Ahí van los chavos y las chavas de las 18 normales, alineados uno detrás del otro, cabezas rapadas y huaraches guerrerenses en sus pies, caras semicubiertas: los ojos proyectan punzadas, apenas pestañean, miran hacia adelante o hacia abajo.

Aúllan al unísono en un coro gutural y equilibrado pero ensordecedor: como si ya no fuera posible escuchar nada más en Ciudad de México ni más allá de sus límites. Vivos los llevaron, vivos los queremos.

Es el cuarto día de las movilizaciones en Ciudad de México, 26 de setiembre de 2024, apenas unas horas antes de que el reloj marque la transición fatídica hacia una década sin los 43 normalistas de Ayotzinapa, aún desaparecidos, su destino todavía bajo una montaña de silencio.

Chavos como ellos.

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Ayotzinapa se clavó como una verdad incómoda en el corazón de México y generó una onda expansiva hacia afuera: la noche en la que los normalistas salieron de su escuela rural hacia Ciudad de México, fueron interceptados por fuerzas policiales, atacados y más de la mitad de ellos fueron desaparecidos; México ya contabilizaba miles de personas que faltaban en todo su territorio.

La noche de Iguala, en la que miembros de fuerzas municipales y federales, el Ejército e integrantes de grupos de crimen organizado atacaron cinco micros en los que viajaban estudiantes normalistas —es decir, estudiaban para ser maestros de escuelas rurales—, asesinando a seis personas y desapareciendo a 43, llamó la atención nacional e internacional como pocas veces había sucedido antes en el país de las fosas comunes.

Esa noche, decenas de padres y madres campesinas transicionaron hacia la figura recurrente e incómoda de los buscadores en América Latina: sin rastros de sus hijos, a quienes en una primera instancia consideraron escondidos por los ataques, quizás monte adentro, asustados, las familias de Ayotzinapa comenzaron a buscar.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Fueron diez años de una investigación obstaculizada, trunca, inventada, pausada y reanudada. Los mismos actores que ejecutaron los crímenes aquella noche orquestaron las versiones con las que se intentó (y se logró) tapar, hasta hoy, lo que sucedió con los normalistas. La “verdad histórica” con la que la Procuraduría General intentó cerrar el caso en 2015, sugiriendo que los estudiantes viajaban a boicotear una actividad del gobierno municipal y fueron interceptados por grupos de crimen organizado y luego asesinados e incinerados en un basurero a 25 kilómetros del lugar, sólo responsabilizaba a autoridades locales vinculadas a Guerreros Unidos, la organización narco en cuestión.

Pero ahí entraron los grupos de expertos, como el Equipo Argentino de Antropología Forense, periodistas como Marcela Turati, Pepe Jiménez y John Gibler, que caminaron y caminaron la zona intentando reconstruir lo que el gobierno negaba, y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que formuló los informes más sólidos sobre el tema hasta la fecha. Uniendo fuerzas, desmantelaron una y otra vez las versiones oficiales del caso, con lo que lograron derribar aquella “verdad histórica” y reabrieron las líneas de investigación que ascendían las responsabilidades hasta el mismísimo Ejército y miembros del Poder Judicial.

Esperanza trunca

En esa batalla estaban las familias y las organizaciones cuando llegó a la presidencia Andrés Manuel López Obrador, un dirigente social que logró ganarles con más de 50% de los votos a sus antagónicos del PRI y el PAN, partidos tradicionales de México. AMLO se convirtió en una figura que incorporó todas las demandas postergadas de “los años del neoliberalismo” en México. Y durante su campaña fue claro: la búsqueda de la verdad de Ayotzinapa estaría entre sus prioridades. Tanto, que a dos días de llegar al Palacio Nacional firmó un decreto con el que creó una nueva comisión de investigación sobre el caso y, unos meses después, convocó de vuelta a México al GIEI, que había abandonado el país en 2016.

“Nos dijo que íbamos a saber la verdad de qué pasó con los chavos”, dijo Francisco Lauro Villegas, padre de Magdaleno Rubén Lauro Villegas, unos días antes de la asunción de Claudia Sheinbaum, durante una de las muchas protestas que las familias organizaron en Ciudad de México. Pero pasaron los seis años, continuó, y eso no sucedió. La investigación se truncó cuando dio con el Ejército, punto en el que quienes conocen el caso coinciden: AMLO no pudo, o no quiso, cruzar esa línea.

