En 1978, David Levine —ilustrador de The New York Review of Books— dibujó una caricatura de Margaret Sanger, pionera del control de la natalidad, en la que aparecía usando una malla con estrellas debajo de la cintura y saltando con mucha seguridad desde lo que parecía un trampolín. Mirando un poco mejor, se trataba de un diafragma contraceptivo elástico. Desde luego: Sanger era la Mujer Maravilla.
La elección de la imagen era obvia. Varias décadas antes, Sanger había defendido que se debía educar a las mujeres en los temas del sexo, sus placeres y consecuencias, y proveerles la información y el respaldo médico que precisaran para decidir su destino como madres (o como no madres, si así lo elegían). Cuando cofundó la primera clínica estadounidense de control de la natalidad en Brooklyn, Nueva York, en 1916, Sanger inició un movimiento que con el tiempo alcanzaría la meta de poner a disposición métodos anticonceptivos y medicina reproductiva en Estados Unidos y en gran parte del mundo (aun si en la actualidad ciertas acciones legislativas obligan a la descendiente de aquella primera clínica, la hoy respetable Planned Parenthood, a seguir luchando por mantenerse operativa en los estados con mayoría republicana).
La Mujer Maravilla parecía uno de los pocos símbolos de la feminidad lo bastante fuerte como para ganar semejante batalla, y en los años setenta, cuando se publicó la caricatura de Levine, estaba experimentando un resurgimiento. En 1972, Gloria Steinem y las demás fundadoras de la revista feminista Ms. la eligieron como chica de portada de su primer número. Ms. contribuyó incluso a publicar un libro con una selección de las historias de la Mujer Maravilla más afines al feminismo, que durante décadas fue muy utilizado como compilación de los primeros años de la historieta. En la introducción, Steinem recordaba la emoción que sintió cuando, a los ocho años, se encontró con esta despampanante y atlética princesa amazona, que desde una isla resguardada volaba en su avión invisible para ayudar a Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial: “Al volver a ver esas historias de la Mujer Maravilla de los años cuarenta, me sorprende la potencia de su mensaje feminista”.
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La opinión de Jill Lepore en La historia secreta de la Mujer Maravilla1 es que Steinem y su grupo, al volver la mirada hacia la Mujer Maravilla original para tomarla como modelo, pensaban en algo más que en el atractivo comercial. Lepore argumenta que la superheroína había sido siempre una suerte de “eslabón perdido” para el feminismo estadounidense: un puente, imperfecto pero innegable, entre generaciones separadas por una gran distancia. En sus tramas kitsch y su escasa vestimenta se escondían alusiones y tropos visuales que remitían a antiguas luchas por la libertad de la mujer, y algunas historias incluso estaban enmarcadas en luchas como la del derecho a un salario digno y a la igualdad básica, que todavía hoy persisten.
En los episodios de la Mujer Maravilla se veía a mujeres aprisionadas por interminables cuerdas o cadenas, un tema constante en el arte que en décadas anteriores demandaba el derecho al voto. La alegoría tradicional de una isla de princesas amazonas aparece en la ciencia ficción feminista ya a principios del siglo XX; el discurso de una mujer fuerte, maternal y con una moral elaborada, en oposición al dios de la guerra, Marte, es incluso anterior. Al mismo tiempo, las primeras historietas solían incluir un suplemento especial, editado por una joven campeona de tenis, que resaltaba a ciertas heroínas. Las elegidas iban desde sufragistas blancas hasta la abolicionista negra Sojourner Truth, pasando por poetas como Elizabeth Barrett Browning. Se trataba de pioneras de distintas profesiones y deportes, incluyendo a una de las fundadoras de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. Hasta tres décadas más tarde, es poco probable que haya habido otra plataforma de modelos de conducta para las niñas estadounidenses que haya sido más popular que esta historieta. En síntesis, la Mujer Maravilla era una creación explícitamente feminista. Y, sin embargo, las generaciones más jóvenes de feministas no han tenido cabal conciencia de esto, de la misma forma que las feministas de los años setenta reaccionaban con desconcierto cuando les pedían que identificaran en fotos a las primeras sufragistas. Por eso, la Mujer Maravilla es también el símbolo de una amnesia que atraviesa la cultura, parte del problema más general de que las feministas estadounidenses no hayan adquirido aún un sentido integral de su pasado y, por lo tanto, no puedan inspirarse o aprender de él las enseñanzas más útiles.
