Un diálogo de Crímenes del futuro, la película de David Cronenberg, estuvo circulando de manera insistente, con la artificialidad de una vieja campaña publicitaria: “La cirugía es el nuevo sexo”. Al escuchar esto, un escéptico Saul Tenser (interpretado por Viggo Mortensen) pregunta: “¿Es necesario que haya un nuevo sexo?”. “Sí”, responde Kristen Stewart, en el papel de Timlin, con la seguridad de una influencer de moda: “Es hora”.

¿Es hora de un nuevo sexo? Para Timlin, que está loca por Saul, esto puede significar: “Es el momento de un nuevo tipo de sexo: el sexo entre nosotros”. Para los amantes del cine de Cronenberg, la frase más precisamente quiere decir: “Es hora de una nueva película de Cronenberg”. El director creó nuevas versiones del sexo desde el comienzo de su carrera. El asesinato es el nuevo sexo (Videodrome, 1983), los accidentes de autos son el nuevo sexo (Crash: extraños placeres, 1996) y el fetichismo de la mercancía es el nuevo sexo (Cosmópolis, 2012), entre otras películas. Para ponerse en sintonía con el nuevo sexo, quizá haya que consumir la droga de raves que en Cosmópolis se llama novo, y luego quizá haya que ir al “Instituto de Enfermedades Neovenéreas” para curarse de infecciones (la primera Crímenes del futuro, 1970). En todos los casos, la condición previa para tener sexo en el universo Cronenberg es que sea algo nuevo.

El nuevo sexo en Cronenberg suele estar vinculado al cuerpo monstruoso, que rebosa de órganos internos superfluos, y cuando estas partes desviadas provocan un giro extrovertido, manifiestan secreciones y perforaciones en la piel. Con respecto a cuáles son los órganos sexuales, es a menudo difícil hacer las discriminaciones obvias. En Rabia (1977), un arma fálica emerge de un pliegue vaginal escondido debajo del brazo; en Cosmópolis, por el contrario, un personaje está convencido de que su pene se está retrayendo hacia su abdomen. Pero en un sentido, el nuevo sexo en Cronenberg no es tan extravagante, y hasta podría afirmarse que tiene cierto realismo. Nuestra experiencia del cuerpo, sin mencionar nuestros sueños y fantasías sobre él, nunca se aleja mucho de lo tenebroso y lo desintegrador; si vivís lo suficiente, o siquiera más allá de la pubertad, tu cuerpo eventualmente te parecerá espantoso.

Pero de la misma forma en que las películas previas de Cronenberg capturaban lo que podemos llamar la anormalidad del ser sexual ordinario (y ese era el motivo por el que los espectadores podían sentir repulsión y atracción al mismo tiempo), la novedad en su última Crímenes del futuro, por lo menos en lo que respecta a los hombres, es que el sexo se está marchitando a la manera de un órgano que ya no tiene función. Los hombres perdieron su fascinación por el sexo. Nunca hubo un protagonista de Cronenberg tan estancado como Saul Tenser. No es un hombre joven ni saludable: tiene problemas para dormir y comer. Siempre está tosiendo y carraspeando, y camina por Grecia con una reveladora renguera a lo Edipo. Tiene la angulosidad demacrada del caballero de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957) y su cuerpo, cada vez más hinchado, está literalmente oculto por el “compasivo” hábito medieval de la Muerte de la misma película, un poco como si la Muerte y el caballero hubieran convergido en una sola figura cuyo único disfrute es el ajedrez de computadora.

Pero si la capucha de Tenser es gótica, su manera de usarla alrededor del cuello también le da un toque siniestro y contemporáneo; nos hace acordar más a la covid-19 que a la peste negra. Estas no son apariencias engañosas, ya que Tenser tiene una enfermedad: no tiene bubones ni coronavirus, sino un “síndrome de evolución acelerada”, que le provoca “neoórganos” en su interior. A nadie se le escapará la insinuación de que este exceso de órganos, en definitiva, apunta a una insuficiencia: el principal órgano que los hombres usan para el sexo habría desaparecido entre la multitud.

