En una universidad de la región de los Alpes franceses un equipo trabajaba apasionadamente en proyectos de investigación con empresas privadas hasta que un día estalló el conflicto.
El director carismático, al que cuatro empleadas administrativas habían ayudado a ascender gracias a sus habilidades invisibilizadas y un poco compitiendo entre ellas, de la noche a la mañana empezó a evitarlas, a controlarlas, a pedirles que lo pusieran en copia cada vez que enviaban un mail. Intentaron hablar, pero él se desentendía, decía que estaba todo bien. Ellas lo habían bancado incluso durante su divorcio, cuando estaba deprimido. Respondían los mails desde su casilla para que los otros directores no se dieran cuenta de que estaba en su casa, sin poder salir de la cama desde que su mujer lo había dejado. Cuatro años después, de la noche a la mañana, les hacía sentir que su trabajo era prescindible: ya no las necesitaba como antes porque aspiraba a otro cargo. Las ridiculizaba tratándolas como “simples” secretarias y no como quienes lo ayudaron a crear su success story, como él mismo solía decir. Este cambio coincidía con la puesta en marcha en la universidad de una nueva técnica de evaluación del desempeño del personal. Ahora las asistentes administrativas deben demostrar cuantitativamente cuánto producen y completar un Excel con cantidades que suponen que reflejan su performance. Justo el año en que una de ellas quería cambiar de categoría. Justo cuando otra buscaba que le reconocieran mayor antigüedad para no tener que trabajar hasta los 65 años. Poco a poco, y con el aumento de las tensiones disfrazadas de distancia, cada una fue comprando una máquina de café para su oficina para no tener que cruzarse con nadie en la gran máquina de café del pasillo. Ni con él ni con las otras administrativas; por extensión, tampoco con los estudiantes y los profesores. Cada una, amargada y un poco desilusionada de que la competencia con sus otras tres colegas terminara así, sin ganadoras, fue cerrando cada vez más a menudo la puerta de su oficina. Sin el reconocimiento del que habían gozado durante dos décadas y cada vez más solas, algunas empezaron con síntomas. Insomnios, contracturas, dolores difusos, un estado de agotamiento crónico. Otras pidieron que les instalaran una impresora de escritorio para no tener que salir de su oficina búnker. Otras empezaron a sentirse cada vez con menos confianza en sí mismas. Llegaron las licencias médicas. Y las que aún no se habían enfermado tuvieron que empezar a hacer —además— el trabajo de la ausente. Ninguna quería compartir sus astucias, su agenda. La tensión subió y subió, hasta que un día en plena reunión una de ellas tuvo una crisis y tuvieron que intervenir los bomberos.
Los equipos en los que emergen situaciones de sufrimiento, con el aumento frecuente de licencias médicas, son grupos que ya no consiguen trabajar juntos cuyos integrantes se van aislando. Hay trabajadores que se vuelven agresivos verbalmente, otros que fantasean con matar a alguien, como la asistente social que sueña cada noche que estrangula a su agresiva jefa, quien le exige mayor rapidez mientras en el país aumenta la pobreza y disminuyen los recursos para acompañar los casos. Este tipo de situaciones, tan variadas como rocambolescas, es cada vez más frecuente y va creando burbujas siempre a punto de estallar.
Vigilar y evaluar
La psicodinámica del trabajo, disciplina en la que me especialicé, investiga los vínculos entre salud, enfermedad y trabajo. Desde allí hemos visto cómo en las últimas décadas se degradó la cooperación entre los trabajadores. Esto es consecuencia, entre otras cosas, del aumento de las tareas que hay que realizar en menos tiempo y la precarización. Ahora bien, no es porque la carga aumente que automáticamente la gente deja de trabajar con los demás. Es algo complejo, sinuoso y con altibajos; es un proceso, justamente, dinámico. Porque quienes trabajan hacen todo lo posible para poder seguir produciendo sin enfermarse. Cuando no funciona, muchas veces aparecen consultores, coaches y profesionales de la resiliencia, que se concentran en obligarnos a adaptarnos a cualquier situación.
El mes pasado estuve en una empresa en la que hay conflictos desde hace un par de años. Se trata de problemas que podríamos llamar clásicos y casi banales. Posiblemente el tipo de conflictos que muchos hemos experimentado en algún momento. La mayoría de los miembros de un equipo de servicio al cliente no soporta más a la jefa y cada uno se fue replegando en su actividad, además prefieren teletrabajar. Desde la pandemia se asume que da lo mismo verse o no y organizan los días que van a la oficina para cruzarse lo menos posible entre ellos y sobre todo con su jefa. Cuando se ven casi ni se saludan, ya no almuerzan juntos ni comparten un café. El día de mi visita fue la primera vez que estuvieron todos juntos físicamente en más de un año. Hacia el final de la reunión, uno de los participantes dijo: “Yo la verdad es que estoy muy bien, encontré una forma de meterme en mi burbuja y poder trabajar solo. Hago bien mi trabajo”.