También en un nivel literal Lepore tiene detalles reveladores para aportar al trasfondo feminista de la Mujer Maravilla. De manera oficial, la historieta (no me refiero a una tira en un diario, sino a un libro que seguía la serie de aventuras de un héroe o, en este caso, de una heroína) fue lanzada en 1941 por un hombre llamado William Moulton Marston. Marston, que trabajaba bajo el seudónimo Charles Moulton, fue sin duda el creador, pero en la práctica contó con la asistencia de su esposa, Sadie Elizabeth Holloway Marston (mencionada a veces como Sadie, otras como Betty), y también con la de una mujer más joven, Olive Byrne, que vivió con el matrimonio durante años. Tras la muerte de Marston en 1947, Sadie y Olive seguirían viviendo juntas varias décadas más. El arreglo doméstico de este trío ha sido a menudo calificado como “poliamoroso”, una etiqueta simplista que no alcanza a capturar sus momentos alternantes de fluidez sexual, fusión personal y profesional, ni la conveniencia de su equilibrio entre vida personal y trabajo.
Sea como fuere, Olive se encargó de criar a los hijos de Marston con ambas mujeres. Y Olive era nada menos que la sobrina de Margaret Sanger. Para ser más precisos, era la hija de la hermana menor de Sanger, Ethel Higgins Byrne, quien había fundado junto con Sanger aquella primera clínica para el control de la natalidad en 1916 y quien, luego de que las hermanas fueran arrestadas por distribuir anticonceptivos, tuvo un breve período de fama en todo el mundo por ser la primera persona que hizo una huelga de hambre en Estados Unidos. Era más radical que Margaret y en poco tiempo fue marginada de la posteridad como resultado de la tozudez con que su hermana la fue apartando del movimiento estratégico que pretendía liderar.
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¿Qué conclusión podemos sacar de estos interesantes datos? William Moulton Marston nació en 1893 en lo que ahora es Saugus, en el noreste de Massachusetts. Su padre era un comerciante de lana, mientras que su madre creció en lo que debe de haber sido un ambiente parecido al de un invernadero: un castillo de estilo medieval enorme con sus torres, construido en una colina elevada al norte de Boston. Annie Moulton fue una de las cinco niñas criadas en el castillo.
Lepore, con escrúpulos para especular cuando carece de documentación, tiene lamentablemente poco para decir sobre el panorama de lo que debían ser las cenas familiares dominicales del joven Marston en el castillo. Llegamos a saber que recibía mucha atención y que tenía múltiples talentos, y que para los trece años ya había conocido a una chica terca y varonera —Sadie, que había llegado a Estados Unidos poco antes con su familia, procedente de la Isla de Man—, que se convertiría en su novia mientras asistía a la universidad de Mount Holyoke, y que pronto se convirtió en su esposa y socia en varios emprendimientos profesionales. A los dieciocho años, Marston pensó en suicidarse. ¿Era depresivo? ¿Hubo algún suceso que lo empujara en esa dirección o se trató de un extraño caso de contagio social, una suerte de entusiasmo adolescente pasajero por la melancolía neorromántica? Esta es una más de las ocasiones en que Marston se nos presenta como un ser misterioso, fascinante y algo enigmático.
Fue un buen estudiante en Harvard, en apariencia una persona muy sociable, pero que además asistía a los discursos electrizantes que pronunciaba Emmeline Pankhurst, la sufragista inglesa invitada a la universidad, y ya era un empresario compulsivo de sus bienes intelectuales. Cuando la situación económica de su familia empeoró, se anotó en un concurso nacional de guiones cinematográficos y ganó con un cortometraje acerca de un jugador universitario de fútbol americano. También estudió leyes. Pero la mayoría de sus logros vienen del campo de la psicología, un área que empezaba a desplegar su potencial, gracias al trabajo que se estaba haciendo en Harvard.
Aquí comienza una historia lateral en la vida de Marston, [...] que puede parecer familiar y perturbadora al mismo tiempo: es como si los debates de nuestra era se vieran a través de un espejo deformante.
