Hace más de un siglo, cuando los antropólogos europeos comenzaron a seguir el rastro de los habitantes de las junglas y las regiones despobladas del planeta, no creían —como creen hoy muchos hombres blancos— que la magia y la medicina de los chamanes y los brujos pudieran curar las almas occidentales de las devastaciones de la tecnología y la ciencia moderna. Los primeros antropólogos no tenían ningún interés en tragar brebajes o experimentar con antiguas técnicas rituales; estaban ahí, con la pluma en la mano, para clasificar, registrar y analizar. Dado que su empresa era autoconscientemente “científica”, los investigadores de campo y los teóricos de la antropología estaban particularmente obsesionados con trazar las distinciones y, en menor medida, las continuidades entre la magia aborigen y la ciencia moderna.

De acuerdo con las influyentes teorías de pensadores británicos de la vieja escuela como sir Edward Tylor y sir James Frazer, las prácticas mágicas que los brujos curanderos ejercían en el marco de las sociedades animistas funcionaban como proto o seudociencias. Desde este punto de vista, la magia no era tanto un galimatías religioso como el estado más retrasado y larvario de la comprensión empírica de la naturaleza. Al establecer este nexo evolutivo, los antropólogos construyeron, a su vez, una narrativa del progreso intelectual que colocaba a la civilización europea a la cabeza de la manada. El nexo también era, en muchos sentidos, verdadero: tanto la magia tradicional como la ciencia moderna se proponen entender empíricamente y manipular las fuerzas naturales y las leyes universales ocultas.

Pero, al concebir la magia como una mera e ignorante parada en la gloriosa marcha hacia la racionalidad objetiva, los primeros antropólogos tendían a pasar por alto los aspectos positivos de aquello que se pierde en el tránsito de la magia a la ciencia. Y lo que se pierde es la resonante visión del mundo que enlaza de manera orgánica las percepciones y los procedimientos del mago con un entramado holístico de fuerzas cósmicas, animales y ancestrales. Esta cosmovisión es la “matriz antropológica” que discutimos en el capítulo 1: un campo viviente de prácticas culturales y narrativas que están inextricablemente entretejidas en el mundo de los objetos y las leyes naturales y que, por lo tanto, nunca pueden reducirse del todo a una realidad objetiva subyacente.

Uno podría afirmar que los primeros practicantes de las “ciencias humanas” eran ellos mismos en cierto modo ignorantes, pues creían que los procedimientos científicos les permitían trascender la matriz antropológica de sus propias culturas. En su rol de psiquiatras sociales y ecológicos, los chamanes y los curanderos nativos no separaban la magia como ciencia empírica de la magia como teatro virtual: una representación en la que el trabajador de la magia sostenía la matriz antropológica ejecutándola en la existencia. Así pues, mientras los magos operaban en el nivel material de las piedras, las llamas y las hierbas, también apuntaban sus rayos hacia la imaginación humana, esa facultad primordial de la mente que teje sus redes entre la percepción, la memoria y los sueños. Valiéndose del lenguaje, el vestuario, los gestos, el canto y la escenografía, los magos aplicaban la téchnē a la imaginación social, retocando activamente las imágenes, los deseos y los relatos que en parte estructuran la psique colectiva. Mediante esta manipulación creativa de los fantasmas, los magos conjuraban percepciones, hábitos y estados de conciencia, y esto impactaba a su vez en la construcción de la realidad indígena como un todo. Nigromancia no: neuromancia.

Participación versus causalidad

Si Latour tiene razón cuando afirma que Occidente nunca abandonó la matriz antropológica, entonces, ¿cuáles son las diferencias entre el mundo que construyen los magos y el que construyen los científicos? En su libro Magic, Science, Religion, and the Scope of Rationality [Magia, ciencia, religión y los alcances de la racionalidad], el antropólogo Stanley Jeyaraja Tambiah defiende la existencia de “múltiples ordenamientos de realidad”: diferentes marcos culturales de conocimiento y experiencia que establecen, en esencia, distintos tipos de mundos. Tambiah compara y contrapone dos marcos fundamentales que podemos hallar en la cultura humana, uno basado en la causalidad y el otro en la participación. La causalidad se reduce al racionalismo pragmático de la ciencia: el ego individual separado divide y fragmenta el maremágnum del mundo de acuerdo con esquemas objetivos y explicativos basados en la neutralidad y la acción instrumental. En cambio, el mundo de la participación sumerge al individuo en un mar colectivo que erosiona la barrera entre la agencia humana y el entorno circundante. En este mundo, que aquí asocio con el paradigma mágico, el lenguaje y el ritual no delimitan objetivamente el mundo, sino que ayudan a traerlo a la existencia; los objetos se organizan de acuerdo con las semejanzas simbólicas y la retórica del sueño antes que en función de las clasificaciones áridas y objetivas que empaquetan los textos científicos o los informes corporativos. Todas las culturas y las sociedades exhiben distintas mezclas de estas dos orientaciones.

