Algo raro pasa. No para de llover. Mario Piana, arquitecto responsable de la conservación de la Basílica de San Marcos, cena en su casa, poco distante del templo. Como otros venecianos —a excepción de las personas ancianas, que son la mayor parte de los 42.744 residentes—, Piana sigue el comportamiento de las mareas desde su teléfono móvil, a través de la aplicación del Centro de Previsión de Mareas. Los pronósticos daban, a las once de la noche, una marea excepcional, ya de por sí altísima: 170 centímetros.

Piana —68 años muy bien llevados, nariz de emperador romano, ojos verde oliva, pelo sal y pimienta— tenía claro que esos 170 centímetros habrían inundado buena parte del templo y de la ciudad. Así que, concluida la cena, se pone una chaqueta impermeable y las botas verdes de pescador hasta la ingle. Se dirige hacia la basílica. El mar Adriático comienza a inundar Venecia. Camina despacio.

Entonces, suenan las sirenas. Recuerdan la alerta antiaérea de la Segunda Guerra Mundial. Meten una cierta dosis de ansia. Fueron readaptadas en la posguerra y colocadas en ocho campanarios, un faro y tres escuelas de la vieja urbe y sus islas. Suenan con picos de volumen diferentes e intervalos diferenciados, según el nivel de la marea. El oído entrenado de los nativos reconoce la gravedad de la marea: un tono significa que el agua alta será de 110 centímetros; dos tonos, 120 centímetros; tres tonos, 130 centímetros. Pero cuando suenan esos tremendos cuatro tonos —que duran apenas 20 segundos—, todo el mundo empieza a preocuparse: la marea será un evento excepcional, de 140 centímetros o más, pero no se sabe exactamente de cuánto. Con toda seguridad, inundará 70% de las calles y los campos, ni las ambulancias ni los vaporetti —buses acuáticos— podrán navegar bajo los puentes. Moverse en los puntos situados en las ínsulas más bajas —Rialto y San Marcos— será complicado. A menos que uno disponga de unas botas hasta donde el muslo se junta con el vientre.

Llueve tan fuerte que parece que el cielo se va a caer. Nueve y media de la noche. Piana ahora está dentro de la Basílica de San Marcos. Una veintena de trabajadores —con botas amarillas hasta la ingle— ponen a salvo crucifijos, confesionarios y el centenar de bancos de madera para servicio de los feligreses. Una hora y media más tarde, la aplicación del teléfono móvil de Piana parece haber enloquecido. Cambia continuamente la previsión. Dice que a las diez y cuarenta de la noche el agua alta será de 180 centímetros, pero en apenas 20 minutos la app modifica de nuevo el pronóstico. Esta vez dice que la marea subirá hasta un pico máximo de 187 centímetros. Para entonces ni Piana ni los empleados podían hacer nada: sólo presenciar cómo, a su paso, la marea caprichosa e incontrolable entraba por debajo de las puertas del templo y rompía ventanas. Y comprobar cómo también sus cuerpos eran casi tragados por la marea excepcional. Piana mide 180 centímetros: el agua llegó a cubrir su cintura.

Es cierto, la noche del 12 de noviembre de 2019 algo raro había pasado: ráfagas de viento de 120 kilómetros por hora provocaron un pequeño maremoto en la laguna de Venecia. Entonces, el agua entró violenta e incontrolable por los tres pasillos que conectan la ciudad con el mar Adriático. Inundó 85% de campos y calles, casas, tiendas, cafés, restaurantes, librerías, museos, iglesias. Murieron dos personas.

Venecia revivía, 53 años después, la tragedia del 4 de noviembre de 1966, cuando la marea tocó los dos metros: no hubo muertos, pero sí provocó gravísimos daños al patrimonio cultural —más de 5.000 libros destruidos— y 18.000 personas quedaron en la calle. Ese día comenzó el éxodo hacia Mestre, la ciudad dormitorio de muchos venecianos. Había sido la peor inundación en su historia milenaria.1

***

Miércoles 13 de noviembre de 2019. Ocho de la mañana. El cielo es gris. Venecia amanece triste, devastada. Las escuelas y los colegios están cerrados. En las calles y los campos desolados hay bolsas de plástico, basura, ratas muertas. La mayoría de los cafés, supermercados, restaurantes y tiendas no han abierto. En muchas puertas se leen carteles con la misma frase: “Cerrado por el agua alta”.

