Soledad Samoa me salvó la vida. Fue a unos sesenta kilómetros de Yagé, en la Amazonia colombiana, cerca de la frontera con Brasil.
En verdad, en la Amazonia no hay fronteras: uno puede caminar unos pasos para aquí o para allá y estar en un país o en otro, nunca se sabe. Las fronteras son líneas que se trazan en una fotografía tomada desde un avión, a miles de metros de altura, líneas blancas intermitentes, artificiales, que a ras de tierra no significan nada. En la selva solo se ven las hojas, los tallos, las largas sogas naturales colgando de árboles que desde el piso parecen rascar la panza de un cielo verde, de un techo de hojas compacto a veinte metros de altura, en donde habitan parientes de los monos, arañas pardas y algunas cacatúas.
Había sufrido el ataque de una culebra peligrosísima, de las llamadas samárima.
La samárima es roja con anillos amarillos y verdes cada pocos centímetros. Es una culebra delgada, pequeña. No mide más de unos treinta centímetros cuando llega a adulta. Pero cuando es joven, resulta diminuta, apenas se ve. Se escurre entre el follaje y se trepa a la ropa. Uno puede caminar y llevarla durante kilómetros en un pliegue del pantalón, en la mochila, en un bolsillo de la chamarra o envuelta en el tul del mosquitero. Por las noches suele meterse dentro de las botas, por eso siempre hay que dejarlas colgadas boca abajo, anudadas sobre el agujero donde va el pie, de modo que a la culebra se le dificulte entrar. Siempre hay que taparse bien los oídos y sacudir las botas con cuidado antes de calzarse.
Las culebras del tipo samárima no poseen glándulas venenosas, apenas sí un par de grandes parótidas inofensivas que dan abundante saliva a los costados de la boca. Los colmillos son débiles y finos como agujas. El peligro de la samárima está en el silbido: es mortal. Las samárimas producen un silbido agudo, de alta frecuencia, capaz de causar la muerte en pocos minutos. El grito o canto de las samárimas paraliza a su presa, la deja quieta como una estatua.
En una ocasión, entrado en tierra brasileña, vi a una samárima paralizar un pájaro tres veces mayor en peso y en tamaño que ella. La culebra puso su cabeza en dirección a la presa, abrió la boca, sacó la lengua (que en esta especie no es bífida, sino más bien ancha y en forma de pala, parecida a la humana) y lanzó su grito indecible, un silbo filoso, largo y transparente como un cristal emponzoñado. Por precaución, yo me había tapado los oídos con unos botones de goma, imprescindibles para no sufrir el efecto venenoso de su silbido. En toda expedición a la selva uno debe llevar varios pares de estos tapones protectores. El pájaro, aterrado, osciló en la rama del árbol, todos los músculos rígidos como si le hubiera atacado una repentina fiebre tetánica, las alas duras pegadas al cuerpo, las plumas marchitas de golpe. El bulto vaciló y cayó a tierra con un sonido grueso: “Pafffff”.
Lo escuché claramente, pues los tapones de goma protectores solo filtran los sonidos agudos venenosos de la culebra, no los graves y anchos, no los rugidos. De otro modo uno se salvaría de la samárima, pero resultaría fácil presa de los jaguares y otros gatos del monte.
La rigidez muscular causada por el canto de la samárima era tanta que inmediatamente después de golpear el piso el pájaro se partió en dos, como si se tratara de un ave de piedra: “Crack”.
Las dos partes todavía estaban vivas pero inmóviles. Palpitaban separadas sobre el suelo. En cada mitad había quedado una parte de la cabeza, medio pico, una parte del cuello, un pulmón y una pata, de modo que cada parte respiraba, alentaba todavía sin decidirse a morir. ¿En qué lado de aquel pájaro había quedado el corazón? ¿En el izquierdo? ¿En el derecho? ¿El corazón también se había partido en dos? ¿Cómo podía aquel pájaro seguir latiendo en sus dos partes escindidas, con solo el pulsar cardíaco del agujero del pecho? No lo sé. Tal vez el corazón había quedado entero en una de las mitades, la izquierda quizás, que es donde suele encontrarse. Tal vez la glándula transmitía su impulso por simpatía eléctrica, por fluido telépata a través del aire a la parte contigua que yacía en tierra. No lo sé.
