No fue hace menos de seis o siete años. Lo sé porque en aquel entonces me atendía con mi anterior psicólogo, cuya casa/consultorio quedaba en esos complejos de vivienda enladrillados que están frente al Cementerio del Buceo. Habíamos almorzado, mi viejo se ofreció a llevarme a terapia en su auto y vi que su plan era, en vez de tomar Rivera, enfilar por la rambla. Sin embargo, noté que hacía una serie de desvíos raros cuyo sentido se me escapaba. Terminamos bajando hacia la rambla por Bulevar Artigas y a la altura de la estación de servicio de Ancap avanzamos hacia el este a una velocidad inusualmente lenta. Yo estaba enfrascado en mis cosas, pero notaba que mi padre miraba una y otra vez hacia la zona de pasto que muere en el río. Yo también miraba para allá y recordaba el tiempo en que fui acompañante terapéutico de un señor que, unos meses antes de conocerlo, en pleno brote psicótico, se apuñaló repetidas veces en el estómago al creer que un equipo SWAT atravesaba el ventanal de su casa para secuestrarlo (me acordaba de él porque siempre hacíamos ese camino por el pasto y en todas y cada una de las ocasiones nos cruzábamos con el Mudo Montero Castillo y mi paciente intentaba detenerlo para mostrármelo y decirme: “Mirá, Agustín, el Mudo, qué grande el Mudo”).

Mi padre seguía disminuyendo la velocidad y entonces ahí, entre las canchas de La Estacada y la plaza Trouville, me susurró: “Agus, mirá para allá”. Me quedé viendo a joggingistas, paseadores de perros y mujeres con ese bronceado cúprico que en otoño sólo tiene cierta gente de Punta Carretas, pero no sabía individualizar a quién se refería. “Ahí”, dijo mi padre, lo suficientemente ansioso como para apretar los dientes en esa repetición, pero lo suficientemente cauto como para no señalar con el dedo. Su mirada recaía sobre un señor que caminaba encorvado hacia adelante, como cortando el viento con la frente, una forma extraña de desplazarse que le daba un aire de pingüino apurado. El gesto encogido era ideal para ser acompañado por las clásicas manos enfundadas en los bolsillos, pero un objeto extraño sobresalía de una de ellas. Me tomó un tiempo entender que aquello era un cronómetro y tal descubrimiento —el del objeto y el del gesto— terminó por cristalizar con total nitidez la identidad de aquella persona. El tipo era el Loco Marcelo Bielsa y caminaba entre un montón de gente que, salvo mi padre y yo, no lograba arrancarlo de su anonimato. Por aquel entonces Bielsa definitivamente ya era Bielsa, la versión más o menos mitologizada que tenemos de él (ese balance entre sus éxitos y sus fracasos, la brillantez trágica e inspiradora de su hýbris), pero quizá por la cautela uruguaya, o a lo mejor por la implausibilidad de tenerlo ahí entre nosotros, se podía camuflar entre toda la gente, como si tuviera esos mantos de invisibilidad de Harry Potter o de las fuerzas especiales rusas, dependiendo de qué tenor mágico o marcial se le quiera dar a la anécdota. Pero más que la sorpresa de ver a Bielsa, lo más fascinante fue ver a mi padre así. Mi viejo, un exjugador de selección devenido técnico de fútbol, que me llevaba a escondidas a observar a otro técnico porque sabía que a esa hora iba a andar por ahí, para acercarse con cautela con el auto y mostrármelo desde la ventana, como un guía de safari que sabe los rituales de un animal que se creía extinto. Esa es la sensación que siempre me generó Bielsa, la de un espécimen frente al que uno, incluso si es un colega, no puede hacer ruido por miedo a espantarlo y perder su magia.