Huele a mar. Dos helicópteros sobrevuelan a ras los campanarios y los tejados. Esta mañana hay pocos turistas: algunos calzan cobertores de zapatos —diez euros el par— celestes, amarillos y verdes.

En la Plaza de San Marcos, esa especie de salón al aire libre cuyo techo es el cielo, ya han sido montados los 500 metros de pasarelas que permiten atravesarla sin mojarse los pies, siempre y cuando la marea no supere los 120 centímetros. Construido en uno de los puntos más bajos de la ciudad, el centro neurálgico de Venecia se inunda con una marea de apenas 82 centímetros.

Tres policías municipales —con botas hasta la ingle y chaquetas impermeables fosforescentes— invitan a los viajeros a caminar sobre las pasarelas sin obstaculizar el tránsito.

No selfies, please! —dice a cada minuto un policía con su dulce acento veneciano.

Pero no le hacen caso. Venecia con el agua alta es muy fotogénica. Una pareja de turistas asiáticos, descalzos, vestidos con traje de novios —ella con su atuendo blanco arrollado hasta la cintura, él con su pantalón negro arrollado hasta las rodillas—, posa sobre la pasarela delante de la puerta principal del templo. Una madre y su hija de 2 años —desprovistas de botas— caen al agua por culpa de la selfie de los recién casados. Nadie se altera. La madre y la niña ríen. Ignoran que 80% de las aguas negras van a parar a los canales.

No selfies, please —repite el policía.

Atravieso la Plaza de San Marcos sin subir a las pasarelas que la cortan de lado a lado. Me calzo mis botas azules —hechas en Gran Bretaña— de goma hasta la rodilla. Paso a paso, aprendo a caminar con el agua alta: despacito, como un robot. Sólo de esta manera evito que el agua salpique y moje mis piernas.

Al llegar a la Riva degli Schiavoni, delante de las dos columnas más famosas de Venecia —la del león alado y la de san Teodoro, situadas delante del Palacio Ducal y de la cuenca de san Marcos, una de las perspectivas más representadas en las vedutas de Antonio Canal, Canaletto— emergen los devastadores efectos de la marea excepcional de la noche más larga de los últimos tiempos en Venecia.

—Es como si hubiera pasado un tsunami. Las olas eran altísimas, más de dos metros —dice Tommaso Brigadin, el gondolero responsable del atracadero de góndolas de esa zona—. Temí por mi vida.

Los gondoleros son viejos lobos de mar. Desde siempre, la góndola es como un par de piernas. Es raro verlos calzar botas de “agua alta”. Hoy, sin embargo, Tommaso —de no más de 40 años— lleva puestas las suyas, negras, hasta la rodilla. Fuma. No tiene ganas de hablar. Quiere llorar.

La noche más larga de Venecia, el viento rompió las amarras de muchas de las 71 góndolas en el atracadero de la Riva degli Schiavoni: salieron disparadas como las balas de un cañón contra las 36 columnas que sostienen las dos fachadas del Palacio Ducal, obra maestra de arte gótico y símbolo de la milenaria y frágil ciudad de los canales. Más adelante, un taxi entró como una flecha por la puerta de cristal del histórico hotel Danieli. Camino cada vez más despacio. Sube la marea. En el barrio Garibaldi, al fondo de la Riva degli Schiavoni, anoche se quedaron a oscuras, mientras el agua entraba por la vía principal como el torrente de un río. Al fondo, dos vaporetti amanecieron clavados en la riva (el malecón).