Son misterios de la selva.
Solo sé que el canto de la samárima paraliza con su veneno sibilante, pero permite a la víctima continuar viva durante varios minutos, para aprovechar mejor la carne y los jugos vitales frescos.
La samárima, en este caso, no esperó demasiado: engulló las partes del pájaro, una primero y otra después, sin darles tiempo a morir del todo. Se las tragó vivas, grandes como eran, respirantes. Para eso ensanchó su mandíbula mediante un movimiento del hueso cuadrado, un pequeño apéndice óseo en bisagra que permite a las serpientes tragar presas de diámetro impensable.
Las dos partes se reunieron en el tubo digestivo dilatado de la samárima. Luego la culebra, pesadísima a causa de la presa, se arrastró unos metros y se perdió en la espesura para dormir la siesta de la digestión.
Yagé es un pequeño poblado que no figura en los mapas. Unos dicen que se encuentra en Colombia, otros en Brasil. Oficialmente, ambos países discuten la tenencia de una vasta zona en torno a Yagé, Simih y Huita, tres pequeñas aldeas en medio de una vastedad vegetal, cuyo suelo es rico en minerales de uranio y, dicen, riquísimo en oro y petróleo, y en donde crecen en forma natural ciertas especies de helechos que producen curas milagrosas y cuyos principios activos son disputados por los grandes laboratorios internacionales para elaborar sus fármacos.
Pero lo cierto es que ni a Colombia ni a Brasil les interesa Yagé, ni Simih ni Huita, ni sus pocas decenas de habitantes aborígenes que viven del cultivo de mandioca y de la recolección de peces y cangrejos de río.
Conocí a Soledad Samoa en Yagé. Una expedición de National Geographic Society la había contratado como guía para filmar un programa especial titulado “En busca de la legendaria samárima”.
Todos los biólogos, etólogos, camarógrafos y asistentes de la expedición llevaban unos gruesos auriculares como protección extra ante la ponzoña sonora de la samárima. Pero Soledad, no. Soledad iba descalza, la cabeza descubierta, el largo cabello oscuro sobre la espalda, un exiguo pareo anudado al cuerpo, varias pulseras que le cubrían los antebrazos desde las muñecas casi hasta los codos. No llevaba reloj. Se guiaba por la luz del sol que se filtraba a través del tupido techo de hojas y enredaderas. En el hombro derecho tenía un tatuaje en forma de Y, bien profundo, algo disimulado debido a la piel oscura de Soledad.
—Es el Yagé —explicó—. La Y por donde se aspira el Yagé.
En ese momento no entendí lo que quería decir. Supuse que el tatuaje era una alusión bastante obvia, una especie de homenaje al pueblito donde residía desde hacía cierto tiempo.
Soledad Samoa era hermosa. Doctora en Literatura Latinoamericana y doctora en Antropología, había estudiado en la Universidad de Harvard.
—Con los gringos —aclaraba—, pasé años estudiando con los gringos. Me aburrí como una ostra —contaba, y abría la boca inmensamente, como para bostezar, pero no bostezaba, Soledad Samoa jamás bostezaba, jamás tenía sueño, nunca dormía.
—¿Sufres de insomnio?
—No, para nada. Sueño despierta, eso es todo. Duermo con los ojos abiertos.
—¿Y eso es posible?
—Por supuesto. Claro que sí: puedo caminar, hablar y hasta puedo comer dormida.
—...
—Es bueno. Sirve para estar alerta. Si hay una samárima cerca lo sabré antes que nadie. Dormida puedo oler mejor a esa serpiente.
—¿Olerla?
—Claro. La huelo a cien metros de distancia. Sé dónde está.
—¿Y cómo es el olor de la samárima?
—Muy delgado, sutil pero evidente, semejante al olor del ser humano...
—¿Y cómo es el olor del ser humano?
—¡Casi igual al de la samárima! —Soledad se echaba hacia atrás y reía a carcajadas—. ¡Igual al del hombre! Es un aroma un poco más delgado que el del hombre, menos ácido, pero más fuerte que el de la mujer...