¿De qué burbuja habla? ¿Cómo puede trabajar solo cuando se trata del servicio de atención al cliente? ¿Cómo sabe que trabaja bien si nadie sabe lo que hace?
A lo que él se refería, seguramente, es al hecho de que encontró —como muchos que trabajan en equipos conflictivos— una solución de repliegue, una posición defensiva que funciona.
Y cuando dice que hace bien su trabajo posiblemente se refiere a que alcanza los objetivos cuantitativos impuestos por la evaluación de desempeño de la empresa. Porque, claro, no sólo en una universidad de los Alpes —ni sólo en Francia— se evalúa el desempeño de manera individual y cuantitativa. Este tipo de evaluación se generalizó desde hace una década gracias al seguimiento informático de la actividad, lo que permite un control individual de cada trabajador, de sus gestos y modalidades operatorias. Pero el control no es pasivo: supone la colaboración y la participación de quienes brindamos los datos o pedimos a los demás que nos brinden sus datos.
Estos métodos los usamos no sólo con nuestros colegas, sino también con trabajadores del hotel en el que nos alojamos, el mozo de un restaurante, el conductor de una aplicación de transporte, un profesor de la facultad, el médico que nos atiende.
Si los sistemas de evaluación funcionan es porque todos participamos. Pero también esta nueva forma de control obliga a una autoevaluación constante: los trabajadores tienen que brindar datos sobre su actividad. Así, el autocontrol es la máxima expresión de la evaluación.
Cuando este tipo de controles se suma a contratos por objetivos y la remuneración depende de los resultados de estas evaluaciones cuantitativas e individuales, terminamos compitiendo con quienes deberíamos estar cooperando y nos volvemos máquinas de juzgar resultados ignorando las condiciones en que la gente trabaja.
Patologías de la soledad
La individualización —que puede pasar por un repliegue o por una competencia de todos contra todos— se transforma en un sálvese quien pueda. Esto empuja a traiciones o a sabotear el trabajo de los demás. Se esconden las carpetas, se denuncia anónimamente a compañeros con informaciones falsas. No es difícil suponer, entonces, que la desconfianza se instala donde debería haber cooperación. Esto se ve hoy en día en Francia y en todo el mundo, en todas las actividades y en todos los niveles: obreros, ejecutivos, profesores, emprendedores, periodistas, cuidadores...
El aislamiento y la desconfianza se instalan y abren la vía de lo que llamamos las patologías de la soledad, vinculadas a la depresión, el síndrome de agotamiento o burnout, las conductas adictivas e incluso los suicidios. Es difícil evaluar la amplitud de los fenómenos ligados a la salud mental, pero tanto la seguridad social francesa como las investigaciones epidemiológicas coinciden en que el principal motivo de licencias médicas está ligado a enfermedades mentales.
Estudios indican que los cuadros depresivos y ansiosos —categoría utilizada a menudo por los médicos de manera genérica— representan la principal causa de licencias en el país. Si desde hace varios años se observa una progresión de las licencias médicas ligadas a los problemas de salud mental, la situación se acentuó de manera marcada desde la crisis que causó la covid-19. Esta evolución resuena con los diferentes estudios que muestran una degradación de la salud mental a nivel mundial, en particular desde la pandemia. Y es que la salud no es un asunto individual y el trabajo, que juega un rol central en nuestra salud, tampoco.
Estrategias de defensa
Los trabajadores no sufren pasivamente las evoluciones neoliberales, se defienden para no enfermarse. Estas estrategias no son soluciones a los problemas de cooperación, sino que permiten seguir trabajando en modo degradado y se convierten en una anestesia del pensamiento individual, pero también del pensamiento colectivo. Por ejemplo, algunos no dejan de trabajar, pero hacen lo mínimo. Y, como la cooperación no se ve, como no se puede obligar a alguien a trabajar con los demás, nada pueden reprocharse en tanto el trabajo mínimo esté hecho, o al menos en tanto parezca que está bien hecho, en la medida en que los números que los jefes piensan que reflejan el trabajo son buenos. Aunque los indicadores cuantitativos sean buenos, no siempre demuestran que se trabaje bien. De hecho, en ciertos equipos vemos a trabajadores que se vuelven especialistas en generar buenos números sin necesariamente ser buenos en lo que hacen.