Cuando Timlin intenta besar a Saul, por ejemplo, él retrocede diciendo: “No soy muy bueno en el viejo sexo”. Su encuentro es más que un pintoresco resabio del ancien régime, es un beso del futuro; para adoptar el hábito de Cronenberg de acuñar nuevas palabras, una “neoosculación”. Timlin explora la boca de Saul con sus dedos, como si fuese un orificio que precisa un juego previo retráctil o como si se estuviera preparando no para darle un beso, sino para implantarlo. El gesto distintivo del viejo sexo se adaptó a los protocolos quirúrgicos neosexuales. A pesar de que Timlin parece sólo querer besar a Saul, no sabe muy bien qué hacer; ella es la aprendiz aquí, esta mujer agresiva de repente convertida en doncella. Y Tenser no puede ayudarla a perder este tipo particular de virginidad. A pesar de que sus órganos internos están en ebullición, los externos están petrificados. ¿Quién es este nuevo hombre, tótem del nuevo sexo?

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Si las iteraciones persistentes de Cronenberg sobre el nuevo sexo nunca se alejan mucho de las desviaciones conocidas (pedofilia, sadomasoquismo, fetichismo), encuentran la novedad gracias a las alegorías que sugieren. Esto es consistente con su género, las películas de terror. ¿Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) es una parábola del saqueo del planeta o de la desegregación de las escuelas estadounidenses? ¿El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) es una metáfora sobre el imperialismo estadounidense, la llegada a la luna o el Holocausto? Estas películas obtienen su fuerza no por responder estas preguntas (y nunca deben hacerlo), sino gracias a que las sobrevuelan de manera especulativa. Para tener éxito en este género, la alegoría debe ser ambigua y no confirmarse jamás. Con esto en mente, las escenas de nuevo sexo en las películas de Cronenberg están moldeadas con un ojo atento a las ansiedades actuales, ya sea el presente de 1983 de Videodrome (miedo a las publicidades, la televisión y el cáncer), el de 1996 de Crash (miedo a la proliferación de la pornografía y los enervantes efectos de los medios masivos) o el de 2022 de Crímenes del futuro (miedo a las cirugías plásticas y de afirmación de género, al aborto, a la pandemia, al cáncer nuevamente). Sea cual sea el nuevo sexo, siempre es, además, un vehículo para la erupción espectacular en pantalla de las ansiedades contemporáneas.

Lejos de los frentes abiertos de las guerras culturales actuales, es difícil saber el momento y el lugar en que está situada Crímenes del futuro. Los carteles están en griego, y los barcos derruidos hacen pensar tanto en la Odisea como en una industria naviera otrora robusta. Las camas y las sillas se volvieron “inteligentes” junto con programas computarizados personalizados y las cámaras se pueden llevar en los anillos, pero los teléfonos son como las cajas oblongas de la década del 90 y las burocracias son oficinas destartaladas sin conducción a la vista. Ni siquiera la vestimenta nos da alguna pista: las mujeres del futuro usan vestidos rojos y elegante sport que podrían ser de cualquier época; los hombres usan el ya clásico grunge. Lo que sabemos sobre este supuesto futuro, sin hablar de sus crímenes, es que las infecciones y el dolor físico fueron eliminados de la condición humana. Como resultado, la cirugía no sólo es optativa, sino que es recreacional. Pequeños grupos se juntan en las calles y se acarician entre sí con navajas. En una fiesta elegante, se muestra a una mujer que se abre el pie con un cortador de pizza: las cicatrices son, evidentemente, los nuevos tatuajes. Estas muestras públicas de dolor, llamadas “cirugías de escritorio”, no están aprobadas por el Estado, pero tampoco son ilegales. Son indecentes, tabú, y se convirtieron inevitablemente en la nueva frontera para las representaciones artísticas y el arte conceptual. “Todos quieren ser artistas —nos dicen—, pero no todos pueden serlo”.

En el mundo de la cirugía como arte representativo, Saul y su compañera Caprice (Léa Seydoux) son un equipo de estrellas. Saul proporciona los neoórganos; Caprice, una excirujana de urgencias, los tatúa y extirpa para la audiencia. Su trabajo como artista no se contradice de ninguna forma con su juramento hipocrático. Considera que los neoórganos de Saul son tumores: al extirparlos, los protege a él y a su arte al mismo tiempo. También trabaja con el Estado y su investigación permanente es contra el “nuevo vicio”: no con respecto a la cirugía pública, sino al “desequilibrio evolutivo” de la población. Caprice y Saul conocen a Timlin y a su colega Whippet (Don McKellar) cuando entregan su portfolio de neoórganos al Registro Nacional de Órganos, un departamento estatal encargado de hacer el seguimiento de la difusión del síndrome de evolución acelerada. Allí, la biopolítica estatal y los artistas se encuentran en un esfuerzo por catalogar y documentar el cuerpo humano y su constante evolución, el creciente cuerpo de trabajo de los artistas y el estado del cuerpo político.

