Fue la manifestación popular más grande del siglo XX en Uruguay. Y ocurrió en dictadura. Fue el domingo 27 de noviembre de 1983, cuando más de 400.000 personas se encontraron alrededor del obelisco a los Constituyentes de 1830, en Montevideo, convocados por la Intersectorial. Los volantes estaban firmados por “Partidos Políticos Uruguayos” bajo la consigna “Todos juntos por libertad, democracia, trabajo”. Quienes están más cerca del estrado ven, detrás del primer actor de la Comedia Nacional, Alberto Candeau, y de las espaldas de los 130 representantes políticos, sociales y religiosos que están sentados bajo los 32 grados de las cinco y media de la tarde, una tela blanca de 12 metros de largo, con bordes rojos y letras negras, que dice:
Por un Uruguay
Democrático
Sin Exclusiones
Rubén Castillo, Cristina Morán y otros periodistas leen adhesiones. Suenan temas censurados de José Carbajal, de Los Olimareños y de Alfredo Zitarrosa. Suena en loop “Libertad sin ira”, del grupo español Jarcha. Suena el Himno Nacional y los puños se levantan en el momento del “¡tiranos temblad!”. A las seis menos cuarto, el actor representa su papel más recordado: ser la encarnación de la proclama escrita entre dos futuros vicepresidentes de la república, el colorado Enrique Tarigo y el blanco Gonzalo Aguirre. En 27 minutos la voz grave de Candeau surte efecto: el coro de la muchedumbre, el pueblo que ha dicho “¡presente!” remata cada “¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la república! ¡Viva la democracia!” con un “Viva”. Aplausos. Candeau se va rápido, en una ambulancia con la sirena encendida, por la avenida 18 de Julio para llegar a tiempo a la función en el teatro Solís, a riesgo de ser despedido. La desconcentración de la masa es lenta. La juventud está en vena, marcha hasta la plaza Independencia y vuelve al obelisco. Son hormigas reconectando sus antenas. Los políticos bajan del estrado y hablan con la prensa, emocionados.
Irma Correa, su hija Verónica Mato, su suegra y sus cuñados vuelven al barrio Conciliación. Alguien del grupo en el que estaban se encarga de llevar la pancarta de los familiares de desaparecidos en Uruguay hacia la parroquia de la calle Pablo Zufriategui, en Paso Molino. Han sentido el calor de los saludos y, por primera vez en mucho tiempo, las miradas cómplices y compasivas de vecinas y vecinos, en vez del rechazo de bocas torcidas.
Alguien descuelga la pancarta que corona el acto y la deja arrugada al costado del escenario.
Al día siguiente, al alba, Martín Soler vuelve al obelisco para controlar el desmontaje del estrado. No era el primer acto político en el que Andamios Tubulares (hoy Atenko) ponía este tipo de estructuras. Pero fue la única vez que su dueño guardó algo de un evento así. Vio aquella tela y no dudó en la indicación que tenía que dar a sus empleados.
—No dejen tirado esto.
Primero la juntaron como si fuera un trapo. Soler ordenó que la recogieran bien. Los obreros enrollaron el lienzo como en espiral alrededor de los parantes y lo cargaron en el flete como una bandera.
La pancarta quedó guardada en un depósito del entrepiso de Andamios Tubulares durante 27 años. Primero en el local de Edison e Instrucciones y luego fue trasladada en la mudanza de 2009 al local actual de Atenko, un predio donde hubo fábricas textiles, en Camino Teniente Rinaldi y avenida Don Pedro de Mendoza.
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Recuerdo que el paquete era una larga bolsa de nailon transparente pero grisácea. “Esta fue la pancarta del Acto del Obelisco. La empresa de andamios la rescató y la guardó hasta ahora”. Palabras más, palabras menos, eso fue lo que me dijo Elbio Ferrario, entonces director del Museo de la Memoria (MUME), un día de julio de 2010. Yo colaboraba en tareas de comunicación del museo y aprendía sobre la dictadura leyendo una y otra vez el guion de cada sala, que agrupaba momentos de los 12 años del régimen: la instauración de la dictadura, la resistencia popular, las cárceles, el exilio, los desaparecidos, la recuperación democrática y la lucha por verdad y justicia. Estábamos en esta última sala, la de la transición y la recuperación democrática, y el Río de Libertad, así llamado por la icónica fotografía tomada por José Pepe Plá, aparecía por primera vez en mi memoria a través de este objeto enorme, envuelto, bastante sucio.
