Emilio había comenzado a escribir hacía quince días esto que mantenía abierto en su computadora, sin saber cómo seguir. Lo tenía minimizado, en la barra inferior. Es decir, no lo veía en la pantalla de entrada al abrirla, pero ahí estaba. Lo esperaba de manera callada. Si hacía clic, el archivo crecía, ocupaba la pantalla entera y podía leerse lo que sigue:

Hoy se murió mi madre.

A las seis de la mañana sonó el teléfono y una voz de hombre me dijo: la señora falleció. La mañana anterior me habían dejado entrar a verla en la habitación reservada para los enfermos con covid, que fue la última carta de un mazo de naipes mal barajados. Llegué a ella tras sucesivas barreras y accesorios de acondicionamiento antivirus. Se hallaba acostada con los ojos cerrados y sin rasgos visibles de conciencia. Reparé en dos detalles: el pelo blanco, limpio, y sus hombros estaban al descubierto. La sábana llegaba hasta ahí y los dejaba de esa manera, desnudos. Fue un detalle de intimidad cercano al pudor y me hizo pensar que nunca había visto a mi madre acostada en una cama donde la sábana le llegara hasta los hombros desnudos. Pensé que sin duda habría visto sus hombros así infinitas veces, pero también algo me decía que no, que siempre habría un bretel de vestido o traje de baño, una musculosa, un algo que no los dejaba totalmente desnudos. O al menos con la idea de desnudo que me daban esa mañana esos hombros así, en su lecho de muerte. Me pareció que era un intruso invadiéndola en su secreto, en su lugar privado, en su intimidad y que por alguna razón estaba cometiendo una falta mirándola de esa manera cuando ella estaba en otra parte. Como quien entra a una habitación donde hay alguien semidesnudo y pides perdón. Yo no podía pedir perdón y tampoco podía salir de la habitación, pues me habían ayudado a poner túnicas, dos pares de guantes, dos gorras descartables para la cabeza, un tapabocas especial más rígido, lentes de plástico y una máscara transparente; toda esa acción preparatoria había consumido varios minutos para finalmente poder entrar ahí donde ahora estaba. Me dijeron puede quedarse quince minutos y ahora no podía dar marcha atrás apenas entrar solamente por sentir que estaba en el lugar inadecuado. Todas las semanas anteriores había lidiado con ese mismo cuerpo que se desnudaba por partes, o enteramente, cuando ella se destapaba violentamente, quería sacarse una sonda que salía de su vejiga y quedaba con el sexo al aire libre, el vientre tajeado por dos operaciones consecutivas, las piernas inservibles, peleando para que la dejara quitarse cables y agujas de su cuerpo, pues suponía que allí radicaba la razón de estar encadenada a esa cama, sin poder salir de ella ni del hospital, ni de su cabeza ni de su cuerpo. Días en los que se quitaba la ropa y quedaba desnuda, sin sábana, ni calma, ni cuarto, ni ventana. Solamente un desasosiego furioso sin remedio, en el que terminaba atada a los barrotes de una cama y la gota de un calmante comenzaba a bajar hacia sus venas, hasta que el temblor la adormecía, sin descanso ni paz. Ninguna de esas veces ese cuerpo desnudo me dio pudor. En cualquier caso, sentí y pensé otras cosas. Todas tristes. Pero sí sentí el pudor, cierta incomodidad, la mañana en la que entré a esa habitación para despedirme y allí estaban sus hombros desnudos sobre la sábana blanca. Los hombros de un cuerpo que iba a morir en pocas horas y lo sabía. Una sábana que seguramente continuaría siendo lavada y desinfectada muchas veces más en un lavadero industrial, hasta que la tela dejara de ser tan resistente, comenzara a mostrar señales de agotamiento o fragilidad, y quizá pasaría a cumplir otro servicio, tal vez cortada en trozos más pequeños, como trapos que irían a parar vaya a saber dónde y quién sabe haciendo qué.

Lo escribió el mismo día que se murió su madre y era todo verdad. Sin intención alguna, ni para mostrárselo a nadie más que a él mismo. Para contarle a alguien que no existía, o no aparecía. A un amigo lejano o ya muerto, como su madre ahora. O a él mismo, en definitiva. Una manera de duelo, diría alguien luego. Seguramente fue su manera de abrazarse.

