En 1902 el Museo Egipcio de El Cairo se mudó a un edificio color durazno adornado con arcadas neoclásicas.1 Entre su colección se destacan la Paleta de Narmer, de 5.000 años de antigüedad —que conmemora la unificación del Alto y el Bajo Egipto y es uno de los primeros ejemplos de escritura jeroglífica—, un busto del faraón “hereje” Akenatón y los tesoros de Tutankamón, el rey niño. En la fachada están grabados los nombres de célebres egiptólogos, todos varones, todos europeos: seis franceses, cinco británicos, cuatro alemanes, tres italianos, un neerlandés, un danés y un sueco. El edificio es “un monumento triunfal y descarado al redescubrimiento occidental de Egipto”, según palabras de Toby Wilkinson en A World Beneath the Sands (2020), y una expresión del “dominio implícito que Europa reclamaba sobre la civilización del antiguo Egipto”.
El museo se encuentra en el epicentro contemporáneo de la capital egipcia, una gran plaza llamada primero Ismailia —por Ismail Pachá, quien encargó su construcción— y rebautizada luego, tras la independencia de 1952, como plaza Tahrir (‘liberación’). El 28 de enero de 2011, mientras la Primavera Árabe arrasaba Egipto, los manifestantes coparon la plaza Tahrir, enfrentaron a la Policía, que debió abandonar el lugar, e incendiaron la sede central partidaria del presidente Hosni Mubarak. Algunos también lograron violentar la entrada del museo: dañaron y saquearon varios objetos arqueológicos. Mientras se esperaba la llegada del Ejército, un grupo de voluntarios formó una cadena humana en torno al edificio durante toda la noche para protegerlo. Ese acto fue también una declaración de orgullo nacional y una forma de reclamar el dominio egipcio sobre su propio pasado.
El subtítulo del libro de Wilkinson es La época dorada de la arqueología, que él ubica entre el siglo XIX y comienzos del XX, cuando el estudio del antiguo Egipto adquirió sustento científico y se realizaron los descubrimientos más famosos. Y fue también cuando infinidad de antigüedades pasaron a manos de colecciones privadas y a museos de Europa —algo que, en esencia, privó a los egipcios del estudio de su propio pasado—.
El esplendor estético y arquitectónico del antiguo Egipto fascinó a los occidentales. El misterio de aquella cultura les resultaba un rompecabezas intelectual apasionante y su magnificencia era algo que anhelaban por igual naciones y gobernantes. Si bien muchos europeos —viajeros solitarios, aventureros, emisarios, buscadores de tesoros— habían empezado a escribir sobre Egipto ya en los siglos XVI y XVII, fue la expedición napoleónica de 1799 la que marcó el verdadero comienzo de esa época de oro a la que se refiere Wilkinson. Talleyrand, ministro de Relaciones Exteriores de Napoleón, declaró: “Egipto era una provincia de la República Romana; debe convertirse en una provincia de la República Francesa”. Vale decir: el dominio francés rescataría al país de la tiranía (por entonces era parte del Imperio otomano) y le otorgaría prosperidad, mientras que la Francia moderna se engalanaría con toda la gloria faraónica. Además de a sus Fuerzas Armadas, los franceses llevaron a un “ejército de expertos”: pintores, agrimensores, ingenieros, arquitectos, artistas, matemáticos, astrónomos, naturalistas, cirujanos, mecánicos y dos arqueólogos.
