Quilear siempre fue peligroso: este antiguo oficio de frontera se ejerce aun a riesgo de perder la vida, tanto en tiroteos con la Policía o la guardia aduanera en épocas de “cargueros de a caballo” que trasladaban ganado, cueros, lana, caña de barril o tabaco de un país a otro como en accidentes carreteros protagonizados por estos modernos y temerarios motoqueros que hoy andan y desandan la ruta 8 y los gredosos caminos rurales que unen Melo con Aceguá.
Transitan con una estiba de hasta 15 garrafas de supergás, 500 litros de combustible o lo que toque cargar que sirva para hacer un jornal. Son peones mal pagados del contrabando hormiga que, a bordo de máquinas de dos ruedas reforzadas y con amortiguación especial, se arriesgan todos los días en un mercadeo ilegal que ocurre a la vista y con el respeto de todos. Es que estos “emprendedores” ganapán de la economía informal de la frontera no sólo se generan su propia fuente de trabajo donde las oportunidades laborales no abundan, también cumplen la tarea social de abaratar la subsistencia diaria de los sectores más pobres.
Según datos del Ministerio de Desarrollo Social (2022), en Cerro Largo 14% de los hogares se sitúa por debajo de la línea de pobreza, con lo que el departamento ocupa el segundo lugar, después de Rivera, entre los más pobres del país. Además, los indicadores de su mercado laboral presentan una situación desfavorable en relación con el promedio nacional, ya que tiene tasas menores de empleo y actividad y una de las más altas de informalidad: 30%. A la vez, la tasa de analfabetismo de la zona noreste duplica, en términos históricos, la media nacional. Dentro de esa gran porción de trabajo informal y de población con escaso nivel educativo, sobreviven los quileros.
Tanto la consideración social hacia estos pequeños bagayeros como los mencionados datos estadísticos están resumidos en el testimonio1 de Daniel, un veterano motoquero de 48 años que empezó a quilear hace 30, cuando su padre le armó una bicicleta y le prestó 500 pesos porque “tenía un bebé recién nacido y había que meterle pa delante”. Daniel explica que “la gente nos respeta como trabajadores porque ven que pasás necesidad y hacés esto porque no tenés de otra. Lo toman como un trabajo más. Todos sabemos que en la frontera la escasez de trabajo te lleva a dedicarte a esto. La mayoría de nosotros no tenemos estudio y acá hay pocas oportunidades. Yo no sé leer ni escribir, apenas sé poner mi nombre. ¿Dónde voy a conseguir otro trabajo? Este oficio me ha ayudado a criar a mis hijos como cualquier obrero. Un día ensopado, otro día un arroz con huevo, pero siempre comemos”, explica.
Lógica de frontera
A pie, a caballo, en carro, en carretilla, en bicicleta, en moto, en auto o en ómnibus. Una heladera, un televisor, cajones de bananas, ticholos, fundas de refresco, sillones, fuegos artificiales, garrafas, fardos de azúcar o yerba, gasoil, nafta o caña... Sin importar el medio de transporte ni el tipo de mercadería, los caminos que haya que recorrer ni la condición climática que reine, acordando con las autoridades o a pura picardía, “si sirve, la barra le encuentra la vuelta para bagayear”, explica un antiguo quilero convertido hoy en dueño de un comercio minorista. La lógica es simple: hay que ganarse la vida. Las fronteras son porosas y muy sensibles a las variaciones políticas y al tipo de cambio de los países que separan. Y en ese limbo normativo que asoma sobre la línea divisoria, en la opacidad que surge entre la letra chica de la ley y la realidad, siempre hay una oportunidad para salvar el día.