Marston fue alumno de Hugo Münsterberg, un psicólogo alemán de renombre mundial [...] que atraía focos de estallido como un pararrayos, al intervenir en temas tan diversos como el modo en que el nuevo medio cinematográfico moldeaba las mentes de los espectadores (se lo menciona como el primer teórico del cine), la evidencia criminal e incluso el muy impopular punto de vista alemán sobre la Primera Guerra Mundial. Una de las creencias mejor conocidas de Münsterberg se refería a la inferioridad de la mujer, y Lepore traza un vínculo entre el psicólogo y uno de los primeros villanos de la Mujer Maravilla: el Doctor Psycho, un científico amargo y misógino, profesor del Holliday College (hogar también de la más confiable de las amigas mortales de la Mujer Maravilla, la robusta y alegre estudiante Etta Candy, quien siempre que recibe telepáticamente las señales cerebrales de la heroína en busca de ayuda contesta con su frase característica “Woo Woo” y organiza un ejército de estudiantes serviciales). Münsterberg estaba llegando al pico de la polémica por sus ideas cuando Marston comenzó a trabajar para él: poco después, el psicólogo alemán iba a sufrir el ostracismo por sus posturas progermanas y moriría como consecuencia del estrés. Pero mientras trabajó para Münsterberg, Marston inventó un método para medir la presión sistólica que se convertiría en la base del detector de mentiras.
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La primera mitad de la carrera de Marston transcurrió en el intento de sacar dinero de su invento. No calculó que el uso comercial más importante sería el que iban a darles en el futuro las fuerzas policiales. En 1920 lo nombraron jefe del nuevo departamento de psicología de la American University, y desde allí ayudó —en secreto, incluso para el propio acusado, en un caso nacional que fue seguido con mucha atención— a dirigir la defensa que hicieron sus estudiantes de un hombre afroamericano acusado de asesinar a un renombrado médico, también afroamericano. La defensa estuvo tan enfocada en lograr que la evidencia provista por el detector de mentiras de Marston se admitiera como fundamento que el equipo se olvidó de asegurar una coartada.
Para colmo, el error de Marston no pudo haber llegado en peor momento, ya que coincidió con el descuido con que llevó adelante un asunto de negocios. El mismo mes en que la defensa presentó su apelación, salió en los diarios la noticia de que Marston, el científico presuntamente experto, había sido arrestado por fraude. El resultado fue un duro y conciso fallo contra la defensa, que Lepore identifica, de manera sorprendente, como una de las decisiones con mayores consecuencias en la historia del derecho penal estadounidense, referida a las normas que es preciso cumplir cuando se considera el conocimiento científico como evidencia.
Marston parece haber sido, si no un genio, al menos un personaje original, no tan distinto de un personaje de historieta en su habilidad para meterse en problemas. Durante la década que permaneció en el mundo académico fue cayendo en la escala de jefe de departamento a adjunto prescindible. De todas formas, con su habilidad a lo Zelig2 para participar en toda escena del campo en ebullición de la psicología, logró ser uno de los primeros en aplicar tests a los presos estadounidenses y fue consultor del ejército para el tratamiento de soldados con traumas. También diseñó para las afeitadoras Gillette una de las primeras publicidades en las que los consumidores prueban los productos.
Publicó un libro académico inusualmente tolerante sobre la teoría de las emociones humanas, basado en experimentos que había llevado a cabo, en algunos casos, con ayuda de Sadie u Olive. A esta última la conoció cuando fue estudiante suya en Tufts (la asistencia de Olive incluyó llevarlo a una “fiesta de chicas” en la que entrevistaron a un grupo de aspirantes a una fraternidad, atadas y con los ojos vendados, acerca de los placeres del castigo y el cautiverio). Según la descripción hecha por Lepore, el libro de Marston argumentaba:
Gran parte de lo que en la vida emocional se suele considerar anormal (por ejemplo, un apetito sexual por el dominio o la sumisión) y por consiguiente se mantiene oculto y en secreto, es no solo normal sino neuronal: es inherente a la estructura misma del sistema nervioso.
El libro tuvo una única reseña positiva: la que escribió Olive Byrne usando un seudónimo. Pero la teoría de Marston tuvo suficiente influencia como para ser empleada algunas décadas más tarde para dar sustento a un test, todavía muy utilizado, sobre el comportamiento de las personas en acción. La teoría también le valió a Marston una temporada en Hollywood como consultor moral-psicológico, hasta que entró en vigencia el Código Hays3 y el trabajo se volvió irrelevante; una de sus principales ideas sobre el cine era que en las películas las emociones debían ser creíbles, y para que una historia de amor fuera creíble la mujer debía ser quien decidiera su curso. El trabajo del hombre, bajo la engañosa superficie, era someterse.
