en donde estar te encierra. Uno cuando está en situación de calle dice ‘no tengo nada, no voy a ser nadie en la vida’; ahí ya te encerraste. Te limita”.
En el centro del Mides estuvo cerca de siete meses. Ahora vive en una casa para jóvenes, de la cual se enteró por una publicación en Instagram de la Intendencia de Montevideo y a la que pudo acceder con la ayuda de una asistenta social. Estudia indumentaria, escribe, pinta y junto con amigos produce un pódcast en el que hablan sobre salud mental. Si bien no se pone metas a largo plazo para evitar frustraciones, espera conseguir un trabajo estable y poder alquilar “sin depender del Mides”: “Superarme en la vida”.
Exorcizar el miedo
Hinata y Naruto son dos gatos en situación de calle. La gata gris atigrada llegó a la vida de Lucas hace un año y cuatro meses, cuando este se encontraba en un pozo depresivo. En ese entonces Lucas vivía en una villa en Buenos Aires y se había quedado sin trabajo. Según cuenta, lo echaron por teñirse el pelo. “No puedo ni conmigo y me regalan una gata”, pensó. “De a poquito, me fue salvando”, reflexiona. Decidió volver a Uruguay en noviembre del año pasado, con Hinata, a la casa de su hermana.
Fue hace cinco meses que una amiga le ofreció un gato de pelaje anaranjado. “Como Naruto”, pensó Lucas, que en el animé termina con Hinata. Su hermana no toleró que lo adoptara y le dio un ultimátum. Esta vez Lucas no lo dudó: prefirió irse a la calle con los felinos que quedarse sin ellos. “Hace 57 días que estamos en esta situación”, cuenta. Ahora los traslada, atados a un cochecito de bebé rojo y negro, desde el refugio en Ciudad Vieja hasta las calles Rondeau y Colonia, donde cuida autos durante el día.
“No me gusta que los cargoseen”, dice Lucas sobre los gatos. “Porque son transmutadores de energía y es mucho para ellos” lo que absorben en el refugio, explica. Al igual que en la calle, allí tampoco pueden estar sueltos, pero Lucas lo prefiere así porque han sido víctimas de agresiones: usuarios del refugio les cortaron los bigotes y les pusieron un cartón con agujas en el plato de comida. “Todo lo que me aguanté para no explotar ahí adentro”, recuerda Lucas. “Hay mucha violencia porque la misma ley de la cárcel es la ley de la calle y es la ley de los refugios. Si le caíste mal a alguien, tuviste un problema fuera y te cruzan en el comedor, igual te agarran con un tenedor de plástico. Ves muchas situaciones así. Yo respiro, me pongo auriculares y me quedo en la mía, porque si interrumpo puedo terminar lastimado”.
Esta es la tercera vez en su vida que le toca la calle. La primera fue a los 21, cuando tuvo una “recaída” en su adicción. A los 13 empezó a consumir marihuana, a los 16 conoció la cocaína y, finalmente, a los 18, la pasta base. Entonces, se peleó con su madre y se fue de su casa. Al verlo, desde el liceo llamaron a las autoridades y lo llevaron a un refugio, donde podía pasar la noche, pero a las nueve de la mañana tenía que irse. “Para aguantar el frío en la calle no hay nada mejor que...”, dice y se arrepiente. La droga cumple una función, que es mantenerte “despierto y atento a todo”, explica. Pero también te rompe el corazón: por una sobredosis de cocaína y pasta base tuvo un infarto.
“Yo tengo cinco intentos de autoeliminación porque no entiendo el mundo, a las personas, la soberbia, la avaricia, la competencia constante, el mirar por encima del hombro. Me duele. Hoy en día no porque me importa solamente cómo me mire Dios, cómo me mira el resto no me importa”. Ahora tiene 29 y está “limpio”. Junto a su Biblia, que es su “espada”, pasa la jornada componiendo y escuchando alabanzas. “Tantos años pensando que solamente una adicción me puede llenar el vacío y hay mucho más. Los gatos me llenaron un vacío enorme, Cristo me lo terminó de llenar”, dice.
Lucas fue mormón, testigo de Jehová, budista, esotérico, umbandista, gnóstico y reikista. “Pasé por todo buscando quién era”, resume. Ahora cree que “la mejor religión es ser buena persona” y que el único dios es el de la Biblia. Por eso predica la palabra en el refugio y también en la calle. Si bien asiste a una iglesia pentecostal, a la que va con “ojos espirituales” —es decir, no a juzgar “cómo curra” el pastor—, sabe que su “ministerio está afuera, directo con Él”.
