El flâneur era una figura familiar en la París del siglo XIX: un hombre solitario, cuasi artístico (aunque no siempre), que deambulaba por las calles como un sibarita urbano. Un psicogeógrafo, quizá, antes de que se acuñara el término. Identificado por Baudelaire en su ensayo “El pintor de la vida moderna” (1863), el flâneur se ha vuelto una parte tan esencial de la imagen que tenemos de aquella época como la demimondaine [cortesana], el concurrido café dansant, el sombrero de copa y el vasito de absenta. Es tentador imaginarse a los turistas de la primera mitad de la belle époque esperando en los bulevares a que pasara alguno de ellos con su bastón, su monóculo y su expresión de superioridad. El flâneur también ha tenido repercusiones póstumas: en mi primera novela (Metrolandia, 1980), dos adolescentes presuntuosos en la Londres de 1963 desarrollan la teoría de que “paseando por ahí, sin hacer nada, adoptando de forma correcta las maneras del insouciant [despreocupado] pero manteniendo todo el rato los ojos abiertos, uno podía adueñarse de los secretos de la vida. Se podía recolectar todo el aperçus [vistazo] del flâneur”. Su exploración anacrónica sólo tiene éxito en parte.

Pero en las calles parisinas de la época había otro personaje, que existía desde hacía siglos a pesar de no ser tan distinguible ni tan distinguido. Se trata del badaud o mirón, una persona que se detiene a observar cualquier cosa que pasa: un accidente de carruajes, una brigada de bomberos apresurados, un súbito arresto policial o cómo pescan del río el cadáver de un suicida. Si el flâneur es un ocioso activo, el badaud es su versión estática y pasiva, pronto a mirar boquiabierto cualquier fenómeno novedoso o sorprendente. El flâneur pertenece a una clase social más alta, es prácticamente un artista a la vez que un solitario: cuesta imaginarse una concatenación de flâneurs intercambiando ávidamente observaciones. El badaud, por el contrario, siempre tiende a congregarse en grupos o multitudes, ya sea para mirar bobamente en masa o para tomar parte en alguna reacción comunal. Si bien el badaud es predominantemente masculino, a las mujeres también se les permite detenerse a mirar, interactuar y cotillear. La badauderie es más democrática que la flânerie: para practicarla no se necesitan cualificaciones.

La historia y las cifras favorecían a los badauds. La edición de cinco tomos del Dictionnaire de la langue française de Littré, publicado en 1882, tiene una definición de apenas cuatro líneas de flâneur, en la que no se menciona a Baudelaire sino una única cita de la novela La chasse aux amants (1840), de Charles de Bernard. Además, la entrada está marcada con una daga, lo que indica que el término no reunió los requisitos de inclusión en el diccionario de la Académie française. La entrada correspondiente a badaud, por el contrario, tiene unos buenos 15 centímetros de largo, con citas de Corneille, Voltaire, Béranger y Régnier (la referencia literaria más antigua, desestimada por Littré, data de 1534: en Gargantúa y Pantagruel, Rabelais considera a los parisinos “tan estúpidos, tan badaud, tan inherentemente ineptos” que hasta la más mínima distracción, sea un acróbata o una mula con campanillas, atraía inmediatamente una ávida concurrencia). La mayoría de los usos de la palabra son peyorativos, para que escritores y lectores puedan sentirse tranquilos de estar por encima de aquellos ocupantes de la vía pública tan ignorantes y probablemente analfabetos. Pero el badaud no es pasivo por completo: el sinónimo habitual de un badaud es un curieux, quien podrá carecer de la mirada sofisticadamente inquisitiva del flâneur, pero no es totalmente inmune a su entorno.

