Cuando hablo de mis amigas, me refiero a ellas como mis discos duros externos. Como un apuntador teatral, me recuerdan líneas de mis anécdotas, párrafos enteros, obras completas. La mayoría de las veces cuentan ellas las historias que supuestamente yo protagonicé y que gracias a su relato apenas se bosquejan en el lienzo nebuloso que tengo por memoria. Ellas me dicen quiénes me hicieron daño, de quiénes desconfío, a quiénes admiro, por qué.

Mi memoria está cansada o es inútil o se escapó en alguna de mis mudanzas, incapaz de mantener la deshilvanada bitácora de una persona que ha migrado ocho veces de país y hace más de veinte años abandonó el suyo. ¿Cómo podría hacer, pobre criatura, para enraizarse? ¿En qué rama se hospeda, a qué suelo se arraiga? Está perdida o asfixiada en un rincón de mi cerebro, enviándome recuerdos que nadie necesita e implantándome olvidos que agonizo por evocar.

Uno de esos olvidos, por ejemplo, es lo que mamá quería que leyera en su funeral.

Recordar lo que quería mi padre no fue difícil (“qué bella es la juventud / que tan aprisa se acaba”, de Lorenzo de Médici) porque él lo decía todo el tiempo, lo cantaba, lo dejó escrito en decenas de lugares; le tomábamos el pelo por anticipar con tanto entusiasmo sus arreglos funerarios, como si su discusión evocara algo que nunca fuera a suceder o como si organizara una fiesta en la que también iba a participar. En cambio, mi madre me había pedido varias veces que leyera cierto poema, en conversaciones íntimas de las que mis hermanos no tenían noticia. Ella no lo cantó, no lo pregonó. No organizó bacanales para festejar póstumamente su paso por este mundo. Y cuando murió, en 2023, no sólo no recordé el texto, sino que olvidé que había un texto del que acordarme. El primer recuerdo apareció hace poco en el lodazal que tengo por memoria. Llegó cuando junto a mi hermano que vive en Chile planificábamos un viaje a Italia para llevar las cenizas de mamá el año próximo a la capilla familiar, para que descansen junto a las de sus primos en Liguria. La idea de unas cenizas descansando es curiosa. Y bastante religiosa, lo cual es paradójico siendo todos ateos, porque nos debería dar lo mismo echar las cenizas al inodoro, pero ahí es donde se pone a prueba definitivamente nuestro escepticismo (lo cual es otro tema). El funeral italiano será otra oportunidad para recitar el poema que quería mamá, entonces, suponiendo que me acuerde como mínimo de un verso.

Al menos para mi madre habrá un lugar de retorno, Italia. Sus hijos, en cambio, somos venezolanos y ser un inmigrante venezolano tiene una peculiaridad; no es única, pero es infrecuente: en muchos casos, como el mío y el de mis hermanos, no hay adonde volver. Hay un país geográfico al que ir, pero no hay un hogar donde llegar. Con un hermano en Chile, otro en Inglaterra y yo dando vueltas por ahí, mi familia quedó definitivamente atomizada en los años 2010; los sobrinos crecieron sin tíos y abuelos; los libros fueron donados; el sofá bajo el que se escondía el perro cuando tronaba, vendido; los san nicolasitos de porcelana con los que mamá adornaba las estanterías en Navidad, desaparecidos y los álbumes de fotos, casi todos tirados. No conozco familia venezolana que no se haya desintegrado de algún modo así, entre Caracas, Madrid y Sídney; entre Miami y Montevideo; entre Múnich, Buenos Aires y la puta que lo parió.

¿Cómo haces, en esas circunstancias, para preservar la memoria? No es caprichoso que mi cabeza sea un tendedero del que cuelga un montón de imágenes inconexas. La vivencia de un año está desconectada del año previo y esta de los dos años anteriores y así sucesivamente: la vida no ha sido el ovillo que se forma con el devenir de los años, sino un departamento de objetos perdidos en el que todo lo que existe podría estar, o no, y nada se vincula con nada sino por azar. Los personajes que habitaron cada momento no se conocieron entre sí, no se reúnen al menos anualmente para recordarse entre ellos quiénes son y cómo son vistos por los otros. No hay un hilo conductor entre los países, las vidas, las relaciones, las experiencias; mi trabajo, el periodismo, ha sido un común denominador, aunque distinto en cada lugar de todos modos, con nuevos protagonistas diciendo, eso sí, siempre las mismas cosas. ¿Qué esperanza puede tener la memoria de quedar consolidada en mi atropellado hipocampo bajo tales condiciones? ¿Cómo podría yo atajar y fijar tantas vivencias sin suelo, que flotan en el aire como semillas de diente de león?