Una noche, un adicto lo amenazó de muerte. Le puso un cuchillo en el cuello y, al ver la Biblia, le preguntó: “Si te corto el cuello, ¿tu dios te salva?”. Lucas cerró los ojos. “Cortá, yo no voy a llamar a los milicos”, le respondió. “Tenés huevos, flaco”, le dijo el agresor. “Tengo a Dios conmigo y no lo va a permitir”. El hombre dejó caer el cuchillo y empezó a temblar. Lucas le ofreció orar por él y cayó arrodillado buscando redención, cuenta. “Es hermoso como esto es real, tan real como lo que tocás”.
Para Lucas, Dios le dio esta potestad, el don de la palabra, porque el camino espiritual es su destino. Es por eso que no pretende conseguir un trabajo formal. Esto su madre y su hermana no lo entienden. Pero, además, Lucas plantea que si empieza a trabajar ocho horas no tendrá dónde dejar a Hinata y Naruto y que no confía en nadie para que los cuide. Sí aspira a conseguir un alquiler a través del Mides, que le otorga 8.500 pesos a quien demuestre que percibe 10.000 pesos al mes. Con un techo, los gatos podrían correr libres al fin.
El despojo
“Ducha para transeúntes sin hogar”, se lee en un cartel colgado en las rejas de la parroquia Santa Bernardita, ubicada en Avenida Italia, que está a cargo de Omar desde hace siete años. El cura cuenta que desde el principio, junto con la comunidad de la iglesia, observaron con preocupación la cantidad de personas en situación de calle que vivían en el barrio Malvín y resolvieron poner en marcha este servicio, que funciona dos veces por semana con cupo para diez personas y que consiste en que quienes viven a la intemperie puedan bañarse, cepillarse los dientes, cortarse el pelo y las uñas, afeitarse, cambiarse la ropa sucia y llevarse un café con leche y un paquete de galletitas.
Omar es conocido por haber denunciado ante la Policía a las “brigadas antipasta” que operan en el barrio. Según cuenta, no le consta que sea un grupo organizado, sin embargo, reconoce que el modus operandi es siempre el mismo. Por el relato de las personas que se bañan en la parroquia, los agresores serían “patovicas” que entrenan en un club “bastante sofisticado” de Malvín.
El último caso fue contra una mujer de 53 años que estaba durmiendo fuera del centro comunal del barrio, en la vereda. Mientras la golpeaban en la cabeza, le gritaban “pastoso”, creyendo que era un hombre, según le contó la víctima al cura, que al verle la mandíbula lastimada le preguntó qué le había pasado. “Ese día ella no quiso denunciar. Tienen miedo de que los antipasta los identifiquen y vengan en represalia, pero es un miedo que no tiene fundamento porque los antipasta no es que les miran la cara y después los apalean, sino que los apalean porque los encuentran ahí durmiendo, en un lugar que supuestamente hay que limpiar”, indicó el sacerdote.
Omar no tiene una mirada esperanzadora con respecto al futuro de las personas en situación de calle. Es que no ha visto casos de recuperación en estos años. “Por eso soy muy pesimista frente a la posibilidad de rehabilitar a estos muchachos. Es muy penoso reconocerlo. Es muy difícil que salgan, no consiguen trabajo”, expresa.
“Esto no tiene salida”, remarca. Para el cura, el problema de fondo es “la desestructuración de la familia”. “Sin referenciales paternos y maternos que se hagan cargo de ellos, terminan educándose en la calle, y junto con la delincuencia viene la droga. No tienen hábito de trabajo y es un círculo vicioso: terminan delinquiendo. Nosotros sabemos que 70% de ellos son delincuentes, han estado en la cárcel”, plantea Omar. “Basta con mirarles los brazos. Te das cuenta de si estuvieron en la cárcel por los cortes carcelarios; a más cortes, más años. No tienen quien los recomiende [laboralmente] y deambulan en la calle o terminan muertos, porque entre ellos mismos se agreden”, señala.
Consultado respecto de por qué aun pensando esto continúa brindado el servicio de ducha, el cura aclara que lo hace “porque son personas y para la fe cristiana son hijos de Dios”. “Tratamos de que experimenten que no son un trapo”, concluye.
Con los años de experiencia, se ha sistematizado el servicio de ducha. Omar va mostrando y explicando qué ocurre en cada espacio del recinto. Empieza por la lista, colgada en la pared, en la que se ven los nombres de los últimos ingresos. Desde 2019 asistieron 284 personas, de las cuales 88% son varones y 12%, mujeres.
El equipo de voluntarios que lleva adelante el servicio está compuesto por seis personas, mientras que el resto de la comunidad católica —pero también no fieles que conocen la tarea— abastece de insumos a la parroquia. Las donaciones consisten en ropa, calzado, jabón en polvo para los lavarropas, productos de limpieza para el baño, talco antihongos y pegamento. “Una de las cosas que más piden ellos, porque viven caminando, es championes. Nos regalan, pero a veces están parcialmente despegados, entonces hay que restaurarlos y el pegamento especial para championes sale bastante caro”, detalla Omar.