Apoyamos en el suelo aquel paquete cerrado y quedamos parados uno en cada punta. La bandera venía de estar expuesta en la sala de conferencias Ernesto de los Campos de la intendencia montevideana, pero eso yo no lo recuerdo, me lo dicen ahora. Yo recuerdo el sol en la sala 6 del MUME, un sol suave que entraba desde la ventana por la que se ve el fondo de la antigua residencia veraniega del dictador Máximo Santos. Era un sol casi blanco, filtrado, a mi izquierda, por los postigos que enfrentan la pared de ladrillos —bloques rojizos que pronto soportarían el peso de esta pancarta—. Recuerdo el sol porque entibiaba aquella sala en pleno invierno. Y recuerdo el sol porque sus haces dibujaban líneas de polvo atómicas de 27 años atrás, cuando Elbio Ferrario y yo abrimos el paquete con mucho cuidado y desplegamos la tela de a poco, tramo a tramo.
Este lienzo fue tensado por manos anónimas, probablemente manos jóvenes. A lo largo de 12 metros hay cinco palos y la tela está sujeta a cada uno por clavos, reafirmada a la vez con una tira de plástico. La tela está pintada y la prolijidad es tal que las tiras de plástico también fueron pintadas encima para continuar el trazo del borde rojo y las letras negras.
Alguien había guardado esta pancarta, otros la habían hecho. La pregunta para todo era quiénes y los 40 años del Acto del Obelisco en noviembre del año pasado activaron la búsqueda de respuestas.
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Era un depósito y lo transformaron en una sala de capacitación. La necesidad los llevó a eso. Ante un mercado local que les quedó chico, Atenko se especializó en andamios complicados, encofrados y maquinarias, y precisaban el espacio para darle al personal cursos de andamistas y montadores para plantas de celulosa, petroleras y mineras con las que trabajan en Uruguay, Argentina, Chile, Bolivia y Paraguay.
—Cuando decidimos armar la sala de capacitación acá, empiezo a tirar cosas y les pregunto a mis compañeros: “¿Esta porquería que trajimos de allá qué es?” —dice Gerardo Silva, gerente de Montaje de Atenko.
La porquería era la pancarta. Allá era el anterior local de Atenko. Los compañeros le explicaron que ese rollo era de aquel acto. Él lo tenía presente, en 1983 era un adolescente. “¿Me estás jodiendo? ¿Es el cartel ese?”, inquirió.
—Yo no les creía mucho, pero lo bajamos y lo abrimos en la oficina allá adelante, donde estabas haciendo la entrevista con Martín. Lo abrimos de palo a palo y cuando lo abrí pensé: “Era de verdad”.
Enseguida Gerardo le preguntó a Martín: “¿Qué vamos a hacer con esto?”.
—Nos pasaba mucho en el desmontaje de los estrados, sobre todo en la parte de publicidad, que cuando armábamos una estructura el que hace la publicidad después se olvida, no le importa si queda la lona. Y es más caro llevarla en un camión que lo que valía la cosa —recuerda Soler—. Solíamos desmontar lo que otra gente había puesto, como la pancarta. Pero cuando fue esto, yo dije: “Vamos a guardarlo porque alguien lo va a reclamar”. Mi razonamiento fue: “A alguien le va a preocupar, alguien va a decir ‘lo necesitamos’”. Durante años la veía enrollada y decía: “Algún día alguien va a reclamar la pancarta”.
Pero nadie reclamó.
En 2010, con José Mujica al frente del gobierno nacional por el Frente Amplio, Soler pensó que era el momento para que alguien pudiera darle valor y visibilidad al tema.
—Justo nos llegó un pedido de un CAIF [Centro de Atención a la Infancia y a la Familia] desde la Intendencia de Montevideo y aprovechamos para decirles que teníamos la pancarta y que le hicieran llegar el aviso a Mauricio Rosencof [entonces director de Cultura de la intendencia]. Lo tomaron como lo que es: un hito —sigue Soler en su oficina, sentado detrás de un enorme escritorio de madera, una mesa para reuniones numerosas. Durante la charla sólo será interrumpido por una de sus hermanas, que le alcanza un sobre. Atenko sigue siendo una empresa familiar, como hace 70 años.