A lo largo de los años el gobierno avanzó en algunos puntos. Reconoció que fue un crimen de Estado, se identificaron restos de dos de los normalistas (al día de hoy son tres los restos óseos encontrados e identificados), se apuntó contra la “verdad histórica”. Hubo más de 150 detenciones, algunas de militares, pero ninguna condena. Nadie, ni del Ejército, ni de la Policía, ni de las organizaciones criminales, dijo qué se hizo con los normalistas, qué les pasó.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Omar Manuel Vázquez Arellano, sobreviviente de la noche de Ayotzinapa, es ahora diputado federal por Morena, el partido de López Obrador. Su oficina en la Cámara de Diputados, en la que renovó su mandato recientemente, parece vacía, recién ocupada, salvo por una cosa: un cuadro con los rostros de sus compañeros junto a un muñeco de AMLO y una bandera de Morena apoyada al costado.

“Yo lo entiendo a AMLO”, dijo. “Para llevar a cabo su plan nacional de desarrollo tenía que basarse en las Fuerzas Armadas: craso error estratégico, pensaría yo, a menos que la historia nos desmienta”. El Ejército ganó terreno en México de forma inesperada para aquellos que vieron en Morena la llegada de un gobierno distinto, de izquierda, de frente al pueblo.

“Fuimos muy permisivos en este sexenio”, dijo Vázquez Arellano antes de enumerar algunos de los hitos más grandes de la alianza con el Ejército, incluyendo la concesión de la construcción del Tren Maya y del enorme Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en las afueras de Ciudad de México, con una infraestructura emiratí imponente, enorme.

Omar Gómez Trejo, que fue parte del GIEI y luego volvió a México como fiscal de la causa Ayotzinapa hasta que tuvo que salir por segunda vez de su país, dijo en una entrevista el año pasado que todavía hay pruebas muy contundentes de cómo el Ejército tenía infiltrados entre los normalistas, información crucial acerca de sus movimientos el 26 y el 27 de setiembre y relación directa con Guerreros Unidos, la organización que usaba los mismos micros que los normalistas para transportar heroína del corazón de México hacia Chicago, en el norte de Estados Unidos.

Esas pruebas, dice Gómez Trejo en la entrevista, fueron la pared con la que chocó la investigación durante el sexenio de AMLO.

Y al cruzar la línea de los diez años, habiendo insistido de todas las formas posibles, la esperanza de que los esfuerzos políticos ayuden a saltar aquella pared es cada día más frágil.

La marca de una generación

Zoe ya tiene 15 años y es difícil saber si ella trajo a su papá, Miguel Ángel, a la marcha o si él la trajo a ella. Está parada en la bicicleta que compartieron para llegar hasta el Ángel de la Independencia, el punto de partida de la movilización por los diez años de la masacre en Ciudad de México. Su cara está cubierta con un pañuelo que dice: “Faltan 43, pinche Estado, cuéntanos bien”.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Ayotzinapa empezó a importarle a sus 10 años. Ella todavía no puede votar, pero dice que espera que el próximo gobierno sea distinto a los anteriores. “Lo que estamos buscando es que no nos digan más mentiras históricas, que se muestre a quienes hicieron el mal”, dice.

Su padre la mira con calidez a unos metros. Llegaron dos horas antes a la marcha para que él pudiera mostrarle cómo manejarse si había disturbios con la Policía. “Saber que mi hija puede venir a una manifestación un día y no regresar es muy difícil”, dice. Él sí votó por AMLO, pero es una decepción, dice, “lo que no ha hecho”.

A su alrededor marchan universitarios, normalistas, profesores, organizaciones de izquierda y de derechos humanos. Ayotzinapa tocó una fibra en varios niveles: fue contra grupos de campesinos organizados de izquierda, pobres, que se movilizaban para conmemorar la masacre de Tlatelolco, también contra estudiantes, en 1968. Fue de noche, una emboscada en la que participaron todos los niveles posibles del poder estatal. Fue en connivencia con el crimen organizado. Fue el puntapié de una serie de mentiras y tergiversaciones en la cara de familiares que sistemáticamente pidieron solamente conocer la verdad. Fue en medio de una crisis forense y de desaparición de personas en México que no ha cesado desde entonces, para la que no se han dado respuestas aún.

Para muchos jóvenes fue, también, su despertar político, quizás como lo fue el 68 para la generación de sus padres.

