Atardece en la isla colombiana Tintipán. El paisaje es de postal. El sol desciende camino a las aguas cristalinas del mar Caribe volviendo el cielo naranja. A contraluz, se ve una barcaza con cuatro siluetas, una adulta y tres más pequeñas. Una de las pequeñas hace un movimiento con las manos como de festejo. Están pescando y se ve que algo picó.

Las nubes no dejarán que el sol se funda con el mar en el horizonte. Antes de que oscurezca del todo, pasa otra barcaza a pocos metros del muelle en el que me encuentro. Un hombre con un remo conduce una pequeñísima embarcación que lleva escrito “Dios tarda, pero no olvida”. Va en dirección a Santa Cruz del Islote. Son las seis de la tarde. En las islas Tintipán y Múcura se prenden los generadores que iluminan hoteles y algunas casas. El islote, sin embargo, continúa mayormente a oscuras. Hace varios días que la planta que le da luz desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana se dañó y no tiene electricidad, algo que ocurre a menudo.

El hombre del remo llegará cuando sólo estén en el islote los pobladores, pues los cientos de turistas que lo visitan de día ya lo abandonaron. Daniel, un vendedor ambulante de collares, me dijo que le gusta ese momento del día, cuando los turistas (que son “una bendición”) ya se fueron y Santa Cruz es sólo de ellos. Los isleños son 816 personas que conviven en una hectárea.

Durante el día todo es distinto en el islote. Temprano por la mañana gran parte de sus habitantes sale en lanchas a trabajar en hoteles, hostales, restaurantes y chiringuitos de las islas cercanas, Múcura y Tintipán. También hay alojamientos que se encuentran en medio del mar, una especie de hoteles isla. Es en esas dos islas del archipiélago de San Bernardo donde se encuentran las playas de arena clara y donde mayormente pernoctan los turistas. Si bien las opciones de alojamiento son diversas, la mayor parte del turismo es de visitas diarias, “pasadías”, como los promocionan las agencias de viajes.

Santa Cruz, que es donde residen las trabajadoras y los trabajadores de la zona, se incluyó en el circuito turístico del archipiélago por un dato curioso: es la isla artificial con mayor densidad de población del mundo.

Sobre media mañana comienzan a arribar los turistas. Van a conocer cómo es vivir allí. No hay calles sino angostos pasajes, algunos terminan en el mar, otros vinculan un sector con otro, y en alguno sólo se puede salir y entrar en la misma dirección, por eso lo nombraron “el bolsillo”. Iris, mi guía, me conduce hasta el centro del islote, donde se encuentra la escuela. Allí estudian 225 niños, hay 12 profesores y seis aulas. Enfrente hay una explanada de pocos metros cuadrados, que es el espacio común más amplio con el que cuentan. Allí celebran cumpleaños, matrimonios y las fiestas de la Santísima Cruz de Mayo, patrona de los isleños. La cruz, que se encuentra allí mismo, es un homenaje a la fundación de la localidad, sobre el año 1700, cuando llegaron los primeros pobladores afrodescendientes.

Cuentan que en el centro del islote hay una superficie rocosa que sobresale del área marítima, una miniisla, y es alrededor de esta que se empezó a construir el islote artificial, colocando “calces”, estacas de madera hasta el fondo del mar, entre los que se hacía una especie de corral que se rellenaba con conchas de mar, caracoles, arena, escombros y piedras. Y sobre ese espacio compacto se construyeron las casas.

Los primeros pobladores fueron pescadores de la costa continental que salían en sus pequeñas chalupas a vela para sus faenas de pesca y utilizaban el lugar para “arranchar”, es decir, para pasar la noche cuando hacía mal tiempo. Luego, algunos se asentaron de manera definitiva y el islote empezó a crecer. En 1759 hubo un incendio que acabó con las casas del momento, todas hechas de palma. Sólo quedó una en pie. En la actualidad hay 140 viviendas, en las que viven 208 familias con 90 apellidos distintos, me dice Iris, entre otros datos que repite en cada visita.

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Vivir del turismo

La actividad económica principal durante los más de tres siglos de existencia del islote fue la pesca, pero todo cambió en las últimas décadas con la actividad turística. Según Iris, actualmente 80% de sus habitantes vive del turismo. Desarrollan actividades de guía, venta ambulante, buceo, traslados marítimos y atención en alojamientos y establecimientos gastronómicos.

