Si los libros de Daniel Bensaïd pueden leerse con tanto placer es porque están escritos con la pluma afilada de un verdadero autor. Puede ser asesina, irónica, enfurecida o poética, pero siempre va directo a su objetivo. Este estilo literario, propio del autor e imposible de imitar, no era gratuito, sino que estaba al servicio de una idea, de un mensaje, de un llamamiento: rechazar la conformidad, la resignación y la reconciliación con los vencedores.
Su pensamiento filosófico no era un ejercicio académico: de un extremo a otro estaba lleno del torrente ardiente de la indignación. Un torrente, como él escribió, que no puede disolverse en las aguas tibias de la resignación consentida. De ahí su desprecio por los que llamó Homo resignatus, los intelectuales y los políticos que se reconocen desde lejos por su impasibilidad ante el despiadado orden establecido.
Para Bensaïd, “la indignación es un comienzo. Una forma de levantarse y empezar a moverse. Primero viene la indignación, luego la rebelión, luego ya veremos”. Entre todas las contribuciones “heréticas” de Bensaïd a la renovación del marxismo y de la teoría revolucionaria, la más importante es su ruptura radical con la ideología positivista, determinista y fatalista del progreso inevitable que tanto pesaba sobre el marxismo llamado ortodoxo, en particular en Francia.
Su relectura de Marx, con la ayuda de Auguste Blanqui y Walter Benjamin, lo llevó a entender la historia como una serie de encrucijadas y bifurcaciones, un campo de posibilidades cuya resolución es imprevisible. La lucha de clases es central en el proceso histórico, pero su resultado es incierto.
Crisis y colapso
Si los acontecimientos de mayo y junio de 1968 en Francia parecieron poner la actualidad de la revolución en el orden del día de los países capitalistas avanzados, a finales de la década del 70 del siglo XX se invirtieron las perspectivas. Esto condujo a la llamada crisis del marxismo que se produjo en una situación histórico-política en la que los tres sectores de la revolución mundial, simbolizados por las capitales internacionales del proceso —París en el Occidente avanzado, Đà Nẵng en el sur anticolonial y Praga en el Oriente controlado burocráticamente—, no lograron combinarse en un encuentro internacionalista.
Bensaïd recordaba, en su obra Una lenta impaciencia, que la crisis era triple: una crisis teórica del marxismo, una crisis estratégica del proyecto revolucionario y una crisis del sujeto social capaz de conquistar la emancipación universal. Estos tres elementos se combinaron con una ofensiva ideológica contra el marxismo.
En la década del 80 Bensaïd argumentó que la ofensiva ideológica, a pesar de su naturaleza trillada, banal y hueca, no sería simplemente superada cuando surgiera la siguiente oleada de lucha social. Partía del supuesto de que las luchas y las prácticas liberadoras surgirían de forma inevitable, condicionando la lucha ideológica. Sin embargo, la profundidad de los traumas era tal que el mero resurgimiento contextual de las luchas de clases no bastaría por sí solo para superarlos.
Tras la caída del muro de Berlín, Bensaïd subrayó que su tradición política nunca confundió los movimientos emancipadores de los pueblos del mundo con los éxitos militares y la expansión del llamado campo socialista: “De Budapest a Berlín, de Praga a Varsovia, siempre nos hemos puesto del lado de los trabajadores y los pueblos contra los intereses del Estado y su sacerdocio burocrático”.
Sin embargo, ¿cómo debían responder Bensaïd y sus camaradas al colapso de los regímenes burocráticos de Europa del Este? ¿Significaba que un movimiento obrero popular y revolucionario retomaría su curso desde donde lo había dejado la reacción estalinista? Él descartó el escenario optimista que preveía el resurgimiento de “la cultura de los sóviets o la cultura de los consejos obreros alemanes” tras “un largo paréntesis, un paréntesis histórico”. La oposición al sistema soviético ya no se basaba en las ideas de disidentes marxistas como Rosa Luxemburgo, León Trotski o Nikolái Bujarin: “Esta memoria se ha roto, hay una discontinuidad”.
