Sin duda, el título puede resultar ambiguo y llevar a derivas graciosas; al fin y al cabo, Onetti no es un apellido muy raro. En las páginas de la guía telefónica española siempre hubo unas cuantas entradas bajo este, y ni hablar si ampliamos la búsqueda fuera de España o la centramos en el Río de la Plata. Incluso hubo un escritor nacido en Buenos Aires llamado Jorge Onetti con obra relevante, premiada y reconocida dentro de la generación de los sesenta. Cuando a este Jorge Onetti se le preguntaba por qué no cambiaba su primer apellido por el segundo, para sobrevivir al peso del nombre del que ya era uno de los narradores más importantes del continente, suspiraba y decía que su segundo apellido también era Onetti. ¿Y usar el de su abuela paterna? Peor: ese “tercer” apellido era Borges. Así que continuó, con su nombre de nacimiento, una trayectoria literaria y periodística interesante siendo hijo de Juan Carlos Onetti.
Pero es sobre el padre que queremos arrojar una luz especial. Sobre el escritor alabado como un clásico, leído y traducido en todo el mundo, ese a quien Julio Cortázar le dijo, leyendo Dejemos hablar al viento (1979): “He encontrado todo ahí, todo lo que te hace diferente y único entre nosotros”. Ese hombre al que sus nietos llamaban Charlie, su hermana, Carlitos, y al que su esposa Dolly siempre recordó como Juan. O no siempre.
Para indagar en un pasado que comienza a mediados del siglo pasado hemos tenido una oportunidad única: consultar una correspondencia que va desde 1963 hasta 1981. Durante todos esos años, Dorotea Muhr, siempre conocida como Dolly Onetti, escribió todas las semanas, a veces más de una carta, extensa, detallada, a sus padres en Buenos Aires; y cuando fallece el padre, continúa en contacto cariñoso con su madre y hermana.
En esas cartas, por supuesto, aparece mucho de Dolly, hiperactiva, cariñosa, compartiendo su pasión por la música con su familia, un padre violinista, una hermana pianista. Pero siempre cercana de la realidad, las relaciones humanas, las necesidades prácticas y las espirituales.
En 1963 Onetti tenía 54 años y Dolly 16 menos. Aunque se habían conocido en Buenos Aires, en esta época vivían en Montevideo, donde se habían refugiado 13 años antes huyendo de un Juan Domingo Perón al que Onetti no soportaba por su autoritarismo. Vivían en un modesto apartamento subsistiendo con ingresos magros del periodismo de él y de un trabajo administrativo de ella.
Cartas torrenciales
Las cartas están escritas en inglés, el idioma familiar, pues la madre era de origen francés y el padre alemán. En medio se cuelan algunos términos rioplatenses. Y en esas cartas el escritor es On para Dolly y su familia. Son cartas torrenciales en las que se mezclan situaciones domésticas, descripciones de las dificultades y los éxitos, ocasiones de alegría cuando empieza a concretarse su carrera como violinista, con un pluriempleo que lleva sin quejas, recetas de cocina, recomendaciones sobre la salud de los padres y reflejo de lo que pasa en la casa. Aparecen todos los amigos, los editores, los políticos, y va surgiendo poco a poco el cada vez más intenso interés internacional por la obra del escritor uruguayo que Dolly detalla con inocultable orgullo.
En este punto resulta interesante destacar la abundancia de ofertas de traducciones de su obra, adaptaciones a lo audiovisual, invitaciones a congresos, a ser jurado, a viajes de homenaje en esa primera época. De este modo se contradice la idea de la falta de reconocimiento temprano de la obra de Onetti. Lo que en cambio queda también claro es la falta de sentido práctico del escritor, que le impidió hacer valer en términos económicos todo ese interés. De ahí la importancia de la presencia de una agente literaria, Carmen Balcells, que aparece a mediados de los años setenta y toma a su cuidado los intereses de Onetti. “Debe pagarse cada letra que escribas”, le dijo, y así se ganó la gratitud del escritor expresada públicamente y que terminó en la dedicatoria de su último libro, Cuando ya no importe (1993).