La ocupación francesa fue breve, pero su impacto resultó inmenso. Desató un fanatismo por el antiguo Egipto que se mantiene vigente aún hoy y que nos legó la Description de l'Égypte, una monumental serie de volúmenes con 974 láminas ya célebres que documentan todo el conocimiento sobre Egipto, antiguo y moderno, recopilado por la expedición. Esta incursión francesa y la inestabilidad que creó a su paso también permitieron que en 1805 se estableciera una nueva dinastía egipcia. El comandante albanés Mehmet Alí, gobernador de Egipto, acabó con el poder de los mamelucos, prácticamente aseguró la independencia del califa otomano y se lanzó a modernizar su país en un intento por emular los avances occidentales. Creó un Ejército estable y una nueva burocracia, construyó sistemas de riego y de transporte e instauró una imprenta y las primeras fábricas modernas del país. También asumió el control de casi todas las tierras agrícolas e introdujo el cultivo generalizado y sumamente rentable del algodón, para lo cual sometió a los campesinos a un cruel sistema de trabajo forzado.
El progreso de la egiptología se debió, en gran medida, a rivalidades personales y nacionales, sobre todo a la competencia franco-británica. A comienzos del siglo XIX, los cónsules en Egipto de esas dos naciones —Henry Salt y Bernardino Drovetti— invertían casi todo su tiempo y energía en ver quién acumulaba más reliquias (que también usaban para abultar sus fortunas personales), hasta que por fin decidieron zanjar la cuestión con un “pacto de caballeros”: se dividieron los tesoros de Egipto. “La totalidad de la antigua Tebas es propiedad del cónsul inglés y del cónsul francés”, comentó admonitoriamente un visitante británico, “y esos edificios, que hasta ahora han resistido los ataques de los bárbaros, no sobrevivirán a la especulación civilizada de codiciosos, eruditos y anticuarios”.
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En Europa, mientras tanto, los académicos se embarcaban en una competencia de otro orden. En 1799, un grupo de soldados franceses que reparaba una fortificación medieval cerca de las costas del Mediterráneo descubrió una losa de granito negro incrustada en un muro. La Piedra de Rosetta, como se llamaría luego, fue tomada por los ingleses como botín de guerra en 1802 y enviada al Museo Británico. Tenía inscripta una misma proclama, de 2.000 años de antigüedad, en tres grafías distintas: jeroglíficos, demótico (una remota lengua egipcia) y griego. Durante siglos se había dado por hecho que los jeroglíficos eran indescifrables; los eruditos pensaban que referían a conceptos religiosos esotéricos ya irrecuperables, más que a sonidos o términos específicos. La Piedra de Rosetta fue clave para desterrar esa idea.
Si bien los aportes del polímata inglés Thomas Young fueron muy importantes a la hora de descifrar las inscripciones en la piedra, quien realmente hizo historia con su labor fue el francés Jean-François Champollion. Ambos poseían una inteligencia prodigiosa y eran lingüistas sumamente dotados, pero sus temperamentos y actitudes no podrían haber sido más diferentes. Criado en una acaudalada familia cuáquera, Young era un médico prudente y reservado. Champollion era impulsivo, romántico, espontáneo, anticlerical y antimonárquico. Obsesionado con Egipto desde su adolescencia, fue el primero en afirmar públicamente que los jeroglíficos eran un sistema de escritura híbrido, “a la vez figurativo, simbólico y fonético”.
La mañana en que finalmente estuvo seguro de que su sistema para leer los jeroglíficos era el correcto, Champollion, que por entonces tenía 31 años, corrió hasta la oficina de su hermano mayor, tiró un fajo de papeles sobre el escritorio, exclamó “Je tiens mon affaire!” (‘¡lo logré!’) y se desmayó del cansancio y la emoción. Champollion siguió desarrollando y perfeccionando su comprensión de la escritura egipcia; más tarde, cuando viajó a Egipto, fue capaz de leer inscripciones que habían permanecido sin descifrar durante miles de años.
Wilkinson captura muy bien el entusiasmo de esos hallazgos. Describe a aquellos que entraban por primera vez a templos y tumbas donde “aún se veían las pisadas de los antiguos trabajadores egipcios” o esos portales “que todavía conservaban las huellas digitales del sacerdote que había sellado la recámara más de 3.000 años atrás”. Wilkinson transmite su admiración por aquellos pioneros de la egiptología y por sus descubrimientos, pero no disimula sus defectos.