Para Bensaïd, el hundimiento del estalinismo era necesario, pues abría un nuevo campo de posibilidades políticas para la lucha de clases. Pero, al mismo tiempo, la desaparición de los regímenes estalinistas no condujo de modo automático a una política renovada de autoemancipación de la clase obrera, al tiempo que deconstruyó sectores enteros de la izquierda. Esta doble comprensión de la crisis de los Estados estalinistas fue la base del argumento de que se había producido una bifurcación y era necesario un nuevo ciclo de luchas políticas para renovar una tradición revolucionaria en el movimiento obrero.
Bensaïd insistió en que “la crisis brutal” de los regímenes de Europa del Este que culminó en 1989 había estado “inscrita durante mucho tiempo en la lógica de sus contradicciones”. Sin embargo, “pensábamos que su caída conduciría a una lucha abierta entre dos opciones: o la restauración capitalista o una nueva revolución popular que retomara sus orígenes”. Esta última opción reavivaría la revolución socialista en el este. Sin embargo, la caída de los regímenes burocráticos dejó claro que la esperanza de tal dinámica se había roto por la represión y la regresión social y política, rompiendo a su vez la memoria y atomizando a la clase obrera, vaciando de significado palabras como socialismo:
En estas condiciones, el derrocamiento de las dictaduras de Europa del Este y de la Unión Soviética significa la liberación de un yugo tiránico y el fin de un ciclo histórico abierto por la Revolución de Octubre. El fracaso anunciado del estalinismo rebota sobre el propio proyecto socialista y pone en duda su viabilidad. Será necesario acumular nuevas experiencias y reinventar un lenguaje. Se trata de un largo aprendizaje.
Para Bensaïd, esto era posible porque la lucha de clases y la resistencia surgen por necesidades vitales, contra la injusticia y la humillación. Como argumentó en 1991:
No hay menos razones para rebelarse que hace un siglo o 20 años. Para transformar la revuelta en revolución creadora hacen falta proyecto y voluntad. Son muchos los que siguen convencidos de que el capitalismo realmente existente conduce a nuevas catástrofes. Muchos también, tras la debacle del socialismo realmente inexistente, dudan de que otro mundo sea posible. Hace falta tiempo para aprender de nuevo a imaginar, no un mundo perfecto... sino simplemente proyectos para una sociedad en la que valga la pena vivir.
Cadáveres omnipresentes
La respuesta de Bensaïd a la situación produjo otra lectura de la historia, alejada de la noción normativa de desarrollo histórico y en sintonía con las bifurcaciones que componen la materialidad del cambio histórico. Contrariamente a ciertas creencias trotskistas, sostuvo que “la historia no conoce paréntesis. Se mueve a través de bifurcaciones”.
Afirmar lo contrario es sugerir que el estalinismo fue un interludio temporal que se apartó del desarrollo normativo de la historia. Por lo tanto, una vez acabado el estalinismo, la historia se desarrollaría donde lo dejó, fijando una cita con el programa de la IV Internacional, en que la historia haría justicia a los opositores más intransigentes del estalinismo. Según Bensaïd, en ausencia de una fuerza socialista sustancial “capaz de revivir a corto plazo con la tradición revolucionaria”, esta hipótesis normativa tuvo que establecerse como nula.
El problema del estalinismo tenía, pues, una dimensión más profunda:
No se puede simplemente descartar el cadáver omnipresente del estalinismo, cerrar el episodio y volver a empezar con buen pie. Antes y después, las palabras y las ideas ya no serán las mismas. Los muertos siguen pesando sobre los vivos.
Bensaïd insistió en el hecho de que “las falsificaciones burocráticas nunca constituyeron para nosotros un modelo de sociedad”. Sin embargo, argumentó, había elementos de mayor elaboración teórica que era necesario atender:
Para reconstruir un proyecto revolucionario, los efectos de los últimos 70 años exigen repensar sin tabúes, pero sin tabula rasa, las relaciones entre el plan y los mecanismos mercantiles, entre el plan y la autogestión, entre la democracia política y la democracia social, la transformación del trabajo y de la producción, las relaciones sociales entre los sexos, las relaciones de la sociedad con la naturaleza, la condición del individuo y el estatuto del derecho. Tal proyecto es una guía para la acción y una obra de construcción permanente.
Las exigencias de liberación no nacen de las teorías o de los sueños de unos pocos, sino de la lucha cotidiana. Nuestro comunismo no es la quimera de una ciudad ideal o del fin de la historia, sino el movimiento siempre recomenzado de emancipación humana, la batalla por el fin de la explotación y la opresión, por el fin del trabajo forzado, por la superación de la mutilante división entre productor y ciudadano, por la desaparición del Estado autoritario y por la abolición de la dominación de un sexo sobre otro. Combina el desarrollo de la abundancia individual con la práctica colectiva.