Hubo un principio de incendio en la planta baja del Museo de Arte Moderna de Ca’ Pesaro, todos los libros y los catálogos de su tienda fueron a parar a la basura. El agua alta quiso borrar también el archivo del Conservatorio Benedetto Marcello, en el Palacio Pisani. Entre los textos empapados se encuentran partituras de Ludwig van Beethoven y de Rossini. En la Fundación Querini Stampalia, un magnífico palacio de inicios del siglo XVI, el agua salada deterioró 35 metros lineales de libros y revistas que testimonian la historia del siglo XIX, muchos de los cuales son ejemplares únicos. En la planta baja del Teatro La Fenice, la marea devastó el sistema eléctrico y empapó trajes de la ópera Don Carlo, de Giuseppe Verdi, que inauguraría la estación lírica diez días más tarde.

Pero la peor parte se la llevó la espléndida Basílica de San Marcos. Fue construida para albergar los restos del santo patrono de la ciudad en el año 828. Emerge en el punto más bajo de las 118 islitas —conectadas a través de 435 puentes de hierro y piedra— que forman Venecia. El vestíbulo se encuentra a 63 centímetros sobre el nivel cero mareográfico de la Punta de la Salud (el nivel de referencia en Venecia desde 1897). Es por eso que el vestíbulo de la iglesia pasa convertido en una especie de piscina 250 veces al año. Pero una inundación a la interna del templo no se veía desde 1966.

***

Suenan las sirenas. Son las 8:30. El inconfundible ruido estridente anuncia que al mediodía del miércoles 13 de noviembre la marea será alta: 140 centímetros. La segunda marea alta excepcional no da tregua a los venecianos ni a sus piedras ni a sus mármoles. Las sirenas presagian otro día más con las botas puestas. Otro día más que habrá que volver a empezar. Otro día más que será necesario poner a salvo los objetos, la mercadería, los libros. Y esperar a que la marea descienda para lavar y limpiar pisos y paredes.

Dentro de la Basílica de San Marcos se encuentra el arquitecto Mario Piana. Calza las viejas botas de pescador que cubren todas sus largas ancas hasta la ingle. Piana ha pasado la noche en vela, esperando el lento descenso de la marea. Y controlando los daños.

—Lo de anoche fue lo más parecido al Apocalipsis: el viento soplaba furioso, empujando la marea sobre Venecia —dice Piana rascándose el pelo con la mano izquierda. Su mirada es de angustia y tristeza.

Está parado en la nave central del templo, ahora despojado del centenar de asientos de madera destinados a los feligreses. La luz velada envuelve el espacio circundante, crea un ambiente sugerente e intenso que, como en las iglesias de Oriente Medio, varía de forma continua según las diferentes horas del día.

Sobre la cabeza de Piana resplandece el oro de los 8.000 metros cuadrados de los magníficos mosaicos bizantinos que trepan por las paredes y las cinco cúpulas.

Hay mucho movimiento: 25 empleados —todos calzan botas amarillas hasta la rodilla— lavan con agua dulce el piso de mosaico, luego lo secan con 25 fregonas. En eso pasan tres horas.

—El agua salada es maldita —dice Mario Piana, arquitecto y profesor de Química para la Conservación y la Restauración del Patrimonio Cultural en la Universidad Ca’ Foscari—, se evapora, sube por los muros, corroe el mármol y los mosaicos bizantinos, rompe todo a su paso, como un cáncer. Y los efectos son parangonables a los del cuerpo humano cuando se somete a las radiaciones: hay efectos colaterales que pueden provocar la muerte.

La basílica sufre una gran variedad de formas de deterioro de los mármoles, las piedras y los mosaicos que la componen. La suya es una lucha infinita contra los daños provocados por las mareas altas: en sus 1.200 años de historia, el templo se ha inundado seis veces.

Tales inundaciones han ocurrido en los últimos 20 años. Se suma al triste récord la devastadora marea del 12 de noviembre de 2019, la tercera peor de la historia. Esa noche la cripta en la que reposan algunos patriarcas parecía una bañera y el agua invadió los 2.000 metros cuadrados de mosaicos bizantinos del piso de la basílica. Los efectos se perciben paso a paso: los pies caminan sobre ondulaciones constantes. En algunas partes el piso se levanta, se dobla y termina por romperse. Encuentro tres trozos de mármol desprendidos. Otras 30 iglesias de Venecia y sus islas corrieron una suerte igual o peor.