Algunos eran aventureros inescrupulosos, otros, académicos brillantes y dedicados, y muchos eran ambas cosas a la vez; algunos eran autodidactas sin dinero y otros, millonarios que financiaban excavaciones después de haberle tomado el gusto a la egiptología durante unas vacaciones. Theodore Davis, un empresario estadounidense que financió varias pesquisas arqueológicas, recorría el Nilo en un yate privado que tenía piano de cola, arañas de cristal y agua caliente. Pero la mayoría de los egiptólogos trabajaban cercados por los peligros y las incomodidades. Lidiaban con enfermedades como la peste, la disentería y el cólera; se alojaban en campamentos infestados de ratas y pulgas; debían tolerar tormentas de arena y temperaturas agobiantes. Se embutían en túneles estrechos y cámaras diminutas, verdaderos hornos en los que el aire era casi irrespirable; se arriesgaban a las caídas y los derrumbes y se afanaban denodadamente para mover inmensos montículos de arena que regresaban sin previo aviso y arruinaban en un instante la labor de toda una temporada. Huelga decir que los trabajadores egipcios a su cargo sufrían las mismas penurias, pero mucho peor, cobrando migajas y sin la perspectiva de obtener reconocimiento alguno. En general los egiptólogos eran considerados gente intensa, imponente y en ocasiones odiosa: intrépidos y excéntricos, tercos y autoritarios, xenófobos y egoístas.
Entre estos hombres difíciles sobresale el inglés Flinders Petrie. Durante su enfermiza niñez, Petrie desarrolló una verdadera pasión por los minerales y los fósiles, y luego por los monumentos antiguos: le gustaba estudiarlos y medirlos. En la década del 80 del siglo XIX, sin saber árabe, sin una educación formal en egiptología y casi sin dinero, se embarcó hacia Alejandría. Se alojó en una tumba en desuso en Guiza mientras investigaba las pirámides y recolectaba objetos pequeños que otros descartaban por “irrelevantes”. Wilkinson elogia su interés por esos “objetos de la vida cotidiana” y lo considera un gran avance en el campo de la egiptología. Sin embargo, también deja en claro que a veces Petrie era una persona imposible. Logró, según aseguró un colega egiptólogo, “maximizar los resultados minimizando los gastos” (en otras palabras, era un tacaño acérrimo que creía en la frugalidad de un modo casi demencial).
Sus excavaciones eran tristemente célebres por la incomodidad y la falta de comida e incluso de higiene. Sus contemporáneos lo encontraban “deliberadamente desaliñado y sucio”. Se enemistó con casi todas las personas con las que colaboró (no es de extrañar, ya que creía, como dijo T. E. Lawrence, que “únicamente tenía razón en todo”). Entre tanto ego masculino, es un alivio encontrarse con la enigmática y tierna Lucie Duff-Gordon. Nacida en 1821 en el seno de una familia intelectual y progresista, Duff-Gordon se casó con un baronet escocés algo caído en desgracia y conoció a Tennyson, Dickens y Thackeray. Llegó a Egipto en 1862, confiando en que el clima la ayudaría a recuperarse de la tuberculosis, y se enamoró del lugar. Encomió a los egipcios por su “espíritu tolerante”, percibió que “esa suciedad de la que tanto se habla no es más que pobreza extrema” y aseguró que “la callejuela más mugrienta de El Cairo es mucho más agradable que la mejor calle de París [...]. Estoy prendada de las costumbres árabes”. Duff-Gordon pasó la mayor parte del tiempo en una casucha destartalada que los arqueólogos habían construido en el techo del Templo de Luxor. Fue una de las pocas europeas que percibieron las consecuencias devastadoras del trabajo forzado (que se había utilizado para construir el canal de Suez y en las excavaciones arqueológicas). Escribió al respecto: “Los pobres fellaheen son sometidos en masa como convictos mientras sus familias se mueren de hambre”. Y advirtió de forma profética el resentimiento popular que despertaban los despilfarros de Ismail Pachá y el creciente servilismo del país frente a los poderes occidentales.