El libro Gawkers, de Bridget Alsdorf (Princeton University Press, 2022; disponible en Amazon), trata sobre la iconografía de la badauderie. Es un estudio profundo, denso, exhaustivo, cuya figura central es el artista suizo Félix Vallotton (1865-1925): “el nabi extranjero” [palabra hebrea que significa ‘profetas’ y designa a un grupo de pintores franceses activos en París en la década de 1890], como solían llamarlo en aquel grupo efímero al que también pertenecieron Pierre Bonnard, Édouard Vuillard y Maurice Denis. Vallotton fue el integrante más político de un movimiento mayormente apolítico. Cuando estalló el caso Dreyfus [que dividió a Francia por su fuerte contenido antisemita], Vuillard, el amigo más cercano de Vallotton, le escribió: “Leer los periódicos me da taquicardia y trato de no dejarme absorber el día entero”. La reacción de Vallotton, en cambio, fue dibujar caricaturas feroces para la portada de la revista de izquierda pro-Dreyfus Le Cri de Paris. En una de ellas se observa el cadáver mojado de una mujer desnuda (representación de la Verdad) que acaban de izar de un pozo, con la leyenda “¡Por eso no salía!”; “eso” es el hecho de que tenía el torso atravesado por la espada de un oficial del Ejército francés. En 1902, Vallotton produjo 23 grabados para una edición especial de la revista anarcosocialista L’Assiette au beurre: la serie retrata a policías matones, curas golpeadores, empresarios rollizos y furtivos, abogados bien acicalados, patrones injustos, maestros crueles y propietarios de gatillo fácil. En una de las imágenes, una decena de policías avanza ruidosamente por la calle sembrando el miedo y la confusión sobre una leyenda que [parafraseando de manera ofensiva el himno nacional francés] dice “Le jour de boire est arrivé” [Ha llegado el día de beber]. Aunque, como observa Alsdorf, “no tenemos un registro escrito de sus convicciones políticas”, sin duda tenemos un claro registro gráfico de ellas. En aquellos primeros años, Vallotton pertenecía a la izquierda anarquista, al igual que su amigo el intelectual y crítico de arte Félix Fénéon. Con posterioridad, sumido en la seguridad cada vez más frustrante de un matrimonio burgués, anhelaría ser más activo. Se sintió horrorizado por la masacre de la Primera Guerra Mundial y frustrado ante su propia inacción forzosa; hasta Vuillard, tan alejado de la esfera militar, fue enviado a custodiar puentes.

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El libro de Alsdorf aparece en una década en la que hemos asistido a un resurgimiento de la reputación pictórica de Vallotton, largamente opacada por las de Bonnard y Vuillard. Tras su muerte, el artista suizo tardaría casi un siglo en tener su primera gran exposición pública en el mundo anglosajón, repartida entre la Real Academia de Artes de Londres (2019) y el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (2019-2020). Sus precios de subasta están en alza. Y con cada nueva exposición se diferencia aún más del resto de los nabis. Más allá de coincidir en sus composiciones coloristas de la década de 1890, Vallotton, antes y después, se sintió más atraído por las asperezas que por las sutilezas; era, en general, un artista más provocador que seductor. Al igual que Vuillard y Bonnard, pintaba escenas urbanas e interiores domésticos. Pero las calles de Vallotton rebosan de conflicto social, mientras que sus interiores parecerían enmarcar escenas emocionales de una ambigüedad violenta. Era un hombre de ideas antes que un sensualista, y allí donde Vuillard y Bonnard pueden ser discretamente humorísticos en sus juegos de colores y texturas, Vallotton es mordazmente agudo y satírico.

Un ejemplo brillante de esto son las xilografías en blanco y negro que produjo en los inicios de su carrera. Es una paradoja interesante que a Vallotton le gustara rellenar el pequeño espacio de la plancha de madera —a menudo, no más de 25 por 35 centímetros— con multitudes de personas, mientras que sus pinturas, en general mucho más grandes, apenas están pobladas, si es que no están vacías. Por lo demás, sus multitudes suelen estar en movimiento: manifestantes que huyen despavoridos, policías —siempre un poco brutos y vulgares— asestando golpes de garrote y espada, transeúntes asaltados por charlatanes callejeros.