***

He escuchado muchas versiones (difíciles de corroborar) de esa relación pura y elusiva de Bielsa con Uruguay. Mi favorita era la de que, mientras dirigía la selección de Chile, muchas veces se venía para acá para encerrarse en un apartamento y sólo ver VHS y DVD de partidos. Pienso que no tiene mucho sentido ir a otro país únicamente para quedarse viendo la tele, pero hay algo extraño que cuaja entre Bielsa y una capital que tiene video de polizonte en su nombre. Pero ni en mis sueños más locos me imaginaba que ese que seguía su caminata mientras cronometraba algo de sus pasos terminaría siendo el técnico de Uruguay.

No es que fuera un fanático suyo, pero siempre me alegraba escuchar o ver lo que desplegaba a su alrededor: era un técnico que me encantaba que existiera, pero no necesariamente quería que dirigiera alguno de mis equipos. A decir verdad, yo, que suelo tener un ranking sobre cualquier cosa que me interesa, no tengo técnicos favoritos; he visto la cosa tan de cerca, de manera tan traumática y fascinante, que siempre construyo las carreras de técnicos ex post facto, escritas con el diario a la vista, imposibilitado de anticiparme a algo tan marcado por la suerte, el misterio, la banalidad y la tragedia. Pero la mera idea del Loco dirigiendo a Uruguay era algo que de alguna manera sentía demasiado lejano, y cuando eso dejó de ser carne podrida que tiraban los periodistas de golpe se terminó por configurar como algo sobre lo que, como uruguayo, debía tener opiniones, preocupaciones, aspiraciones y vaticinios. Sin embargo, antes de analizar si Bielsa serviría o no para nuestra selección teníamos que preguntarnos cómo fue que llegamos acá. Y justo en este punto es que todo se ponía muy extraño.

***

Creo que el periplo de Diego Alonso como director técnico de Uruguay fue el período más extraño de la celeste. Su extrañeza no estriba tanto en el estilo de juego, ni siquiera en sus resultados, sino en la velocidad con que apareció y desapareció de nuestro mapa mental. Durante las eliminatorias para el mundial Catar 2022 el proceso de Óscar Tabárez había sido como una locomotora que venía perdiendo vagones y largando chispas en un sonido ferroso y chirriante que amenazaba con un descarrilar de esos que aparecen en informativos de todo el mundo. Todo lo que termina termina mal, y luego de un fixture diagramado por el diablo Tabárez sufrió, en sus derrotas consecutivas frente a Brasil, Argentina y Bolivia (en La Paz),1 la lanza de Longino clavada en su costado. La gente hablaba de legado, de institucionalidad, de pulcritud, de ingratitud y de habilidades motoras, pero todos sabíamos —con el diagnóstico errado o no— que no clasificábamos al mundial. Todavía engullido por el humo blanco del cambio de mando, siempre creí que la elección de Alonso como técnico fue, como casi todo lo que envuelve a la selección, una decisión más diplomática que futbolística. En aquel momento se manejaban los nombres de Diego Aguirre y Alexander Medina y de alguna manera Alonso era lo más cercano a una decisión de centro entre las poblaciones dinamitadas por la polarización entre Peñarol y Nacional que representaban, respectivamente, aquellos otros dos nombres. Alonso había jugado en ambos equipos. Sin embargo, al poco tiempo de cambiar de seleccionador (y ayudado por un fixture con un escenario no menos tenso, pero sí más accesible) el concepto de escoba nueva siempre barre bien se cumplió al pie de la letra. Todo ese período de victorias de Uruguay que nos permitió clasificar a Catar lo recuerdo entre una serie de brumas oníricas. Cómo Luis Suárez y Diego Godín ganan ellos solos, más pesados (literal y figurativamente) que nunca, el partido ante Paraguay.2 Facundo Pellistri y esa velocidad descomunal que nunca se había tomado en su verdadera magnitud por sólo ser evaluada en una liga lenta como la uruguaya. La pelota de Schrödinger recogida por Sergio Rochet, que podría estar adentro o afuera de la línea de meta según la latitud del medio y el Photoshop que la editara en el partido Uruguay-Perú.3 Y llegar, como un estudiante que no entendió cómo exoneró la materia más complicada del año, a jugar contra Chile ya clasificados para el mundial. Todo eso es algo que vi pero que está rodeado de un aire de irrealidad total, como un sueño que se empieza a desmigajar ni bien uno abre los ojos.

