Cuando aceptó, Dutra no había leído el libro del ganador. La ofrenda de Montes se había impuesto a doscientos inéditos, premiado por un jurado pusilánime, pensó cuando lo empezó a leer, una noche mientras su mujer armaba las valijas para viajar al norte argentino con su mejor amiga. Adriana era la madrina del único hijo de Perla y solían viajar cada tanto, cuando les sobraba algún dinero de la tienda de ropa que manejaban. Alguna vez habían viajado juntos los dos matrimonios, pero Dutra y el marido de Perla no se llevaban, no sabían bien por qué; ellas creían que era una cuestión de medición masculina, pero Dutra sospechaba que era por su profesión, escritor y crítico, y la del otro, mecánico. La gente compara esas cosas. La ofrenda de Montes era un dramita sentimental, y el ganador era una vieja escritora que ya tenía más de veinte novelas publicadas, además de que era una carrasquense rica. Dutra nunca entendió cómo los consagrados o los ricos se presentaban a concursos de inéditos, una vergüenza. Pero el día que ella lo llamó para pedirle si por favor le hacía el honor de presentárselo, él consideró dos factores: los asistentes a la presentación podían servirle de contacto laboral —Dutra impartía talleres de escritura, charlas en colegios; participaba en coloquios y ferias del libro— y Dolores Linares, por más estirada que fuera, le recordaba a su madre. Algo en la vírgula de las cejas, algo en la gordura de los tobillos. Dutra es de esos hombres que mantienen a la mamá en un santuario psíquico, aunque esta haya partido hace décadas. Cuando le dio el sí, Dolores hizo una pausa al teléfono, suspiró, casi se podía ver su dedo meñique estirándose al vacío, dijo “sabía que aceptarías” y cortó.

—Queridos amigos, estamos reunidos aquí para presentar lo que a todas luces es el mejor libro de nuestra querida Dolores.

En la carrera de Letras que había abandonado hacía décadas, Dutra dejó pendiente un trabajo final sobre el clisé, artefacto fabricado cien por ciento de mentiras que la mayoría de la población usa sin inmutarse. Dolores no captó ironía. Se había vestido con un traje de lino verde limón, una blusa de seda a rayas verticales verdes y ocres y un pañuelo estampado que, adrede, no hacía juego. En la primera fila, la única sobrina de Linares hacía fotos para subirlas a todas las redes, y tomaba el peor perfil de Dutra, que en la mejilla izquierda tenía los ecos de una rosácea perpetua.

Mientras elogiaba la novela, acostumbrado a pensar una cosa y decir otra, Dutra imaginaba que en ese instante Adriana y Perla ya estarían entrando a Salta. Cada vez más, a medida que su matrimonio se desdibujaba sin dolor, Dutra recordaba los días del inicio y sobre todo el ritual de la boda, que en su momento no disfrutó. Le venía a la cabeza la imagen de una Adriana resplandeciente y amorosa, atenta como un pavo real a cada flash, y la de Perla, en esa época alelada y humilde. Reconoció haber elegido a la amiga equivocada. En aquel momento Perla hubiera agarrado viaje con cualquier hombre, incluso con un crítico literario, sólo por el agradecimiento vacuno de sentirse deseada. Hoy era la que manejaba hacia el cerro de los doscientos colores llevando de copiloto a su querida esposa y la que se había dado el placer de rechazarlo pocos años atrás, en una fiesta de Fin de Año, cuando apenas borracho la arrinconó contra la heladera y le dijo que la quería. En la mejor foto de aquella noche, la de bodas, el vestido cursi de tul y lentejuelas de Adriana se suspende en el aire del vals y los anillos y los ojos de ambos brillan mirando la cámara. La primera vez que vieron el álbum, Dutra comentó que no había nada tan clisé como un álbum de bodas. Dolores Linares lo oye hablar y sonríe, con esa risa de los ricos de verdad que parece que leen la podrida mente de los otros.

—... así como podemos apreciar la riquísima simbología y esa ductilidad a la hora de crear personajes, por esas y otras razones el jurado de excelencia de este concurso la distinguió, y no me quiero olvidar del inmenso contenido social que contienen sus obras, Dolores. ¿Prefiere que la llamen Lola?