Esto ha modificado ciertas señas de identidad de la comunidad. “Ya no hay tantos pescadores como antes, ya no hay tantos ebanistas, carpinteros ni buzos. Antes estaban más dirigidos a sus saberes ancestrales, ahora están más dirigidos al turismo”, dice Rogelio, dueño del hotel Tintipán.

Los 32 guías turísticos de Santa Cruz del Islote se organizan en cuatro grupos. Cobran 10.000 pesos colombianos (unos 100 dólares) la visita a la isla. De ese dinero, 3.500 pesos van para el acuario, 2.500 a las lanchas y lo que queda lo reparten entre quienes integran el grupo. Dependiendo de las ganancias del día, dejan algún dinero para un fondo común, que se utiliza para arreglar los pasajes de cemento del islote. “No tenemos ayuda de ningún tipo, así que nos toca organizarnos”, dijo Iris. Según la temporada, cada día pueden ingresar a la isla entre 50 y 300 turistas.

Las microcooperativas turísticas no sólo operan al interior del islote, sino que también alcanzan las islas vecinas. Marladies, de 29 años, con una hija, dos hijos y un nieto, integra un grupo de seis masajistas que se divide en partes iguales la recaudación de cada día. Marladies nació en el islote, donde aprendió el oficio que ofrece de forma ambulante en las playas. Pero ahora vive en Tolú. Se fue allí para que sus hijos pudieran tener mejores condiciones para estudiar. Dice que en la escuela del islote, como son muchos niños y niñas y pocas aulas, se alternan los días de clase. Si no fuera por eso volvería a vivir allí, porque “se ayudan entre todos y la vida es más fácil”.

Los dos lados

El archipiélago de San Bernardo está conformado por nueve islas, pero hasta hace unos siete años eran diez: la isla Maravilla, también conocida como isla de los Pájaros, desapareció por la erosión del mar. “Esa vaina era un refugio para nosotros los buzos cuando hacía mal tiempo, para esperar”, señaló un muchacho que vive en el islote. Los nativos querían intervenir antes de que la isla se perdiera, hacer una especie de barrera con piedras, pero las autoridades ambientales no lo permitieron. Ahora sólo hay allí una bandera que sobresale del mar para avisar a los capitanes de las embarcaciones que en ese lugar hay un bajo.

San Bernardo es parte del distrito de Cartagena, lo cual resulta extraño, teniendo en cuenta que las islas están a una distancia de dos horas en lancha de esa ciudad. La comunicación con el continente es mucho más fluida con la ciudad de Tolú, a la que se llega en lancha en 45 minutos. Cuando hay una persona enferma de urgencia, es hacia allí que se dirige “el anfibio”, el buque que traslada a pacientes. Hay familias que están divididas entre Tolú y el islote, que tienen parte de su vida en ambas orillas. La esposa de Daniel vive en Tolú y él en el islote. De lunes a viernes trabaja como vendedor ambulante en las islas y los fines de semana se queda con ella en Tolú.

Turismo y protección ambiental están en permanente tensión, y, si bien hay conocimientos ancestrales de las comunidades, que tienen muy arraigada la preservación del territorio que habitan, también hay prácticas que, por desconocimiento, dañan su entorno vital, como la cocina con leña del manglar.

Los efectos del cambio climático están empezando a percibirse, lo cual impacta de manera directa en las actividades turísticas. La fundación Acuarimántima (que tiene una casa isla frente a Tintipán) detectó que la temperatura del mar está aumentando de forma considerable, lo que blanquea los corales y los mata, poniendo en riesgo la biodiversidad marina. Norman, un abogado retirado que dirige la fundación junto con su esposa, señala que están haciendo mediciones precisas para reportar a las autoridades ambientales la magnitud del fenómeno. Explica que ya es visible el aumento del nivel del mar, lo cual tendrá serias repercusiones para las islas.

Los centros poblados del archipiélago, que son fundamentalmente tres (y están en Tintipán, Múcura y el islote), vivenciaron hace muy poco cómo es la paralización de la actividad turística. La covid-19 no llegó a la isla, no hubo personas infectadas, pero se prohibió la navegación y, por lo tanto, no llegaron turistas. Subsistieron a base de donaciones de algunos alimentos y del que tienen a la mano: el que les da el mar. “Tiempos de langosta, pescado y pulpo todos los días”, señaló Daniel. Si bien en el islote las carencias son muchas, tener alimento al alcance y un clima tropical son dos grandes ventajas.

