I love the thingness of things. Sylvia Plath

A medida que fueron pasando los años viviendo fuera de mi país de origen, empecé a perder el gusto por los objetos. En verdad quiero creer que perdí el gusto, pero quizás es que comencé a temerles. A comienzos de la veintena fue la última vez que tuve una habitación propia, con espacio, con un placar en el que pueden acumularse cosas, en el que pudiera guardar no sólo lo estrictamente necesario, sino también el lujo, si entiendo el lujo como lo que no es necesario. Hasta ese momento me sentía de un lugar y haber vivido toda mi vida en la misma casa de mi familia me daba una sensación de pertenencia que hasta ese momento me parecía inamovible. Luego, me fui de mi casa y de mi país y comencé a vivir en muchas otras casas, con sucesivas mudanzas en las que cada vez tenía que deshacerme de cosas porque no podía llevarlas conmigo. Sólo me limitaba a guardar algunos pocos objetos en una caja de zapatos o de vino (fotos, algunos libros, piedras semipreciosas, animales de cerámica, dijes); pensaba que esos objetos podían darle mi personalidad a cualquier lugar nuevo donde viviera y que no necesitaba más. Eran objetos preciados, recuerdos, y me daban cierta tranquilidad también porque eran cuantificables, algunos pocos. A veces trataba de restarles importancia, sorprendida por cómo mi descuido no afectaba la posibilidad de que se perdieran; esos objetos me seguían y se perderían cuando ya no deberían hacerlo. En las casas nuevas que alquilaba, me acostumbré a vivir con las cosas de los demás y a extraer de los objetos sólo su función, sin darles demasiada importancia. No pretendí, por un buen tiempo, poseer algo y creo que sentía cierta desconfianza cuando alguien me hablaba de la historia o el origen de algún objeto, el diseño de una silla o el devenir de una cerámica, así como cuando visitaba casas llenas de cosas, donde todo fue encontrando su lugar de a poco, como si aquella estabilidad de los otros me inquietara. Con el tiempo, en vez de avergonzarme por no tener, empecé a reconocerme de esa forma y a reivindicarlo de alguna manera. Como una idea que se fija lentamente y ya no se cuestiona, que en su momento parece muy acertada, acepté que yo era una persona desprendida, que podía habitar en lugares en los que hubiera poco y que prefería vivir así, liviana, sólo con lo necesario y nada más. Eso iba muy a tono con el espíritu de viaje que quería que prevaleciera en ese momento, nunca detenerse, nunca asentarse. En movimiento constante.

En sus ensayos sobre coleccionismo, Walter Benjamin cita a Guy Patin y dice que acumular es uno de los signos precursores de la muerte tanto en los individuos como en las sociedades; esto tiene sentido si lo pensamos como una forma material de la elaboración de la memoria, del pasado. Aunque coleccionar aparece por primera vez en la infancia a la manera de un juego y es una de las primeras formas de recordar todo lo que es nuevo, que es casi todo en ese momento de la vida. Es una labor curiosa y secreta que pudimos practicar como niños, es una forma en la cual tenemos la sensación de control sobre aquel universo de objetos o sobre el mundo en un sentido más amplio y podemos relacionarnos con las cosas más allá de su funcionalidad. Como dice Benjamin, el coleccionista libera a los objetos de su función de ser útiles. Juntar piedras, juguetes, botones, encontrar objetos que son valiosos para nosotros; el trabajo del coleccionista nunca está completo, siempre falta algo más. El coleccionismo es una actividad relacionada con el deseo y la búsqueda y eso es muy claro en la infancia. En la adultez, sin embargo, parecería estar despojado de vitalidad y resonarnos como una labor adormecida o burguesa, o quizás un poco melancólica. La melancolía es representada por Durero en su grabado mediante un ángel rodeado de cosas, objetos distintos que no logran completar un todo, hacer sentido. ¿Para qué intentarlo? Pero todos en alguna mayor o menor medida lo hicimos y si logramos coleccionar de forma ordenada y metódica, con plena conciencia de lo que estamos haciendo, muchos, antes de acostumbrarnos a la vida y las cosas que hay en ella, encontramos fortunas o hicimos tesoros de las cosas más simples y mundanas, dándoles valor a objetos cotidianos, dándoles una nueva dimensión, sacándolos de su mundo y trayéndolos al nuestro, como dice Benjamin. Las piedras semipreciosas que fascinaban al poeta y filósofo francés Roger Caillois, sobre las cuales pudo elaborar una vinculación directa con el lenguaje, en una manera de comprender instintiva, propia de la poesía. O las piedras de sueño (pierre de rêve) que él dedicó tiempo a estudiar, piedras naturales en las cuales podía distinguirse un paisaje minuciosamente pintado a mano aunque nada tenían que ver con la injerencia humana, sino que eran producto de la naturaleza y debían ser una revelación para cualquiera que las encontrara.