—La Basílica de San Marcos ha envejecido 50 años —dice Piana apoyado en una columna mientras se ajusta las botas. Sale por la puerta reservada para los feligreses y se dirige a su oficina.

Afuera, la Policía ha recogido las pasarelas, ahora inútiles. Las sillas y las mesitas de los cafés de la Plaza de San Marcos flotan.

Semanas más tarde Piana informará que serán necesarios cinco millones de euros para remendar los mosaicos y otros materiales deteriorados.

En el vestíbulo de la iglesia está el ingeniero Pierpaolo Campostrini, procurador del templo. Lleva puestas las botas verdes de pescador. Lo protegen hasta la ingle. El dorado de los mosaicos de las paredes se refleja en la bañera que ahora es el vestíbulo.

Campostrini se queda por unos minutos con los ojos clavados en los mosaicos dorados.

—Es triste ver tanta belleza maltratada —dice mientras coordina la colocación de una compuerta móvil en la puerta principal del templo para atajar el agua que, por segunda vez consecutiva, amenaza con inundar la nave central del templo.

Campostrini —un hombre robusto y canoso— conoce como la palma de su mano las columnas deterioradas por el agua salada. En el vestíbulo hay al menos diez, cuya base comienza a desintegrarse como un cubito de azúcar en una taza de café. Toco la base de una —delante de la puerta por la que cada año entran tres millones de turistas— y un trocito se desmorona entre mis dedos.

—Anoche temimos por la estabilidad del templo. Estuvimos al borde del desastre —dice Campostrini—. Esta inundación es una indecencia. Ya cuando las previsiones daban una marea de 140 centímetros se debió haber probado el MOSE [Módulo Experimental Electromecánico, el proyecto que promete impedir el ingreso de mareas altas en la ciudad]. La gran marea ha demostrado que Venecia no es segura y que es demasiado frágil. Para colmo de males, está en manos de políticos incompetentes. La ciudad se nueve por inercia.

A las dos de la tarde, la marea ya se ha ido. Personal del templo extrae el agua del vestíbulo con la ayuda de bombas eléctricas, luego lava el piso de mosaico con agua dulce, por último, lo seca con fregonas. Así 200 veces al año.

—¿A qué hora abren la basílica? —pregunta un turista en la Plaza de San Marcos.

—Hoy no abre.

—Vuelvo mañana.

***

—¿Qué ponemos? ¿“En los próximos días se registrarán mareas altas”?

—Mejor usá el condicional y recomendá seguir la actualización de las mareas a través del canal de Telegram.

La pregunta la hace un técnico del centro de mareas a su capo, el director Alvise Pipa. Deciden el verbo adecuado para publicar en el boletín tres días después de la devastadora agua alta del 12 de noviembre. Se encuentran en la sala principal del Centro de Previsión de Mareas, localizado en el Palacio Cavalli. Es un elegante edificio del siglo XVI asomado al Gran Canal.

La oficina es modesta: hay seis computadoras, una mesa rectangular, seis sillas, un perchero con abrigos, paraguas y gorros. Y varios pares de botas de goma hasta la rodilla y hasta la ingle.

Más adelante, un pasillo, que es una especie de museo: hay fotografías en blanco y negro de la gran marea de 1966 y el primer mareógrafo, de 1871. Al fondo, la oficina de Alvise Pipa. Hay una mesa con ocho sillas, un escritorio con una vista espléndida de Rialto y una pantalla de 75 pulgadas colgada a la pared.

—La realidad fue mucho peor respecto de las previsiones del 12 de noviembre [de 2019]. ¿Por qué los pronósticos fueron tan inciertos?

Pipa coge el mando y abre una presentación de PowerPoint.