La mayoría de los crímenes de Crímenes del futuro son estrictamente crímenes contra la humanidad. La Unidad de Nuevos Vicios no está encargada de proteger a los humanos, sino la categoría de lo “humano” que los nuevos mutantes que producen neoórganos están amenazando con reemplazar. Nos cuentan que los neoórganos pueden transmitirse por los genes. Una vez que se organizan en sistemas (digestivo, reproductivo, endocrino), estos neoórganos amenazan con reproducir organismos sobre los que ya no se puede afirmar que son, como dice Whippet, “humanos, por lo menos en el sentido tradicional”.

Los humanistas en esta película (el Estado, Saul y Caprice) están enfrentados a personajes que solamente por su posición contraria pueden denominarse poshumanistas: aquellos que le dan la bienvenida a esta evolución acelerada por sus virtudes políticas y estéticas. Entre ellos encontramos a un cirujano plástico que es anfitrión de un “concurso de belleza interior”, con premios al “mejor órgano original sin función conocida” (Saul es claramente el favorito para ganarlo), y a un grupo clandestino de activistas que descubrieron que, con un poco de cirugía, pueden convertir sus neoórganos en un sistema digestivo capaz de consumir plástico. Su líder, Lang Dotrice (Scott Speedman), sermonea a Saul sobre el valor político de dejar que sus cuerpos mutantes evolucionen para reciclar los desechos industriales. El deber moral nos exige que nos transformemos en procesadores de residuos. “Nuestros cuerpos nos decían que era momento de cambiar... momento de que la evolución humana se sincronice con la tecnología humana”, dice Lang. Sí, es momento.

Debido a este síndrome acelerado, que aparentemente se reproduce según una lógica lamarckiana y no darwiniana, Dotrice tuvo un hijo que puede metabolizar el plástico sin necesidad de una intervención quirúrgica. El primer producto “naturalmente no natural” del movimiento rebelde es este niño, llamado Brecken, que por fin rompió las normas (es un juego de palabras, ya que en inglés broken significa “roto”). En las primeras escenas de la película, Brecken se come un cesto de plástico. Inmediatamente después, lo mata su madre, quien insiste en que su hijo no es humano: es “una cosa, algo que mi esposo inventó para atormentarme”. Este infanticidio es diferente de los demás crímenes del futuro: es cometido no contra la humanidad, sino contra la poshumanidad. Les da a los radicales del cuerpo su primer mártir.

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Cada visión del futuro, como señala el teórico queer Lee Edelman, tiene la figura del Niño, con ene mayúscula, como su justificación; este Niño por lo general se imagina para reforzar, bajo el patronazgo del futuro, las normas ideológicas de un pasado imaginario. Como niño, Brecken no es inocente: tiene un apetito que es nuestra ruina y es asesinado por ello. Pero como el Niño, se convierte en el trasfondo político entre la furia humanista de su madre por su desviación y la insistencia poshumanista de su padre por usar esa desviación para “dar un mensaje”, o sea, promover una nueva idea de normalidad. Brecken cumple esta función mejor post mortem, ya que así pueden hablar sobre él sin que pueda decir nada por sí mismo. Su autopsia, realizada por Saul y Caprice en el clímax de la película, es la ocasión ideal para que se reúna un público e intente descifrar qué significa el cuerpo del Niño. Es una divinización: los antiguos griegos se reunían alrededor de un animal sacrificado para leer el futuro en sus entrañas. La idea subyacente es que, como es el Niño, dirá la verdad, en el sentido extraño en el que un cadáver siempre parece estar mirándonos a los ojos. Pero la película nunca clarifica qué es lo que vemos en las disputadas entrañas de Brecken, excepto el hecho de que ya estaban rotas.