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Series de televisión como Mad Men (2007-2015) han hecho comprender al público actual que los armarios de fines de los años cincuenta tenían espacio para esconder todo tipo de asuntos, además de la orientación sexual. Era más fácil mantener fuera de la vista los arreglos domésticos no conformistas, las antiguas identidades parcialmente abandonadas y las nuevas identidades a medias. Así, Olive criaba tanto a sus propios hijos con Marston como a los hijos de Marston con Sadie Holloway; Sadie cargaba en buena medida con la responsabilidad de ganar el sustento; Marston se dedicaba a los experimentos y a ser consultor de autoayuda. Publicitaba sus conocimientos de manera torpe mientras comía y bebía en cantidad hasta que llegó a aumentar de peso. Si alguien preguntaba, la versión oficial era que Olive era la criada.
En cierta forma, lo más interesante de la historia de Lepore es el hecho de que la falta de límites tradicionales del trío comenzaba por casa. Tenemos la idea de que la mitad del siglo XX en Estados Unidos era una época de público masivo, unido en una cultura popular, guiado por profesiones jerárquicas y empujado hacia el consenso por expertos de reciente acreditación. Lepore [...] muestra en qué medida las nociones de “conocimiento autorizado” y el periodismo que se requería para distribuir toda su sabiduría eran algo tan nuevo que mucho se hacía sobre la marcha.
La proximidad del trío con ese mundo y el juego de roles en el cual estaba involucrado fueron, en parte, lo que llevaron al nacimiento de la Mujer Maravilla. Olive contribuyó durante años a la revista Family Circle como la periodista independiente Olive Richard y a menudo usaba como pie para sus artículos una serie de “visitas” a la casa de un experto de renombre, el doctor Marston, para pedir su consejo. En uno de esos artículos ella le preguntaba si las historietas, el nuevo y adictivo medio de comunicación, eran peligrosas para los niños. Las historietas eran un éxito viral y esto provocaba un pánico moderado respecto a su impacto potencial en los jóvenes.
De nuevo, el paralelo que encontramos con debates de nuestro tiempo es impactante. En la década pasada, algunos aportes sobre la saga cinematográfica de Batman: El caballero de la noche4 provocaron discusiones acerca de los superhéroes y la guerra contra el terrorismo, sobre los superhéroes y el movimiento Ocupa Wall Street,5 y acerca de si Batman disfrutaba tanto de aniquilar a los villanos que estaba en riesgo de salirse del mundo moral. Menos de dos años después del lanzamiento de Superman en 1938, antes de que Estados Unidos contemplara siquiera entrar en la Segunda Guerra Mundial, se había desatado un debate en la revista Time acerca de si los superhéroes eran fascistas. (En un artículo para Library Journal, el poeta Stanley Kunitz se mostraba preocupado porque las historietas “engendraran únicamente una generación de guardias de asalto”).
El doctor Marston tranquilizó a la periodista de Family Circle diciéndole que no había nada de que preocuparse en la fascinación de los niños por las historietas. La fantasía de vencer a los malos podía entenderse como el cumplimiento de un deseo; las vulgares representaciones de gente en peligro eran aceptables en la medida en que se la rescatara sin detenerse en el sufrimiento de nadie. Maxwell Charlie Gaines, fundador de lo que llegaría a ser DC Comics, leyó la entrevista y pensó que Marston podría ayudarlo a contrarrestar sus problemas en las relaciones públicas. Dado que Marston, a lo largo de los años, se había pronunciado en los medios sobre la superioridad del liderazgo femenino, era una consecuencia natural pensar que podría crear a una superheroína.
Es fácil imaginar que si no hubiera llegado la Mujer Maravilla, alguna otra persona habría creado hacia la misma época una superheroína de importancia. Las circunstancias —la necesidad del nuevo medio de tener una cobertura moral estratégica, la oportunidad que ofrecía el mercado, el hambre nacional de héroes— la reclamaban a gritos. Pero Marston respondió al pedido con ideas progresistas sobre el atractivo psicológico oculto en la fuerza de las mujeres y sobre el saludable bien social que esta involucra. También aportó al proyecto su amplia experiencia, una energía declaratoria desfachatada y una excentricidad nada cohibida.