La donación se hizo con un evento en la Intendencia el 28 de junio de 2010, que incluyó la proyección de un video con imágenes del Río de Libertad. Entrevistado por el diario La República al finalizar la actividad, Rosencof recordó que el 27 de noviembre de 1983 él y sus compañeros de lucha y de pozos Mujica y Eleuterio Fernández Huidobro (que sería ministro de Defensa de 2011 a 2016) estaban “a años luz de conocer lo que pasaba”. Ese día de 1983, los tres esperaban que les trajeran un plato de mondongo hervido, detenidos bajo tierra en el cuartel de Paso de los Toros como “rehenes” políticos de la dictadura.
Soler dice que “Rosencof tenía bien claro toda la energía y el significado de este rollo. Nosotros lo único que tuvimos fue la precaución de guardarlo”.
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Gerardo Silva nunca vio la pancarta en el MUME. “No puedo ir todavía a ese lugar”. En su tono hay algo de disculpa y el gesto es el de quien ve algo que no está en escena pero da pavor. Algo que podría remover ciertas cosas.
—Lo que no sé es quién la hizo —dice Soler, sumándose a la intriga—. Porque está hecha de manera muy artesanal.
Durante 2023, mientras se conmemoraba medio siglo del golpe de Estado, la pancarta del Río de Libertad no estuvo expuesta en el MUME. Primero la quitaron para hacer arreglos por la humedad en la pared de ladrillo en la que había estado colgada desde 2010, luego se fueron inaugurando varias exposiciones temporales en la sala 6. El lienzo está guardado en una oficina en la azotea del museo, por tratarse de uno de los pocos espacios cerrados en los que cabe este objeto de gran tamaño; allí está gran parte del acervo de donaciones. La directora interina del MUME, Silvia Maresca, dice que este año la tela volverá a estar expuesta, mientras la despliega junto a la encargada de conservación y restauración del archivo, Laura Gordiano, en el patio trasero.
Todavía pueden verse los trazos de lápiz: líneas horizontales que marcan la altura de las letras y el dibujo de cada una, rellenado con pintura negra.
—Puede haber sido un encargo —dice por WhatsApp un exestudiante de Arquitectura al ver la foto de un detalle. Pasa la consulta a quienes fueron compañeros del gremio e integraban la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (Asceep), versión legal de la entonces clandestina Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU). Ninguno recuerda que les hayan encargado la pancarta.
Las decisiones políticas que construyeron el acto del 27 de noviembre de 1983 han sido y siguen siendo recapituladas en entrevistas e informes especiales. Las reuniones en la casa del historiador blanco Pivel Devoto; la idea del dirigente colorado Jorge Batlle (presidente de la república entre 2000 y 2005) de pedir permiso a los militares para un acto el último domingo de noviembre y exigir el llamado a elecciones democráticas en el lapso de un año; la escritura de la proclama, a cargo de Tarigo y Aguirre; la convocatoria a todos los partidos —también al proscrito Frente Amplio— y a organizaciones sociales, estudiantiles, sindicales y religiosas.
En la organización del acto hay muchos nombres, a cargo de distintas tareas. Las consultas para saber quiénes pintaron la pancarta comenzaron por lo obvio: Wilfredo Penco, integrante de la Comisión de Propaganda del acto, actual presidente de la Corte Electoral, que en 1983 tenía 29 años y era un joven militante frenteamplista.
—Dimos a conocer la convocatoria del acto a los medios de prensa en una conferencia en la Asociación Universitaria del Uruguay. Fuimos definiendo muy sobre la marcha cuestiones como el montaje del estrado y la amplificación, la música que íbamos a usar para ir creando el clima a lo largo del día, pero desde Propaganda no tuvimos nada que ver con la consigna ni con la pancarta. La consigna estaba definida y resuelta a nivel político. Toda la organización funcionaba de manera fraccionada, no orgánica, por el clima de época. Los integrantes de las comisiones nos encontramos el día del acto —dice Penco, y el tono en su voz se entusiasma al pensar en la selección musical—. Largar algunas de esas canciones suponía una especie de desafío; en la medida en que los medios iban a transmitir el acto, era una manera de sortear esa prohibición tácita. Y en el acto convergió gente de la más diversa índole. Ese día coincidimos en algo que era común a todos, lo que prevaleció fue el reencuentro en la calle: familias enteras, gente que se reencontraba con amigos. En el estrado estaban las mujeres representando a sus maridos: Martha Valentini de Massera [esposa del matemático comunista clave en la definición de las ecuaciones diferenciales], Lilí Lerena de Seregni [esposa del presidente del Frente Amplio], o a sus padres, como Silvia Ferreira [hija del líder del Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate]. Eso también fue el Acto del Obelisco: los que no estaban. Nadie se sentía dueño de ese momento, menos aún de elementos materiales como la pancarta, que después se convirtió en un elemento simbólico. No sé quién la hizo. Le puede consultar a Héctor Lescano, que estaba en la Comisión de Organización.