En cuanto a la vestimenta, a las personas se les regala la ropa interior y las medias. El resto de las prendas van rotando. “Es como una gran familia en la que unos hermanos usan la ropa de otros”, dice Omar. Los usuarios pueden pedir el cambio de dos prendas por vez y cada tres meses les regalan una, algo que queda registrado. “Eso es para que no lo cambien por droga, por alcohol o por sexo”, explica.
Además de Santa Bernardita, en el barrio Borro las hermanas de la congregación misionera de la Caridad de Santa Teresa de Calcuta tienen un ómnibus que recoge a las personas en la plaza de los Treinta y Tres Orientales, en Cordón, y las lleva para que se duchen. Luego, el sacerdote les da catequesis y el almuerzo. En Pocitos, en tanto, se brinda un servicio similar al de la parroquia de Malvín.
Extrema calle
“Alguien solo + no comida + no casa = extrema calle”. Humberto escribe esta fórmula en el pizarrón de un salón de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar) para explicar el concepto de extrema pobreza, que no es otra cosa que la situación de calle. Durante la reunión del colectivo Ni Todo Está Perdido (Nitep), que está compuesto por personas sin hogar y un equipo interdisciplinario de la Udelar, Humberto, Dilan, Carmen, Julio, Gustavo y Tacuabé hablan sobre la ley de internación involuntaria.
“¿Por qué generar más violencia cuando las personas en situación de calle vienen producto de una violencia institucional, familiar? Esta es una ley que sólo está pensada para la gente pobre. ¿Cuántas personas de estratos medios y medios altos pueden ser internadas por medio de esta ley? Esta ley está pensada exclusivamente para personas en situación de calle. No tiene ninguna intención de recuperar, sino de violentar a la gente más pobre. Es simplemente querer esconder con una tapa de cerveza toda la pobreza extrema que es la situación de calle”, resume Humberto, que es colombiano y dejó su país hace cuatro años.
Carmen, por su parte, dice que le surgen miles de preguntas sobre la medida. “Nadie nos ha mostrado a dónde van esos compañeros”, manifiesta. La integrante de Nitep cuenta que los refugios del Mides están sobrecargados, que antes los centros eran para 20 personas y ahora hay 40 con tan sólo dos educadores a cargo. “No hay capacidad sin la internación compulsiva y con esta menos”, suma Humberto.
“Los legisladores se la pasan diciendo ‘intemperie’ pero no entienden ni siquiera qué significa. ¿Cómo puede pensar en hacer una ley una manada de gente de la high life cuando ni siquiera ha pasado o al menos aguantado un día de hambre?”, cuestiona el colombiano, que considera que lo primero que debería hacer el gobierno es generar mejores políticas de empleo y de acceso a la vivienda, así como a la salud mental: “Es muy loco porque en Uruguay hay una Ley de Salud Mental que explica totalmente lo contrario a lo que dice la ley de intervención compulsiva”, plantea.
Según Carmen, las razones que llevan a una persona a estar en la calle son múltiples. En su caso, simplemente un día se quedó sin trabajo y ya no pudo costear un alquiler. Ahora vive en una casa gestionada por el colectivo. Otros casos están vinculados al consumo problemático de drogas o al egreso, al cumplir la mayoría de edad, del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay. Humberto, por su parte, suma que hay personas que son expulsadas de sus hogares por su orientación sexual o su identidad de género.
Julio, en tanto, cree que es posible que las personas salgan de la calle, siempre que reciban del Estado tratamientos psicológicos y psiquiátricos y el acompañamiento de técnicos, como en su caso. “La persona que está en situación de calle va deteriorando cada vez más su salud mental hasta llegar a un extremo de sentirse nada, de no sentirse una persona, de estar frustrada ante la sociedad porque no tiene ese baño, porque no tiene una cama en la que dormir”, explica. Julio se pregunta si quienes redactaron la ley de internación involuntaria se plantearon qué pasará después de que esas personas, una vez desintoxicadas, sean dadas de alta. “Lo que he visto en los testimonios de profesionales es que cada vez que les hacen esa pregunta, sacan otro tema”, critica.
Carmen también hace énfasis en el procedimiento y recuerda que la Policía ejerce violencia. “Yo los he visto pegar realmente, yo he visto que la Policía se violenta con la gente de calle, que la trata como un piche, como una bolsa de papas, y la patea, y es un ser humano con una mochila pesada”, señala.
“Mientras el señor de la calle”, dice Humberto en referencia al presidente Luis Lacalle Pou, “no entienda que a su apellido le tiene que hacer honor, no va a haber ninguna solución”.
Carla Alves es periodista y escribe sobre temas sociales. Es editora web de la diaria.