Dice el escritor Carlos María Domínguez en su libro El norte profundo (Ediciones de la Banda Oriental, 2004) que en Cerro Largo el contrabando es “la actividad más sostenida, regular y pública”; no es “un escándalo oculto en las sombras del delito”: es una cultura. Y, citando una canción popular,2 resume el sentido común histórico de esa frontera: “‘Es delito el contrabando’ / dijo el señor presidente / si lo oyen en Cerro Largo / se ofende hasta el intendente". Lejos de encarnar una denuncia frente a la corrupción, los versos aluden al Nano Pérez, caudillo blanco, herrerista, hijo del surrealismo latinoamericano que alimenta su fantasía con delirantes dosis de realidad. Nacido el 15 de noviembre de 1907, Saviniano Pérez, conocido como el Nano, dirigió los destinos del departamento durante 16 años, desde su elección como intendente en 1946. Fue reelegido en 1950 y nombrado presidente del Consejo Departamental en 1958. Gobernó para los pobres bajo el lema: ‘El mejor gobierno es el que gobierna menos; en un país ideal nadie debe pagar impuestos’. No sólo no creó uno solo, también dejó de cobrar los que estaban vigentes. A lo largo de más de una década, envió los camiones del municipio a las ciudades fronterizas de Brasil para contrabandear porotos, café, azúcar, arroz, maderas, bananas, productos luego vendidos en puestos municipales a precios muy inferiores a los del mercado interno. ‘Lo hacíamos sin permiso escrito, pero con el consentimiento de todos —diría Pérez años más tarde—. Creo profundamente en la política de valorizar el peso del pobre, defendiendo su mesa. No es justo que el pueblo pague cuatro o cinco o diez veces por un producto que se puede conseguir más barato a pocos kilómetros de Melo’. La voluntad de no cobrar impuestos y oficializar el contrabando, entre otras medidas insólitas, quitó importantes recursos al municipio y entronizó al caudillo en el fervor popular. Pero más allá de la audacia, lo que el Nano puso de manifiesto en el mundo de la frontera —explica Domínguez— fue la ruptura de los vínculos entre las leyes y el sentido común. Ya entonces estaban reñidos y así continúan, con normas impotentes para ordenar una realidad que las desborda”.
Por más que resulte excéntrica la lógica del Nano Pérez, no es muy distinta a la que aplicaron siempre y suelen aplicar hoy las autoridades municipales de los departamentos que comparten frontera con Brasil: hacer la vista gorda. Los choques de la ley de Aduanas con la costumbre fronteriza de bagayear provienen de medidas capitalinas dictadas por el gobierno nacional que duran lo que un lirio. Es que la flexibilidad aduanera en muchos casos se convierte en sensibilidad social. Los recurrentes “cero quilo” siempre han resultado inútiles e insostenibles porque —además de aumentar la fuente de recursos ilegales de algunos aduaneros— redundan en el desempleo de los pequeños contrabandistas pobres y le ata las manos a un montoncito de bolicheros que ayuda a disminuir el costo de la canasta más básica.
Vida de quilero
El pequeño contrabando es un juego en el que se benefician varios actores. Los más vulnerables, los que ponen el cuerpo, son los quileros que se arriesgan a perder la moto, la mercadería, la salud y a veces la vida. Conducen por caminos imposibles, a campo abierto, achatando alambrados para evitar la aduana, sin luces en la noche, bajo agua si los agarra la tormenta. Sin garantías ni derecho a nada más que conseguir unos pocos pesos al final del día. Casi todos los días hay lastimados y cada poco tiempo algún fallecido.
Los quileros son los más pobres de Melo, los que no tienen otra opción. Cuentan con la complicidad de sus conciudadanos, que casi nunca los señalan como delincuentes ni les reprochan que estén al margen de la legalidad; al contrario, se los defiende como “laburantes”. Es que la norma aduanera suele resultar ciencia ficción o letra muerta en la frontera.
Cuando tenía 18 años a Daniel no le quedaba otra que pedalear los 60 kilómetros —ida y vuelta— entre Melo y Aceguá con una carga de 100 o 120 quilos. Había que traer la mercadería, venderla, recuperar el capital y al otro día otra vez subirse a la bici. Seis años lo hizo a pedal, hasta que pudo armarse una moto. Ahora lleva 22 años quileando a motor. El peligro está siempre presente y es lo primero que menciona: “Desde que salimos nos encomendamos a Dios, porque andamos en dos ruedas cargando 15 garrafas de 13 quilos, que es lo necesario para defender el viaje. Algunos volvemos pa las casas y otros no. Muchos compañeros han quedado en la carretera en accidentes. Muchos hemos tenido lesiones, quebraduras, rotura de ligamentos y tendones. Hacemos esto por necesidad, porque en nuestro pueblo no hay trabajo”.