Eva, socióloga, tenía 25 años cuando pasó lo de Ayotzinapa. En la marcha se para al lado de Monserrat, su amiga, con quien estudiaba en esa época. “Estábamos indignadas, teníamos rabia y tristeza: tomamos las universidades, las calles, nos solidarizamos con los normalistas, fuimos a Guerrero en caravanas”, recuerda. “Volver diez años después a las calles es muy conmovedor”, dice mientras rompe en llanto. “Todavía están la rabia y la tristeza”.

Eva piensa que sí hubo voluntad política del presidente al que votó, pero que se podría haber hecho más. Eso repiten, casi sin excepción, todas las personas que apoyan al gobierno que ganó las elecciones de manera arrasadora en junio. Sheinbaum coronó su victoria con casi 60% de los votos, cinco millones más que los que llevaron a AMLO a la presidencia. La primera presidenta mujer de México dijo el día del aniversario de la masacre que mantenía su compromiso de “seguir trabajando con las familias” para llegar a la verdad del caso, pero sin grandes variaciones respecto del discurso de su antecesor.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Manifestación por los diez años de la masacre de Ayotzinapa, el 26 de setiembre, en Ciudad de México.

Mientras tanto, las familias y las organizaciones ven con escepticismo el discurso de la nueva presidenta, quien eligió para su Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana a Omar García Harfuch, un hombre apuntado por haber formado parte de la construcción de la “verdad histórica” y una figura de gran ascendencia en Morena.

Para María Luisa Aguilar Rodríguez, coordinadora del Área Internacional del Centro Prodh y figura clave en el acompañamiento a las familias de Ayotzinapa, en las designaciones y el apoyo al Ejército se lee que hay renuencia a investigar en profundidad en el futuro. “Les envía a las familias el mensaje de que no hay cambios en las instituciones”, dice, “y lamentablemente es así”.

Cuando hay voluntad política se pueden dar pasos, dice Aguilar Rodríguez, pero no si los tiempos políticos se priorizan ante los objetivos de la investigación.

Nuevo gobierno

Es 1º de octubre de 2024 y, luego de días de sismos y tormentas, Ciudad de México parece estar inesperadamente apaciguada. Hay miles y miles de personas en el centro, pero todas escuchan en silencio. Les está hablando la primera presidenta en la historia de su país, quien llegó a 58% de los votos. Una mujer que participó en protestas y luchas desde su juventud —o incluso antes, por haber nacido en una familia con mucha participación política—, que no le teme a la calle, a la gente, como tampoco lo hizo su antecesor.

Allí, Sheinbaum, como una efigie, recitó los 100 puntos de su gobierno. Prometió transformaciones y revoluciones, digitalización de trámites y fin del nepotismo, pero un punto resaltó entre los otros, quizás por haber estado ponderado entre los primeros diez: seguir buscando para alcanzar la verdad y la justicia, dice, y la gente para las orejas. Hasta encontrar a todos los jóvenes de Ayotzinapa, cierra.

Silencio.

Francisco Lauro Villegas, padre de uno de los estudiantes desaparecidos, el 25 de setiembre, en Ciudad de México.

Francisco Lauro Villegas, padre de uno de los estudiantes desaparecidos, el 25 de setiembre, en Ciudad de México.

Ninguno de los otros 99 puntos versa acerca de mecanismos de búsqueda e identificación ni habla de fosas comunes, tampoco les promete nada a las 115.000 familias en México que buscan a sus desaparecidos. Pero Sheinbaum sí elige mencionar Ayotzinapa entre sus primeros diez puntos, mientras la atención de los miles en la plaza y los millones escuchando se mantiene despierta. Quizás un mensaje a sus filas, quizás una concesión a las familias que buscan, quizás una pose. Sin dudas una continuidad: hablar de que hay una verdad y una justicia que no han sido saldadas, como sí quiso proponer el gobierno de Enrique Peña Nieto, finalizado en 2018, como sí han afirmado una y otra vez los mecanismos judiciales involucrados hasta el cuello en la desaparición no sólo de los ayotzinapos, sino de miles de personas más en el país.

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¿Qué significan diez años buscando? Mario César González Contreras vivió siete años en “un cubo de dos por dos”, como lo describió, junto con su esposa. Son los únicos, dice, que no se separaron luego de la noche de la masacre. Vivían en Tlaxcala, en el centro del país, pero no dudaron en mudarse a Guerrero cuando desapareció su hijo César Manuel González Hernández.

César había entrado a estudiar Derecho en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla en 2013, pero les dijo a sus padres que quería dejar de estudiar allí y meterse en una escuela normal. Sus padres se opusieron, pero su hijo había tomado la decisión.