La sucesión de pequeños infartos cerebrales había dejado la cabeza de la madre de Emilio como un colador. Un territorio donde la mínima sinapsis o conexión neuronal no siempre tenía lugar. Ahora sí, ahora no. Parpadeaba. A veces con intervalos muy espaciados. Eso, sumado a la demencia creciente día tras día, diseñaba un escenario de episodios obsesivos recurrentes en los que sus manos como garras tiraban con fuerza de la sábana para quitarla de los pies hasta romperla, sacarse las vías por donde le pasaban medicamentos o suero y ensuciar todo de sangre. Tiraba puñetazos al aire que cada tanto terminaban en cualquier ayudante que quería poner alguna cosa en su lugar. Pero por momentos, cuando el monstruo interior descansaba por diez segundos, a veces podía darse esa mirada que Emilio conocía de antes, y ahora lo hacía muy de vez en cuando y de una manera lejana lo miraba a los ojos en un breve encuentro que iba a durar muy poco, en un fugaz descanso. En una de esas ocasiones, luego de una virulencia feroz, bajó a tierra y desde ese lugar ya lejano lo miró a los ojos para decir: yo no quería generarte esta tristeza. Eso duraba apenas unos segundos, cuando sin dejar que la emoción tomara asiento, volvía a los manotazos, a la furia contra no se sabe qué, a preguntar ¿y entonces qué hago?, o a reclamar una y otra vez: ¿vos le dijiste quiénes éramos...?

A no se sabe quién. Y como si ellos fueran unas personas que no eran...

Los reyes de Francia, pensaba Emilio con ironía. Mientras miraba por la ventana del hospital la manera en que las palomas insistían en armar un nido que el viento se empeñaba en deshacer una y otra vez.

***

Al lado de ese archivo llamado “madre”, había otro con el nombre “madr”, igual pero sin la e, como para que estuvieran juntos si alguien hacía una lista o si la computadora los ordenara como los ordena, no se perdieran en lugares distantes y fueran vecinos.

Si Emilio hace clic en “madr”, lo que lee es:

El empleado de la funeraria me ofrece las opciones de ataúd. Un ataúd que nadie podrá comprobar, pues no hay velorio ni traslado del cuerpo en caravana al cementerio. Lo lleva la empresa fúnebre directo al lugar donde será cremada. Le digo que el ataúd no me importa, el más básico. Me mira ocultando la desaprobación y se niega a darme el más barato, de pino nacional, sino el que le sigue. Le digo que no, que quiero el primero de la lista. Va a durar pocas horas en el lugar, y tampoco tengo la certeza de que alguna vez pase por allí o la envíen sin ataúd ni nada. Es solamente una cuestión de fe y por lo tanto no pretendo otra cosa que lo básico. Lo que haría Thoreau en _Walden_, o un habitante de cualquier bosque cuando se le muere un ser querido. Si fuera por mí, la envolvería simplemente en una sábana. Pero eso no es posible. Pino nacional, digo. El más sencillo de todos. Lo digo con autoridad y sin culpa. Pero ahora, cuando es de noche y todavía no la han llevado al crematorio, pienso si la madera estará al menos cepillada. Si tendrá algún forro. O si los pelitos duros de la pulpa de celulosa le picarán sobre la piel cada vez más blanca. Cada vez más fría.

No hay más archivos abiertos en la barra inferior, junto a esos dos. Ignoro si ha escrito otros que se encuentran dentro de la computadora, pero, en cualquier caso, esos dos son los que por alguna razón ha dejado abiertos. En suspenso. No tengo idea de si la razón es porque están inconclusos o como una manera simbólica de mantener a su madre todavía allí. Dejarlos minimizados, para no cerrarlos como quien cierra un ataúd y luego no hay vuelta.

***

Las flores rojas, algo fucsias, que habían nacido en la planta resultaron durar mucho más que otras flores. Con el paso de los días no se deterioraban de forma marcada, como sucedía con otras flores y otras plantas. Y lo que más asombraba a Paula era que desde tiempo atrás había perdido la fe en esa planta, que permaneció mustia y algo seca, con mal aspecto durante meses, al punto que pensó en darla por muerta, y ahora continuaba ofreciendo más flores cada día. Un día sí, un día no. Día por medio le regalaba una nueva alegría. O cada tres o cuatro días, a más tardar, aparecía una nueva flor roja, casi fucsia.