La cantidad de motos dedicadas a esta tarea varía según la época y la realidad de la frontera. Actualmente en Melo hay unos 20 motoqueros quileando. Algunos se fueron a trabajar en otras cosas y otros pasaron a quilear en auto.
Un viaje normal puede dejarle al quilero un jornal de 2.000 pesos y “si no se te complica nada, si no pinchás ni rompés, lo hacés en tres horas ida y vuelta. Pero tampoco es que viajamos todos los días, ahora está muy muerto todo, la frontera parece que ya dio lo que tenía que dar, no hay mucho rubro que sirva y en general viajamos día por medio”. Daniel cuenta que “si al tercer día no viajás, ya empezás a comerte el capital, te comés la carga de una garrafa. Porque traés la mercadería y no está siempre vendida, hay que esperar, por eso no hacemos un viaje todos los días. A veces vendés seis garrafas en un día y cuatro al otro, y ahí hacés un viaje chico con diez garrafas y traés alguna bolsa de avena y salvás apenas el costo de la nafta”.
Preparar la moto para quilear cuesta unos 20.000 pesos y siempre está el riesgo de perderla si aprieta la aduana. Sólo la cubierta, que dura aproximadamente un mes, cuesta 4.000 pesos, el resto es para los seis amortiguadores que lleva y las planchuelas y los tornillos de la parrilla en la que se estiba la carga.
Ver esas motos cargadas con hasta 700 quilos por la carretera con una torre de garrafas o de tarrinas de combustible resulta un espectáculo que, además de la prudencia, desafía las leyes de la gravedad. Ni hablar cuando se los ve pilotear mirando el teléfono o enviando mensajitos. Dicen que la ciencia está en saber cargar. Cuenta Daniel: “La moto no debe quedar ni trasera, para que no se pare de manos, ni delantera, porque no la dominás, ni desequilibrada, porque se volea. No es fácil, pero te acostumbrás y agarrás experiencia”. Lo más difícil, dice, son la parada y el arranque. Tanto para salir como para llegar usan un caño largo que actúa como pata que tiene soldado en la punta un piñón de bicicleta para que no resbale en el suelo.
Wilmar quilea en moto desde los 17 años. Eran tiempos difíciles y no había trabajo. Destaca dos cosas: que siente orgullo por un oficio que le permitió criar a sus hijos “sin molestar a nadie” y lo peligroso de la tarea. “Es una changa con mucho riesgo. Tuve un accidente que casi me costó la vida, peché un caballo en la ruta a 100 kilómetros por hora. A veces un error o una pinchadura y te das un buen golpe. Una vuelta encontramos a un compañero muerto apretado por la moto. Me costó mucho superar eso, fue muy duro”, recuerda. Dice que, en general, la que se dedica a esto es gente “que la está luchando y entiende el esfuerzo del otro y por eso somos serviciales con el compañero. Este era un gremio muy unido”. Cuenta que con el celular se solucionaron algunas cosas. “A veces pasabas horas tirado en la ruta lastimado o porque rompías la moto. Ahora está más fácil porque tenemos teléfonos. Antes dependías de otro que pasara. Estabas dos días tirado igual, durmiendo al lado de la moto para cuidar la carga”. Si bien sabe que su trabajo es de pan para hoy y hambre para mañana, considera que este oficio le da cierta tranquilidad: “El jornal, más chiquito o más grande, siempre salió. Así vamos comiendo todos los días”.
Daniel cuenta que, si bien a veces “nos ayudamos entre nosotros, no siempre es posible. Se pasa mucho trabajo en esos caminos y tenés que arreglarte solo. En invierno es más duro. Tenemos tres kilómetros de greda colorada para zafar de la aduana”.