En esos tempranos años sesenta, Onetti hace un viaje muy extenso a Estados Unidos, acepta un homenaje en México, viaja a Buenos Aires como jurado, y entretanto cumple con sus tareas periodísticas en el diario uruguayo Acción. Luego acepta un cargo en la dirección del Teatro Solís de Montevideo cuando fracasan otras promesas de políticos que consideraba sus amigos. En verano nada en el lago cercano a una pequeña casa que habían comprado sobre la costa, cerca de la ciudad, donde recibe a amigos y se divierte con los niños que, como siempre ocurrió, se sienten cómodos en su cercanía.
Espíritu burlón
Está en su naturaleza el juego, con adultos y con niños, por eso su primer nieto pudo decir: “Es muy fácil llevarse bien con Charlie, basta hacer las mismas pavadas que él”. Y así es: si jugando con unos niños vecinos, uno de ellos tiene una hemorragia de nariz, él se coloca salsa ketchup en la suya para consolarlo. Y les inventa historias, como la de un viejo barco en el lago que lleva ¡una vaca amarilla con gafas!
Pero también pasan cosas muy serias, y contrariamente a la creencia de que Onetti no expresaba posiciones políticas, en 1965, cuando Estados Unidos invade República Dominicana, de inmediato envía su adhesión a una declaración de protesta. Mientras tanto, el final de la década del sesenta es ya una época de inquietud social en Uruguay; hay huelgas en muchos servicios, manifestaciones de protesta, escasez de ciertos alimentos. No pueden viajar a Buenos Aires quienes tengan visados previos a países comunistas... y Juan había estado en Cuba.
Si bien Onetti sigue leyendo tumbado en la cama, escribe mucho, incluso con horario: de once a cinco de la tarde. Pero luego trabaja, se ocupa de la temporada teatral del Solís, cena con visitantes extranjeros o amigos hasta tarde en la noche.
Una vorágine de actividad
En medio de las dificultades esa casa es una vorágine de actividad: Dolly limpia, cocina, estudia para los diferentes conciertos, ya que ingresó a la orquesta nacional, pero sigue con cuartetos y bolos, y además escribe las cartas que debe enviar Onetti para responder a consultas, invitaciones, periodistas. Por si fuera poco, revisa la traducción al inglés de El Astillero (1961). Una de las consultas le fue hecha por Gabriel García Márquez acerca de una película en México sobre esa novela, que ya había suscitado admiración, y él responde que acepta con la condición de que Larsen no sea interpretado por un mexicano con mostacho.
La situación política sigue empeorando y en su ausencia allanan su casa en la playa, buscando, dicen, a algunos secuestrados por los tupamaros. En contraposición, una de sus queridas amigas, la periodista María Esther Gilio, de ideas izquierdistas, sufre un atentado con bomba en su casa por fuerzas antitupamaras, afortunadamente sin consecuencias.
Pero Onetti no pierde su sentido del humor, esa ironía que lo acompañará siempre. Cuando lee que el escritor italiano Alberto Moravia había dicho que después de leer Juntacadáveres (Juan Carlos Onetti, 1964) y Cien años de soledad (Gabriel García Márquez, 1967) se había dado cuenta de que la novela no había muerto y, por lo tanto, había decidido volver a escribir, le dice a Dolly: “Tengo que escribirle a ese muchacho para alentarlo”.
Tono ameno
Sin duda, la intención de estas cartas es grata; Dolly no quiere inquietar a sus ancianos padres y, por lo tanto, casi siempre el tono es ameno, sin quejas, pero lleno de anécdotas y detalles. Con muchos datos de amigos comunes o que ella les ha presentado a través de relatos personales cuando los ha visitado en su casa de Olivos, en Buenos Aires. Por eso, cuando llega el golpe de Estado en Uruguay, en la carta del día siguiente, el 28 de junio de 1973, no hay descripciones siniestras de lo que pasa en la calle, solo alerta de lo que fue una triste coincidencia: la muerte ese día de un gran amigo de Juan, el escritor Francisco Espínola, apenas un poco mayor que él.