El mundo de la participación rige las culturas arcaicas y orales, en tanto que las modernas habitan un mundo cotidiano definido por la lógica tecnocientífica de la causalidad. Pero, si bien nuestra cosmología es científica, nuestras culturas, psiques y rituales colectivos no lo son. La civilización tecnológica que hoy cubre el mundo en realidad bulle en innumerables formas de participación: eventos deportivos masivos, música pop mundial, videojuegos multiplayer, modas pasajeras, tormentas de Twitter. De hecho, puede que la tecnología mediática esté amplificando la resonancia colectiva que yace en el núcleo de la participación. Al menos esta era la opinión de Marshall McLuhan, que estaba convencido de que los medios electrónicos erosionaban la cosmovisión lógica, lineal y secuencial predominante en el Occidente moderno. Él creía que esta visión “causal” del mundo era en sí misma producto de la tecnología, en especial de los caracteres alfanuméricos, la imprenta y las técnicas del dibujo en perspectiva del Renacimiento. Pero con la propagación de nuevas tecnologías mediales, como el fonógrafo, la radio y la televisión, el viejo paradigma de la escritura y la lógica se estaba derrumbando. Con su nueva preferencia por la imagen, la oralidad y la participación simultánea, el entorno electrónico estaba conjurando la psique colectiva de culturas orales previas. “La civilización es enteramente el producto de la escritura fonética”, escribió McLuhan, “y a medida que se disuelve en la revolución electrónica, redescubrimos una conciencia tribal e integral manifiesta en la radical transformación de nuestras vidas sensoriales”.1 Describió la sociedad electrónica emergente como “un mundo de resonancias semejante a la antigua cámara tribal de eco, donde la magia volverá a la vida”.2

Magia tecnológica

McLuhan a menudo incurría en excesos con su bravura retórica y sus altisonantes frases, pero investigadores metódicos como Walter Ong le han dado una forma más precisa y rigurosa a su concepción de la “retribalización eléctrica de Occidente”. En su seminal libro Oralidad y escritura, Ong afirma que los medios electrónicos nos están conduciendo a una era de “oralidad secundaria” que, a pesar de importantes diferencias, presenta notables semejanzas con la lógica cultural de las sociedades orales. En particular, Ong dirige la atención hacia el nuevo poder de la mística participativa, la identificación grupal, las fórmulas repetitivas y el ethos de “vivir en el momento”. Dado que las sociedades humanas son mixturas de participación y causalidad, la concepción de McLuhan tal vez debería matizarse con la idea de que los medios electrónicos simplemente están alterando el equilibrio relativo entre estos dos mundos: la oralidad y la escritura, la participación y la causalidad. De hecho, es la combinación consciente de estas dos modalidades distintas la que genera algunas de las formas más importantes de la magia tecnológica moderna. Las publicidades de televisión, por ejemplo, utilizan fantasmas seductores, mística participativa y mantras reiterativos como “Just Do It” para imprimir hábitos de consumo pavlovianos en la mente de compradores cuyas fantasías y deseos han sido “científicamente” mapeados mediante focus groups, estudios de mercado y neuroeconomía. La efímera fascinación por las publicidades subliminales en los años setenta sólo enmascaraba una comprensión más profunda: el hecho de que los anunciantes no quieren informarnos sobre productos nuevos, sino capturar nuestra atención y manipular nuestra imaginación. Como sostiene el teórico de la cultura Raymond Williams, la publicidad es “un sistema altamente organizado y profesional de incentivos y satisfacciones, bastante similar en términos funcionales a los sistemas mágicos de las sociedades más simples, pero que coexiste de una manera más bien extraña con una tecnología científica enormemente desarrollada”.3