Su libro Cartas desde Egipto (1865) la hizo famosa; murió allí, a los 48 años, lejos de su marido y sus hijos, demasiado enferma como para emprender el viaje de regreso a Inglaterra. A diferencia de tantos contemporáneos suyos, Duff-Gordon no sólo les prestó más atención a los egipcios vivos que a los muertos, sino que además los trató y los juzgó con suma simpatía. Para casi todos los extranjeros, aquellos lugareños no eran dignos de su legado histórico y cultural. Amelia Edwards —fundadora del Egypt Exploration Fund, creadora de la primera cátedra de egiptología de Gran Bretaña y autora de Mil millas Nilo arriba (1877), una célebre crónica de sus viajes por el país— dijo lo siguiente sobre los egipcios: “Pueblo más anodino que este no querría ver nunca: los hombres son un poco furtivos y otro poco insolentes; las mujeres son descaradas y agresivas; los niños, sucios, enfermizos, malformados e impasibles”.
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Los egiptólogos creían, más o menos honestamente, que estaban allí para rescatar las antigüedades de la ignorancia y la negligencia de los egipcios. “El de las reliquias es un jardín que le pertenece, por derecho natural, a quien cultiva y cosecha sus frutos”, razonó un diplomático francés.
Es cierto que los gobernantes egipcios del siglo XIX no valoraban mucho el pasado. Mehmet Alí convertía a menudo las ruinas históricas en canteras o las usaba para alimentar hornos de cal (entre 1810 y 1828, cuenta Wilkinson, se perdieron 13 templos enteros). Alí solía regalar reliquias y les permitía a las expediciones extranjeras saquear los sitios arqueológicos. En 1858, cuando su hijo Said creó el Servicio Egipcio de Antigüedades, le ordenó a Auguste Mariette, el primer director de la institución: “Dígales a los gobernadores de todas las provincias que les prohíbo tocar una sola piedra antigua más; encarcele a cualquier campesino que ponga un pie dentro de un templo”. Pero las expediciones extranjeras siguieron llegando con el beneplácito egipcio porque dejaban dinero en el país; se les exigía compartir sus hallazgos con las autoridades locales, pero en general solían quedarse con la mejor parte. No sólo se llevaron estatuas, obeliscos y sectores completos de ciertos templos (y habrían tomado muchos más de no ser por los costos y los problemas logísticos de semejante empresa), sino que en ocasiones causaban estragos incluso peores. En la década del 30 del siglo XIX, Richard William Howard Howard Vyse exploró las pirámides y la Esfinge haciendo estallar repetidas cargas de pólvora. Para proteger el Templo de Kom Ombo de las inundaciones, Jacques de Morgan —a cargo del Servicio de Antigüedades entre 1892 y 1897— reforzó las orillas del río con bloques de roca pulverizados que resultaron ser parte del piso del templo.