—No entiendo.
Soledad Samoa volvía a reír.
—Claro que no entiendes. Es algo que no se puede entender.
Entonces se levantaba y se alejaba del grupo. Iba hasta la orilla donde la selva es tan tupida que ni siquiera a golpes de machete se puede entrar en ella. Llegaba allí descalza, suavemente. Apartaba una rama, y otra. Imperceptible, lograba introducirse entre las hojas y desaparecía. No lastimaba ni un tallo, no necesitaba abrirse paso con brutalidad, como hacen los exploradores. Solamente introducía su delgado cuerpo en la sombra solar, en el espacio botánico del mundo. Se deslizaba como una anguila o como alguna otra clase de animal en el universo, resbalosa, neutra, avanzaba en la espesura sin deteriorar ni contradecir las palabras verdes de la tierra.
Así viajaba cada tanto, una y otra vez, hasta lo profundo, y retornaba con una sonrisa en el rostro y la boca cerrada de quien no quiere hablar. Los ojos le brillaban. Era evidente que algo iba a buscar en lo profundo de la espesura. Y lo encontraba.
Cuando regresaba al campamento, permanecía callada, tranquila. No volvía a reír hasta el día siguiente.
***
Los camarógrafos de National Geographic sufrían pavor. Uno de ellos, bajo los auriculares, se había colocado en los conductos auditivos cera y encima unos tapones de goma, de esos que dan las azafatas en los aviones para evitar que zumben los oídos en la cabina presurizada.
Resultado: no escuchaba las órdenes del director de cámaras. Se distraía, se entretenía con cualquier cosa. Quedaba embobecido, mirando los pajaritos, las aves de la selva, los pequeños insectos y los insectos grandes, monstruosos, como la mantis religiosa, que en ese lugar de la Amazonia alcanza a medir más de noventa centímetros.
—Vamos al sudeste —ordenó Soledad.
—¿Por qué? —mugió el productor ejecutivo de National Geographic.
—Porque ahí está la samárima. La siento.
Fuimos al sudeste. Uno de los camarógrafos sufrió un soponcio, cayó redondo y con él la cámara y las baterías.
El incidente nos retrasó dos horas. Al fin, el director decidió enviar al camarógrafo de vuelta a Yagé, acompañado por un asistente.
Me pidieron que cargara esa cámara. Lo hice. Iba de polizón, de agregado en la expedición, y debía congraciarme con los gringos.
La cámara pesaba una enormidad. Casi no podía con ella.
Caminé casi diez kilómetros con esa maldita cosa. Hasta que dije:
—No puedo más. Largo esta porquería.
—Stupid south american man! It’s a laser machine1 —dijo el director.
—What?
—A laser machine. Something like a “Wonder Woman”... You are a stupid journalist. You must not leave the camera!!! You must not leave the “Wonder Woman”...
—¿Lo qué?
—La “Mujer Maravilla” —tradujo Soledad—, llevas la Mujer Maravilla a cuestas. No puedes abandonarla. Esa cámara es vital para la filmación.
—Pero es una cámara, solamente una cámara, una simple cámara pesadísima. Plomo puro. Con razón el gringo que la cargaba se desmayó...
—No puedes dejarla —explicó Soledad Samoa—. Esa cámara es la que capta las vibraciones de la samárima. Tiene un equipo de sonido incorporado. Un equipo especial.
—Pero si capta el silbido de la samárima también puede captar el veneno. ¡Millones de espectadores pueden morir paralizados al escucharla!
—No es así —aclara Soledad—, el micrófono de la cámara tiene filtros. Atrapa las altas frecuencias. Deja pasar solo el sonido sibilante, no el mortal que expele la samárima por su boca.
—SSSbufff —rebuzné.
El director de National Geographic me miró fijo.
—If you don’t want to take the Camera, you’re fired!
—¿Que qué?
—Que si no quieres llevar la cámara, quedas despedido —explicó, dulce, muy dulcemente, Soledad Samoa.
Miré el armatoste. La había dejado un momento en tierra. El ingenio de circuitos integrados y especies ópticas reposaba sobre el trípode. Parecía un avestruz lunático sobre el suelo parduzco de la selva. En la parte de arriba tenía una semicircunferencia, una especie de antena que apuntaba al espacio exterior.