El análisis de Williams es acertado, pero la coexistencia de magia y tecnología científica no debería pasmarnos como algo particularmente extraño. Después de todo, la magia ha empleado desde siempre las herramientas de los medios para obrar sus maravillas en la mente humana. Las observaciones de Williams sólo suenan extrañas si abrazamos la ingenua creencia de que las tecnologías avanzadas engendrarían de manera automática el razonamiento escéptico en sus usuarios. No podemos esperar que las antiguas artes de la persuasión desaparezcan en el preciso momento en que la ciencia de la ingeniería social —que ahora llamamos marketing y “gestión de la percepción”— está puliendo y multiplicando sus técnicas. Como sostiene William A. Covino, la publicidad es sólo un ejemplo de la “deslumbrante magia” de las instituciones modernas, una hechicería de control psicológico que él define como la imposición de restricciones simbólicas vinculantes por parte de unos pocos sobre la mayoría. La deslumbrante magia es utilizada por maestros y gobiernos autocráticos “y practicada hasta cierto punto por aparentes detractores de la magia, voces de la ciencia que intentan conformar el conocimiento oficial”.4

Rituales autoritarios

El ejemplo más poderoso de esta magia deslumbrante son los medios de comunicación, a los que muchos críticos sociales han enérgicamente atacado por su dominación tecnológica e industrial de nuestras vidas psíquicas, estéticas e imaginales. El situacionista Guy Debord condenaba aquello que célebremente llamó la “sociedad del espectáculo”, una “permanente guerra del opio” librada contra la sociedad por parte de los señores del capitalismo, que buscan canalizar los sueños y los deseos humanos en el consumo pasivo de imágenes mediatizadas y fetiches mercantiles. Ellul analizó la sociedad del espectáculo en términos de propaganda, mientras que Theodor Adorno y otros miembros de la Escuela de Fráncfort cuestionaron la “industria cultural”, un aparato esencialmente económico que, según creían, destruía la imaginación espiritual, las funciones sociales orgánicas de la cultura popular y el papel crítico del arte. Si bien Adorno lamentaba la reducción ilustrada del mundo a un objeto muerto del control instrumental, no tenía ninguna esperanza en el poder restaurador de la imaginación mágica en el mundo moderno. De hecho, en sus fulminantes ataques a la astrología popular, sostenía que lo oculto había sido totalmente cooptado por la cultura de la mercancía y por la magia ofuscadora de las instituciones autoritarias.

Hoy los miedos de Debord, Adorno y Ellul pueden parecernos rancios y bastante extremos, pero es importante recordar que todos estos autores escribieron con el espectro nigromántico del fascismo europeo en mente. Después de todo, Hitler usó los espectáculos eléctricos olimpíacos, los símbolos ocultistas, la sofisticada propaganda y lo que McLuhan llamó el “tambor tribal de la radio” para arrastrar a una nación completamente industrializada a un wagneriano show del horror de proporciones barbáricas. [...]

Tribus y cazadores

Si bien las fronteras entre el mercado y el espacio imaginal siempre han sido porosas, la industria cultural estadounidense simplemente ha fusionado los dos ámbitos de muchas formas. Los arcos dorados, las torres Trump, las ciudades góticas y las pirámides de Las Vegas hoy dominan el paisaje del deseo imaginativo. Nuestros símbolos colectivos son forjados en los cines múltiplex, nuestros arquetipos son marcas registradas, licencias y productos que se venden. Con involuntaria ironía, Disney ha denominado a su propia producción industrial de fantasmas “imaginería” [imagineering]; otros sencillamente lo llaman la colonización corporativa del inconsciente. Un arcano barroco de logos, nombres de marcas y sellos corporativos ahora sazona los paisajes, los bienes y nuestros cuerpos disfrazados. Hace un siglo, las publicidades eran casi exclusivamente textuales, pero hoy los engranajes del marketing saturan de jeroglíficos el campo social a una escala nunca antes vista en la historia humana. A diferencia de las figuras de la tradición egipcia, nuestros íconos mnemotécnicos ya no median los poderes animistas de la naturaleza o la magia social de los reyes, sino el poder de la identidad corporativa y el fetiche de la mercancía. Muchos consumidores, especialmente los jóvenes, se aferran a los logotipos como si estos fueran los tótems de un clan; en los años noventa, algunos empleados entusiastas de Nike llegaron incluso a tatuarse la “pipa” de la marca en sus pantorrillas y en la parte superior de sus muslos, grabando así en su carne la noción de McLuhan sobre las grandes corporaciones como nuevas familias tribales. Tales mitos tribales no se restringen de ningún modo a la cultura corporativa o a la logomanía de las víctimas de la moda. Desde un punto de vista antropológico, muchas de las subculturas juveniles que han brotado como hongos en todo el paisaje del Occidente de posguerra bien podrían ser consideradas tribus. Mods, rockeros, hippies, punks, skinheads, pandillas callejeras, hinchas de fútbol, raperos y ravers: todas estas subculturas locales usan cierta combinación hermética de lunfardo, música, lenguaje corporal e insignias para autodefinirse como grupos cohesivos cuyos rituales específicos y movimientos frecuentemente nómades contrastan con la anomia organizada de la vida moderna. Para algunas subculturas, los ecos del tribalismo son parte explícita de su forma de vida: las familias arcoíris imitan los rituales nativos de Norteamérica, en tanto que los “primitivos modernos” se adornan con piercings góticos, extensores de orejas africanos y tatuajes maoríes. Muchas de esas subculturas también pueden ser definidas como “tribus mediales”. Los hackers, los DJ y las radios piratas tienen un fuerte vínculo con la tecnología, mientras que las culturas de fans se reúnen activamente y reconfiguran los medios de comunicación de acuerdo con sus propias necesidades y deseos.