Los detalles se dispersan como los restos de una colisión espacial. Por un lado, Marston contrató al veterano ilustrador HG Peter, quien a los 61 años era anciano para los estándares de la industria de la historieta; en su época, Peter también había simpatizado con las sufragistas y si bien era clásico en la fluidez con que dibujaba la gracia de la estirada “chica Gibson”,6 estaba al corriente de la energía de las chicas de Alberto Vargas.7 Después estaba el famoso lazo con el que la Mujer Maravilla obliga a sus prisioneros a obedecer sus órdenes y, a la manera de un detector de mentiras, a soltar la verdad. La Mujer Maravilla, encubierta como Diana Prince, primero como enfermera en el hospital Walter Reed y luego trabajando como secretaria para la inteligencia militar cerca de su adorado piloto Steve Trevor, grita “¡Sufrida Safo!”, un guiño a la veneración de Sadie Marston por la poeta. (Otro ángulo feminista: la preferencia de Steve por la heroína musculosa y capaz de todo, por encima de su contrafigura tímida). Diana Prince es, como Olive, una mecanógrafa increíblemente veloz. Y también como Olive, usa unos brazaletes enormes de metal, una versión de lo que se convertiría en su mejor protección contra los disparos enemigos.
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Luego de mostrar por qué y cómo la Mujer Maravilla había llegado a Estados Unidos, la historieta comenzó a desarrollar tramas bastante típicas de persecución de espías. Por donde se mirara, había grupos de enemigos por destruir. Pronto empezaron a aparecer temas y recursos característicos: agentes esclavizados o incluso reanimados por villanos, como la baronesa Paula von Gunther, que los enviaban cobardemente desde sus guaridas para engañar a Steve Trevor o a la Mujer Maravilla; también había escenas más cotidianas en las que la heroína desplegaba su fanfarronería feminista en un entorno de deportes o en una competencia de fuerza.
Una misión de inteligencia militar podía conducir a resolver un crimen mediante una travesura en el Holliday College y luego a adentrarse en los cuarteles de un Hitler marioneta, controlado mediante “ondas de radio mentales” por el vengativo Marte, ayudado por las proyecciones astrales de sus secuaces con cascos romanos, el Conde de la Codicia y el Duque de la Decepción. (Como ejemplo, un texto incluido luego de un recuadro en el cual se lo ve a Hitler sufrir un “ataque de nervios”: “Dejándose llevar por un extraño impulso que a veces lo posee, Hitler muerde la alfombra, y luego su extraño cerebro recibe el mensaje de radio de Marte”). Por momentos, parece una parodia afectuosa de algo que en algún momento fue más cuerdo.
No hay tampoco ningún intento de evadir el tema de (o la obsesión con) el bondage. Cuando la Mujer Maravilla no está atada, está rescatando a alguien que lo está. Lepore hace notar que Marston, a menudo muy locuaz, se volvía estrictamente preciso cuando le indicaba al ilustrador dónde ubicar cada tipo de cadena:
Pon otra cadena, más pesada, más grande, entre sus muñequeras, que cuelgue en una larga vuelta justo hasta encima de sus rodillas. A la altura de los tobillos tiene que haber un par de brazos y manos que vengan de afuera de la viñeta y la sujeten. Esta viñeta no tendrá ningún sentido y arruinará la historia si las cadenas no están dibujadas exactamente como lo describo aquí.
Tim Hanley, escritor independiente de historietas y autor de otro libro reciente sobre la historia de la heroína, La Mujer Maravilla desatada,8 no es como Lepore un rastreador de archivos en lo que concierne a los creadores de la historieta, pero ha escrito una historia complementaria que resulta muy útil a la hora de insertar al personaje en el marco de sus pares del género. La comparación a este respecto con otros superhéroes de la época coloca por lejos a la Mujer Maravilla como la campeona del amarre. “En las historietas de la Mujer Maravilla, el uso de cuerdas y cadenas era un fenómeno vasto y omniabarcador”, escribe. Hanley también aborda la creatividad de Marston a la hora de amenazar y torturar a una persona atada. (“La Mujer Maravilla está encerrada dentro de una estatua de ella misma o convertida en un ser de puro color, y lista para ser hervida como un crayón”).
