La libertad / es una semilla fuerte / que crece / en la necesidad. Langston Hughes

No puedo olvidar la exposición “Covered in Time and History” (“Cubierta en tiempo e historia”, Jeu de Paume, París, 2018) de la artista cubana Ana Mendieta (1948, La Habana). Una muestra enteramente de películas y de fotografías vinculadas a esas películas. En las imágenes plasmadas en material fílmico se podía ver a la artista recostada sobre el lecho de un arroyo con la cabeza para abajo, desnuda, mientras el agua corría por sobre ella en una narración continua. O podía vérsela enfrente de un espejo en el medio del campo en un día de sol. La imagen reflejada parecía ejercer un tipo de magia, ella hacía movimientos casi imperceptibles que costaba atrapar. O la silueta de una mujer levantada, prendiéndose fuego rápidamente e iluminando el terreno en el que se encontraba. Ella cubierta de flores como si le crecieran del cuerpo o su cuerpo fuera una parte más de la tierra. Huellas en el paisaje, signos. Caminando a oscuras por la sala, viendo esas revelaciones de luz, observando la relación de la artista con el entorno, la naturaleza en mayor parte, en un obrar sin convenciones, salí de la exhibición como si hubiera estado frente a una presencia y una sensación de libertad se coló dentro de mí.

Ana Mendieta es conocida por ser una de las artistas feministas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, por su obra, por su trágica muerte y por su lucha en pos de evidenciar la violencia hacia las mujeres. Sin embargo, la dimensión política de su trabajo, que es una parte importante e imprescindible de su obra, no es toda la dimensión de su obra. Hay un accionar poético, inabarcable en el trabajo de los artistas, que se dispara hacia partes nuestras que desconocemos, que puede ser complejo, oscuro o incomprensible por momentos y que no puede definirse de manera rápida; puede permanecer en nosotros desarrollándose con el tiempo, germinando.

En los últimos tiempos se ha exacerbado una manera de leer las obras artísticas y los hechos culturales en su dimensión política. La lectura política de las obras de arte puede conllevar una manera religiosa de leer, en el sentido de que extrae de la lectura un mensaje como una síntesis. Es llevar a cabo la lectura de algo como una alegoría de otra cosa. Esto habla de aquello y entonces definimos, sacamos conclusiones y cerramos. Vemos también que para promocionarlas o venderlas, muchas obras, películas o libros necesitan tener un anclaje o un punto de contacto con algún hecho de la realidad o con un tema actual para cobrar importancia. Una exposición que trata sobre el cambio climático, una novela que se acerca al debate sobre la eutanasia, una canción sobre la discriminación racial. Parece satisfacer una exigencia de utilidad; que la expresión artística pueda sernos útil de una forma precisa y que pueda decir de una manera clara, llegar a nosotros sin ambigüedad. Así es como presenta muchas veces la prensa una obra, se la asocia a un tema y de repente la obra se funde también un poco con ese tema. Lo que a su vez puede generar retraimiento a la hora de considerarla y creer que estamos haciendo un juicio sobre el tema en sí. Podemos considerar que no podemos criticar una novela a nivel estético porque trata sobre un asunto delicado, ya que eso podría significar que somos indiferentes a ese tema o que le restamos importancia.

Pero todavía recuerdo la exhibición de Ana Mendieta como una emoción sobre todo, un activo en proceso, y le encuentro un valor especial porque verla fue una experiencia sensible, no sólo de la compresión o del mundo de las ideas. Todavía no logro saber muy bien por qué me conmovió tanto, si bien puedo describirla y analizarla. En ese sentido, me afectó como podría haberme afectado una otredad o un cuerpo. Hay un elemento sorpresa en el accionar del otro, algo que puede descolocarnos, desplazarnos. La libertad en el arte tiene que ver con eso también, entre muchas otras cosas, con proponer formas del mundo que no pensamos, que son inesperadas justamente porque no podríamos haberlas imaginado y sin embargo las reconocemos. Y esa es la libertad que compartimos con los otros como el factor común y a la vez diferente en todos.