En el libro de Wilkinson los egiptólogos se lamentan una y otra vez por las consecuencias destructivas del contrabando, la negligencia y la ignorancia de los locales, el mal comportamiento de sus colegas y el daño causado por la industrialización y el turismo masivo (“Ya nadie puede fingir que conoce realmente el mundo si no ha hecho un viaje de placer por el Nilo”, señalaba un periódico británico en 1824). Siempre había alguien más a quien echarle la culpa por los peligros que acechaban a las antigüedades. Como señala Wilkinson en este sentido, Karl Richard Lepsius, eminente egiptólogo prusiano, se llevó de la meseta de Guiza diez camellos repletos de tesoros saqueados, pero se quejó, sin ironías, de que los aldeanos locales usaban los monumentos como canteras. Auguste Mariette empezó su carrera excavando de manera ilegal, durante un año, en busca del Serapeum de Saqqara, un templo antiguo lleno de inmensos sarcófagos de piedra en los que estaban enterrados los sagrados toros Apis. Se llevó de contrabando muchos de sus hallazgos ocultos en bolsas para cereales. A fines de la década del 80 del siglo XIX, Ernest Alfred Thompson Wallis Budge acumuló incontables antigüedades para el Museo Británico y, con una absoluta falta de escrúpulos, se valió de todos los medios a su alcance para sacarlas del país —en una ocasión, ya rodeado por los guardias del Servicio de Antigüedades, les envió un copioso banquete y aprovechó la oportunidad para cavar un túnel por el que transportar los tesoros desde su depósito hasta el hotel Luxor—. También estaban, por supuesto, aquellos que criticaban la situación. Arthur Weigall, quien a comienzos del siglo XX se desempeñó como inspector de antigüedades en Egipto, escribió:
...este furor por llevarse irreflexivamente monumentos de Egipto y exhibirlos luego en museos occidentales para solaz de aquellos que no han podido viajar es el disparate más dañino que nos ofrece el amplísimo reino de la inconducta egiptológica.
Pero durante décadas la mayoría de los egiptólogos descartaron por “utópica” la idea de construir un museo en Egipto. Cuando, en 1858, Mariette se convirtió en el primer director de antigüedades del país —y al año siguiente del flamante museo nacional—, sus viejos colegas del Louvre lo acusaron de traición. Más adelante, cuando otro de los directores de antigüedades, Gaston Maspero, permitió por primera vez que las excavaciones contaran con financiación de empresarios egipcios, recibió, según nos cuenta Wilkinson, “aullidos de repudio”. Casi todos los egiptólogos se opusieron, hasta último momento, a la idea de un museo nacional controlado por los propios egipcios, y en 1925 incluso acudieron a John D. Rockefeller para que propusiera la financiación de un nuevo museo, bajo la condición de que quedara al mando de egiptólogos extranjeros durante los siguientes 33 años (oferta que el gobierno local declinó).
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El relato de Wilkinson termina con el célebre descubrimiento de los tesoros de Tutankamón, una historia atrapante, ejemplo de ingenio y perseverancia, protagonizada por el egiptólogo inglés Howard Carter. Un hallazgo que además resultó un verdadero punto de quiebre: las reliquias, para consternación de los occidentales, se quedaron en el Museo Egipcio de El Cairo.
El libro de Wilkinson deja en claro hasta qué punto el “redescubrimiento” que hizo Occidente del antiguo Egipto es equiparable al modo en que colonizó el Egipto moderno. Pero nos dice muy poco sobre el vínculo entre los egipcios y una herencia cuyo significado y valor han sido determinados abrumadoramente por extranjeros (extranjeros que sostenían, además, que el pueblo egipcio era subdesarrollado, no estaba a la altura de su pasado y necesitaba la tutela occidental). Con gusto leería un libro entero sobre Ahmed Kamal, quien durante décadas fue asistente de curaduría en el Museo Egipcio, tradujo al árabe libros sobre egiptología y supervisó las primeras excavaciones locales. En la década del 80 del siglo XIX, Kamal intentó establecer, sin mucho éxito, una escuela de egiptología: debió cerrar tres años más tarde, luego de que se graduara la primera camada. La institución fue reinstaurada en 1923, el año de la muerte de Kamal.
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Cuando yo vivía en El Cairo, mi departamento quedaba a la vuelta de un imponente mausoleo neofaraónico construido para acoger los restos del líder nacionalista Saad Zaghloul, quien al finalizar la Primera Guerra Mundial solicitó a los británicos la independencia de Egipto (se negaron). Es sólo uno de los muchos ejemplos del resurgimiento neofaraónico en las artes y la estética egipcias de los años veinte y treinta del siglo XX y del modo en que el antiguo Egipto se convirtió en una referencia para el nacionalismo egipcio moderno. Como señala el novelista egipcio Youssef Rakha:
“Durante la primera mitad del siglo XX [...] el antiguo Egipto es clave para profetizar o planificar el renacimiento nacionalista”. Se lo toma como prueba de que “Egipto es mucho más que esta lamentable situación actual”.