—El instinto me decía que algo grande se iba a venir encima. El lunes 11 de noviembre vimos que se había formado una gran fuente de energía en la desembocadura del río Po. Pero de repente desapareció. Ese día se lo comenté el alcalde, Luigi Brugnaro, y al verme entrar en su despacho me preguntó por qué estaba tan pálido. Le dije que había que sonar las sirenas, alertar a la población. Algunos expertos presentes me dijeron que estaba exagerando. ¿Sabe?, los hoteleros se molestan cada vez que suenan las sirenas: sostienen que asustan a los turistas. Pero si deben sonar, que suenen —dice Pipa.

—¿Entonces?

—No pudimos prever las fuertísimas ráfagas de viento de 120 kilómetros por hora que, de improviso, se formaron en el Adriático. El mar enfurecido intensificó la subida de la marea de manera excepcional. En cuestión de 20 minutos, inundó 85% de la ciudad.

Suena el teléfono móvil personal de Alvise Pipa. Responde.

—Disculpe, era mi mujer. Nunca me llama al trabajo, pero me pregunta qué hacer con la montaña de objetos empapados en la planta baja de nuestra casa. Todo el mundo me llama: amigos, familiares, quieren saber qué está pasando y qué va a pasar.

Pipa parece angustiado por lo sucedido. Se despide con un apretón de manos. Lo aguardan un periodista y un camarógrafo italianos. Ellos también quieren saber por qué las previsiones erraron.

Mario Piana, arquitecto.

Mario Piana, arquitecto.

Ilustración: Federico Murro

***

Viernes 15 de noviembre. Nueve de la mañana. Camino por la calle Strada Nova. Es la vía predilecta de los turistas que llegan a Venecia desde la estación de trenes Santa Lucía. Y la misma que suelen recorrer los 30.000 trabajadores de otras ciudades que llegan cada día. Es el camino más breve para llegar a Rialto y a San Marcos. La policía municipal —con botas hasta la ingle— guía a los viajeros: caminan en fila por las pasarelas con los brazos elevados y las maletas sobre sus cabezas. La marea comienza a crecer. Según la aplicación de mi móvil, en 30 minutos será de 140 centímetros. Otra marea excepcional. La tercera en una semana.

Hoy será complicado moverse. Tengo una cita en el Ismar (sigla en italiano del Instituto de Ciencias Marinas) con Georg Umgiesser, físico y oceanógrafo de origen alemán. Por culpa de la marea alta, hoy el servicio de transporte público ha sido suspendido. Entonces intento llegar andando.

A la altura del Puente delle Guglie las pasarelas son inútiles. Es muy raro ver inundada esta zona. Encuentro a Vanessa Scomparin, vieja conocida y propietaria de un hotelito acogedor. Está desesperada. Lleva su melena rubia recogida a toda prisa y botas hasta la rodilla. Por tercera vez en una semana el agua ha entrado en la planta baja, destrozando las antiguas escaleras de madera. Y espantando a los turistas. Las tiendas y los bares cercanos permanecen cerrados. La mayoría lo perdió todo. No se sabe cuándo abrirán otra vez. Si es que abren.

—Nos jodimos. Desde hace muchos años esta ciudad es gobernada por una panda de corruptos —dice Vanessa, de 42 años muy bien llevados y baja de estatura—. Hay una pequeña compuerta de metal en la entrada del hotel, pero el agua la ha superado. Porca miseria —esputa y saca el agua con una cubeta. Pero es una tarea inútil.

Con mis botas hasta la rodilla no voy a ninguna parte. Me resigno a esperar que baje la marea. El agua es demasiado alta para mi estatura de apenas 160 centímetros. Entro en una de las cafeterías que resisten. Las máquinas para preparar capuchinos y cafés están a una buena altura. La camarera lleva botas como las mías y camina por el piso inundado. Los clientes —venecianos— hablan de lo mismo: de la ineficiencia y la inercia de las últimas administraciones del gobierno local.

A mi lado, la señora Carla dal Favaro —de 79, con el rostro lleno de surcos— bebe un café con leche.

—Cuando escucho las sirenas evito salir de casa. Ya estoy muy vieja para moverme con el agua alta. Hoy salí temprano porque tenía una cita en el hospital. Yo no entiendo nada de celulares, sólo uso el teléfono para llamar a mis nietos. Ya ve, me agarró la marea alta en la calle. Nosotros nos mojamos los pies y los políticos no hacen nada para salvar Venecia y a su gente —dice la anciana señora. Mezcla el azúcar con una cuchara diminuta. Fija la mirada en la taza.