—No recuerdo quién la hizo ni a quién se la encargó —responde por teléfono con tono melancólico el expresidente del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y exministro de Turismo y Deportes Héctor Lescano.
—Es un misterio quiénes la pintaron —dice en otra llamada José Luis Veiga, otro referente a cargo de la organización del Acto del Obelisco, quien fue director de la Secretaría de Comunicación de la Presidencia durante el último gobierno de Tabaré Vázquez (2015-2020).
El Servicio Paz y Justicia Uruguay (Serpaj), que en esos años tenía la sede en el Cerrito de la Victoria, sobre la avenida General Flores, podía haber sido un buen espacio donde pintar aquella pancarta. Al igual que Conventuales, en la céntrica calle Canelones, y otras capillas fueron espacios de reunión y pintadas de carteles. Efraín Olivera, uno de los fundadores de Serpaj, descarta rápidamente la opción: “Trabajé en la organización del acto y estuve sentado en el estrado. La noche anterior me encargué de marcar el lugar donde se armó el escenario: poner antorchas, gasoil, virutas, pero no tuve nada que ver con la pancarta y no recuerdo que se pintara en el local”.
Jorge Chileno Rodríguez, actual presidente del PDC, era estudiante, integraba la Asceep y había participado en la organización de la Marcha de los Estudiantes, el 25 de setiembre de 1983, a la que asistieron unas 50.000 personas. Tampoco sabe a quién se le encargó la pancarta del obelisco: “Yo estaba en la organización, pero no en la logística. No sé si Lescano o [el luego vicepresidente de la república por el Partido Colorado Luis] Hierro sabrán”. La Asceep integraba el ámbito de coordinación de la Intersectorial, desde donde se definían caceroleadas y movilizaciones, y quedó a cargo de la seguridad del Acto del Obelisco. “Recuerdo que era un día soleado, que hacía calor y que eso ayudó a que hubiera un clima de fervor, una alegría desbordante”. En 2023, Rodríguez participó en la coordinación del acto por los 40 años del Río de Libertad, representando al Frente Amplio junto con la diputada comunista Ana Olivera.
Como escribió otro de los organizadores, Juan Martín Posadas (luego senador por el Partido Nacional), en una columna en el diario El País por el 40.º aniversario del acto: “Lo que no se cuenta se pierde”.
Pareciera que no haber contado en estas cuatro décadas quién o quiénes pintaron la pancarta hizo que esa autoría se anonimizara más de lo esperado.
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Cualquiera que mira la tela, ve una foto del estrado o escucha nombrar el Acto del Obelisco dice “Yo estuve ahí” o, rápidamente, justifica por qué no estuvo.
El dueño de Atenko, que en ese momento tenía 27 años, dice que no se acuerda de cómo lo vivió, si se quedó atrás del escenario o fue desde otro lado. “Es algo que me pasaba cuando armábamos las cosas —dice Soler—: es tal el nerviosismo cuando hay mucha gente, que pensás en qué pasaría si se suben al escenario o si lo tiran. Después del armado me quedaba atrás. En este caso, como lo he visto tantas veces a Candeau hablando, eso me tapó mi recuerdo. Me quedó más la imagen viendo de frente el acto, aunque de frente no estaba, seguro”.
Además de bregar por un Uruguay democrático y sin exclusiones, otras pancartas levantadas por los manifestantes retrataban la coyuntura: “Exiliados al Paisito”, “Libertad de Enseñanza”, “Libertad de Agremiación”, “Fuera yankees de América Latina”, “El Pueblo unido jamás será vencido”, “Amnistía General Irrestricta para todos los presos políticos”.
Mientras Silvia Maresca saca el TNT violeta que protege la pancarta y la despliega en el patio trasero del museo junto con Laura Gordiano, le pregunto a Laura qué recuerda de aquel día, dónde estaba.
—Bajo la pancarta de “Amnistía...”. Militaba en Madres y Familiares de Procesados por la Justicia Militar. El padre de mi hija, mi compañero, estaba preso. Habíamos llevado otra pancarta que decía “Amnistía” en vertical, la teníamos enrollada, era grande, las letras eran como de un metro de ancho, y habíamos contactado a un hombre que nos iba a conseguir globos de helio. Íbamos a atar esos globos, desenrollando, e iba a subir la palabra Amnistía. Pero el señor de los globos nunca apareció y nos quedamos con el rollo bajo el brazo.