Peligros del oficio
El arreglo con las aduanas siempre es difuso y arbitrario. La flexibilidad depende de las órdenes que vienen de afuera del departamento o simplemente del humor del aduanero. En general se dice que a los motoqueros hoy los dejan trabajar y no les exigen nada a cambio porque la ganancia es muy diminuta. Como contrapartida, no pueden pasar por delante de la aduana. Por eso, explica Daniel, “estamos haciendo un camino que le dicen Las Pampas, que es casi intransitable, de greda colorada, que cuando llueve mucho tenemos que sacar la carga por la mitad en ese trayecto. Lo tenemos que hacer en dos veces. Descargamos la mitad de la carga en una portera que hay, en la que un compañero queda cuidando, y después volvemos por la otra mitad y el que quedó va a buscar lo suyo. Nos turnamos. Ese camino nos permite no cruzar frente a la aduana. Ellos nos dejan trabajar, pero nosotros tenemos que respetarlos. Nos piden que no crucemos frente a ellos”. Este quilero dice que, si bien la aduana local los deja hacer sus viajes sin complicarles la vida, la cosa se dificulta cuando vienen aduaneros de afuera: “Ahí nos castigan y no nos dejan nada. Tenemos que vender las cosas que tenemos en la casa para recuperar capital y seguir trabajando, porque te sacan un viaje y te dejan en la ruina. Si bien a nosotros no nos cobran nada los aduaneros, estamos siempre arriesgando todo, porque no hay manera de no vernos. A mí me ha pasado que te topás con la aduana móvil y te tiran el auto por arriba y te sacan todo. A los otros quileros, los que quilean en auto, la aduana de acá les comunica si andan sus colegas de afuera, pero nosotros no tenemos medios para darles ni 500 pesos por semana, entonces no tenemos ese privilegio. No nos dan los números. Nosotros sacamos apenas para comer”. La mayoría de las veces entran a Melo por el camino vecinal para no pasar enfrente de los puestos policiales, para esquivar las cámaras y las comisarías, para no tener roces con la autoridad. Es todo un reto, porque pasar por dentro de los barrios es muy peligroso, el motoquero no puede parar sin ayuda y si tiene que esquivar otro vehículo no le queda mucho margen de maniobra: la mayoría de las veces pierde el equilibrio y cae. “Muchos no nos respetan y hemos tenido accidentes graves por la imprudencia de los otros conductores que te encierran”, recuerda Daniel.
Don Juan, de 93 años, nunca quileó en moto. Su trabajo fue en la época de los cargueros que traían cientos de litros de caña de barril. Eran caravanas de varios caballos en fila, atados de la cola, con un jinete en la punta y otro al final. Había que viajar de noche porque la guardia los perseguía. Las herramientas de esas épocas eran una llave de alambrar y una carabina. Un oficio desarrollado a campo abierto, atravesando montes, sierras y arroyos. Los caminos eran muchos y se los cambiaba bastante porque estaban más vigilados. Había que conocer las picadas, los escondites en los montes, saber dónde se podía achatar el alambrado y contar con la complicidad de los estancieros o los peones, que les advertían por dónde habían “pasado los milicos”. Eso se agradecía con tabaco, caña, ticholos o rapadura para los gurises.
Don Juan recuerda que si bien en su época había respeto y moral entre los quileros, “si los milicos se topaban con las caballadas de los cargueros, les metían bala nomás. Yo me cuidaba y me gustaba andar con la noche bien oscura. Al que venía conmigo y le gustaba fumar yo no lo dejaba. Con un cigarro en la boca eras blanco fácil y te mataban. Había que tener mucha idea para quilear. Empecé con 16 años. Los milicos eran muy corsarios y les gustaba darle lasazos a la gente. Yo no tuve problemas, nunca me llevaron preso por nada. A nosotros, que éramos 13 hermanos, nuestros padres nos enseñaron a respetar a las personas. En la frontera, el pobre que es honrado y trabaja camina”.
Daniel Erosa es periodista, escritor y editor. Trabajó en varios medios, entre ellos Brecha, donde fue director periodístico. Es autor de Serrano Abella. La voz desnuda (Fin de Siglo, 2017).
Hay un camino en mi tierra
del pobre que va por pan,
camino de los quileros
por la sierra de Aceguá.
Tal vez, sin ser bien baqueano
cualquiera lo ha de encontrar,
pues tiene el pecho de piedra
pero el corazón de pan.
[...]
Yerba, caña, rapadura,
un rollo e naco, nomás;
los pobres contrabandeamos
a gatas pa remediar.
¡Qué gaucho es el tal camino!
Pero duro de pelar.
Camino de los quileros
por la sierra de Aceguá.
“Camino de los quileros”, de Osiris Rodríguez Castillos