Esta cita de Rakha pertenece a Barra and Zaman, un ensayo notable sobre la película La noche de contar los años, de 1969 (su título original es, si se traduce de modo textual, La momia), de Shadi Abdel Salam. Tanto el film como el ensayo ofrecen un contrapunto fascinante al libro de Wilkinson, preocupados como están por el modo en que el pasado de Egipto ha llegado a formar parte de su identidad moderna.
La noche de contar los años es una película inolvidable, una obra maestra del cine egipcio y célebre por su composición y sus bellos encuadres. Está basada en una historia real: a fines del siglo XIX, el clan Hurabat, una tribu que vivía cerca de la necrópolis de Tebas, descubrió una recámara oculta con casi 50 momias de la realeza. Los sacerdotes las habían vuelto a enterrar en secreto luego de que las tumbas fueran saqueadas cerca del año 1000 a. C. La tribu explotaba esa recámara como una suerte de “banco de momias” e iba vendiendo los tesoros a los traficantes, hasta que algunos objetos llamaron la atención de las autoridades, que viajaron río arriba para determinar su procedencia.
La película de Abdel Salam comienza con la muerte de Selim, jeque de la tribu Hurabat y padre del protagonista, Wanys. Cuando a Wanys y su hermano les revelan el secreto del clan —ese reservorio oculto de momias—, reaccionan consternados. Mientras tanto, un barco de vapor que acaba de llegar desde El Cairo trae a bordo a un joven egiptólogo determinado a descubrir la verdadera fuente de las antigüedades (el personaje está inspirado en Ahmed Kamal).
Así, la película escenifica, desde una perspectiva sumamente humana, el dilema sobre la posesión del pasado.
¿A quién le pertenece? ¿A la tribu, que depende de él para sobrevivir, o a los extranjeros y los egipcios educados afuera (esos efendis de fez rojo y traje blanco) que lo reclaman en nombre de la ciencia y la nación? Como un alma en pena —indeciso, abrumado por su herencia histórica, amenazado por sus parientes—, Wanys deambula por escenarios de una belleza fantasmal. En un momento, tras descubrir que los extranjeros son capaces de leer esas inscripciones jeroglíficas que forman parte del paisaje de su infancia, dice: “Lo que me duele es mi vida entera. Un dolor que no logro comprender”. Como si la fuente de su pesar radicara en el hecho de que esos forasteros conocen y protegen a sus ancestros mucho mejor que él.
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Sin embargo, según la visión de Abdel Salam, esta crisis ofrece la posibilidad de un nuevo comienzo. La película empieza y termina con citas textuales del Libro de los muertos, la ancestral guía egipcia para la vida ultraterrena: “Quien se ha ido volverá. Quien duerme se levantará [...]. Levántate, porque no has perecido. Has sido llamado por tu nombre. Has resucitado”. Para Abdel Salam, reclamar ese pasado faraónico era un modo de “ratificar que esos milenios que se extienden a mis espaldas no están aún completamente fuera de mi alcance, que apoyándome en ellos todavía puedo levantarme”. Si Egipto lograra superar su “amnesia histórica y cultural”, podría avanzar con determinación, creando una nueva cultura nacional capaz de expresar el “significado existencial de la identidad egipcia”.