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La luz se filtra por los techos vidriados, las alfombras relucen y los objetos están dispuestos, me siento mecida en el silencio de la exuberancia. La feria de arte pronto va a celebrar su inauguración (un grupo elegido de invitados que pueden ver los trabajos antes que los demás) y comienzan a entrar las primeras personas; los galeristas están expectantes pero tratan de parecer tranquilos, es la primera vez que me toca trabajar en un evento así y veo algo que no había visto nunca antes de cerca. Mi conocimiento del trabajo artístico fue, hasta ese momento, del lado de la creación, sin preguntarme demasiado qué es lo que sucede luego de que la obra está terminada. Las exposiciones pueden ser pequeñas celebraciones, lugares para hablar del trabajo que se hizo y que se observa, pero esas conversaciones parecen evitar el asunto de la propiedad de la obra, quizás porque está relacionado con el dinero o quizás porque no es un asunto realmente importante para alguien que crea. Hoy podrá pasar más o menos, pero sigue siendo común entre los artistas, sea un gesto genuino o no, querer desinteresarse del resultado de su trabajo una vez que entra a circular. Decimos que hacemos porque queremos hacer, no se quiere pensar en qué sucederá después porque la práctica artística parece destilar valor en su propio proceso. Olvido mi libro una vez que lo publico, dice un escritor, como si lo necesario fuera hacer ese camino y nada más. Muchas veces son los artistas y los creadores quienes dicen que disfrutan más la elaboración de su obra que la obra en sí una vez concluida. Eso también los preserva de hacerse responsables de esta cuando sale de su propia órbita: la obra se completa en ese encuentro con el otro. Ahora veo otra perspectiva de la creación: la del coleccionista.

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Benjamin decía que el coleccionista tiene en sus elecciones la capacidad de adivinar el futuro o la potencialidad de hacerlo; eso se ve claramente en el mundo del arte. Los coleccionistas de arte pueden dar valor monetario a las obras, disparar sus precios, apoyar la carrera de un artista, futuro que pueden llegar a ver en el transcurso de su vida. Es una actividad que últimamente se ha ido popularizando (así lo han hecho los eventos relacionados con el arte) y que parece estar desprovista de melancolía o de la quietud del coleccionismo como pensamos la relación con los objetos en un primer momento. Esa pregnancia de futuro es dinámica y consciente. Los coleccionistas de arte viajan a visitar talleres, son invitados a cenas exclusivas y a conversaciones con sus pares, forjan relaciones institucionales y vínculos cercanos con los artistas, promueven, pero también pueden optar por no hacerlo; pueden cambiar de opinión, vender, desinteresarse, lo que también va a afectar la carrera de un artista. Los coleccionistas quieren hacer crecer su colección. En todos los tipos de coleccionismo siempre está el interés en tener algo más, en encontrar una pieza muy buscada, porque en la totalidad algo se pierde. El reverso del coleccionismo en el arte es el dinero, aunque no se quiera hablar tanto de dinero y se prefiera hablar de la obra. Lo complejo de vender arte es que estás vendiendo algo que nadie necesita, me dice una consejera; sin embargo, los coleccionistas pueden referirse a su afición como algo que les es imprescindible, las obras son mucho más que un objeto material. Pero hablar sobre cualidades trascendentes, que pueden dar valor a un objeto, alejarlo del valor terrenal del dinero, puede generar un juego de confusiones. ¿Qué es lo que le da valor a una obra? Seguramente una respuesta rápida podría ser “muchas cosas”, en las que intervienen distintos agentes que no tienen que ver con la obra en sí y que forman parte del entramado del mercado del arte. No podría ser una respuesta única, tal como “esta obra está hecha de este material y es un material muy caro”, por ejemplo. Muchos elementos intangibles que nos resuenan desde distintos lugares se inmiscuyen en el valor de las obras de arte y la conforman. No deja de ser una sorpresa cuando estas cualidades trascendentes son reconocidas con grandes sumas de dinero. Sobre todo porque el camino de la práctica artística es poco certero y poco reconocido económicamente. El dinero atravesando el quehacer del artista vendría a interferir con cierta pureza; si bien esta puede sonar como una idea romántica, todavía sigue siendo un poco así, basta fijarse en algunas de las últimas tendencias del mercado.

