La cabeza me invade o invalida o evade qué. Duele pensar en lo que se forma alrededor como agua estancada que ni siquiera es propia. Escucho el ronquido de él y disfruto del tiempo, el mío. Que siga sonando, así me despido de la tensión por un rato. Tecleo bajito para que mi actividad no lo despierte. Que no delate la felicidad que siento al sentarme a escribir para ser mía. Cada silencio suyo frena mi escritura. Hacemos una pausa los dos. Falsa alarma. Él duerme, yo sigo.
Ahora creo que se cagó. No voy a cambiarlo. Tengo el cuerpo abatido, los hombros nudosos. Me detengo en la palabra nudoso. Cuando me detengo en una palabra no la entiendo, la miro y me descoloca. Qué dice esa palabra de mis hombros si no los conoce. Aparto los dedos, esas criaturas que hacen lo suyo sin mí.
Sí, se cagó. Llega el aroma nefasto, cruza el pasillo, los cinco o seis metros que me separan de su cuna. El olor dificulta el proceso de ir hacia otro lado. Me quedo adherida a la nariz por un instante. Atacada por la precisión mecánica del olor. Esa barrera. Cierro la puerta, no del todo, por si se lanza a llorar. Y prendo un sahumerio. Ahora la prosa se me contagia o el sándalo quiere pronunciarse. Yo iba a escribir el cuento en el que mi madre se cae antes de fin de año. Efectivamente, se cayó el 28 de diciembre y la operaron al día siguiente. Me quedé con ella el 31, hasta la cena triste de hospital que le trajeron.
Yo sabía que tú. Mi madre intentó explicar su ausencia de cariño con una cadera nueva, de titanio. Yo sabía que tú estarías conmigo. Te exigí mucho porque supe que podías. Está bien, mamá. Quedate tranquila, es tarde.
De regreso, la General Paz no se movía, atestada de autos con familias, autos abarrotados de comida que trasladar. Nadie festeja en su casa, todos llevan sus productos crudos o cocidos de un lado a otro. En el auto lloré un poco. No mucho. Tenía que celebrar. Era fin de año y mi novio me estaba esperando con una alegría que había que sostener. Era la primera navidad con el nene. Hace poco que somos una familia.
El pañal debe pesar una tonelada. Dejo abierto el archivo y me asomo sin tocar nada. Duerme aún, es libre. Yo también. Regreso a la frase vieja, del mes pasado. Cuando volvía a casa del hospital. Al girar, toda la cuadra estaba a oscuras. Entré nerviosa, difícil acertarle a la cerradura. Grité Julio, nada. Fui al cuarto del nene, tampoco. Llamé a mi novio con miedo. A ver si el mundo se había puesto en contra. No atendía Julio, nunca atiende. Se le baja el volumen, eso dice. Le cuesta la tecnología. Busqué velas con desesperación. Un calor infernal, el cielo se había cerrado y yo estaba afuera. La noche roja, sin llegar a ser oscura. Un infierno apretado. Se abrió la puerta y era Julio con el cochecito, el nene dormido, él transpirado, exhausto. Dónde estabas, le dije casi furiosa. Salí a buscar velas y con el apagón me fui para el lado del cementerio. Pero los chinos están hacia la derecha, ¿cómo hiciste para perderte? No importa. La cena no se va a ver. Imposible preparar nada a oscuras, ya no tengo ganas de cocinar. La celebración no tiene motivo. Vamos a lo de mi prima, dice Julio. Hay luz en esa zona. El nene se despierta y se vuelve a dormir. Tiene el calor pegoteado en el cuello. Nos duchamos sin ver, Julio y yo, y luego salimos. Subimos al auto los tres, hacia la casa de la prima que tiene luz. Al llegar, fiesta.
El nene está llorando, pide atención. Lo levanto, le quito el pañal, le paso óleo calcáreo. Julio no está. Viaja mucho últimamente. Como si necesitara irse. No por nosotros, él viaja por él. Para no verse. Así, en el trayecto, con el tema de los pasajes, el bolso, el taxi hasta la estación y los menesteres siguientes, descansa de sí mismo.
El nene come mientras yo, entre cucharadas, escribo. Escribo y lo alimento. Que no se me confunda la prosa con la papilla. Mastica despacio para que yo pueda meter otra oración. Ahora, toma del vasito solo. Le gusta probar, ponerse tareas. Tacho la parte de Julio, no quiero que la lea. No quiero que se sienta en evidencia o usado. Que no advierta la exhibición. Corrijo para que no sepa que es mejor yéndose que estando. Dudo también con el párrafo de mi madre. En el que se arrepiente de haber sido áspera conmigo.
El nene termina su almuerzo y lo pongo en el andador para seguir en aquella noche. Cuando llegamos, la fiesta estaba en su apogeo. Los invitados bailaban. En la mesa, cosas ricas. La carne había sido cortada, los panes y las salsas estaban a continuación. La música, altísima. Puse a dormir al nene en el cuarto de la prima de Julio, junto a otros bebés en las mismas condiciones. Los adultos brincan y los niños duermen. En unos años será al revés. Hay que aprovechar ahora, me dice la prima y me lleva a la pista improvisada en la mitad del living. Yo tengo la imagen de la cadera rota de mi madre adherida a la retina. Hace tanto calor que tengo ganas de correr, pero no hay a dónde. Julio me sonríe encantador, no se separa del bar y le hago un gesto de que en un rato nos vamos. Que no se tome todo, le digo sin decirlo, porque ya nos conocemos. Y él me guiña un ojo y me viene a buscar. Salimos al jardín porque es la hora de los fuegos, el minuto final, el año se termina y el cielo se quiebra justo sobre nosotros, como la cadera de mi madre, cuando el reloj suena doce veces y nos besamos tanto que se lanza a llover, llueve fuerte encima de nuestro beso. Pido deseos que no entran en mi cabeza. Pero entonces un chillido dramático provoca una estampida. Las madres salimos corriendo hacia la habitación de la prima de Julio donde duermen los bebés para ver cuál se ha despertado, que no es el mío. La madre del llorón lo calma y las otras salimos felices de que no sea el nuestro. El vestido mojado se me pega a las tetas, Julio no me quiere soltar.
El nene me mira. Ahora me mira. No en el texto. Y hago pausa. Mientras lo alzo pienso que es mejor no escribir nada. Que de su abuela muerta le hablaré sin poesía, alguna vez. Tiene los ojos tan parecidos, el amarillo de la córnea, la sagacidad. Mejor matar el recuerdo. Que el ocultamiento sea un recurso. Torcer las circunstancias, que no sean exactas. La verdad carece de razón.
Escribo sobre alguien que ríe. Que dice que la muerte no existe, aunque la frase contradiga su condición. El nene pide upa. Lo acuno para que duerma. Borro la palabra alguien y anoto: mamá se fue de este mundo con una cadera de titanio.
Hace rato que Julio tendría que haber regresado. Espero que no entre justo ahora que el nene se durmió.
Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina) es narradora, poeta y directora escénica. Vivió en Madrid entre 1976 y 1993 debido al exilio de su familia, con viajes intermitentes hacia y desde Buenos Aires. Es autora de novelas y de libros de poesía y de cuentos, así como de numerosas piezas teatrales. Este cuento forma parte de Teoría del tacto (Entropía, 2024).