En los últimos años, la mayoría de las intervenciones y las investigaciones que llevamos adelante con mi equipo podría llevar por título “Elogio del trabajo en el pasillo”. Entre la generalización del teletrabajo y el desarrollo de diferentes estrategias defensivas, la gente ya no se cruza. Se aísla. Los compañeros no se hablan y se evitan. Como las administrativas de la universidad de los Alpes y los empleados del equipo de atención al cliente. Sin embargo, esos “cruces” en espacios intersticiales como pasillos, cafés, almuerzos, entradas y salidas de reuniones son indispensables para la cooperación. Cuando uno ve a un colega y le dice “¡Ah! Ya que te veo...”, enseguida suele hablar de algo importante, que a menudo no puede decirse en videollamada, por mail ni en presencia de los demás. Esas conversaciones intersticiales juegan un rol indispensable para poder encontrar soluciones y “traducirse” unos a otros, y así procurar evitar que los mecanismos defensivos se radicalicen y que los problemas de trabajo se transformen en conflictos agresivos. Porque cuando los conflictos laborales empiezan a transformarse no ya en repliegues y aislamientos, sino en acusaciones personales —“es un psicópata”, “es un perverso”, “es mala persona” y todos los insultos que se les ocurran, incluso racistas u homofóbicos—, reconstruir la confianza empieza a volverse más difícil, incluso imposible. Porque los insultos son la antesala de un camino hacia la emergencia de la violencia.
Christophe Dejours, el psicoanalista francés que dirige el laboratorio en el que investigo y uno de los referentes principales de la psicodinámica del trabajo, dice que trabajar no es sólo producir, sino también convivir. Y, en ese sentido, el repliegue —aislarme consciente o inconscientemente— puede ayudar a aguantar, pero al final impide superar los conflictos o ponerlos a trabajar. Porque un equipo que funciona no es un equipo en el cual no hay conflictos, sino un equipo capaz de soportar un cierto grado de conflictividad.
Decir “estoy muy bien aislado” sin duda es una forma de racionalizar y tal vez de negar el hecho de que se sufre y por eso uno se protege en su burbuja. Pero lo que una persona puede crear con otras es incomparable a lo que puede producir sola.
Entrar en resistencia
Si los demás pueden arruinarnos la vida, acosarnos, acusarnos, maltratarnos, ignorarnos, al mismo tiempo necesitamos de los demás, de los otros, para hacer la mayoría de las cosas. Una persona sola no puede cantar como un coro, aun si canta mejor que los demás, aun si se entrena mucho. Nadie puede solo hacer funcionar un hospital, una escuela, una fábrica. Hacen falta equipos que trabajen juntos. Y aunque trabajar con los demás (y ser solidario) puede cansar, es una condición para poder producir cosas valiosas. Nadie aprende un oficio sin que otro lo ayude. Nadie cura a un enfermo sin remedios producidos por otros, sin secretarias que den los turnos o personal de limpieza que lave los pisos y ponga un rollo de papel higiénico en el baño cuando no hay nadie en el consultorio. Todos trabajamos con otros y para otros.
Para poder hacer con los demás no sólo es indispensable poder decir, sino también poder escuchar. Salir de casa, reunirse, poner en la mesa los puntos de desacuerdo y hablar hasta definir una posible salida. Necesitamos dejarnos afectar por lo que les pasa a los demás y aprender a discutir, a soportar las diferencias de opinión.
La historia de los pueblos, del arte, de sus obras es testimonio del poder emancipador del trabajo colectivo. De la capacidad que tenemos los seres humanos para hacer cosas nuevas y de cómo no hay límites a lo que podemos hacer con los demás cuando nos organizamos y trabajamos juntos. Incluso cuando juntos podemos entrar en resistencia para buscar subvertir la organización del trabajo, como explica el investigador en psicología de la Universidad de Toulouse Antoine Duarte en sus investigaciones. Cuando cooperamos y estamos orgullosos de lo que logramos, el deseo de tomar un café o un mate o de almorzar con los demás crece, sin tener que forzarlo, sin que el jefe tenga que proponer un patético happy hour o un team building. Es por eso que trabajar con los demás se encuentra ligado a la convivencia, a las ganas de compartir, más allá de la actividad en sí. Y todo lo que se juega, lo que se logra y su poder emancipador no se puede evaluar a partir de cuestionarios individuales numéricos ni de ningún otro método que ridiculice y reduzca a un número la grandeza de lo que somos capaces de hacer.
Patricio Nusshold es psicólogo y profesor de Psicología Clínica en la Universidad Paul-Valéry Montpellier 3, Francia. Investiga sobre la relación entre el trabajo y el sufrimiento.