Alphonse Allais nació en la bella comuna portuaria de Honfleur, Francia, en 1854, en la misma calle donde tiempo después nacería el compositor Erik Satie, y murió, a los 51 años, en París.
Enviado por su padre farmacéutico a estudiar a la capital, el joven Allais se ve más inclinado a pasar el tiempo en los cafés cercanos al Jardin du Luxembourg y pronto se aleja de los estudios, para el disgusto paterno. Sin el apoyo financiero de su familia, se decide por la fotografía, pero la abandona pronto y da sus primeros pasos como escritor en la emblemática revista Le Chat Noir, creada por Rodolphe Salis —fundador del cabaret del mismo nombre— en 1883.
Es entonces que comienza a frecuentar el barrio de Montmartre, en cuyo Boulevard de Clichy encuentra el cabaret y el café Au Tambourin, abierto por la italiana Agostina Segatori, que había sabido posar para Jean-Baptiste Corot, Édouard Dantan (con quien tiene un hijo), Vincent van Gogh y Édouard Manet. Su puesto como colaborador y luego editor del semanario de Salis será el principio de una intensa carrera en diarios y revistas como Gil Blas, Le Journal y Le Sourire, de la que será también redactor en jefe. Viaja a Estados Unidos en 1894, se casa al año siguiente con Marguerite Marie Gouzée y muere en 1905 en el hotel Britannia, a causa de una embolia pulmonar. Hasta ahí, datos elementales de su vida que nada dicen de su carácter, de su estilo, de su humor.
Porque el humor, en efecto, es lo que salva a Allais, lo que lo conserva y lo vuelve un autor siempre contemporáneo. “La ironía se ejerce contra los géneros periodísticos”, dice Marie-Eve Thérenty en La littérature au quotidien (2007). En efecto, en el diario coexisten todas las “formas serias de escritura” con “su reverso, escrituras llenas de fantasía o paródicas que rechazan la relación seria con el mundo y la prensa”. La rúbrica “La Vie Drôle”, firmada por Allais y publicada en Le Journal, de este modo, es uno de los “casos ejemplares de utilización de la parodia como voz irónica en el seno mismo de un periódico de información hacia el final del siglo XIX”. La columna fue, como lo testimonia Paul Brulat en sus memorias, uno de los mayores éxitos de la publicación. En ellas, sigue Thérenty, “Allais condensa todas las características de la poética del periódico: focalización en el detalle, escritura autobiográfica en primera persona, interlocución afirmada con el lector, espíritu parisino, metalenguaje de la prensa constantemente puesto en práctica en pequeñas historias que hacen reír a los iniciados, perfectamente informados de los códigos que Allais ridiculiza”. Así, el escritor ejerce una suerte de crítica interna de la “verdad periodística”, utilizando sus propias herramientas para subvertirla y desarmarla: aparecen una forma, personajes, situaciones reconocibles, pero como parte de un mundo absurdo, como un reflejo de la sociedad y sus dramas en un espejo deformante.
Allais podía, así, presentar una noticia absolutamente falsa como si fuera auténtica y acto seguido negar, en una nota, la veracidad de lo contado, que queda en una especie de paréntesis factual. Lo verdadero, en todo caso, eran las risas de los lectores y lo perfectamente tangible, las monedas que iban a parar a los arcones del escritor. Tras publicar una carta, por ejemplo, Allais agrega: “Los hechos expuestos en esta carta deben ser falsos, pero ¿qué importa eso? Si los periódicos no se compusieran más que de verdades, se reducirían al tamaño de una hojilla”.
“Estos casos irónicos y chistosos, lejos de invalidar al periódico, constituyen su mejor sostén: cuando desaparecen, el diario se autodestruye”, concluye Thérenty, y agrega: “En todo caso, desaparece como objeto literario”. En una época en la que el periódico ocupa un lugar central en la conformación de un público lector y de los nuevos ciudadanos de los recientes Estados nación, Allais lleva a sus límites —como, en otro sentido, Oscar Wilde en Londres y, luego, Karl Kraus en Viena— la noción de verdad que se estaba conformando en ese siglo con la consolidación de las ciencias y del periodismo.
En los dos textos que siguen, Allais toma fórmulas corrientes del folletín y de las noticias policiales, tan fascinadas por historias de violencia. El segundo, “Un drama bien parisino”, será elegido por Umberto Eco como modelo en su libro Lector in fabula (1979), en el que afirma que se trata de un cuento digno de múltiples lecturas: de este modo, mientras algunas obras “requieren un máximo de intrusión”, es decir que son “textos ‘abiertos’”, y otras, por su parte, “aparentan requerir nuestra cooperación, pero subrepticiamente siguen atendiendo sus propios asuntos”, o sea que son “textos ‘cerrados’ y represivos”, este cuento “parece situarse a mitad de camino: seduce a su Lector Modelo y le deja entrever los generosos paraísos de la cooperación, pero después lo castiga por haberse extralimitado”. Esa es la maestría de Allais, que en un contexto informal, en un tono menor, logra exhibir el poder del narrador y las posibilidades verdaderas de la literatura de crear mundos autosuficientes con palabras. Como con sus postales humorísticas, el escritor se adelantará así a las vanguardias, que harán de estas estrategias, muchas veces en tono más solemne, un hábito liberador.
En su prefacio del volumen À l'œil, Maurice Donnay, que conoció a Allais, lo define como alguien “serio como un humorista”. Porque, en él, el humor es “el juego de la filosofía y el chiste, la lógica y la fantasía, la observación y la imaginación, el corazón y la mente”: en ese espacio, en consecuencia, se pierden las oposiciones simples, se expulsa el principio de no contradicción, todo se muestra en una realidad en la que las cosas son y no son a la vez. Allais se nutre de todos los discursos para crear una obra que resulta ser más que la suma de esas partes, un divertido desafío a las nociones estrechas de la literatura y de la personalidad autoral. Porque la personalidad de Allais se ve en todos sus actos: en sus textos, que, como recuerda Donnay, hacían reír a miles cuando se dirigían temprano al trabajo y comentaban, refiriéndose a su columna, “¿Leíste la de esta mañana?”, y en sus actuaciones sobre la escena, donde Allais no representaba ningún personaje y alcanzaba que entrara, según cuenta Alain Vaillant en el libro L'empire du rire (2021) citando a Jules Renard, con una mano en el bolsillo izquierdo para que la gente empezara a reír ya de antemano.