¿Y por qué es necesario este resurgimiento? Pues porque cuando se hizo La noche de contar los años, dice Rakha, “la noción de que Egipto estaba en decadencia [...] lo permeaba todo desde hacía siglos”. Si la película lo interpela particularmente es por el modo en que plantea el eterno dilema de la identidad egipcia moderna, una identidad definida por la nostalgia y la inseguridad, por una cierta sensación de que todo era mejor antes y de que todo es superior en alguna otra parte. “Cuando en árabe egipcio decimos barra (‘en el extranjero’), pensamos automáticamente en un lugar mejor”, escribe Rakha. “Lo mismo sucede con zaman (‘en el pasado’)”. De hecho, sostiene, esa conciencia sobre barra y zaman —una educación europea, la nostalgia por el pasado de Egipto— es “precondición necesaria para cualquier discurso sobre la identidad egipcia de los siglos XX y XXI”. La noche de contar los años está ambientada en 1881.
Ismail Pachá, nieto de Mehmet Alí, había llevado al país a la bancarrota gracias a la construcción del canal de Suez y otras tantas extravagancias. Los franceses y los ingleses se habían hecho cargo de las finanzas oficiales y del gobierno, lo que provocó la primera revuelta nacionalista, el levantamiento de Orabi. Pero al año siguiente Gran Bretaña invadiría Egipto y mantendría su dominio durante 60 años. La película fue escrita y producida justo antes y después de 1967, cuando Israel repelió un ataque combinado de ejércitos árabes y ocupó Cisjordania, los Altos del Golán y la península de Sinaí e hizo añicos esa visión de fortaleza e independencia que el régimen de Gamal Abdel Nasser le había prometido a toda una generación. La película de Abdel Salam se conecta con dos momentos de caos y esperanza frustrada, momentos en que los egipcios trataban de desentrañar su verdadera identidad. Rakha parte de estas dos instancias y llega inevitablemente a la mayor desilusión de la historia reciente de su país: el fracaso de la Primavera Árabe en Egipto.
En la última escena de La noche de contar los años, mientras el vapor se aleja con los sarcófagos, las mujeres de la tribu observan desde la orilla, son siluetas negras recortadas contra las dunas, y Wanys —huérfano de padre, ahora un paria en su propio clan— se tambalea a la distancia, solo, con las manos aferradas al pecho a causa de la pena.
¿Qué es hoy el antiguo Egipto para los egipcios? Es una fuente de metáforas sobre el poder y la muerte. A todos los presidentes egipcios se los ha llamado faraones, se los ha considerado ídolos o tiranos. En 2012, un grupo de artistas callejeros cubrió las paredes de la Universidad Americana de El Cairo, ubicada en la plaza Tahrir, frente al museo, con retratos conmemorativos de jóvenes egipcios asesinados por la Policía. Uno evoca una escena funeraria a la antigua usanza egipcia: las mujeres alzan sus manos delgadas y saludan, prometiendo perpetuar el recuerdo. Es un torrente de turistas extranjeros, una forma de subsistencia para muchos. Probablemente sea Zahi Hawass, el ubicuo director de antigüedades de Hosni Mubarak, quien más hizo por nacionalizar el campo de la egiptología, tanto por la potencia de su sello personal como por los esfuerzos que asegura haber hecho a la hora de formar y fomentar a egiptólogos locales. Showman exuberante, afecto a los sombreros estilo Indiana Jones, Hawass encarnó una vertiente muy particular de la egiptología: combativa, empresarial, nacionalista, ególatra. En el pináculo de su fama, antes de la Primavera Árabe, Zahi Hawass tenía un reality en Discovery Channel (Cazadores de momias), un contrato anual de 200.000 dólares con National Geographic, infinidad de propuestas editoriales y hasta su propia línea de ropa. Convirtió el campo de las antigüedades en su feudo personal: toda partida arqueológica o medio de comunicación que quisiera acceder a un yacimiento o una excavación debía ganarse sus favores, se aseguraba de aparecer al frente de cada noticia relacionada con algún nuevo descubrimiento y con su equipo de trabajo era un déspota vil. Tras las protestas de 2011, fue acusado de corrupción y de apoyar a Mubarak (más tarde fue sobreseído y ha vuelto a dirigir excavaciones).