En innumerables entrevistas, Linares había dicho, como al descuido, “me dijo mi primo: Loly, vos tenés que”, o “mi esposo siempre dice: Lola, vos sabés que”, o “mi abuela me decía: Dolita” tal cosa o tal otra. Esos ricos siempre mencionando a la familia, sobrados de agradecimiento. Cuando Dutra hizo la pregunta, Dolores estaba mirando ensimismada al fondo de la sala, donde un anciano con bastón, negro y gordo, recién llegado, intentaba acomodarse. Era sabido, en parte porque ella misma lo publicitó en su obra, que Dolores había tenido todo tipo de relaciones con individuos de toda estirpe y calaña y que, aunque con ninguno le había hallado el sentido a su vida, con todos lo había pasado bastante bien, de modo que no quedaran reclamos pendientes ni balas encapsuladas. Los amores son banderines en un mapa, decía. Miró entonces a Dutra y se acomodó en la butaca. La había pedido de color negro y mullida, para no sufrir con los divertículos ni la columna. El micrófono era inalámbrico y la mano que no lo sostenía reposaba tranquilamente en su pierna cruzada. Linares nunca había sufrido la ansiedad de los indecisos, los inseguros, los críticos, los pobres. Tenía una voz profunda y amaderada cuando quería, y cuando no, la forzaba, chillona, como lorita peluquera. En las presentaciones usaba la primera.

—Queridos amigos reunidos aquí, la vejez es el peor crítico. Mi estimado Dutra, sus palabras, aunque falsas, son reconfortantes.

Dutra iba a responder, pero Linares lo detuvo con apenas hacer levitar un palmo la mano izquierda.

—Me explico antes de que nuestro amigo infarte. Siempre es agradable el elogio, es como el piropo sobre un jean ajustado, ¿no verdad? Pero no significa, realmente, nada. La mayoría de ustedes no me va a leer, y hacen bien, no hay nada más que resentimiento en esta novelita. De los que me lean, algunos lo harán para ver si hablo de ellos. Desde ya les digo que no, hay una sola persona real en este libro y no es buena interpretando. En otros tiempos yo escribía de gente conocida, me granjeé enemigos... en fin. Usted quería decir algo, Dutra.

Tuvo que hacer un esfuerzo incluso para elevar el micrófono mientras una línea de sudor le bajaba por la espalda. Era la misma sensación de cuando Adriana le buscaba roña por cualquier pavada, pretendiendo que dijese lo que no quería decir pero pensaba. Algo en la cabecita de sus mujeres era capaz de escanearle el cerebro. Incapaz de mirar a la escritora, se dirigió al público. No a la primera fila, donde estaban la sobrina, la hermana, el marido actual y algunos amigos, sino a la última, donde le pareció ver al cuidacoches de la cuadra, al viejo negro y gordo, a un par de expasantes del diario donde trabajaba, al marido de Perla y a su madre y su padre, momificados. Qué harían ahí. Supuso que iba a tartamudear en algún momento. Recordó de golpe que una de las tantas somatizaciones de la infelicidad y el fuera de lugar era el temblor en la voz. Lo había conjurado de a ratos con cursos de declamación y con hipnosis.

—Pido disculpas si no fue claro mi modesto análisis de la excelsa obra de Linares —tragó saliva mal, se atoró, la rosácea hizo fuego, las rodillas temblaron—, los escritores son muy modestos a veces y no confían del todo en sus cri cri-aturas.

Había palabras que se atrofiaban, esa era una, ya no pudo seguir. Después de treinta segundos de esperarlo, Dolores dijo lo que sigue.

“Como ustedes saben, o sospechan, la profesión de crítico es obsoleta. Puede dividirse entre calumnias y ditirambos. ¿Les explico lo que es un ditirambo? No, no importa. Convoqué a esta humilde presentación para anunciar mi retiro y confié en que un crítico entendido y perspicaz como Dutra por fin denunciaría mi falso feminismo, mis ocasionales plagios a diversas damas románticas, mi dificultad para salir del clisé (he llegado a decir ‘gruesas lágrimas fluyeron por sus mejillas’), la ristra de palabras viejas que me encanta usar, la naftalina infantil de la que ustedes ni han oído hablar, el ridículo de mis finales felices, en fin. Pero no. ¿Se acuerda, Dutra, la nota vejatoria, humillante, descarnada, soez y malintencionada que me hizo cuando publiqué, hace treinta años, mi primera novela?”.