Alonso tenía que ganar y ganó. Después vinieron algunos partidos amistosos de los que no recuerdo mucha cosa. Y después vino el mundial y ahí la sensación de irrealidad se amplió, como esos pozos que uno hace cerca de la orilla y empiezan a desmoronarse desde los bordes. Quizá no fue para todos igual, pero yo lo recuerdo especialmente como algo extraño y anticlimático, algo tan corto y poco anecdótico que es difícil narrar algo al respecto. En las derrotas de Uruguay siempre hay una especie de épica, un drama tatuado en la piel. En México 86 está el episodio traumático del 1-6 contra Dinamarca y la sensación de que si el segundo tiempo contra Argentina duraba 55 minutos la historia se reescribía para siempre, sin barrilete cósmico ni mano de Dios en el partido de cuartos contra Inglaterra.4 En 2002 están el 3-3 de atrás contra Senegal y el cabezazo del Chengue Richard Morales (y de Víctor Púa), que en cualquier otro multiverso entraba. En 2014 estaba todo el Suárez affaire de la mordida,5 que fue como si nosotros mismos hubiésemos subido a su avión antes de jugar octavos contra Colombia. Y en 2018 estaba el llanto de Josema Giménez haciendo barrera ante esa Francia que nos hubiese ganado ese partido aun en 20 versiones diferentes. Pero no hay imágenes del Uruguay de Alonso en Catar. Está, sí, la épica del regreso de Suárez aliándose con Giorgian de Arrascaeta como lo que podría haber sido (el condicional, el tiempo verbal más uruguayo de todos), pero todo eso sucede más como una suposición que en imágenes concretas. No quedó ni un llanto, ni una patada, ni una mordida, ni una roja, ni un offside. Quedamos afuera empatando contra Corea del Sur, perdiendo contra una Portugal con un CR7 (Cristiano Ronaldo) cansado y ganándole a una Ghana que festejó su derrota. El mundial se terminó como la muerte de un familiar que se nos comunica por teléfono, con nosotros demasiado lejos para concurrir a su entierro. Y después del mundial Alonso desapareció de los medios, de las gigantografías y de los avisos de automóviles y yo me preguntaba si todo aquello siquiera había sucedido.

***

Es en este horror vacui que entra Bielsa, una alucinación o un delirio que le viene a poner forma a la nada. No tengo idea de si es el técnico adecuado para la selección, pero hay algo que sí conozco de primera mano, que es la oportunidad de los grandes momentos estéticos. Hay cosas en la vida que uno hace no porque sean mejores para uno, sino por el valor estético y narrativo que tienen para su vida. Viajes, cambios laborales, mudanzas y amores se han dado por este impulso, no el de la previsión o la razón, sino el de la certeza de que, pase lo que pase, va a ser interesante. Yo creo que esta mera noción es suficiente para tenerlo en nuestras filas. Sobre todo porque Bielsa es un técnico que ha hecho de su hiperracionalidad una especie de cosa delirante que deviene religiosa, mientras que Uruguay es un país laico que, sin embargo, cree férreamente en un aura entre trágica y elegíaca (pero nunca, nunca, nunca racional y ordenada) de su propio destino. Para los uruguayos nuestra desgracia es nuestra almohada. Reconocemos su olor, nos resulta cómoda y nos permite conciliar el sueño. La gran mayoría de nuestros logros se dan en las permutables variantes de escapar a esa desgracia. Cuando tenemos la derrota sin oler nuestra nuca, a veces no sabemos ubicarnos en el espacio. Podemos ganar, pero la derrota que merodea es como esas gaviotas que nos anuncian tierra firme. Y ahora tenemos a un técnico que nos impulsa a navegar en altamar, prometiendo cosas que nuestras derrotas ni siquiera saben. Y no es que Bielsa no la haya conocido. De hecho, todos sus equipos, tal como señala Manuel Soriano en una excelente nota para la revista mexicana Gatopardo,6 siempre atraviesan el famoso arco de los enamorados: de un romanticismo inicial en que el equipo rinde por encima de sus posibilidades a un período meseta en el que comienza a parecerse un poco al que era —pero con la conciencia amarga de lo que brevemente supo ser— y de ahí en más hacia su inevitable decadencia. Casi todos sus equipos han sucumbido a la entropía de esa ley de la termodinámica que suelen tener los sistemas cerrados. La muerte con los ojos abiertos de la Argentina de 2002, que no jugaba con Hernán Crespo y Gabriel Batistuta porque no entraba en el sistema. El esquema y la sistematicidad (pero una sistematicidad humana, épica) ante todo. En esa mezcla entre lo humano y lo maquinal hay algo en lo que puede entrar, colada, de una manera perfecta y fascinante, la sensibilidad de juego uruguaya. Bielsa vendría a introducir un orden, una sistematización y una teoría en una selección que hizo de lo industrioso su marca de fábrica, pero que a la vez siempre estuvo demasiado abrazada a lo abstracto de su épica.