_L'Accident_, 1893.

L'Accident, 1893.

Deuxième Bureau representa a una treintena de personas en la fila para adquirir entradas para el teatro, cada una de ellas con una actitud diferente. En Le coup de vent, un grupo más reducido es asaltado por una ráfaga de viento y se aferra a sus sombreros y a sus vecinos, mientras un perrito sale volando y da vueltas en un cómico efecto de remolino. En L’Ivrogne, una banda de niños se burla de un viejo borracho a la salida de un bar. Cabe preguntarse cómo hacía Vallotton para meter tantos efectos en un espacio tan reducido. Igual de sorprendente es su capacidad para plasmar una gama tan amplia de tonalidades utilizando solamente el blanco y el negro. En Le Bon Marché (1893), unas clientas inspeccionan rollos de tela y, al igual que en Le coup de vent, el espectador es capaz de percibir las distintas texturas de sus atuendos. Cuesta discernir si se trata de una cualidad que Vallotton ha impreso en la obra o si incita al espectador a reponerla, pero el efecto es innegable. Vallotton fue, en palabras de Alsdorf, “el artista decimonónico más fascinado por los badauds como un fenómeno social con profunda relevancia para el arte”. En L’Accident, una zincografía de 1893, un caballo y un carruaje han derribado a una mujer en plena calle y los contenidos de su canasta yacen desparramados alrededor del casco delantero del caballo. Tres hombres intentan contener al animal mientras el cochero tira fuertemente de las riendas. Una adolescente se aproxima; una madre observa la escena con su hijo; en la acera hay dos figuras masculinas; uno de ellos, tal vez emparentado con la mujer y el niño, parece haber decidido ignorar el incidente; el otro, con la cabeza recortada por el borde superior del grabado, parecería estar ante un dilema: su cuerpo está girado hacia atrás como si hubiera cambiado de opinión y se planteara la posibilidad de ayudar, o al menos de seguir mirando.

En lo que refiere a imágenes como esta, Alsdorf informa que “varios escritores han descrito la perspectiva elevada empleada por Vallotton en sus escenas urbanas como un mecanismo de distanciamiento y omnisciencia, una manera de extraerse a sí mismo (y a nosotros) de la escena”. Me parece una sobreinterpretación. Al mostrar las cosas en el nivel de la calle —como en Deuxième Bureau— se obtiene una masa de cuerpos superpuestos con las cabezas más o menos a la misma altura. Al mostrar las cosas desde un punto de vista elevado, la superposición se despeja y es posible incluir a más personas con más claridad, lo que permite construir una escena dinámica. ¿Por qué deducir una indiferencia crítica?

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El concepto de badaud parece ser más esquivo y metamórfico mientras más se lo examina. Por momentos todo parece claro y hasta prolijamente catalogado: Louis Huart, en su Physiologie du flâneur (1841), distingue al flâneur sofisticado de otros falsos flâneurs de menos categoría: el musard (haragán), el batteur de pavé (trotacalles) y por último el más bajo de todos, el badaud, que se divide en dos categorías: “simple” y “extranjero” (posiblemente se refiera al parisino por oposición al forastero). Sin embargo, Alsdorf también señala que algunas décadas más tarde Baudelaire, en su famoso ensayo, “no hace referencia alguna a los badauds, pero recoge varios de sus atributos distintivos en la caracterización del artista como el ‘perfecto flâneur’”. La mirada embobada puede ser un estado de conciencia permanente que comparten los ociosos callejeros de tiempo completo, pero también hay oportunistas de tiempo parcial. Su estatus social, por lo demás, es más impreciso de lo que indica la definición sugerida al principio.