Treinta años antes Dutra entraba a un periódico arrastrando la cola de la vanidad. Se ensoberbecía de todo lo que creía saber, señalaba torpezas, vulgaridades, era mejor que los consagrados, los amateurs, todo lo veía; de él podía afirmarse eso que alguna vez había oído sobre los narcisistas: que era el niño en el bautizo, el novio en la boda y el muerto en el funeral. Por supuesto, no recordaba esa nota al debut de Linares. Las escribía como quien saca pan de un horno, jamás las releía, pronto las olvidaba. No entendía de qué iba el resentimiento de esta vieja, que primero había hecho reír al auditorio y ahora hacía que lo miraran a él con desprecio y a ella con lástima. Desnudar así el rencor acumulado era cosa de pobres, no de una Linares, ¿no verdad? Decidió no contestarle, además no hubiera podido porque sintió subir la acidez de la afonía. La gente volvió a reírse por algo que la escritora dijo de él, como perdonándole la existencia, y mientras ella comenzaba a hablar de La ofrenda de Montes, Dutra revisó el celular. En el grupo Amistades había un mensaje de Perla bajo la selfie de un sendero polvoriento: “Aquí las T&L charrúas, disfrutando la lealtad del camino”. Le colocó un corazoncito, impulsivamente, antes de analizar la frase. No había dudas sobre la referencia cinéfila, pero el significado de la palabra “lealtad” se le escapaba. Acaso quiso poner “soledad” o “bondad”. O capaz se hicieron confidencias y saltó la confesión sobre aquella noche. Amplió la foto: sonreían como estudiantes, se notaban despreocupadas; Adriana con una camiseta negra ceñida y las manos en los bolsillos de un jean blanco, Perla con un vestido holgado y las manos en la cintura, hermosa. No era una selfie.

“... Quiero decir, a los sesenta y largos, la vida se ve de otro modo, ¿no verdad? Entonces me dije: Lol, si este va a ser tu último libro, ¿por qué no decir la verdad y escribir una verdadera historia en vez de una historia verdadera? Hasta ahora, mis lectores lo saben, escribí finales felices porque obviamente es lo que compran en los aeropuertos, ya bastante tragedia es tener que viajar. Bueno, La ofrenda de Montes es otra cosa. Los voy a decepcionar, jodansé. La vejez da derechos, créase o no. Y las enfermedades, sobre todo estas, provocadas por mala gente que se cruza en tu vida una y otra vez, dan más derecho. Lo saben varias de las señoras aquí presentes, amigas mías muchas, toda la beneficencia que una ha hecho al cuete, todo aquello de lo que nos hemos desprendido y en el anonimato, por altruismo nomás. Así que en esta novelita está todo eso, maldad, tristeza, fealdad. Ni mi protagonista es linda, con eso les digo todo. Me cansé de esas heroínas rubias y dulces con un granito de pus por aquello que dicen en los talleres de literatura —otro curro, madre mía— de la construcción de personajes no maniqueos, etcétera. Te lleva la vida escribir, en serio, dedíquense mejor a criar caballos o abran un restorán vegano... ¿Tenemos preguntas?”.

De pronto, la paz cayó sobre Dutra. Se sintió ligero, como el alivio después de ir al baño tras una semana de estreñimiento. Decidió que, ya que se le parecía tanto, pensaría en esa mujer como en su madre, la imaginó bajo varios palmos de tierra, deshaciéndose de a poco, bullida enteramente, mientras él recordaba sus meriendas de café y leche entre el olor de túnicas almidonadas y cigarros mentolados. La imaginó bregando con alimentos perecederos —ignoró la sucesión de mucamas y empleadas, los jardineros y diseñadores—, esposos infieles —en eso podían parecerse—, cánceres fulminantes. Desde el medio de la sala —un espacio de ladrillo visto, con vitrales eclesiásticos y dos bloques de asientos orillando un pasillo central— una pituca vestida de rabioso animal print y Converse le preguntaba a Dolores si escribía sentada o de pie. La mujer había oído el nombre de Hemingway por ahí.

—Siempre sentada, Loreley. A veces en el váter.

Sentado a su lado como un fantasma risible, Dutra se incorporó de pronto, caminó sonámbulo por el pasillo y atravesó la sólida cortina de las risas. Al cruzar a Loreley, sintió que esta lo escupía, aunque también podía ser que le hubiera hablado y se le escapara saliva por el diastema.

—¡No me deje, Dutra! ¿Desde cuándo un presentador uruguayo abandona a su presentado?

—No te vayas, Dutra —se elevó como un murmullo coral.

Que no se fuera le había dicho Perla la noche del incidente en la cocina, cuando él quiso salir por la puerta del fondo, más despechado que avergonzado. No se lo pidió por él sino por Adriana. Eran amigas de colegio, eran comadres. Sin embargo, Dutra se había ido, pretextando un malestar estomacal, y había sido el mecánico sucio el que lo había llevado a su apartamento. En los veinte kilómetros del trayecto sólo hablaron de los precios comparativos de la nafta y el diésel y de la conveniencia o no de comprar los inyectores en alguna de las dos fronteras. Dutra sentía a la vez la supremacía de pensar mientras tanto en Denis Johnson, y la incomodidad de saberse inferior porque Perla prefería a ese otro, y Adriana ya no quería coger. Cuando lo dejó en la puerta del edificio, el mecánico bajó el vidrio y sin pasión alguna le dijo “mirá que te vi en la cocina”. Después arrancó quemando gasoil impuro. Dutra vomitó en el pasto.