Cada vez que comento algo de Bielsa me da terror que tiempo después suceda algo que me haga ver como un imbécil. Y es que, casi al contrario del recién convertido que analiza cada acto de su profeta desde la confirmación de su fe, cada decisión de Bielsa siempre pasa por un estado extraño de circunspección mía, en que estoy evaluando si va a tener los resultados esperados o no. Bielsa toma decisiones raras, como incluir hace poco a un jugador de la Organización del Fútbol del Interior en la selección uruguaya, pero nada de eso se siente como la boutade que se pudo ver en técnicos como Juan Ramón Carrasco cuando, en 2003 y 2004, alternaba los capitanes de la selección como si la cinta fuese algo meramente accesorio. Y todas estas excentricidades fueron parte de algo que no pasó desapercibido por la prensa. A la ya innata desconfianza ante los técnicos argentinos (que históricamente cuanto más se mueven, más se hunden en las arenas movedizas del fútbol uruguayo) se le suman las particularidades de Bielsa, esa especie de jiu-jitsu verbal en conferencia en que despliega su conocimiento con base en una serie de tautologías sucesivas que te hacen ver como un estúpido. El último Uruguay siempre brilló en los momentos en que el físico, la convicción y el olfato goleador de alguno de sus delanteros solitarios lograba cuajar con el pressing ofensivo, pero lo de Bielsa era algo mucho más complejo, algo que involucraba gestionar la pulida sistematicidad de T100 de Manuel Ugarte con la velocidad y la imprevisibilidad de Darwin Núñez (en una entrevista reciente,7 John Oliver, famoso conductor de televisión y fan del Liverpool, dice: “No hay nada cerebral en Darwin. Una de las razones por las que es tan difícil marcarlo es porque no sabés qué va a pasar después. Es como si le dijera al defensor: ‘Si supiera lo que voy a hacer después, te lo diría. Ni lo que vos y yo pensamos que voy a hacer es lo que va a pasar’”).

Después de un partido inaugural del ciclo clasificatorio al mundial 2026 contra Chile (en el que, de la mano de Núñez y Nicolás de la Cruz, el medio-ataque se convertía en el Uruguay más veloz que haya visto en mi vida), una justa derrota contra Ecuador y un caótico empate contra Colombia que perfectamente podríamos haber perdido por goleada, llegaron los partidos contra Brasil y Argentina.8 Si era necesario una muestra para creer, aquellos dos encuentros fueron el arbusto en llamas de la mitología bielsista. No recuerdo (al menos desde que soy futbolísticamente consciente, es decir, alrededor de hace 30 años atrás) semejantes palizas tácticas a favor de Uruguay. Sí recuerdo partidazos, como la victoria por penales frente a Argentina con un jugador de menos9 o el 3-0 a Paraguay10 con la mejor participación de Suárez en la selección. Muchos de esos fueron partidos aplastantes, movidos por el blitzkrieg del pressing alto y la brillantez de algunas figuras, pero los partidos contra Brasil y Argentina fueron otra cosa, un proceso sistemático de aislamiento de figuras clave, vaciado y repoblamiento de zonas de la cancha: la diferencia entre un feroz hachazo y un corte de escalpelo.