“Eso es lo que transmite los datos a la NASA”, pensé. “A la CIA”, pensé. “Al FBI”, pensé. Pero no dije nada.
Soledad hizo una cosa absurda: se acercó a mí. Se acercó y tomó una de las correas de la cámara para ayudarme a cargar con el monstruo.
El director gritó:
—Shit!!!2 Pero aceptó la situación. Llevamos la endemoniada cámara de National Geographic juntos, entre Soledad y yo, durante varios kilómetros, internándonos cada vez más en la selva. A decir verdad, ya no me importaba el peso de la maldita cámara. No solamente porque tenía ayuda. No. Además de compartir el peso, ahora sentía cerca, muy cerca, a Soledad Samoa, percibía su piel entera, su tatuaje en forma de Y y esa fragancia a savia que me nublaba.
Me había enamorado.
***
Siempre sucede del modo más inesperado. Me había detenido a beber agua, estaba muerto de sed. La cámara pesaba casi cuarenta kilos y me estaba deshidratando.
El resto de la expedición, todos los gringos, las demás cámaras y el equipo subían una cuesta. Iban cantando:
—God save the Queen!3 The Queen no era, por supuesto, la reina de Inglaterra. Los técnicos de National Geographic se referían a la culebra mortal, al monstruo. The Queen, la reina, no era el conjunto de rock ni la inquilina del palacio de Buckingham, sino la samárima, el reptil espantoso que estábamos buscando.
—God save the queen! —se oía cada vez más lejos.
—¡Shhhh!
—¿Qué pasa?
—Está cerca. Muy cerca —musitó Soledad.
—¿Quién está cerca?
—La reina. La reina está cerca —dijo Soledad Samoa y cerró los ojos.
Yo los abrí bien, abrí los ojos como un desquiciado. Miré hacia todas partes y no vi nada. Solo verde, verde y más verde. Nada más que verde. Alguna flor violeta de vez en cuando, algún pétalo del color del jazmín. El resto era todo verde. Ni trazas de la culebra de anillos amarillos y rojos.
—¡Allí! —gritó Soledad, y me pegó en el brazo fuerte, tan fuerte, que grité como un descosido.
—¡¡Ayayay!!
—¡Silencio! —ordenó Soledad—. Atención. Mucha atención.
Por más que me empeñaba en mirar, no veía nada.
—Allí —repitió Soledad, y el índice de su mano derecha señalaba la selva entera.
—¡Allí!
Entonces pude saber lo que se siente cuando uno está a las puertas del infierno. Era una culebra, una culebrita nomás. Parecía solo un adorno en la inmensidad de la selva. Un puñado de células vivas. Pero tenía la boca abierta y estaba a punto de gritar.
—¡Tápate los oídos! —ordenó Soledad.
Entonces vi el abismo. Lo vi. La vi. Ahí estaba. La samárima. Perfecta. Elegante como una joya en medio de la vileza. Fría, expectante. Allí estaba.
No era muy grande. Abría la boca. La garganta roja de la culebra completamente brillante, limpia. La cabeza se dirigía a mí. Tomé la cámara pesada como plomo y la enfoqué.
Primer plano.
Lengua inmensa. Saliva dura. Humedad roja. Dientes de estrella. Activé el zoom electrónico y pude obtener una imagen límpida de la bestia. Encendí el grabador.
Y la serpiente gritó.
—¡No la escuches! —advirtió, inútil, Soledad Samoa—. ¡Tápate los oídos!
Era tarde.
Me envolvió una nube. Quedé sordo. Se me taparon las membranas. Supe que no viviría más después de ese momento. Quise respirar, quise atrapar más aire, pero fue en vano.
En todo el universo de mi cuerpo se escuchó el sonido, la voz mala y aguda de la culebra.
—¡¡¡Iiiiiiiiii!!!
Y en cada parte de mi cuerpo una roca se deshacía y nacía otra. Así, miles de rocas, en cada célula, se atoraban, formaban grumos dentro de mi organismo.
—¡Cuidado!