Uno de los principales ejemplos de Alsdorf, L’Accident, de Jean-Léon Gérôme (1901; actualmente extraviado y del que sólo se dispone un grabado en blanco y negro), es un fait divers [suceso de “policiales”] en pintura y grabado. Ha ocurrido algo en la calle: quizá alguien ha sucumbido a una enfermedad, un accidente o la bebida; no podemos más que adivinar, porque los transeúntes que se apiñan sobre el caído como en un scrum de rugby nos lo ocultan. En los edificios vecinos, más observadores ocupan las ventanas y los balcones (y tienen una mejor vista de la víctima); una mujer corre hacia la muchedumbre, mientras que un policía se aproxima con parsimonia: él ya lo ha visto todo. Es una representación brillante de la mirada embobada, pero aquí los mirones no son los mismos ociosos apostados en las esquinas despreciados durante siglos, sino en su mayoría personas de clase media haciendo sus quehaceres (aunque más no sea salir de compras). El alcance del material abordado por Alsdorf es considerable: los mirones no están sólo en las calles de París, observando accidentes e incidentes, conductas usuales e inusuales. Miran los afiches de las obras de teatro y después entran al teatro y miran la acción. Cuando aparecen las cámaras de cine en los bulevares, los mirones corren a mirar dentro de la lente, sólo para recordar —en un astuto momento comercial— que la cinta editada pronto se proyectará en algún cine cercano, donde los mirones pagarán para mirarse a sí mismos mirando a la cámara. Por momentos parece haber una regresión infinita del concepto y la mirada embobada se vuelve ubicua al punto de perder significación.

El excelente capítulo de Alsdorf sobre el teatro incluye pruebas visuales de Boilly a Daumier, de Degas a Cassatt, de Vallotton (quien sólo retrataba al público, nunca el escenario) al extraordinario Théâtre populaire (1895) de Eugène Carrière: casi cinco metros de ancho por dos de largo de puros marrones, grises y ocres con algunas luces blancas esfumadas y una razón más para visitar el Museo Rodin en París. Maupassant escribió que el mejor lugar para estudiar a las multitudes, su conducta y la exhibición pública de pasiones era el teatro (como dicen los actores, cada público es diferente). Tanto Boilly como Daumier retratan a grupos de espectadores en los días de “función libre”, cuando se les abrían las puertas a personas que normalmente no podían pagarse la entrada. Hoy en día estamos familiarizados en extremo con nuestra propia imagen; en aquel entonces lo estaban mucho menos. Como acertadamente señala Alsdorf, Daumier “les mostraba a sus espectadores cómo se veían cuando veían”. Boilly es un poco más desdeñoso; Daumier, más generoso y humano. Lo más probable es que ninguna de las personas retratadas hubiese ido nunca al teatro, pero ¿eso las convierte automáticamente en mirones bobos o sólo son inexpertos que no conocen bien las normas sociales? En algunas de estas escenas en el teatro se ven espectadores atentos, otros aburridos, pero el aburrimiento podría ser una reacción crítica adecuada ante una función aburrida. Las multitudes siempre se componen de personas; una persona que mira una vidriera puede ser un mirón ocioso; la siguiente, un comprador potencial evaluando sus opciones. No es que Alsdorf vaya demasiado lejos en su argumento, sino que se presta al debate. Pero esto deriva en una discusión más amplia sobre la intención artística.

_Les funérailles_, 1891.

Les funérailles, 1891.

Al labrar sus xilografías, ¿el propósito de Vallotton era descriptivo-satírico o prescriptivo-ético? Alsdorf toma partido por quienes creen que Vallotton y otros artistas que retratan badauds nos plantean un “dilema ético”. ¿Deberíamos intervenir o no cuando un carruaje atropella a una persona que salió de compras? ¿Lo haríamos? ¿Somos meros espectadores pasivos o ciudadanos conscientes? ¿O apenas, como dice Alsdorf, “turistas pasivos de la tragedia ajena”? ¿El “mensaje” de los grabados de Vallotton, como ella sugiere, es que “ser testigo conlleva una responsabilidad”?