Dada la situación, deciden aceptar una invitación hecha desde España y reiterada en varias ocasiones. Visitan Madrid, casi toda Andalucía, Barcelona, rodeados de reconocimiento y atenciones. Teniendo en cuenta la generosidad del trato recibido, ambos se sienten “impostores”, y él responde a todas las invitaciones y compromisos sobreponiéndose a su natural timidez. El director del Instituto de Cultura Hispánica,1 el embajador Juan Ignacio Tena Ybarra, los poetas Luis Rosales, Félix Grande, que lo había visitado en Montevideo, y muchos otros, los agasajan y expresan su admiración y cariño, seguramente como un modo de protegerlos de lo que podía esperarles en Uruguay.
Sobrevivir en dictadura
Pero vuelven, como tantos otros que creyeron que podían sobrevivir en dictadura. Justo cuando acaban de comprar una casa con jardín, que ilusiona a ambos, pues Dolly podía dedicarse a sus plantas y flores y él leer a la sombra, a las pocas semanas es llevado preso. La historia es conocida: en un concurso del semanario Marcha un jurado en el que participa Onetti premia un cuento[^3] que es considerado por los militares subversivo y pornográfico. Una cadena de errores y omisiones impide que se tenga en cuenta la advertencia previsora de Onetti: cuidado antes de publicar el relato. Están presos todos los miembros del jurado que estaban en Montevideo, y por supuesto el autor del cuento, que lo pagó con torturas, cinco años de cárcel y posterior exilio.
Aquí podemos poner fecha al comienzo de la depresión y la oscuridad en la vida de Onetti, eso que aflorará en el exilio y será una realidad para quienes allí lo conozcan.
Si no fuera tan dramática la situación —imposible conciliar el sueño, casi no come—, resultaría cómica la lectura de las cartas de esas fechas: cada semana Dolly anuncia a los padres con forzado optimismo que seguramente saldrá libre en los siguientes días. El alivio del traslado a una clínica no elude la realidad de que no está libre, por más que ahora puede leer y recibir alguna visita.
El viaje definitivo
Su regreso a casa coincide con buenas noticias: Venezuela lo invita, Italia le otorga el premio a mejor escritor extranjero luego de conocerse la traducción de tres de sus libros, en Francia el estudio de su obra pasa a ser obligatorio en universidades, en España Cuadernos Hispanoamericanos publica un grueso tomo crítico sobre su trabajo. Y si bien acepta el viaje a Italia que se prolonga a París, al volver a Uruguay el ambiente opresivo de la dictadura, la represión brutal en el mundo de la cultura los lleva a aceptar el nuevo viaje a Madrid, que será el definitivo.
Onetti tiene 66 años y, aunque se sienten queridos y respetados, acogidos con generosidad, tienen que empezar de nuevo. Vendrá la difusión de su obra internacionalmente, vendrán premios y homenajes, algunos viajes más, pero también la noticia de tanto horror, a 12.000 kilómetros de distancia, pero muy dentro de su corazón. La lectura es su refugio, Dolly le lleva libros de la biblioteca del servicio cultural norteamericano. Es tal su inagotable afición que decide llevarle los libros por orden alfabético. Así, cuando le preguntan qué está leyendo, él responde “la C”.
Mantendrá su sentido del humor, su necesidad de escribir (termina Dejemos hablar al viento, escribe dos novelas más y varios cuentos, entre ellos “Presencia”, el único claramente ligado a la dictadura de toda su obra), pero su vida activa y luminosa ha terminado. Su apoyo fundamental sigue siendo Dolly y él trata de que se sienta feliz aceptando las ideas siempre energéticas de ella. Cada verano irán de vacaciones, las que, sobre todo en los últimos años, serán de una cama a otra cama, a leer y a charlar con los amigos. Esta es la imagen que quedó en comentarios y entrevistas. Pero hubo otro Onetti.
Hortensia Campanella es investigadora literaria y periodista. Entrevistó a Juan Carlos Onetti varias veces y fue la editora de sus obras completas para Galaxia Gutenberg, de España. En la actualidad preside la Fundación Mario Benedetti. Una versión de este artículo apareció en el suplemento literario de El Periódico, de España.
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“El guardaespaldas”, de Nelson Marra, publicado en Marcha el 8 de febrero de 1974. ↩