Laura no se acuerda de quién llevó la pancarta, pero sí de que les costó bastante mantener el lugar. Vuelve a sentir la emoción de desplegar la tela. “Me acuerdo de las madres, no está ninguna ya, y de un par de mujeres más jóvenes [como ella y la historiadora Virginia Martínez] y algunos hombres que entramos desde el fondo, desde la fuente hacia el obelisco”.
“Con paso firme” se titula la foto de la revista Guambia que ganó un primer premio, en la que se ve a una mujer de 20 años en el centro de la imagen cargando una larga pancarta sobre su hombro derecho. Viste un jean azul oscuro y una remera gris. Es Virginia Martínez y está rodeada de otras cuatro personas: “El que va adelante es Fernando Irazábal, hermano de Martín Irazábal, un preso; la que va a su lado es Andrea Irazábal, la hija del preso. Atrás reconozco a Pilar, la mujer de Fernando; la otra persona de blanco no sé quién es”, repasa en un audio de WhatsApp. “No me acuerdo, Azul, de todos esos detalles [sobre quiénes pintaron la pancarta de Amnistía ni dónde lo hicieron]. Los jóvenes teníamos un grupo de apoyo a Familiares, en todo lo que tenía que ver con la cartelería funcionábamos en Conventuales. Creo que guardábamos las pancartas ahí, pero no estoy segura”.
En ese Río de Libertad, Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos mostró su pancarta por primera vez en la calle, como recoge el libro Vivos los llevaron (Trilce, 2005) y como recordó en Facebook el 27 de noviembre pasado la actriz y diputada del Frente Amplio Verónica Mato, quien estuvo ahí con 7 años de edad: “Fue la primera vez que esa niña de sonrisa amplia entendió que su padre estaba desaparecido... ahí todavía conservábamos la esperanza de que iba a volver —escribió la hija de Miguel Mato, desaparecido el 29 de enero de 1982—. Era un día en que todo parecía florecer, el silencio de lo que estábamos viviendo se ponía en palabras, carteles, personas. Éramos muchas y muchos, se había terminado la soledad”.
Su mamá, Irma Correa, dice por teléfono que llevaron esa pancarta porque estaban empezando a conectarse con familiares de uruguayos detenidos desaparecidos en Argentina, pero querían ir con algo que las representara. Luego se unificaron en la Asociación de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos. En la foto de prensa que Mato compartió en la red social se ven palabras recortadas, pero se alcanza a leer, en el lado derecho de la tela, “Familiares de los Desaparecidos en el Uruguay” y, en la mitad derecha, “Vivos los... Vivos los...”. Irma recuerda que la pintaron en la parroquia de Paso Molino y otras compañeras la llevaron hasta el obelisco doblada con unos palos de tacuara verde.
—Es muy humilde el letrero. No teníamos idea de cómo se hacía, pero entendíamos que había que ir con algo para plantar una bandera, decir “acá estamos nosotros”.
Irma mira la foto: “Excepto nosotras dos y las otras niñas, mis sobrinas, están todos muertos”. Repasa: “Mi suegra, mi cuñado, mi concuñada, el hermano de Félix Ortiz y señora, la madre de [Juan Manuel] Brieba, que trabajaba en El Popular”. También recuerda que eran todos muy pobres y que los sábados solían juntarse a comer una pizza casera con Disnarda Flores, la esposa de Óscar Tassino (también comunista, desaparecido en 1977), y sus hijos. “Ambas habíamos perdido a nuestros maridos”.
Viajar hasta el obelisco supuso para Irma y su familia no preguntarse, por esa vez, cómo iban a hacer para cubrir los boletos del 526 hasta Tres Cruces.
Correa resalta que poner “en el Uruguay” en la tela era importante porque manifestaba que había desaparecidos uruguayos en nuestro país. Una obviedad hoy, pero en ese momento se sabía más de los militantes desaparecidos en Argentina o Chile que de los de aquí. También muchas personas detenidas ilegalmente eran incomunicadas durante meses, en los que permanecían desaparecidas. Pero de algunas habían pasado años, como el caso de Luis Eduardo Chiqui González, estudiante de Medicina desaparecido desde 1974. Los familiares se juntaban en la parroquia de Zufriategui, donde el cura les ponía un poco de abrigo con una estufa, o en Serpaj, que les había facilitado el listado de personas desaparecidas por el terrorismo de Estado. “No hablábamos de una ‘desaparición para siempre’”, dice Irma. “Yo siempre pensaba que iba a aparecer, tenía la ilusión de que no lo habían matado. Pero cuando empezaron a salir los presos…”. En 1983 Irma tenía 24 años. Hoy sigue exigiendo la búsqueda y la aparición de Miguel, que fue visto por última vez en La Tablada. “En la foto del acto estamos contentos porque sentías que la gente leía el letrero y te abrazaba. Veníamos de la oscuridad y nos dejaban espacio para estar cerca del estrado”.