La ciudad del mar

El paisaje del islote es radicalmente distinto al de los otros centros poblados de las islas aledañas. En Múcura, por ejemplo, hay una pequeña comunidad llamada Puerto Caracol, de casas precarias, mayormente de madera, y caminos de tierra. Sin embargo, transitar por el laberinto de pasajes de Santa Cruz da la sensación de estar en un barrio periférico cualquiera de una ciudad caribeña. Hay bullicio, música, conversaciones, gritos de niños y niñas que se divierten con el elástico y juegos cantados con las manos. Se escuchan también ladridos de perros y sonidos de gallos. El movimiento es intenso. Personas de todas las edades circulan en distintas direcciones. Hay vendedores ambulantes por donde se mire, de souvenirs, comida y bebida local. En una esquina una mujer vende huevos duros. También hay venta de helados. Los heladeros no son de la isla, sino que vienen por el día con sus conservadoras desde Tolú.

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La mayoría de las casas son de cemento, sobre todo en el centro, donde alcanzan los dos o tres pisos. Todas son extremadamente angostas, ya que no hay para donde crecer más que hacia arriba cuando las familias se amplían. Muchas cuentan con una especie de alero, pues el calor es bestial y no hay árboles que den sombra. El suelo de los pasajes también es de cemento.

Hay paredes con coloridos grafitis realizados en el marco de la campaña “Pintá tu isla”, gracias a la que llegaron artistas de distintos lugares a decorar las paredes, a cambio de techo y comida. En una de las paredes se ven frases comunes entre los isleños, una de ellas es “Este cachaco e hueso”. Iris me explicó que cachacos son las personas de fuera de la isla y la frase hace referencia a los turistas tacaños.

Al acercarnos a los bordes del islote el agua recuerda que no se trata de un barrio cualquiera, sino que está en medio del mar. Las casas de estas zonas son más precarias, mayormente de madera, bloques, techos de palmas y alguna que otra chapa. El fondo de esas viviendas, que podrían ser parecidas a las de cualquier asentamiento uruguayo, es el mar. Allí niñas y niños juegan con lentes de agua, “caretas”, a sumergirse una y otra vez. Desde muy pequeños aprenden a nadar y pescar.

Yesly es mamá de tres niños y trabaja en un hotel en Tintipán. Al más pequeño lo deja con su prima mientras trabaja (ya que no hay guardería) y el de 10 años se queda solo. No es atípico que alguna vecina la llame para avisarle que hace horas que está en el mar y no quiere salir. Cada día antes de subir a la lancha le recuerda que no puede ir al agua solo, pero se escapa, así que trabaja siempre preocupada.

El acuario es otro punto de diversión para la infancia. Allí nadan junto con animales marinos. Cuando lo visité, un grupo de niños jugaba a atrapar un tiburón como si fuera un perro, molestándolo y abriéndole la boca.

“Aquí no hay Policía ni alcaldía. El gobierno se olvidó de nosotros por ese lado. Todo lo tenemos que resolver nosotros mismos”, afirma Iris. Las necesidades insatisfechas son muchas. Una mujer con una bebé en brazos me dice que lo que más precisan es agua potable y luz. “Nos toca luchar mucho para conseguir agua. Se necesita sobre todo para los niños. La luz también es un problema grande, hace días no tenemos. ¡Estamos pasando unas calores!”, señala.

Están rodeados de agua y hay agua en las calles por la lluvia de esa mañana. Paradójicamente, lo que más precisan es agua, pero dulce. La obtienen fundamentalmente del cielo, cuando llueve, y la recogen en recipientes que se ven por doquier frente a las casas. Cuando se les termina, llega una barcaza con tanques, aunque ese suministro no es permanente.

Encima del acuario se ven los paneles solares que generan energía eléctrica, pero hay fallas regulares. “La planta es chica para todo el islote, pero no tenemos dónde colocar una más grande”, me explica un joven buzo.

Hasta hace poco tenían sólo una enfermera que se encargaba de la atención primaria de la salud, que atendía tanto a los pobladores del islote como a los de las islas vecinas. Recién hace un año se logró un contrato permanente con un médico, pero no reside en la isla. “A veces hay una semana en la que no tenemos médico, así que esa semana no nos toca enfermarnos”, ironiza una mujer con una bebé en brazos.