Por otra parte, es posible que esta cualidad no censurada, con su franca invocación a la fantasía, sea lo que le otorga a la Mujer Maravilla su honestidad, su ternura capaz de coexistir con la fuerza. Por haberse puesto del lado de Estados Unidos, ella conoce a fondo y apoya con rigor sus objetivos militares. Pero, en última instancia, lucha por la difusión del amor y la paz, que forman el núcleo moral de su educación. Es compasiva con algunos de sus enemigos humanos descarriados y se interesa por rehabilitarlos: en una típica trama de nazis que huyen a Canadá, aderezada con una pátina navideña, la Mujer Maravilla despliega no solo su destreza amazónica para los idiomas, sino también su capacidad para comunicarse con un amable abeto. Como señala la cantante Judy Collins en un prólogo al primer volumen de Wonder Woman: Archives [Mujer Maravilla: archivos], lo que más impresionaba e inspiraba a las jóvenes que la conocieron en los años cuarenta era su —por desgracia— rara cualidad de ser ética.
Además de archivos e historietas, Lepore se basa en artículos periodísticos, cuadernos de notas, cartas y memorias dejados por los protagonistas, y también en entrevistas con colegas sobrevivientes, hijos y familia extendida. La disciplina de Lepore es digna de un detective de primera línea. Sin embargo, algunos temas quedan quizás poco explorados. Lepore nos convence de que deberíamos saber más sobre las primeras feministas, cuyo trabajo fue la base de la Mujer Maravilla, que lo proyectó más allá. Pero sus retratos de figuras tales como Annie Lucasta Lou Rogers, una sufragista autora de historietas que abrió el camino a las mujeres historietistas y directoras de arte en revistas importantes como Judge, pueden parecer trazados con demasiada rapidez como para detenerse en ellos. Lepore, que detecta conexiones de manera muy aguda, recupera una clara línea conductora feminista al mostrar debates de los años veinte acerca del equilibrio entre la vida y el trabajo, por ejemplo, que suenan a algo que podría haber publicado The Atlantic en la década pasada.
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A la hora de responder la misteriosa cuestión de por qué la Mujer Maravilla utilizaba semejante estética, Lepore muestra un poco menos de habilidad. ¿Y si queremos saber más acerca de las primeras obras de ficción utópica feministas, y acerca de las ideas y el arte del que se nutrieron? ¿Por qué llegó a hacerse dominante la imagen de las amazonas?
¿Y qué hay del germen de ideas acuarianas que reaparecerían luego en la literatura new age? Todo esto es parte de la historia; ¿deberían las feministas de hoy sentirse responsables de conocerlo? (En la misma tónica, ¿deberíamos sentirnos avergonzados por haber olvidado las bases teosóficas de El mago de Oz, de L Frank Baum?). Y por último, ¿qué hay de la madre de Marston? Su relativa ausencia del libro se cierne sobre él como un fantasma de aquel castillo de Massachusetts. Marston contrajo polio en 1944, y luego cáncer; murió en 1947. Pero incluso mientras vivía, la fuerza de la Mujer Maravilla corrió el riesgo de quedar relegada frente a otros hombres. En 1942, la superheroína se unió a la Sociedad de la Justicia —las grandes ligas— para perseguir a supervillanos junto con Superman y Batman. Pero esa franquicia grupal y su correspondiente libro de historietas eran dirigidos por otros, y en esas tramas le asignaban a menudo el rol de tomar notas para los superhéroes varones en reuniones sosas —una “secretaria en traje de baño”, dice educadamente Lepore—. A lo largo de las décadas, iba a transitar escenarios familiares para cualquiera que ya tuviera conciencia de cómo la televisión y el cine trataban a las mujeres. Durante un tiempo, le empezó a preocupar cada vez menos el mundo. Para fines de los años sesenta, había perdido varios poderes y se había conformado con ser una luchadora hábil, todo para poder salir con el piloto Steve Trevor, quien para colmo sería asesinado, con lo cual su objetivo mundial de antaño se redujo al de vengar su muerte.