—¿Puedo? —pregunta Tiziana Simioni, empleada doméstica en la casa de una familia aristocrática.

Ordena un capuchino. Tiziana —pelo corto y lentes grandes modernos— se sienta a nuestra mesa. Lleva botas hasta la rodilla. Ella también ha decidido esperar hasta que la marea descienda. Ya ha avisado a su jefa que hoy llegará tarde.

—Cada vez que suenan las sirenas me preparo mentalmente para afrontar un día complicado —dice Tiziana—. El famoso MOSE es un proyecto viejo y costoso, no funcionará nunca, no salvará Venecia. Nos han mentido y robado durante décadas.

La camarera, la barista y los ocho clientes presentes concuerdan con Tiziana. De improviso se escucha una única frase: “¡El MOSE es una vergüenza!”.

El desastre de 1966 condujo a la promulgación de una ley especial para salvar Venecia de las inundaciones. Fue así que, el 16 de abril de 1973, se aprobó la megaobra de ingeniería MOSE (a veces llamado Moisés, por el personaje bíblico). Lo componen 78 compuertas móviles colocadas en los tres pasillos que conectan la ciudad y sus islas con el mar Adriático. Promete atajar las mareas superiores a 110 centímetros. La construcción de las enormes barreras semisumergidas de color amarillo brillante, sobre una base de millones de toneladas de hormigón, se inició en 2004, durante el gobierno de Silvio Berlusconi. Al inicio se esperaba que el proyecto finalizara en 2011. Los planes se retrasaron después de que la Policía italiana destapara la estrategia de coimas implementada por la cúpula del MOSE. Los capos compraban a quien cuestionase el proyecto. Fueron arrestadas 34 personas. Y entre mordida y mordida, los costos de la obra crecieron exponencialmente: debió costar 2,4 millardos de euros, después la cifra se duplicó y siguió creciendo; ahora se estima que se gastaron siete millardos de euros antes de ponerla en marcha por primera vez y de manera parcial en octubre de 2020. Por ahora se cree que estará completamente operativa en 2025. Pero nadie sabe si de verdad será así, si va a funcionar en condiciones de marea excepcional y con viento, pero sobre todo, nadie sabe de dónde van a sacar los 100 millones de euros anuales necesarios para su mantenimiento.

Entonces, Venecia no muere por las mareas altas y el calentamiento global: desde el siglo pasado es maltratada, pateada por una estrategia de abandono y explotación de los políticos de turno. Sus enemigos más graves no son el viento y el agua alta, sino su clase política.

Con la caída de la República de Venecia en 1797, entró en crisis el mecanismo que por 1.000 años había sabido conservar el equilibrio ambiental y el interés por preservar el ecosistema lacustre y la ciudad, dos ambientes inseparables. Sin embargo, en el siglo XIX esa tradición tomó otro rumbo: las bocas de puerto con las cuales Venecia se conecta con el Adriático (Malamocco, Lido y Chioggia) fueron excavadas de forma exagerada. El pasillo de Malamocco tenía una profundidad de diez metros que ahora es de 57 metros, uno de los puntos más hondos del Adriático. Estos tres corredores naturales fueron excavados para hacer accesible la laguna a las naves industriales y los cruceros turísticos.

Los monstruos marinos —como llaman los venecianos a los cruceros— son lo más parecido a un elefante en una tienda de cristales: a su paso convierten Venecia en el tercer puerto europeo más contaminado. Los pasillos naturales —excavados— por los cuales transitan los cruceros son, a su vez, una especie de autopistas por las cuales el viento y las mareas entran con mayor velocidad e intensidad en esa frágil invención humana que es Venecia.