“Y desafortunadamente nos pasó esto”, dice Mario César.

Las escuelas normales en México son mucho más que espacios de formación para ser maestros. Su trabajo nació en la Revolución con la visión de educar y empoderar a comunidades rurales e indígenas. Los normalistas son humanitarios, políticos, solidarios, de izquierda. Su formación es académica y en recursos pedagógicos, pero también ética. Son espacios disciplinados; vistos desde afuera, los grupos de normalistas se parecen a como una sudamericana se imaginaría al ejército zapatista: con un perfil austero, homogéneo, rígido, preparado para la acción colectiva. Llegaron a existir decenas de normales en todo el país, pero hoy quedan menos de 20.

Retrato del diputado de Morena y sobreviviente de Ayotzinapa Omar Manuel Vázquez Arellano en la Cámara de Diputados, el 2 de octubre, en Ciudad de México.

Retrato del diputado de Morena y sobreviviente de Ayotzinapa Omar Manuel Vázquez Arellano en la Cámara de Diputados, el 2 de octubre, en Ciudad de México.

Antes de Ayotzinapa, las normales estaban estigmatizadas por su activismo y su resistencia política, en medio de un México neoliberal que tuvo un sacudón con Ayotzinapa en 2014 y una ruptura con la victoria de Morena en 2018, por lo menos en lo simbólico. Los normalistas leen a Marx y a Engels, secuestran micros para ir a movilizaciones, tienen acciones políticas concretas y organizadas.

Incluso personas que han sido cercanas a la lucha por la verdad durante estos diez años dijeron que en 2014 el estigma pesaba también sobre la noticia: los jóvenes revoltosos, un altercado con la Policía, un resultado violento. Al mirar más de cerca —primero en las pistas de la desaparición y luego en todo lo que había sucedido alrededor del crimen— conocieron también la realidad de las normales rurales, un universo que había sido apartado de la politización urbana.

Los estudiantes se organizaban colectivamente para conseguir recursos para sus escuelas, para protestas por causas comunes, para organizar eventos culturales, grandes asambleas.

“Ayotzinapa desmoronó por completo la imagen de Peña Nieto porque quiso reducirlo a un problema local al decir que si los normalistas fueron víctimas de la violencia fue porque ‘en eso andaban’”, dijo Tanalís Padilla, autora de Lecciones inesperadas de la Revolución: una historia de las normales rurales, a fines de setiembre, durante la presentación de su libro en una librería en Coyoacán.

Ayotzinapa trajo muchos despertares, agregó Padilla. Entre ellos, que en México aún existen las rurales normales.

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Parte de la intriga de observar América Latina y sus historias es reencontrarse con las referencias previas: los hilos que atan a sus personajes, sus procesos, las pistas estéticas o políticas que vuelven indivisibles el presente y el pasado. Con el tiempo también puede ponerse irritante. ¿Es posible que no haya fenómenos aislados, particularidades, cápsulas únicas de novedad? Ayotzinapa, en ese sentido, existe en ambos planos. La especificidad de unos chavos que salieron hacia una marcha estudiantil, que fueron interceptados, atacados, desaparecidos; su réplica en cientos marchando diez años después, insistiendo.

La madre de uno de los estudiantes desaparecidos en una protesta, el 25 de setiembre, en Ciudad de México.

La madre de uno de los estudiantes desaparecidos en una protesta, el 25 de setiembre, en Ciudad de México.

Sin embargo, también tiene su propia red de sentido. Allí, debajo de la lluvia que no frenó la marcha por los diez años de la masacre, en un día de sismos y caos, un cartel mojado lo recordaba: “Somos nietos de la Revolución, hijos del 68 y hermanos de los 43”. ¿Por cuánto tiempo podrán estos jóvenes ser hermanos de chavos que quedaron, por ahora, congelados en el tiempo? ¿Cuánto tiempo resonarán esas imágenes hasta resolverse, ser reemplazadas o convertirse en semilla de otra lucha u otra tragedia?

En la concatenación de los hechos, todo indicaría, a Ayotzinapa todavía le queda mucha vida. A las normales también. Esos chavos parados ahí lo saben: son parte de otra historia, una más grande, y no les queda otra, pues la van a tener que seguir construyendo. Gritan otra vez.

Lucía Cholakian Herrera vive en Buenos Aires y cubre América Latina. Ha escrito sobre migración, derechos humanos y política. Es colaboradora en The New York Times, Rest of World, The Dial y Cenital.