La hilera de personas que lo flanqueaban ahora le parecían conocidas, incluso sin mirarlas directamente. Era como si estuviera en una presentación propia, con todas las miradas adheridas a su rosácea, su pelada, su ceño fruncido, sus arrugas peribucales, su cintura engrosada, su tartamudeo. ¿Pero cuándo había sido la última presentación? Contabilizaba diez años, el temible blanco creativo, el no tener qué decir, la honestidad de no inventar lo que no le interesaba. Se dio vuelta antes de llegar a la puerta:

—Escribís basura, vieja trola. El concurso te puedo decir cómo lo ganaste. Ni te leyeron completo, fuiste la última opción de todos, iban a declararlo desierto.

El hombre negro y gordo de la última fila le interpuso el bastón y Dutra cayó al suelo. Sintió una patada, luego otra y otra, todas leves, como propinadas por piernas de niños o de débiles. Se dobló como en las películas de acción protegiéndose el vientre. Vio a sus padres, que no estaban ahí, y contuvo la náusea porque pensó de golpe en su mujer y en Perla, que ahora debían estar acomodándose en un hotel de Salta, cansadas del viaje, sedientas de emoción. Dutra se levantó de a poco, ayudado por una de las pasantes, una chica boliviana que hablaba como pidiendo excusas. Le dio las gracias, dio una breve mirada a la mesa del brindis, con copas llenas de vino, y atravesó el umbral. Durante unos pasos continuó oyendo la voz de lorita de Linares diciendo “qué vergüenza, pobre hombre”, “es que no escribe hace mucho”, “en fin, la crítica ya no es lo que era, ¿no verdad?”, “tenemos por allá un brindis y sanguchitos”.

Afuera la temperatura había bajado y ya no había sol. El cuidacoches estaba ahí, recostado contra un capó. Dutra encendió un cigarro y lo convidó con otro. Le extendió un billete de doscientos pesos y le dijo que se comprara algo por ahí. El tipo entendió y se fue silbando. Mientras fumaba investigó el celular y le activó el sonido. Perla había subido más fotos a Amistades; en una ella y Adriana aparecían con un mochilero adolescente que presumiblemente levantaron en el camino, en otras mostraban la habitación del hotel, tipo colonial, vestidas con musculosa y bombacha. Había comentarios del mecánico preguntándoles si la Fiat había sido “fiel”, y Adriana le respondió que sí, “mucho más que algunas personas”, y un emoji de guiño. Por más que lo intentaron, Adriana y Dutra no habían conseguido tener hijos. En alguna foto parecía embarazada, pero sólo era evidencia alcohólica. Estaba fea, arrugada, al lado del resplandor de Perla, que había parido, amamantado y sin duda soportado muchos cuernos del mecánico. Aplastó el cabo del cigarro y buscó hasta encontrar una baldosa suelta; eran insignia nacional. Dos horas antes, al bajarse del ómnibus, había visto bajar a Dolores Linares de un vulgar Renegade. ¿No se supone que pueden comprarse mejores autos? Lo ubicó enseguida. El marido de Perla le diría que se parece al Suzuki S-Presso, más caro e igual de feo.

Mientras se empleaba en eso, el auditorio bebía, satisfecho por el escándalo que alguno ya había subido a redes. Las cosas que se arracimaban en la mente de Dutra se iban traduciendo en sudor frío: el pañuelo fucsia de Linares y la camiseta sudada de Perla se exprimían solos y largaban un agua putrefacta; el vestido de Adriana y el mono del mecánico se entornaban en su cuello; su odiada madre lo vestía para el colegio, fumando indiferente. Imaginaba la nota crucificatoria que escribiría sobre La ofrenda de Montes, los epítetos meticulosos que iba a escoger y el remate inapelable. En pocos días, la presentación iba a ser parte del negociable ayer y a todo el mundo le daría lo mismo. En pocos meses, un obituario daría cuenta de que tras larga y penosa enfermedad Lola Linares alcanzaba la eternidad. Sintió que lo único importante era que Adriana y Perla disfrutaran el viaje y regresaran bien, y que él pudiera seguir viviendo esa vida tranquila con la mujer buena con la que se había casado y, si acaso, escribir algo propio, una novelita menos mala y tan exitosa como la de Linares.

Esparcidos en la vereda quedaron pedacitos de vidrio craquelado. Hubiera querido mancharlos de su sangre, pero ese efectismo barato sólo ocurría en novelas como La ofrenda de Montes. Iba a tener que volver a leerla de verdad para empezar a hablar.