Rogelio, el dueño del hotel Tintipán, no duda en afirmar que es posible referirse al islote como “periferia” de la ciudad de Cartagena. “Tiene la misma ausencia de servicios públicos y el mismo abandono del Estado. Que no se haya solucionado el tema del agua, la energía eléctrica, el tratamiento de aguas, de manejo de basuras, es impensable”, señala. Sebastián, dirigente comunitario y empleado del hotel, coincide con esta percepción: “La gente no tiene acceso a un sistema educativo que le permita adelantar ese atraso histórico que hay en cuanto a educación, a la accesibilidad a los medios de comunicación y la información de la mano. Aquí todo llega después”.

Poder comunitario

En la actualidad, el vínculo con el Estado se produce a través del Consejo Comunitario de Comunidades Negras del Archipiélago de San Bernardo, que se reactivó en plena pandemia de covid-19, en 2020. La Junta Directiva está integrada por diez personas que son electas cada tres años. Sobre fines de 2023, se eligió a los nuevos integrantes, todos jóvenes, de entre 18 y 36 años.

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Sebastián es el fiscal del Consejo. Dice que, si bien las actividades que realiza el organismo son muchas y muy importantes, aún no es claro para la población qué es capaz de hacer este organismo. Dialogando con algunas personas del islote se puede comprobar cierto desconocimiento y desconfianza. “Acá no creemos en ningún político. Acá la autoridad son los viejos, los más ancianos de la comunidad”, me dice Daniel, vendedor ambulante de collares. Ciertamente, quienes dirimen los conflictos cotidianos son las personas de mayor edad, que tienen el respeto del resto de la comunidad. Les dicen “los sabedores” o “señores de respeto” y siempre han sido grandes mediadores en los conflictos entre familias. En general son muy añosos, a veces incluso de más de 90 años.

Sebastián cuenta que el Consejo hace con ellos encuentros llamados “ágoras”, para recibir sus conocimientos y dialogar sobre el presente y el futuro de las islas. “Tomamos nota de todos esos conocimientos, cuentos y datos que provienen de sus trayectorias y los tomamos como puntos de partida”, señala.

Para Rogelio, los Consejos Comunitarios han ido evolucionando en sus funciones, pasando de ser una autoridad “más bien simbólica a una real”. Hoy en día constituyen de manera formal un cogobierno. En su opinión, todo lo que hacen en el lugar el gobierno nacional y el de Cartagena debería ser consultado con el Consejo. “Creo que las comunidades no se han dado cuenta de la influencia que tienen sobre su propio desarrollo y de lo que podrían hacer. A mi modo de ver, ha habido mucha falta de liderazgos positivos en la comunidad, porque ha habido personas que han tratado de utilizarlos porque tienen una educación, un nivel intelectual desarrollado por la academia, que generan cierto respeto y se aprovechan de eso, y de alguna manera los engañan. Faltan personas comprometidas con esta comunidad que tengan ascendencia e interés genuino para que la gente viva mejor”, señala. Sebastián, como descendiente de isleños, agrega: “Es cierto que eso ha pasado, pero por suerte hay quienes nos hemos podido formar y generar esa conciencia de que no tenemos que esperar a que venga un tercero a participar por nosotros y a tomar nuestra voz, pudiendo nosotros ejercer ese derecho propio”.

Rogelio se siente parte de la comunidad isleña, ya que reside en su hotel la mayor parte de los días. Cuando decidió iniciar el emprendimiento, en 2018, llegó a la isla de traje y corbata. Había estudiado en Bogotá y venía del mundo corporativo, pero con rapidez se dio cuenta de que para que su empresa funcionara tenía que cambiar esa lógica. Ahora se lo ve de short, remera y sandalias y hace de todo en el pequeño hotel. Fue conociendo de a poco la idiosincrasia local y se adaptó al lugar. Dice que los isleños “son gente hermosísima, muy empáticos y alegres; es extraño verlos amargados”.

Juan Camilo, que trabaja como barman, dice que el visitante “ve todo apretadito y tiene ideas que no son correctas. Luego, van allí y les cambia el chip, por la humildad de la gente y el calor humano. Usted va y la acogen como si fuera una isleña más”. ¿Cómo sería serlo, vivir allí realmente?, me pregunto. “Es sabroso y relajado”, dice un vendedor de souvenirs.

Mayda Burjel es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de la República (Uruguay) y magíster por la Universidad de Valladolid (España).