***

Si me dabas a elegir, habría vendido mi alma para que todos los partidos que jugara Uruguay en cinco años sucedieran semanalmente a partir de ahí, barrenando el tubo de esa ola de brillantez táctica y técnica. Ahí sí, ya como un converso, puedo decir que nunca vi a Uruguay jugar de esa manera, pero justo en ese mismo momento en que se partían las aguas llegó el molesto delay de las fechas FIFA, un páramo de participaciones frente a lo que nos quedaba lejos, muy lejos, una nueva Copa América, que comenzará el 20 de junio.

Las Copas Américas son eventos que para ningún país significan tanto como para Uruguay. Ha sabido ser, además de la responsable de uno de los sectores más orgullosos de nuestra vitrina (con 15 títulos, algo que sólo logró Argentina), la venganza privada privilegiada en tiempos de zozobra. Las Copas Américas ocurren en lugares donde solemos dejar afuera a organizadores (como la del 2011, cuando nos hicimos con el campeonato), donde se exhuman nuevas figuras y donde hallamos tierra en un mar de fracasos (pensemos, por ejemplo, lo extrañamente insular que se siente el campeonato obtenido en 1995, entre el mundial de 1994 y el de 1998). También son intersticios estratégicos en los que el equipo puede reagruparse durante varias semanas y recalcular el lugar en que está parado (pienso, por ejemplo, en la Copa América de 2004, que permitió al seleccionador Jorge Fossati enderezar el barco luego de una seguidilla de estrepitosas derrotas, aunque el tiempo no le alcanzó para clasificar a Alemania 2006). Y, más que nada, la Copa América es un extraño evento —extraño incluso por fuera de lo futbolístico— en que nuestro país tiene mucha mejor memoria para sus logros que para sus derrotas. En Copas Américas con resultados pesadillescos, el rendimiento se olvida antes de sacarse las lagañas. Todo el drama, la verdadera angustia, queda reservada para las eliminatorias.

***

Esta es la particular novedad de esta Copa América: con la ampliación de los cupos para el mundial, la eliminatoria perdió su tenor tenso y trágico y se volvió una especie de ciclo de entrenamiento previo, en el que los que verdaderamente se disputan algo son los países que suelen estar en el fondo de la tabla. Así como Uruguay siempre se sintió más cómodo sin la pelota, los nuevos cambios tácticos de Bielsa se corresponden con un escenario en el que ya no hay que remar cuesta arriba. Pero, fiel a nuestra neurosis intestina, es a partir de este beneficio que la Copa América deja de ser un lugar de reagrupamiento o consuelo para convertirse en una obligación. Con Uruguay virtualmente clasificado para el mundial (escribirlo me da un poco de vértigo, pero es así), ¿qué nos queda como objetivo? Aun en los mayores optimismos bielsistas el mundial es un sueño demasiado grande. Y es ahí donde la Copa América es, a nivel de escalas, lo que le sigue; algo que, por primera vez, si no se obtiene eso, no se obtiene nada. Una Copa América extraña, que oficia como posible “último baile” de una generación entera de jugadores internacionales que supieron decorar las paredes de un montón de habitaciones —con varias selecciones diezmadas por vejez y lesiones— y en un escenario estadounidense que avanza a pasos agigantados en su idea de relanzamiento del fútbol como un megaproyecto publicitario e institucional (al que se le agrega su postulación para ser la sede del mundial de clubes). En este estado de la latinidad desterritorializada que es Estados Unidos (pero más que Estados Unidos, Miami), que desplazó hasta el Cono Sur la idea de Europa como destino último y anhelado (con un montón de artistas pop de diversos países que amputan consonantes y liman erres hasta dar con un español neutro transcontinental), Lionel Messi es el gran embajador o, más bien, una especie de continente en sí mismo. Cuando Argentina campeonó en el último mundial me sorprendió ver a tantos niños uruguayos con la camiseta albiceleste. La relación de nuestro país con Argentina siempre ha sido mucho más compleja que la de los argentinos con nosotros. Ellos sin ningún problema podrían ponerse una camiseta e hinchar por nosotros. Por nuestra parte, hay una necesidad casi ontológica de diferenciarnos de nuestros vecinos, un resentimiento instrumental que nos da densidad y profundidad; así que, de golpe, ver a un montón de niños con camisetas albicelestes, incluso para alguien que se alegró con la victoria del país vecino, fue un poco mucho. Los meses siguientes a aquella victoria caminaba por las calles de Montevideo y ahí, una, dos, tres camisetas argentinas entre niños uruguayos. ¿Es que los padres no van a hacer nada? ¿Es que, válgame Dios, fueron ellos mismos quienes se las compraron? Y ahí es que, de nuevo, esas camisetas no eran de Argentina, sino de la nación messista, una que no hace caso a las fronteras y las lenguas.