Personalmente me parece excesivo y hasta un tanto punitivo. Es posible que, en 1893, el espectador de L’Accident se haya preguntado qué haría en semejantes circunstancias (pero ¿hay pruebas de que lo hiciera?). ¿Y en 2024? ¿Realmente al ver el grabado nos preguntamos qué haríamos si un auto llevara por delante a un transeúnte? Para empezar, no pensamos: “Estoy ante un dilema moral, ¿qué debo hacer?”. Lo cierto es que, de cualquier modo, y en cualquier período histórico, respondemos de manera instintiva (lo que no implica una falta de ética, sino que la ética reside en el bagaje psicológico, no es una presencia manifiesta). Intervenimos, o no, casi sin pensarlo (aunque también, con toda probabilidad, sacando el iPhone para —en un acto ético, práctico— llamar a la policía o —contra toda ética— filmar la escena y subirla a las redes sociales). Ambas reacciones se relacionan con el “efecto del espectador”, también llamado “apatía del espectador”, un concepto postulado por dos psicólogos sociales en 1968 según el cual “la cantidad de espectadores en torno a una víctima es inversamente proporcional al impulso de ayudar de cada espectador”.

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Alsdorf es una observadora aguda, capaz de distinguir en una masa de cuerpos a la pequeña figura que lo único que hace es devolvernos la mirada, como si, a través de los siglos, nos hubiera visto mirándola embobados y nos mirara del mismo modo. La atención considerable que le dedica a Vallotton culmina en un extraordinario comentario de la pintura Le Bon Marché (que no debe confundirse con el grabado). Creada en 1898 y considerada por muchos la mejor de Vallotton, la pintura fue la estrella de las exposiciones de Londres y Nueva York, aunque ya ha retornado a manos privadas. Se trata del único tríptico del artista (una forma artística recurrente entre los nabis; hay uno de Denis dedicado a la felicidad doméstica, varios de Bonnard). En el retablo religioso tradicional, los paneles exteriores dirigen la atención a la imagen central, mientras que la escala suele ser la misma en los tres paneles. Los nabis reconocen el antecedente y lo derriban. En sus trípticos, los paneles exteriores guardan relación con el central, pero la escala y el enfoque no siempre siguen esta regla: la figura más grande —como en el caso de Le Bon Marché— bien puede estar en un panel exterior.

Thadée Natanson llamó a la serie de xilografías Intimités de Vallotton “estaciones de la vida sentimental”, es decir, una versión secular del vía crucis; en Le Bon Marché, según Alsdorf, “la devoción religiosa es una proyección de la corrupción de la vida moderna”. En el panel central se observa a una multitud de compradores que descienden por unas escaleras curvas hacia un paraíso (o un infierno) de consumismo. En el panel de la izquierda, un vendedor aparentemente sumiso conversa en actitud confidencial con una clienta; en el de la derecha, una única figura femenina, de espalda a nosotros, se enfrenta a la masa de clientes que se avecinan, como si acabara de terminar con las compras que ellos, jadeantes, se aprestan a comenzar. Los extremos exteriores de los paneles laterales están ocupados por mostradores con cajas coloridas repletas de mercancías; en las de la izquierda se exhiben los precios, en las de la derecha se anuncian rebajas y ofertas. Quince años antes, en su novela El paraíso de las damas (1883), Émile Zola había descrito los grandes almacenes como “la catedral del comercio”; la pintura de Vallotton supone una respuesta y una ratificación. En ella, elegantes mujeres de sombrero persiguen bienes allí donde sus ancestros pictóricos habían perseguido el Bien.