Los demás

Se piensa la libertad como un componente esencial para el arte, sobre todo desde comienzos del siglo XX. La expresión artística necesitó expandir sus formas y sus límites con fuerza y contundencia. Poner afuera el ridículo, el absurdo, encontrar nuevos formatos y posibilidades, volverse un terreno de cuestionamiento en el que todo fuera posible frente a los horrores de la realidad o quizás para comprender y exorcizar los horrores de la realidad. Pero ¿qué es la libertad en el arte? La libertad parecería ser un concepto abstracto, móvil, siempre cambiante. Así lo plantea el libro de Maggie Nelson Sobre la libertad, cuatro cantos de restricción y cuidados (Anagrama, 2022), en el cual la autora se aventura a atrapar los desplazamientos del término libertad. Luego de una introducción en la que se advierte sobre la dificultad de la empresa que encomienda (la libertad es uno de los grandes temas filosóficos desde la antigüedad), el libro se divide en distintas áreas en las que se analiza este concepto: el arte, el sexo, las drogas y el clima. Sentimos al leer que estamos ante una experiencia performática, es como si estuviéramos pensando junto a la autora, avanzando y retrayéndonos en arenas difusas, sin respuestas certeras, sin definiciones. Nelson no intenta determinar qué es la libertad, sino ir confrontándola con distintas posibilidades y escenarios, cercándola y poniéndonos, como lectores, en situaciones de contradicción. Entendemos que la libertad es una práctica intrincadamente relacionada con el otro, con la tolerancia, y que es una práctica viva que va tomando diferentes formas en cuanto a lo que se la relaciona, como dentro de un caleidoscopio se detiene una figura para convertirse en otra prontamente después.

En lo que se refiere al campo del arte, a Maggie Nelson le interesa analizar el concepto de libertad en relación con la política de los cuidados. La política de los cuidados es, definida por Gregg Gonsalves y Amy Kapczynski, un tipo de política que se compromete con la satisfacción universal de las necesidades humanas, que establece especial empatía con las minorías y los sectores vulnerados, que quiere tener compasión por todos los seres vivos. La práctica artística en sintonía con esta política intentaría preocuparse, cuidar al espectador, tener una función claramente social. Crear arte a partir de esta premisa de cuidado y de comunidad en la cual se excluya la violencia y la ofensa, en la cual se trate de considerar a todos. Por más que la política de los cuidados pueda ser muy valiosa en muchos ámbitos para la sociedad, la autora se pregunta si es posible aplicarla como premisa en el campo del arte, si esto acaso no sería limitante para el artista, al quitar libertad, cercar su campo de acción, generar previsibilidad. ¿Puede el artista controlar lo que genera en el espectador? ¿Podemos asegurarnos de lo que es percibido por alguien? ¿Y acaso es la función del arte y de la expresión “cuidar” al otro? ¿O quizás sería mejor que el campo artístico pudiera ser ese lugar en el que nos incomodamos o nos enojamos, o en el que pueden surgir las preguntas y los cuestionamientos con la tranquilidad de la red con la que contamos debajo, que es la de la realidad suspendida bajo de nosotros, esperándonos, sabiendo que esto no está realmente sucediendo?

Libertad evaporada

La derecha política se ha apropiado en sus campañas publicitarias de la palabra libertad y eso no es reciente. Este concepto, que en su mejor sentido puede remitirnos a un lugar positivo, parece por momentos estar vaciado de significado y llevado a una literalidad cínica. La misma libertad que puede librarnos de la opresión, dejarnos crecer y construir, elegir lo que nos hace felices, también puede ser libertad para morirnos de hambre, libertad para enfermarnos si no recibimos medicamentos, libertad para la desprotección, libertad para estar a nuestra suerte, cualquiera esa sea. Podemos sentirnos desconsolados de pronto frente a esta expresión. Los usos comunicativos que la derecha hace del término libertad pueden resultarnos contradictorios. “La seguridad, primera de las libertades”, decía un afiche del político Jean-Marie Le Pen en 1992 para unas elecciones regionales en Francia, yuxtaponiendo una idea a la otra, como si pudieran convivir armoniosamente sin ningún potencial conflicto. O, más cerca de nosotros y actual, La Libertad Avanza del gobierno argentino de Javier Milei, país en el que la nunca bien ponderada libertad se presenta para avanzar hacia nosotros como un camión con dos acoplados y entonces, mejor abrirse paso porque puede aplastarnos. Se realiza entonces lo que Jean Baudrillard llama un vaciamiento de significado, se proclama la libertad pero estamos lejos de lo que realmente es o, mejor dicho, y como Baudrillard postula, nada significa solamente lo que significa. La palabra libertad tomada por los medios de comunicación y a medida que avanza, su sentido se evapora.