Es una disputa permanente con Occidente. Egipto aún reclama la devolución de la Piedra de Rosetta y del busto de Nefertiti y tanto el Museo Británico como el Neues Museum de Berlín se siguen negando.
Es una oportunidad para la autoafirmación. Este año está prevista la apertura del Gran Museo Egipcio en Guiza, un proyecto que ya lleva años de planificación. Al régimen del presidente Abdelfatah el Sisi le encantan los megaemprendimientos y este, según se dice, va a ser el museo arqueológico más grande del mundo, parte de una reforma general para optimizar esa inmensa atracción turística que es la planicie de Guiza. A comienzos de abril de 2021 se trasladaron 22 momias a otro flamante proyecto de gran envergadura, el Museo Nacional de la Civilización Egipcia: partieron del viejo Museo Egipcio de la plaza Tahrir en una procesión minuciosamente coreografiada —el “Desfile dorado de los faraones”— que incluyó un show de luces, música y centenares de extras vestidos con ropas tradicionales del antiguo Egipto. En una emisión especial de la televisión pudo verse al presidente el Sisi paseando por los pasillos del nuevo museo a la espera de las momias, que llegaron hasta allí en vehículos especiales decorados con motivos faraónicos.
La plaza Tahrir, mientras tanto, se ha transformado en uno de los espacios públicos más custodiados del país. Realizar allí una manifestación es hoy en día algo inimaginable y los egipcios no pudieron siquiera contemplar el desfile desde las calles: el gobierno colocó barreras para que desde los barrios más humildes no se pudiera apreciar la caravana y la Policía les indicaba a los ansiosos espectadores que debían irse a casa y mirar el evento por televisión.
La egiptología sigue siendo una actividad que despierta pasiones, mucho después del final de aquella supuesta edad de oro. Aparentemente las arenas egipcias aún son un reservorio inagotable de hallazgos, registrados ahora para un público internacional que parece mucho más interesado en el antiguo Egipto que en el moderno.
Uno de los ejemplos más recientes es el documental de Netflix Los secretos de la tumba de Saqqara,2 que sigue el descubrimiento de una tumba magníficamente decorada en la que yacen los restos de un funcionario del antiguo Egipto. La egiptología no es ajena al espectáculo y este documental cumple con muchos de sus tropos clásicos: el yacimiento es, por supuesto, “un lugar único” y la excavación se parece mucho a un cuento de detectives, repleto de suspenso y hallazgos guionados. Pero al subrayar que se trata de una excavación 100% egipcia (que además incluye a varias mujeres), deja bien en claro que la egiptología contemporánea es una labor de equipo y con un creciente protagonismo local. Y los excavadores temporarios también forman parte del elenco: seguramente estén mal pagos, como siempre, pero al menos ya no son anónimos.
Además, hay algo conmovedor en el modo despreocupado en que los egiptólogos leen las inscripciones de las estatuillas que van encontrando. Me gustó especialmente una escena del comienzo, cuando uno de los inspectores de antigüedades pasa a buscar en moto a su jefe (“otra vez tarde”, lo reta) y describe ese traslado cotidiano desde las calles atestadas hacia la meseta vacía como un viaje entre “el mundo de los vivos y el de los muertos”. Ese mismo egiptólogo le explica luego al entrevistador: “¿Quién mejor que nosotros para darles voz a nuestros ancestros? Porque son nuestros ancestros. Estamos un poco más cerca de ellos que cualquier extranjero”.
Ursula Lindsey escribe sobre cultura, educación y política del mundo árabe y coconduce el pódcast BULAQ, sobre literatura árabe. Ha vivido en Egipto y Marruecos y actualmente lo hace en Amán, Jordania. Es colaboradora de The New York Review of Books, donde se publicó una versión de este artículo. Traducción: Juan Nadalini.