Esos años, conocidos como la “era Diana Prince”, son considerados el punto más bajo del personaje. Hacia fines de la década siguiente, la Mujer Maravilla fue por primera vez estrella de su propio programa de televisión. Hasta que leí el libro de Lepore, no tenía idea del cariño con que recordaba ver aquel programa cuando era niña, a pesar de lo vago de mi memoria. Y no porque fuera bueno o porque empoderara a las mujeres. Dejando de lado la euforia disco del tema musical, todo lo que recuerdo es visual, como si no hubiera habido tramas ni interacciones entre los actores. Estaba la cabellera negra perfecta de la estrella Lynda Carter y su superfísico torneado con la ayuda de un corsé; los anteojos de grandes marcos, de moda en ese entonces, que utilizaba Diana Prince; el decorado barato y cómico de su avión invisible; el pelo color acero de Steve Trevor, interpretado por Lyle Waggoner, un significante de la belleza insípida de los años setenta, que había interpretado el personaje serio en el programa cómico The Carol Burnett Show. (Es justo señalar que el olvidable Waggoner resulta más memorable en la serie que Debra Winger, quien interpretó en algunos episodios a la hermana pequeña, la Chica Maravilla).
Y, desde luego, estaba ese momento en cada programa en el cual Diana giraba como un trompo y se convertía en la Mujer Maravilla. Era un remolino cuidadosamente simétrico, muy lento para sugerir potencia física, pero había algo calladamente hipnótico en él. La artista feminista Dara Birnbaum mezcló decenas de giros del programa con explosiones y ruidos de sirenas, y empalmó todo en un video de 1978-1979: Technology/Transformation: Wonder Woman. Hoy en día, ese tipo de mezclas se pueden encontrar por todo Youtube. En aquel tiempo, era arte visual pionero.
La Mujer Maravilla continuó desde entonces, en forma de libro de historietas, bajo el régimen de varios escritores e ilustradores y a través de diversas líneas argumentales (de las que no conozco mucho, debo admitir) que fueron mucho mejor recibidas. Pero el hecho de que nunca se hubiera hecho con ella una película con actores sustentaba el argumento de Lepore. La Mujer Maravilla es un símbolo tan reconocible como siempre, pero fuera de la ávida comunidad de lectores de historietas ha habido una brecha entre su fama y lo que la gente sabe de sus andanzas.
Eso cambió en la primavera boreal de 2016, con el lanzamiento de Batman versus Superman: Dawn of Justice, a la cual siguió una secuela de 2017, la primera película exclusiva de la Mujer Maravilla, interpretada por la modelo Gal Gadot, una exreina de belleza al igual que Lynda Carter (fue Miss Israel), pero que, a diferencia de esta, es también veterana de las fuerzas armadas israelíes. Eso hizo esperar que sus peleas lucieran más reales. En su traje, los viejos colores rojo, blanco y azul dan paso a un marrón y un rojo oscuro más acordes con las preferencias actuales por materiales de apariencia “natural” y capaces de ser perfeccionados digitalmente. Ella será fuerte y, por fin, después de tanto tiempo, la protagonista. ¿Pudo cambiar el mundo? Es difícil contestar que sí. Pero se la necesitaba, y sobrevivió.
Sarah Kerr es colaboradora de The New York Review of Books y vive en las cercanías de Washington DC, Estados Unidos.
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The Secret History of Wonder Woman (Knopf, 2014), aún no traducida al español. ↩
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Personaje de la película homónima de Woody Allen (1983), caracterizado por su capacidad camaleónica para mimetizarse con el entorno. Todas las notas son de la redacción. ↩
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El Motion Picture Production Code, escrito por el senador republicano William Hays, establecía los límites que no podía rebasar una película en campos considerados centrales por la moral dominante (religioso, cívico, sexual, etcétera). Estuvo vigente en Hollywood desde 1934 hasta 1967. ↩
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Trilogía cinematográfica de Christopher Nolan formada por Batman inicia (2005), Batman: El caballero de la noche (2008) y Batman: El caballero de la noche asciende (2012). ↩
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Movimiento de protesta que ocupó parte del distrito financiero de Nueva York entre setiembre y noviembre de 2011, con algunas similitudes a los “indignados” españoles de octubre de ese año. ↩
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Tipo de joven de porte aristocrático considerada el primer ideal de belleza femenina estadounidense, creado por el dibujante Charles Dana Gibson (1867-1920). ↩
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Artista visual peruano (1896-1982) que fue uno de los principales creadores de las desinhibidas chicas pin-up. Fue ilustrador de Esquire y Playboy. ↩
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Wonder Woman Unbound (Chicago Review Press, 2014), aún no traducida al español. ↩