De todas maneras, como sugiere Nelson en su libro, la libertad que remite tanto a un componente individual es una falacia en sí misma y no puede existir porque nadie vive solo, porque vivimos en comunidad, por el famoso “nuestra libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Muchos podemos sentir que la libertad es como una sortija de calesita, algo que podemos vislumbrar y distinguir pero que no siempre podemos alcanzar. El juego es que su componente permanezca potencialmente alcanzable, visible mientras damos la vuelta, lo suficientemente cerca pero finalmente, lejos.

La misma derecha que propone libertad también persigue y condena la misma libertad en los campos de la representación. Nelson va analizando distintos casos de obras canceladas y planteando la contradicción que significa pedirle a un artista responsabilidad sobre la recepción de su obra y cómo es también injusto pedirle corrección política, cuando el arte es también un lugar al que vamos a relacionarnos con las partes nuestras que no nos agradan, que censuramos, que son caóticas, que no son aceptadas. Pero el contexto es fundamental a la hora de analizar una cancelación, aunque, como mencionaba anteriormente, en la relación entre tema y obra a veces pareciera confundirse. No es lo mismo un golpe representado en un cuadro que un golpe en la realidad, como explica la autora. Y eso deberíamos poder diferenciarlo para entender también que en el arte muchas veces es difícil saber certeramente de qué trata una obra. La cancelación tiene que sacar al arte de su condición de arte para poder cancelarla: esto es una basura, esto no es arte o esto es puro racismo, no es un libro o no es una escultura. Sin embargo, parecería que en el campo de la representación todo es más fácilmente condenable que en el campo de la realidad y que quizás puede reaccionarse más enérgicamente frente a un hecho representado que frente a un hecho real. Un ejemplo reciente: en 2023 la pintora suiza Miriam Cahn presentó en el Palais de Tokyo su muestra “Fuck Abstraction” y prontamente se juntaron miles de firmas, incentivadas por la derecha francesa, para que la exhibición cerrara. En las pinturas de Cahn pueden verse en formas difusas lo que parecen ser niños siendo sometidos sexualmente por soldados. Estas imágenes generaron que la artista, quien es, por cierto, una mujer mayor activista feminista, fuera acusada de incitación a la pedofilia. Miriam Cahn explicó que hizo estos trabajos a partir de la masacre en Bucha, ciudad de Ucrania en la que cientos de civiles fueron aniquilados y donde se torturó y abusó de mujeres y niños. Finalmente, el museo desestimó este intento de cancelación alegando que la libertad de expresión es un derecho fundamental.

El arte puede funcionar como un recorte de una situación, un acercamiento que muchas veces nos permite ver mejor y más claramente cosas que de otra forma pasaríamos por alto; también relacionarnos con emociones ambiguas, incomodarnos. Me parece que es llamativo que no se pueda soportar ver situaciones violentas representadas en el contexto de una exhibición pero que sí puedan aceptarse cotidianamente en los diarios, en las redes sociales, en distintos medios de comunicación. Como si supiéramos que el horror sucede pero no soportáramos verlo representado. En este momento de comunicación instantánea y de posturas rápidas, muchas veces la condena o la cancelación parece ser el mejor escenario para satisfacer un rigor que no podríamos ejercer en la realidad, como una especie de castigo simbólico contra una idea con la que no estamos de acuerdo o contra algo que nos resulta doloroso. Es curioso que podamos ver constantemente en nuestros teléfonos imágenes de niños en situaciones miserables, pueblos destruidos, los horrores de la guerra y no reaccionemos a estas imágenes como cuando nos son propuestas en un escenario más pequeño y controlado. Este es un aspecto al que Nelson vuelve sugiriendo que quizás sería mejor que se pudieran purgar los sentimientos oscuros y la violencia en el terreno del arte y no en el de la realidad, una visión optimista pero quizás un poco utópica.