Paula revisa su Instagram y piensa si debería borrar algunas fotos del pasado que no tienen que ver con su vida de ahora. Lo piensa luego de quedar en verse con Emilio, especulando que quizá él mire sus fotos. De hecho, capaz ya lo hizo. Seguramente. O tal vez ni se le ocurre. Hay muchas con su pareja anterior. Muchas. En diferentes lugares, en diferentes ciudades. En un sillón, en la playa, en un teatro, en la calle, en un bar, en la cama. Junto a otra gente que tampoco está más en pareja como lo estaba en la foto. Autorretratos varios en los que se muestra desafiante, aburrida, maquillada, sin maquillar, recién levantada, medio dormida, en el auto, acostada, parada, patas arriba, sin filtro, con filtro y producida o sin producir. Piensa que acaso son muchas. Duda en quitar algunas. Capaz esta de acá. Esta otra. Esta no. Sigue un poco más y llega a la conclusión de que no. Quedan como están. Todas ellas soy yo, piensa. Todas ellas soy yo, dice en voz alta. En el mismo momento en que la gata levanta la cabeza pensando que le hablaba a ella. Pero no. Se estaba hablando a sí misma. Con toda la verdad que le cabía en el cuerpo.

Paula hace listas de cien cosas que van cambiando según el día. Algunas refieren a situaciones que deberían sucederle, le gustaría experimentar o ver en algún momento de su vida futura. Otras son simplemente objetos.

100 sábados restantes
99 páginas sin leer
98 globos de colores
97 noches fuera de casa
96 discos en el iPod
95 nombres de mujer
94 poemas
93 cabellos en el mechón que tienes en la mano
92 revistas new yorker
91 butacas vacías
90 pasos hasta la esquina
89 capítulos de seinfeld
88 dibujos a tinta china
87 troncos de leña
86 ventanas en el edificio
85 programas de radio
84 charing cross road
83 valijas despachadas
82 estatuas sobre un parque
81 sillas tapizadas en rojo
80 días de la vuelta al mundo
79 palabras por página
78 baldosas
77 sunset strip
76 personas que miran hacia el mismo lugar
75 pulgadas
74 besos
73 nombres que no recuerdo
72 horas o tres días
71 policías
70 de ancho por un metro de alto
69 Elvis idénticos
68 latidos por minuto
67 piedras de color piedra
66 piedras de color crema
65 dudas
64 bits
63 años
62 modelo para armar
61 abrazos
60 minutos
59 centavos
58 monjas
57 naranjas
56 estrellas lejanas
55 tonos de verde
54 libros leídos en el año
53 metros de playa
52 días de lluvia
51 locales de ropa
50 maneras de dejar a tu amante
49 pasajeros
48 leyes del poder
47 Street
46 cubiertos en total
45 revoluciones por minuto
44 gatos
43 países
42 semanas haciendo el amor
41 líneas de ómnibus
40 principales
39 escalones
38 de fiebre
37 invitados
36 lápices de colores
35 cosas que no recuerdo
34 semanas de embarazo
33 orientales
32 onzas pasadas a litros
31 de octubre
30 canciones en la playlist
29 veces decir no
28 días ilusionada
27 razas de perro
26 latas de cerveza
25 de mayo
24 horas
23 sabores de helados
22 patos
21 de septiembre
20 árboles
19 santos
18 idas al dentista
17 carpetas blancas
16 válvulas
15 niñas bonitas
14 pájaros en el cielo
13 vidas
12 meses
11 nubes
10 puentes
9 reinas
8 nombres que empiezan con a
7 casas vacías o siete bodas y un funeral
6 despedidas
5 remeras grises
4 negronis
3 hermanos
2 padres
1 cepillo de dientes

Pasó toda la tarde queriendo volver a casa para sustituir algunos elementos de la lista por otros. No quiso anotarlos, pues pensaba que al escribirlos antes se les iría la energía. Al llegar se olvidó de algunos. Pero quitó arroyos, que cambió por puentes, bodas por despedidas, y un perro —que terminaba la lista— lo sustituyó por un cepillo de dientes. Le pareció que todo cerraba mejor, como si fuera la combinación de una caja fuerte que ahora sí hacía clic y cerraba.

O mejor aún, abría.