Lo que sí sabemos, desde luego, es lo que las diferentes partes interesadas quieren que veamos. La vanguardia poshumanista, representada por el padre de Brecken, quiere que veamos su naturalidad: una validación biológica del tracto plásticodigestivo diseñado quirúrgicamente que nos permitiría sobrevivir en un mundo que llevamos a la ruina. Los humanistas quieren que veamos su normalidad: Timlin intervino para reemplazar sus innovadores intestinos con unos tradicionales, con el complemento de unos tatuajes típicos (“Madre”, un ancla, un corazón). Estos dos conceptos (naturalidad y normalidad) tienen la misma pretensión de autenticidad, aunque aparentemente en referencia a objetos muy diferentes. “Aparentemente” porque en realidad ¿qué sabemos al final?

Sin los tatuajes o alguna escena equivalente que se pueda ofrecer en una explicación posterior, ¿qué espectador podría diferenciar entre las vísceras diseñadas de manera genética por el padre de Brecken y aquellas por las que Timlin las reemplazó sin que nadie se diera cuenta? ¿Y bajo qué estándar imaginable podría ser considerado más normal un conjunto de órganos que otro? ¿O más repelente? No sentimos terror ni sorpresa por este clímax, sino estupefacción por el vacío de la frase “el verdadero significado del cuerpo”. Vemos el cuerpo monstruoso del Niño, pero no podemos leerlo en clave normativa o no normativa. En la actual polémica cultural sobre el Niño, en la que todo el mundo dice que habla en representación de la naturaleza, Cronenberg mantiene un útil silencio.

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Si la película hubiese terminado con la autopsia de Brecken, la pregunta de cuál es el significado del cuerpo podría haber permanecido, para ser fiel al género, inquietantemente abierta. Cronenberg también frustró las expectativas de los espectadores que quieren ver un mensaje político detrás de lo cargado de su imaginario y sus diálogos: ¿el infanticidio hace alusión al aborto?, ¿el hecho de que Brecken, como insiste un personaje, “nació así” (con la mutación digestiva) significa una postura a favor de una política de género? Debemos evaluar esas preguntas, aunque no se las pueda responder. La escena final de la película, sin embargo, ofrece una claridad que puede ser una desilusión para quienes disfruten las perversiones polimórficas del terror corporal y se deleiten con su producción multivalente y ansiedad inmanejable. Cronenberg, después de haber roto las normas, busca restaurarlas.

Al estar enfocado en el cuerpo de Brecken, Saul descuidó el propio. Por haber retrasado su última extirpación de neoórganos, se debilitó mucho, pero su debilidad parece haberle otorgado sensaciones nuevas, desconocidas hasta el momento. Se despierta con su mala cara de siempre, pero Caprice ve algo nuevo en él. “Estabas con dolor”, le dice. “¿Cómo se siente?”. “Es difícil decirlo con claridad”, responde Saul. “Se convierte en parte de los sueños, se mezcla con el dolor emocional de los sueños. Es confuso”. Saul y Caprice, que hasta el momento sólo tuvieron una intimidad expresada en la penetración quirúrgica, se funden en un tierno beso, aunque casi al revés, con las cabezas en sentido opuesto (en Cronenberg, nada puede ser fácil).

La última escena de la película es catártica, casi en el sentido más elemental de lo digestivo. Saul vuelve a comer, o por lo menos lo intenta, ya que su tracto digestivo frustra sus mejores intentos. Caprice le trae una barra sintética (gomosa y chocolatosa, pero hecha de plástico), que Saul mastica y traga. Ella filma la escena, que podemos ver en blanco y negro desde la cámara de su anillo. Aparece una lágrima en el borde del ojo de Saul y su boca se pliega para formar la primera sonrisa que le vemos. Parece haberle hecho caso a Dotrice y a su programa político: escuchó a su cuerpo, aceptó sus neoórganos, le dio la espalda a la cirugía y rechazó conformarse con la imagen de lo “humano en el sentido clásico”. Al sucumbir a su condición poshumana, sin embargo, recobró algunas sensaciones humanas muy básicas, como el dolor, el hambre y el eros. Hasta se podría decir que recobró una relación bastante normal con dichas sensaciones, sin la apatía comatosa, las sillas inteligentes o el sexo quirúrgico. Los crímenes del futuro deben permanecer imprecisos, pero sus normas, evidentemente, no son nada nuevo.

Anna Shechtman es académica de la Universidad de Cornell, en tanto que D. A. Miller, además de dar clases en la Universidad de California, Berkeley, escribió Hidden Hitchcock (2016), entre otras obras. Traducción: Ignacio Barbeito.