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Los expresidentes de la Asociación de Bancarios del Uruguay (AEBU) Juan Pedro Ciganda y Eduardo Lalo Fernández tampoco recuerdan a quién se le pudo haber encargado la hechura del enigmático lienzo del estrado ni que la sede de AEBU haya sido el espacio para pintarla. Nada se descarta del todo, pero hasta ahora el o los hacedores siguen siendo anónimos.
Lirio Rodríguez tiene 72 años. Tiene el nombre más bello que escuché jamás. Fue presidente de la Comisión Pro Sindicato Único de la Construcción y Afines (Pro-Sunca) en 1983 y el primer presidente del sindicato de esa rama en democracia. Fue al Acto del Obelisco, claro. Y todavía guarda el bono de colaboración, de 10 nuevos pesos, que se vendía para financiar el acto. Lirio me dice por teléfono que observó con detenimiento una foto de la pancarta y le pareció encontrar una pista: el contorno de Uruguay se parece al estilo que José Canario Torres usaría después, como pintor de letras, en varios carteles del Sunca. Inchequeable. Torres falleció hace años. “Hay que poner el dato en condicional”, advierte. Un trazo es el gesto más vital que llega del pasado.
A Genaro Rivero, integrante de la última dirección de la Unión de la Juventud Comunista (UJC) en la clandestinidad, no le suena mal la hipótesis de que el Canario pueda haber sido el autor material de la pancarta. Y como tiene presente que la bandera del Frente Amplio que se ve en el acto se pintó “de contrabando” en el local de la Asociación de Funcionarios del Centro de Asistencia del Sindicato Médico del Uruguay (Afcasmu), ese mismo lugar pudo haber sido el espacio elegido para pintar la pancarta de 12 metros. Son presunciones, pero es cierto que Afcasmu le prestaba el local al Pro-Sunca para reunirse.
Repasando con Rivero el cambio en la convocatoria al acto —del volante de “Todos juntos por libertad, democracia, trabajo” a “Por un Uruguay democrático sin exclusiones”—, el militante comunista destaca que tanto su partido como el Partido Nacional fueron los que más insistieron en las últimas horas de negociaciones para que “sin exclusiones” fuera algo central en el espíritu y en la materialidad del acto. “Porque los blancos también se veían excluidos: sin exclusiones era Wilson [Ferreira Aldunate], y [para los comunistas] era también exigir la amnistía a los presos políticos”.
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Gordiano vuelve a enrollar la pancarta junto a Maresca, antes de que se largue a llover en esta plomiza tarde de diciembre. “El problema con los textiles es que habría que guardarlos planos, extendidos, o las prendas sobre un maniquí. El textil es un desafío muy grande para la conservación. Le podríamos sacar todas las barras de madera pensando que quizás la estropee, pero también podés tener el criterio de conservarla tal cual es para, al momento de colgarla otra vez en sala, no hacer algo que la modificaría mucho”.
Elbio Ferrario recuerda que “los palos vinieron con la pancarta. Tienen un refuerzo de plástico en los clavos, que están pintados con la misma pintura. Esos palos estaban amarrados a los caños tubulares del estrado”.
Silvia se agacha en cuclillas para tomar una de las puntas del rollo y dice sin vueltas:
—Son cosas pensadas para algo más efímero, no para la conservación.
—Por eso —sigue Laura— siempre estás como a mitad de camino entre dejarla que tenga su vida o modificarla mucho. Por ahora es dejarla que tenga su vida y que, como a todos, el tiempo se lo cobre.
¿Quién hizo los tajos alrededor de las letras pintadas de negro para que aquello se infle pero no reviente? Para que pase el viento entre las palabras. Para que, además del tiempo y la memoria que aparece como fotogramas de una película nuestra, muy nuestra, pase el viento y el polvo espese la tela.
Estar bajo una bandera. Bancar los trapos. Seguir un lienzo. Fibras entrelazadas al infinito que podrían ser una sábana que acaba cobijando otros encuentros, otros abrazos. Después de todo, nos seguimos reuniendo en torno a un fuego.