Los entusiastas y a veces extáticos “cultos” musicales que se han formado alrededor de los Beatles, los Grateful Dead, el reggae rastafari, el heavy metal y la música electrónica dance son quizás el epítome de esta tendencia. En ocasiones, el término es casi literal; para miles de fans estadounidenses de Elvis, el culto al Rey satisface hoy deseos devocionales que alguna vez satisfizo un Jesús inmortal. Aunque algunas compañías mediáticas intentan vivamente estimular tal fanatismo rentable, las emociones y los deseos mismos calan más hondo que la publicidad, y pueden generar a veces un auténtico rasgo de cultura popular. Star Trek y sus distintos spin-offs funcionan como mitologías modernas no sólo porque los guionistas de la Paramount se zambulleron en la obra de Joseph Campbell, sino porque los trekkies le han dado a la serie resonancia y profundidad al investirla de significados personales, rituales colectivos y un profundo sentido del juego. Las convenciones de trekkies no son simplemente orgías de coleccionistas frenéticos y adoración estelar, sino también carnavales de disfraces de la imaginación posmoderna.

Siguiendo los trabajos del historiador social Michel de Certeau, muchos teóricos culturales describen estos intentos creativos de reapropiación de la cultura de masas en términos de “caza furtiva”. De acuerdo con De Certeau, los cazadores modernos reconocen que no pueden vencer a las enormes instituciones sociales que los rodean y entonces sigilosamente hurtan símbolos, prácticas y mercancías para usarlos con sus propios fines. Al elogiar el arte de la caza, De Certeau sugiere que las personas no pueden combatir las asfixiantes estructuras de la civilización urbana contemporánea con las tácticas imaginativas que utilizan en sus vidas diarias. Cada vez más limitado y cada vez menos relacionado con estos vastos medios, el individuo trata de desprenderse de ellos pero sin lograr salir; le queda entonces el recurso de valerse de ardides para con ellos, de poner en práctica “jugarretas”, de encontrar en la megalópolis electrónica y computarizada el “arte” de los cazadores o de los campesinos de antaño.5

Este arte es magia, en el sentido más amplio y poético del término. Pero, antes que la magia deslumbrante de las instituciones sociales autoritarias, el cazador opera una magia creativa, una rebelión crítica de la imaginación popular contra los marcos simbólicos y sociales de la realidad consensuada. Mientras que los magos deslumbrantes disfrazan sus hechizos de verdades apolíneas, de lisa y llana realidad, los magos creadores manifiestan las pícaras artimañas de Hermes. Explotan las fecundas ambigüedades de palabras, imágenes, identidades, mercancías y prácticas sociales con el fin de elaborar perspectivas proteicas, romper con el statu quo y suscitar nuevas formas de ver y estar en un mundo estriado por las redes invisibles de la ingeniería tecnocultural.

Erik Davis (California, 1967) es escritor y crítico cultural estadounidense. Sus temas de interés abarcan la ciencia ficción, la cibercultura y el esoterismo. Su libro Tecgnosis: mito, magia y misticismo en la era de la información se convirtió en una obra de culto entre los estudiosos de la comunicación y la tecnología y se tradujo a cinco idiomas. Este ensayo aparece con el título “Imaginería social” en Tecgnosis: mito, magia y misticismo en la era de la información, de Erik Davis. Lo publicamos por gentileza de la editorial argentina Caja Negra. Traducción: Maximiliano Gonnet.


  1. Marshall McLuhan y Quentin Fiore, War and Peace in the Global Village, op. cit., p. 25. 

  2. Ibíd., p. 72. 

  3. Citado en William A. Covino, Magic, Rhetoric, and Literacy: An Eccentric History of the Composing Imagination, Albany, State University of New York Press, 1994, p. 23 

  4. Ibíd., p. 8. 

  5. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, 2000, p. LV.