Como menciona Alsdorf, esta pintura representa “una bisagra” entre las dos líneas principales de la obra de Vallotton hasta esa fecha: escenas de multitudes móviles en espacios reducidos y retratos de parejas sorprendidas en interacciones frecuentemente ambiguas y posiblemente presexuales. En el panel izquierdo de Le Bon Marché, la clienta y el encargado se inclinan sobre el mismo objeto, un frasco de perfume o tal vez un labial; casualmente, es de color marrón rosado, lo que podría comportar, como se ha sugerido, una insinuación fálica. Sea como fuere, la pareja está absorta en concertar una transacción que les dará satisfacción a los dos. Y mientras que en la serie Intimités de Vallotton los hombres suelen ser los que están a cargo, captados en posturas persuasivas (a veces con la insinuación, o con la presencia real, de una cama en el fondo), aquí las que están a cargo son las mujeres. Es cierto que el vendedor está haciendo todo lo empalagosamente posible para asegurar la venta, pero es la mujer la que tiene el dinero y, por ende, el poder. Y el fin supremo, tal y como nos recuerda el irónico título de Zola, es “la felicidad de las damas”.

Pero la pintura es más que eso. En 1880, Zola escribió un ensayo sobre el dinero y la literatura en el que, según Alsdorf, “defendía el capitalismo moderno como liberador de las artes, arguyendo que el dinero emancipa a los artistas y su obra del ‘mecenazgo humillante’”. Eso era cierto, aunque no para todos en la misma medida, y la emancipación nunca ha sido lineal; muchos de los amigos literarios de Zola no ignoraban su gusto evidente (y, para algunos, vulgar) por el dinero y los bienes que este puede comprar. Los artistas, como señala Alsdorf, solían ser más ambivalentes en cuanto a este traspaso de mando del mecenas al mercado. Las nuevas formas de reproducción mecánica abarataban sus obras y las volvían más ubicuas: el ascenso del mercado de los grabados y los afiches, sumado a la nueva gama de periódicos y revistas ilustrados, estaba repleto de oportunidades. Pero ¿y si aquel nuevo y súbito mercado fuese tan quijotesco como cualquier antiguo mecenas? ¿Y si el mercado sin restricciones erosiona no sólo la sensibilidad del artista, sino también su alma? Los almacenes Le Bon Marché de la vida real tenían una pinacoteca pensada para imitar al Louvre, pero las pinturas que se exhibían allí estaban tan a la venta como los rollos de tela y los labiales sugerentes de otros pisos. Como concluye Alsdorf, la “deflación del arte en mercancía es precisamente el tema del tríptico de Vallotton”.

Ese mismo año, en 1898, Vallotton pintó Misia à sa coiffeuse (Misia en el tocador), en el cual Misia Natanson, personaje influyente de la alta sociedad parisina, contempla en el espejo su perfil romano y su atuendo rosado con los instrumentos del embellecimiento dispuestos frente a ella, aplicando los últimos toques antes de dirigirse a algún evento social. En la pared del fondo hay un pequeño grabado en blanco y negro, claramente de Vallotton, aunque no del todo identificable, por lo que cabría suponer una ambigüedad deliberada por parte del artista. El detalle podría ser mordaz o socarrón, un gesto de autopromoción o de autocastigo; creo que Alsdorf acierta al considerarlo un signo del miedo que albergaba Vallotton de que el arte se hubiera convertido o pudiera convertirse en un “accesorio burgués”. Como si en esa pintura la verdadera creadora de belleza, y su expresión real, no fuese otra que la formidable Misia.

Vallotton, nunca un personaje risueño como Vuillard o Bonnard, tenía una fuerte propensión a la melancolía y el autorreproche. Diez años antes de morir, consciente de que su carrera estaba en declive, se describió a sí mismo como “alguien que mira la vida por la ventana en lugar de vivirla”. Tal vez el hombre que en sus obras retrató a los mirones con su vacuidad boquiabierta y perpleja temiera él mismo, como artista, no haber sido mucho más que un mirón.

Julian Barnes, escritor británico, caballero de las artes y las letras por el gobierno de Francia y ganador del premio Booker. Varios de sus libros están disponibles en la colección Compactos de Anagrama. Traducción: Virginia Rech.