Fundada con la fuerza de voluntad de hombres intrépidos que fugaban de los bárbaros invasores en el año 568, Venecia se hunde desde que nació: los suelos arenosos se compactan y se asientan con el tiempo. El fenómeno se llama subsidencia. El hundimiento se aceleró en los años setenta del siglo pasado, cuando el centro industrial de Marghera comenzó a extraer agua de los acuíferos del subsuelo. Esto provocó que la ciudad se hundiera 23 centímetros. Las fotos de hace un siglo muestran una Venecia orgullosa sobre el agua; hoy es una ciudad sentada en el agua.

***

Por fin, la marea desciende. Los clientes abandonan el bar. La camarera empuja el agua hacia la calle con una escoba. Venecia vuelve a la normalidad.

Es demasiado tarde para entrevistar a Georg Umgiesser en su oficina. El investigador de cabecera de la sede veneciana del Ismar debe tomar un tren con destino a Roma, donde participará en una conferencia sobre el cambio climático y la incertidumbre de las previsiones de las mareas. Entonces quedamos en una terraza a dos pasos del puente de Rialto. Pido dos cortados. Los vaporetti han vuelto a circular por el Gran Canal. Las tiendas de lujo y el mercado de pescado de Rialto recién han abierto.

Viste con un elegante traje azul marino y una camisa blanca como su melena y su larguísima barba. Lleva una maletita con ruedas de viajero práctico.

Esta mañana calzaba botas hasta la rodilla, que ahora se han quedado en su oficina, pues no le servirán en la capital italiana.

—La incertidumbre comienza cuando se presentan eventos excepcionales —dice Umgiesser—. Cuando nos encontramos delante de una inestabilidad meteorológica como la del 12 de noviembre, la incertidumbre se amplifica. Nadie había previsto las ráfagas de viento de más de 120 kilómetros por hora, ni siquiera los mejores modelos, como los del centro europeo de previsiones [European Centre for Medium-Range Weather Forecasts].

Sin embargo, no hay duda de que el aumento y la intensidad de las mareas excepcionales —superiores a 140 centímetros— comienzan a manifestarse con una frecuencia verdaderamente preocupante: en noviembre de 2019 se verificaron tres en apenas una semana. Y en diciembre, dos mareas altas seguidas, los días 21 y 22. No había sucedido nunca. Nadie recuerda haber visto inundado el árbol de Navidad en la Plaza de San Marcos. La imagen denotaba pesadumbre, melancolía.

—Los científicos miembros del IPCC [Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, conocido por su sigla en inglés] pronostican para el final del siglo un elevamiento del mar de entre 50 y 110 centímetros —dice Umgiesser.

El cambio climático no se detiene: dentro de 200 años el mar se elevará entre 150 y 350 centímetros. En ambos escenarios el impacto para Venecia sería catastrófico. No hay que preguntarse si esto va a suceder, sino más bien cuándo. Podría ser dentro de 50 años o dentro de 80, pero sabemos que sucederá porque no hacemos nada para reducir el cambio climático.

Mirándola en un mapa, Venecia es lo más parecido a un pez, más bien un lenguado, ancorado en el Adriático. Anoche soñé que el pez se desvanecía en medio de la laguna celeste. Me desperté llorando. Pregunto a Umgiesser si mi pesadilla puede volverse realidad.

—Probablemente con un elevamiento del mar de 60 centímetros, ni siquiera el MOSE puede hacer milagros. Históricamente Venecia siempre ha pensado en salvar la ciudad y mantener el equilibrio de la laguna —dice—. Pero con el alzamiento del mar debemos escoger qué salvar: Venecia o la laguna. Es un paradigma. Temo que debemos concentrarnos en salvar la ciudad de Venecia.

—¿Entonces para que el MOSE funcione será necesario un milagro, como en el caso de Moisés?

—El MOSE pretende defender Venecia de las mareas altas, pero es imposible porque con un alzamiento del mar de 50 centímetros habría que alzar sus compuertas entre 300 y 400 veces al año. Eso significa una vez al día. Esto no es factible.

—Entonces, si el MOSE no es capaz de atajar las mareas, ¿qué opciones reales existen para defender la ciudad con un elevamiento del mar de 50 centímetros?