¿Y las estrategias para cambiar el mundo? ¿Cómo podría una mayoría de trabajadores explotados —y de mujeres doblemente explotadas y excluidas de la esfera pública— liberarse de manera radical de su condición de subordinación para hacerse con el poder político y económico sin delegar este poder en una minoría ilustrada o una élite burocrática? ¿Cómo podría la mayoría iniciar un proceso de transformación social y cultural?
Las respuestas a estas preguntas sólo podían venir de nuevas experiencias históricas. Sin duda, según el argumento de Bensaïd, cualquier novedad seguiría combinando la herencia de las revoluciones rusa y alemana, los consejos obreros italianos y la Guerra Civil española con las luchas de la posguerra, desde el Mayo francés hasta la Revolución portuguesa. Para reiterar el argumento en las propias palabras de Bensaïd:
Con la desaparición de las dictaduras burocráticas, nuestra lucha contra el estalinismo cambia de objetivo. Mantiene una función, la de extraer las lecciones de esta experiencia para la práctica futura y cotidiana. En el movimiento obrero internacional y en sus corrientes revolucionarias algunas querellas se superan y otras pierden su importancia. Líneas divisorias ayer insalvables se desvanecen. Otras aparecerán... Por nuestra parte, seguimos más convencidos que nunca de que el sistema capitalista no puede transformarse gradualmente, de que la consiguiente lucha por reformas radicales conduce a un punto de ruptura y de que no habrá socialismo sin revolución. Pero estaremos dispuestos a pasar por la experiencia leal de un partido común y democrático con todos aquellos que —no compartiendo estas conclusiones— estén decididos a luchar por una defensa intransigente de los explotados y oprimidos.
Una obra permanente
Para Bensaïd, la conciencia de clase se había debilitado como consecuencia de las derrotas y las traiciones del pasado, pero la lucha de clases seguía existiendo, al igual que las clases explotadas. Sin embargo:
Los efectos de la nueva organización del trabajo, la privatización de la vida cotidiana y la atomización cultural impiden la capacidad de los explotados para actuar colectivamente y desarrollar una conciencia de sus intereses históricos. Es hora de abandonar definitivamente las representaciones religiosas que hacen del Proletariado el gran sujeto del gran relato de la Historia. Una clase se organiza a partir de sus luchas y experiencias fundacionales en torno a los sindicatos, sus mutualidades, sus asociaciones, sus partidos, el movimiento de liberación de las mujeres. La clase no es un sujeto homogéneo.
El argumento de Bensaïd atacaba los fetiches históricos, esencialmente ideológicos e idealistas, que no tenían cabida en una reconstrucción materialista del marxismo basada en las luchas de clases. La clave de la crítica del fetichismo era el papel de la lucha de clases, que, en su pluralidad, da forma y desarrolla la conciencia de clase a través de la movilización y la solidaridad, desafiando la sumisión y el despotismo del lugar de trabajo y de la máquina estatal relativamente autónoma.
Como escribió Bensaïd, la unificación de la clase obrera por encima de sus “obstinadas diferencias” era “una obra de construcción permanente, una tarea estratégica que dicta tácticas y alianzas”. Además, en relación con el dinamismo del modo de producción capitalista, “las clases sociales cambian, se diferencian y se transforman. Están en permanente movimiento. No se detienen ante una imagen fija que las simbolizaba ayer”. La clase obrera sigue en constante desarrollo, factor decisivo del conjunto social:
El peso de la clase obrera industrial ha disminuido en términos relativos en relación con el total de la población activa. Pero sigue representando el grupo social más importante. Y, sobre todo, sigue creciendo una parte del proletariado asalariado (en el transporte, el comercio y los servicios) que representa dos tercios de la población activa. Sólo una visión restrictiva y obrerista del proletariado puede sostener que se encuentra en declive (o en vías de desaparición).
Darren Roso es un estudioso australiano del marxismo. Este texto es un extracto de su libro Daniel Bensaïd: From the Actuality of the Revolution to the Melancholic Wager y la traducción procede de Jacobin. Traduccción: Pedro Perrucca.