Me acordaba de que el texto que quería mi madre empezaba por “Si me”. Desde luego, googlear “poemas que empiezan por ‘si me’” arrojó resultados orientados a actividades poco fúnebres, como “30 poemas de amor para conquistar a tu pareja”. Persistí, buscando de una forma aún más prosaica: “Poemas de muerte que empiecen por ‘si me’”. Ya sé que mis búsquedas de Google son bastante infantiles. Aquí emergieron Miguel Hernández y Pablo Neruda, lo cual parecía tener cierto sentido pero no tenía ninguno, en realidad. El de Hernández decía: “Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta / encima de los fusiles / y en medio de las batallas”. Era un poema sobre la Guerra Civil que difícilmente sintetiza cómo mi madre quería irse de este mundo, ¿empuñando un fusil? ¿Batallando por España? El de Neruda era peor: “Si de pronto me olvidas / no me busques, / que ya te habré olvidado”, decía, con una violencia de macho herido que, con certeza, estaba en las antípodas de lo que fuera que mi madre me quería transmitir. No, el texto que yo buscaba y que tenía en la punta de la lengua tenía otra cadencia y comenzaba por “si me”. Recordaba que era un poco cursi y podía tararear su musicalidad. Si me ta-ta, ta-ta-ta. Así era. Con esa cantidad de sílabas.

“¿Recuerdas un poema de la historia de la literatura que empiece por ‘si me’ con la cadencia ‘si me ta-ta, ta-ta-ta’?”.

“¿Recuerdas si era de algún poeta en particular o qué tipo de sentimientos o imágenes transmitía?”, me imploró ChatGPT.

No había inteligencia biológica ni artificial capaz de descifrar algo coherente a partir de esa melodía perdida y yo no había tenido la prudencia de anotar las instrucciones de mi madre en ninguna parte, por lo visto porque ella nunca moriría, igual que mi padre, que nunca murió en la pandemia.

Uno de mis discos duros externos favoritos me contó el otro día, bromeando, que como amiga puedo llegar a ser exasperante, porque mi desmemoria no me permite aportar líneas tangenciales que añadan subtramas a las historias que son narradas en una tertulia. En general, un cuento oral es construido entre varios, aunque haya un narrador principal. Los demás oyentes, si forman parte de la anécdota, contribuyen a ella con nuevos elementos que el orador desconoce u omite sin querer (o queriendo). En cambio, yo llego a estos encuentros desamparada, como una libreta con las páginas en blanco, sin una palabra que ofrecer. “A lo sumo, proporcionás caos y confusión”, dijo mi amiga, riendo, porque mis lagunas mentales siembran dudas incluso en su propia narración.

No sirvo como apuntadora, en otras palabras.

No es un rol banal. Quienes permanecen cerca a lo largo de los años son el centro de gravedad de nuestras vivencias, las atajan de su vuelo errático, las resucitan ocasionalmente, fijándolas con historias, acotaciones que se repiten una y otra vez, incluso con el comentario pasivo-agresivo que nadie quiere escuchar en Navidad, por ejemplo, o con la evocación rencorosa de lo que se dijo impulsiva y tontamente días o décadas atrás. ¿Será posible que después de casi treinta años de desarraigo, sin apuntadores excepto por el puñado de personas que han perdurado, aunque dispersas en países distintos, la falta de pertenencia haya engendrado estos olvidos? ¿Es posible que mis vacíos sean, en parte, producto de la migración y de esta migración en particular, tan atomizada?

La memoria necesita mantenerse en un solo lugar para prosperar. Debe conservar cada referencia en su sitio: a los san nicolasitos en las estanterías, a los apuntadores consigo. Me pregunto cómo sería mi situación si hubiese vuelto ocasionalmente “a casa” o si hubiera formado un hogar en algún otro sitio, como sí hicieron mis hermanos y como en general hacen otros inmigrantes o expatriados cuando transportan a sus parejas e hijos en la valija. En cambio, mi memoria se perdió en una mudanza. Como vaga Tom Hanks en La terminal por los pasillos de un aeropuerto mental, comiendo papas fritas en lugar de hacer sinapsis, sin encontrar oficio en que ocuparse.

“Cómo mi madre quería irse de este mundo”, escribí más arriba. Qué palabras pretenciosas para decir sobre otra persona. Condescendientes, casi. Pero de que ella se iría como una madre y no como un soldado republicano no me cabe duda: una de sus mayores preocupaciones en sus últimos años, en su último par de años, era prepararnos a sus hijos para su muerte. Hizo hacer promesas difíciles a varios de su entorno para tener la seguridad de que ciertas cosas ocurrirían o no ocurrirían; me hizo jurar absurdamente que no sufriría, o no más de lo necesario, como si hubiera una medida razonable del dolor. “Algo voy a llorar, mami”, recuerdo que le dije. “Bueno, pero no más de la cuenta”, me ordenó. Nos dijo a los tres, separadamente, que llegado el momento recordáramos que ella estaba satisfecha con todo lo que había vivido. El mismo día que falleció, no lo hizo antes de que yo le asegurara que podía irse, que nosotros ya éramos grandes, que íbamos a estar bien. Que se fuera tranquila. Y se fue.

Ahí está, esa es la cadencia. “Si me amas, no llores”. Ta ta ta-ta, ta ta-ta.

Leila Macor es venezolana y emigró a Uruguay a finales de los años noventa. Corresponsal de la agencia de noticias AFP, vivió en Los Ángeles, Miami y ahora en Buenos Aires. Es autora de Lamentablemente estamos bien (2008), sobre la idiosincrasia de los uruguayos, y de Nosotros los impostores (2010).