Puede pasar cualquier cosa en esta Copa América, pero sus dos principales quiebres suceden alrededor de esta particular relación de los uruguayos con los argentinos: en confirmar la canonización de su nuevo líder y estar una nueva copa arriba para borrar esa especie de desterritorializacion igualadora del messismo o definitivamente rendirnos a la fundición de la cultura en unos nuevos festejos argentos. Mientras escribo esto veo a Bielsa en una de las tantas ruedas de prensa en las que deflecta cada una de las preguntas de frustrados periodistas uruguayos sólo apelando a esa infranqueable lógica argumental, tan intensa como maquinal. Ya no es Bielsa, sino una de las encarnaciones de Uruguay, tal como el papa deja en un momento de ser un tipo que discute sobre religión entre gente de sotana para convertirse en otra cosa. Pero, con todo esto, entre mis miedos y mis anhelos, pienso que Bielsa una vez fue ese animal de safari, esquivo a mi vista y a la de mi padre, y trato de pensar en qué pasará, cuál será su nuevo plan, para dónde saltará o en qué madriguera se esconderá; en definitiva, cuánto de su gloria o su tragedia se pegará a nosotros. Pero enseguida todo eso cae ante esa otra pregunta inaugural: ¿qué estaba cronometrando Bielsa aquel día en el cantero de la rambla?

Agustín Acevedo Kanopa (Montevideo, 1985) es periodista, narrador y psicólogo.


  1. Derrotas 1-4 el 14-10-2021, 0-1 el 12-11-2021 y 0-3 el 16-11-2021. 

  2. 1-0 en Asunción, el 27-1-2022. 

  3. 1-0 el 24-3-2022, con una polémica atajada del arquero de Uruguay que Perú reclama como gol. 

  4. El 22-6-1986 Argentina derrota a Inglaterra con dos de los goles más famosos de su historia: el primero mediante el uso inadvertido de la mano (llamado por el folclore posterior “la mano de Dios”) y el segundo eludiendo a varios rivales en una jugada en la que el relator Víctor Hugo Morales compara a Maradona con un “barrilete cósmico”. Argentina había clasificado a esos cuartos de final tras eliminar 1-0 a Uruguay en octavos, el 16-6-1986. 

  5. El 24-6-2014, Luis Suárez muerde en una incidencia de juego al italiano Giorgio Chiellini y es expulsado del mundial que se disputaba en Brasil. 

  6. “Marcelo Bielsa, diecinueve formas de ser”, 9-9-2020. 

  7. Men in blazers, 18-12-2023. 

  8. Entre setiembre y noviembre de 2023: 3-1 a Chile, 1-2 con Ecuador, 2-2 con Colombia, 2-0 a Brasil y 2-0 a Argentina. 

  9. Cuartos de final de la Copa América, 16-7-2011. 

  10. Final de la Copa América, 24-7-2011.