En este momento está habiendo un gran rescate de artistas (muchas de ellas mujeres) que fueron ignoradas durante toda su vida y que de pronto, como en un acto de justicia poética, logran grandes ventas. Hay algo de lo inasible que tiene mucho valor. Hace poco, Las distracciones de Dagoberto, un cuadro de la pintora surrealista Leonora Carrington (1917, Reino Unido), fue comprado por 28,5 millones de dólares por un importante coleccionista argentino. Cuando el coleccionista adquirió la obra remarcó la sensibilidad y la originalidad de la artista, así como la unicidad de su trabajo y su importancia para su propia historia, es decir, valores que parecerían ir más allá del dinero, de la materia y de la potencialidad económica de esa compra en el futuro. Las sumas exorbitantes que pueden valer algunas obras de arte alimentan la suspicacia que el gran público tiene respecto de que la compra de arte parece reservada al mundo de los muy ricos.

Es más fácil comprender el mérito en la obra de Carrington o de Carmen Herrera (Cuba, 1915) que en la pieza Comediante (una banana fresca pegada con cinta adhesiva a una pared), obra del artista italiano Maurizio Cattelan (1960, Italia) que se vendió por 120.000 dólares en la feria Art Basel de 2019. El dinero genera respeto, el dinero impresiona y es una presencia fantasmagórica que no deja de inquietar en un medio en el que la autenticidad tiene mérito. Es interesante ver cómo deslumbra el dinero allí donde la plusvalía parece valer más que lo monetario. ¿Pero acaso es así? ¿Vale lo espiritual más que el dinero? ¿O quizás el dinero y el valor en el campo del arte entran en un juego aleatorio, en un sinsentido del que ambos son parte? Los artistas quedan atrapados en esta red de precios sobre sus obras sin saber por qué valen o dejan de valer lo que valen. No podrían explicar los precios de sus obras, no sabrían cómo fijarlo tampoco. Un amigo artista me dice que si él tuviera que ponerles el precio a sus obras, lo haría en relación con lo que necesita en ese momento para vivir, pero luego duda, no está seguro.

La artista Tracey Emin (1963, Inglaterra) tiene una obra que se titula Sometimes the Dress is Worth More Money than the Money (A veces el vestido vale más dinero que el dinero). Es un video de cuatro minutos en el cual se ve a la artista corriendo en un descampado bajo el sol en la isla de Chipre llevando un vestido de novia que tiene pegados cientos de billetes. Lo hizo a partir de una fantasía que le surgió de pequeña al ver un vestido de novia en la vidriera de un negocio e imaginarse vistiéndolo con unos zapatos y un ramo de flores. Es un video que inspira una sensación de desparpajo y alegría, una novia corriendo sola, una novia que parecería no necesitar nada, en el que el dinero, visto como papeles pegados sobre un vestido que se van cayendo de a poco, parece perder valor, se convierte en una parte más de la obra.

Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) estudió cine y tiene una maestría en arte contemporáneo. Publicó varios libros de poesía, escribe sobre arte y trabaja con artistas. Administra el sitio mixta.org.