Alcancé a oír la voz de Soledad Samoa, pero enseguida los pabellones de mis orejas se volvieron de piedra. La nariz de piedra, los párpados de piedra.
Todo mi cuerpo era de piedra, toda mi alma, mis recuerdos. Mi cabeza parecía el peñón de Gibraltar.
—¡Cuidado! —volvió a gritar Soledad. Pero ya todo me pesaba eternamente. Tenía los brazos de granito y mis ojos caían como perlas dentro de la muerte.
Descendí a un lugar remoto y frío. Sentí a mi sombra gangrenarse.
Entonces Soledad sopló en mi boca. Dijo:
—Solo una mujer puede salvarte.
Sopló en mi boca y sopló en mis oídos. Dijo palabras que no recuerdo. Casi estaba muerto. Pero regresé.
—¡Estás vivo! —gritó Soledad Samoa en mi tímpano derecho, obstruido hasta hacía un momento por el sonido de la culebra.
Entonces llegó, sobrevino de súbito el resto de la expedición. Y también mi cuerpo volvió a mí. Mi cuerpo comenzó a ablandarse. Como un trozo de carne recién sacado del freezer. Comencé a descongelarme.
Mataron a la culebra.
—¡Ya no va a poder cantar! —lamentó Soledad.
—¡Tomen un primer plano! —bramó un asistente.
Me había salvado. Me había salvado gracias al susurro de Soledad Samoa, el mejor antídoto contra el sonido de la samárima. El único antídoto: la voz de una mujer que sabe el secreto.
Una gringa del equipo de producción me alcanzó un trago de agua. Estaba mareado. Sentí náuseas.
—Take! It’s the best drink!4 —dijo la woman.
Yo ya no quería nada. Ni beber ni vivir. Pero respiré. Escupí.
Bebí y escupí el trago de agua. La oscuridad. Escupí y bebí sin ganas aquel trago de agua de la tierra.
—¡Se salvó por milagro! [en español en el original] —comentó otro asistente.
—Yes. You’re a survivor!5
La cámara me tomaba de cuerpo entero.
Así salí por televisión en todo el mundo: medio muerto. Boqueando como un pez idiota. Esa es la fama.
Soledad me dijo:
—Ahora, para que no te mueras de verdad, debes tomar también esto.
Metió un par de cánulas en cada una de mis narinas. Un extraño artefacto en forma de Y.
—¡Aspira! —ordenó.
—¿Qué es?
—Es el antídoto de la muerte.
Inhalé.
Me sentí mejor. Me sentí vivo. Todas mis preocupaciones ya no tenían sentido. Ya nada importaba en el ancho mundo.
—¿Qué es?
—Es el yagé —explicó Soledad Samoa.
Y me besó en la boca por primera vez.
Sentí frío. Calor. Y frío otra vez. Y calor de nuevo.
Había resucitado. Estaba vivo.
Y esta es la historia que quería contar.
Anexo poético
El hambre circular
Un zoológico es abandonado. En la oscuridad del serpentario dos ojos esperan inmóviles la ración diaria de moscas, los pequeños pedazos de carne de caballo, el cambio de agua. Luego de muchos días de latencia, la serpiente decide comerse a sí misma, se acerca a su extremidad nutricia y se devora con morosidad, relevándose.
Meses después, la serpiente, lo que queda de ella, es rescatada y su caso expuesto con detalle en un simposio internacional.
Nota del editor: Tema de los mitos fundantes desde siempre, símbolo dilecto del simbolismo y habitante de la literatura en múltiples apariciones, la culebra en sus variados formatos ha estado presente en varias ocasiones en la prosa y la poesía de Rafael Courtoisie. Sin vinculación alguna con el cuento anterior, este anexo en prosa poética lo ejemplifica. Procede de Jaula abierta (Dilema, 2004).
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¡Estúpido sudamericano! Es una cámara láser / ¿Qué? / Una cámara láser. Una especie de “Mujer maravilla”... Eres un periodista estúpido. ¡No puedes dejar la cámara! No puedes dejar la “Mujer maravilla”... ↩
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¡Mierda! ↩
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¡Dios salve a la reina! ↩
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¡Toma! ¡Es el mejor trago! ↩
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Sí. ¡Eres un sobreviviente! ↩