Moralismos

La cancelación no ha sido en el último tiempo un recurso únicamente de la derecha política, sino que el progresismo también utiliza este mecanismo. Nelson describe el caso de Dana Schutz, una pintora estadounidense abstracta que de un momento a otro generó mucho revuelo y polémica al presentar en el Museo Whitney de Arte Estadounidense de Nueva York un cuadro que alude al féretro abierto del joven Emmett Till. El asesinato de Emmet Till fue muy significativo en la historia del racismo de Estados Unidos. Un joven adolescente negro de 14 años fue brutamente golpeado y asesinado por un grupo de hombres blancos por, supuestamente, decirle un piropo a una mujer blanca. Al momento del entierro, la madre del joven quiso que el velorio fuera con el ataúd abierto para que la gente pudiera ver el horror que le habían infringido a su hijo al desfigurarlo y masacrarlo. La aparición de la pintura de Schutz en la Whitney Biennial de 2016 generó mucho enojo, sobre todo en la comunidad afroamericana de ese país, que alegó insensibilidad racial y trivialización de un tema importante y enfatizó que a una mujer blanca no le correspondía pintar ese cuadro y meterse con ese episodio. Así como este ejemplo hay muchos y, sin detenernos en posiciones al respecto, vemos nuevamente que se trata de elegir leer una obra como un tema o como un mensaje, inclinándonos por una interpretación muy clara y supuestamente consensuada por todos. Schutz se defendió de las acusaciones fundamentando que había hecho esa pintura desde su sensibilidad como madre, entendiendo la tragedia de ese asesinato desde ese lugar.

En todo caso, ya venga desde la derecha o desde el progresismo o la izquierda, si se supone que hay temas que no se pueden tratar o cosas que no se pueden decir, terminamos por sentir que caminamos sobre un hielo muy fino que se puede quebrar en cualquier momento y la libertad en el campo del arte tal como la entendíamos comienza a perderse. Pero la cancelación o la cultura de la cancelación no nos es indiferente; guste o no, cambió en nosotros una manera de posicionarnos frente a las obras. Y eso es tanto para los creadores como para los espectadores. Se evidencia en que hay algunas obras y publicaciones que quizás no podrían producirse ahora, hay cosas que ya no se pueden decir. Nelson se refiere a esto también en su libro: la cancelación no sólo puede venir de afuera, sino que el artista mismo comienza a censurarse y regularse especulando con cómo puede ser leída o entendida su obra. En los últimos años también han comenzado a replantearse autores y obras del pasado. Se lee diferente a como se leía antes porque, claro, los tiempos son otros. Eso puede aquejar a muchas personas, se juzga no sólo la obra y su dimensión sino también muchas veces la vida personal del artista, entonces puede ser una decepción enterarnos de que nuestro escritor preferido era antisemita o que una gran poeta que nos emocionaba en su sensibilidad era también violenta y maltratadora con su hija. Hace unos pocos años, cuando se sucedían varios hechos de cancelación, recuerdo a un conocido que me comentaba a modo de chiste que así no iba a quedar nada de la cultura occidental en pie. Creo que el arte, así como la libertad, es una práctica viva que se va transformando con el tiempo y con las relaciones que establece. Las obras y los autores son, inevitablemente, parte de su tiempo, y nada debería permanecer de manera indefectible como una piedra que no puede ser movida. “No hay ideas sino en las cosas”, decía Williams Carlos Williams en su poema Paterson, alejándose de las ideas abstractas y mediatizadas y confiando en la fuerza productora de la materia misma, en la propia presencia y su capacidad para hablarnos.

Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) estudió cine y tiene una maestría en arte contemporáneo. Publicó varios libros de poesía, escribe sobre arte y trabaja con artistas. Administra el sitio mixta.org.