—Se puede realzar el terreno inyectando agua en la falda subyacente hasta 30 centímetros. La otra posibilidad es separar la laguna del mar Adriático. Para ello, deben ser canalizadas todas las aguas negras, porque no habrá intercambio con el mar. Por otra parte, los cruceros deben navegar completamente fuera de la laguna.

Antes de marcharse, el científico barbudo alemán coge su pequeña maleta, se despide de modo amable y dice:

—Si tenés casa en el primer piso, si podés, vendela.

Mientras Umgiesser se dirige a la parada de los vaporetti, recuerdo la primera vez que lo entrevisté, hace ya 15 años. Todas sus predicciones se han ido cumpliendo una a una. Me dijo que las mareas serían cada vez más altas, más violentas y más frecuentes, que el MOSE no funcionaría, que Venecia podría desaparecer.

***

Un mes y medio más tarde —el 21 de diciembre de 2019—, camino por el popular barrio Cannaregio, en el Cimiento de los Moros. Es el más poblado de los seis que forman la ciudad. Es raro ver turistas en Cannaregio, localizado en la parte noroccidental de Venecia. Aquí, en el número 3399 vivió el revolucionario y genial pintor renacentista Jacopo Tintoretto (1518-1594). El artista nunca abandonó Venecia e incluso sobrevivió a la peste de 1576.

Es una mañana fría, soleada. A las ocho y media suenan las sirenas. Avisan de una nueva marea excepcional. A mediodía, calles y campos volverán a estar inundados. Pero la vida sigue. Las tiendas de frutas y verduras preparan los estantes como si se tratara de una natura morta. Dos carritos recolectores de basura recogen —por separado— papel y plástico. Un barco descarga en la orilla, delante de un restaurante, botellitas de plástico con agua mineral, cerveza y vino. Señoras octogenarias, vestidas con abrigo de piel, guantes y gorro, caminan agarradas del brazo de su cuidadora. Huele a pan fresco y croissant recién horneados. Los niños recién han entrado a la escuela.

A dos pasos de la guardería Arcobaleno encuentro a Michaela Baldarin. Tiene 44 años —parece más joven, viste un abrigo de invierno amarillo, gorro negro y zapatos militares— y es madre de tres mujercitas de 3, 6 y 12 años. Primero acompaña a las mayores a la escuela, por último deja a la pequeña en la guardería.

Michaela es hija de un gondolero y se gana la vida tocando el violín en una orquesta. Le pregunto si merece la pena vivir en Venecia, con tantas inundaciones, con las botas puestas.

—No pienso abandonar nunca mi ciudad. Sólo quien ha nacido aquí entiende qué significa vivir con el agua alta. Los venecianos, como Venecia, somos anfibios, no podemos vivir lejos de la laguna.

Hace frío. Ambas tenemos los pies congelados. Michaela se frota las manos.

—¿Sabe?, el gobierno local prefiere que los venecianos nos larguemos. Sin residentes, la ciudad, convertida en un parque de atracciones como Disneylandia, es más fácil de gobernar. Y de exprimir. Pero los venecianos no nos rendimos. Durante las semanas de agua alta he visto mucha solidaridad, tengo amigos que lo perdieron todo y que han recomenzado de cero.

Se despide con un beso en la mejilla. Debe regresar a su casa a tender camas y tocar el violín un par de horas. Antes pasa por una tienda de pesca y compra dos pares de botas hasta la ingle, uno para ella y otro para su marido. Ya tiene listo el regalo de Navidad. Las botas hasta la rodilla se han vuelto poco útiles.

Milena Fernández es una periodista nacida en Costa Rica. Trabajó una década en el diario La Nación de ese país y desde el año 2000 vive en Venecia. Una versión de esta nota, con el título “Vivir con las botas puestas”, se publicó en el libro La voz de las cosas (compilación de Roberto Herrscher, Ediciones Carena, 2021).


  1. El 22 de noviembre de 2022 fue registrada una marea de 173 centímetros, la tercera marea alta en la historia de Venecia. Fue atajada por el MOSE, que evitó la inundación de 82% de la ciudad.